Trotter había dado en el clavo con lo de la prensa.
Un día antes del reinicio del MAAC, poco después de la aparición del artículo de Giles Farmer, empezaron a llegar a Dartford furgonetas con antenas satélite. Stuart Binford, el jefe de prensa del MAAC, solo estaba autorizado a decir dos palabras: «Sin comentarios», y ya las había repetido cientos de veces a lo largo del día.
Se habían organizado a toda prisa una serie de reuniones con responsables británicos y americanos y, durante una de ellas, Trotter había planteado su idea de que tras la aparición del artículo de Farmer la balanza se había inclinado hacia la cancelación del reinicio. Pero Leroy Bitterman y otros habían cortado en seco su razonamiento. Además de no dejar en la estacada a los valientes hombres y mujeres que habían arriesgado sus vidas para traer de vuelta a casa a un grupo de inocentes, Bitterman argumentó que el mejorado algoritmo de software de Matthew Coppens bloquearía el colisionador a los pocos nanosegundos de la materialización de los regresados, o de su no materialización, una vez que se hubiesen alcanzado los treinta TeV. Esto, dijo, limitaría todavía más la propagación de campos de strangelets y gravitones. Aunque su equipo de distinguidos científicos no había logrado plantear un plan viable para cerrar para siempre la conexión dimensional, sí se habían mostrado de acuerdo en que la limitación de la duración de las colisiones de alta energía al mínimo era la mejor opción.
Cuando la discusión derivó hacia otros temas, Trotter se inclinó hacia Ben y le susurró: «Gracias por apoyar mi propuesta», a lo que Ben se limitó a responder con un cansino resoplido.
Trotter había sido convocado a una reunión a primera hora en Downing Street ante el comité de emergencias Cobra. El primer ministro había decidido que, ante las revelaciones de Giles Farmer, no tenía otro remedio que ampliar el círculo de las personas informadas de la crisis para incluir al comité de seguridad del gabinete. Un incrédulo grupo de personal ministerial que esperaba que el gobierno desmintiese la ridícula información que habían leído durante el desayuno, fue convocado ante el primer ministro, Trotter y la ministra de energía Smithwick y se les explicó que Farmer se había acercado mucho a la verdad.
Durante la reunión del comité Cobra, la BBC conectó en directo con Lewisham, donde sus reporteros habían localizado a Giles Farmer regresando a su apartamento y habían conseguido que les concediese una entrevista.
El primer ministro ordenó que subiesen el sonido y Trotter, mientras escuchaba cómo el joven, de un modo titubeante pero muy convincente, desplegaba sus teorías de la conspiración, partió en dos un lápiz debajo de la mesa.
—Tal vez el señor Trotter debería explicarnos si el MI5 o el MI6 han tenido algo que ver con las muertes del señor Moore y el señor Hannaford —exigió el ministro del interior cuando bajaron el sonido del televisor.
—Hasta donde yo sé, ninguna de las dos agencias ha tenido ningún tipo de participación en esto —manifestó Trotter, pero pensó que ninguno de los convocados tenía por qué saber la verdad.
Al alba del día del reinicio, el cielo sobre Londres apareció rosáceo y prometedor.
A esa hora tan temprana, la sala de control provisional del MAAC y las dependencias para los empleados estaban a rebosar de técnicos. A las ocho y media llegaron los observadores. Leroy Bitterman se sentó junto a Karen Smithwick. George Lawrence, el jefe de Ben en el MI5, había compartido el coche desde Londres con el director del FBI, Campbell Bates, y entraron juntos. Trotter llegó por su cuenta y se sentó sin saludar ni a Bitterman ni a nadie. Estaba cansado. Se había pasado buena parte de la noche con Mark Germaine, su jefe de operaciones, pensando en cómo se podía eliminar a Giles Farmer sin que pareciese que tomaba cuerpo la conspiración que este había denunciado. Henry Quint también estaba solo. Le dolía que lo hubiesen dejado de lado y se había estado preguntando, no sin remordimientos, si se alegraría o se sentiría triste si Emily Loughty no reaparecía nunca. La única persona con ganas de conversar con él era Stuart Binford, que se acercó a él con una silla, pero Quint no se molestó en agradecérselo.
Matthew Coppens dirigía el reinicio. Fue siguiendo los pasos de la lista con David Laurent. En el enorme circuito oval subterráneo del MAAC veinticinco mil imanes se estaban enfriando hasta los 1,7 K. Matthew estudió el plano en la pantalla gigante para comprobar si alguno de los imanes fallaba. El color que quería ver en todo el plano del Gran Londres era el azul, y los puntitos azules iluminaban el mapa como un collar de zafiros.
A las nueve de la mañana retiraron las bandejas del desayuno de las celdas. A Murphy y Rix les habían permitido compartir celdas con sus esposas.
—La última buena comida —comentó Rix, limpiando el plato de los restos de yema de huevo con la tostada.
—El último café —suspiró Christine—. No quiero volver.
—Podría ser peor —replicó él, dándole una palmada en la rodilla—. Todavía estamos juntos.
En la celda contigua, Murphy disfrutaba del ritual de lavarse los dientes después de comer.
—Cuando estaba vivo —comentó— nunca presté la más mínima atención a la delicia de utilizar pasta de dientes. Ahora es una de mis cosas favoritas. La voy a echar de menos.
—¿Ah, sí? —preguntó Molly—. ¿Ya no te gusta utilizar una hoja?
Murphy se enjuagó la boca.
—¿Y si su jodida máquina no funciona y nos quedamos aquí?
—Pues en ese caso vas a poder cepillarte los dientes hasta que te hartes.
—Ya sabes a qué me refiero.
Molly se acercó al lavabo y le cogió la mano.
—Pues creo que nos encerrarán en algún lado, aunque no juntos, eso seguro, hasta que envejezcamos y nos muramos y entonces regresaremos ya sabes dónde.
—En ese caso espero que su jodida máquina funcione —gruñó Murphy, contemplando su reflejo en el espejo.
Ben entró en la zona de detención y abrió los ventanucos de plexiglás de todas las celdas para anunciar que los bajarían a todos a la sala de transporte en media hora. Los tipos de Iver, idiotizados como siempre, miraron inexpresivos, como si Ben le hubiese dado la información a un par de hámsteres. Alfred y sus colegas del Infierno maldijeron y armaron el habitual barullo. Mitchum, el vagabundo, ya se había recuperado de la herida de bala lo suficiente como para poder ingerir comida sólida desde hacía una semana, y refunfuñó que él no quería ir a ninguna parte. Pero Murphy, Rix y sus esposas saludaron con entusiasmo a Ben, como si fuese un colega o amigo.
Rix acercó la cara al ventanuco.
—Te has portado muy bien con nosotros, Ben. Discúlpanos por haberte engañado.
Ben asintió, aceptando las disculpas.
—Fuiste... no, eres un buen poli, Jason. Sin embargo, hubiera preferido que no mataseis a Jack Mellors.
—Eso es porque no eres un cabronazo, Ben. Eres un auténtico cowboy defensor de la justicia. Cuídate y no hagas nada durante tu vida que te condene adonde hemos acabado nosotros.
El cielo sobre Dartford resplandecía con más intensidad de lo que John había visto nunca en el Infierno, un gris claro que hizo que se le contrajesen las pupilas. Aunque había intentado por todos los medios mantener la imagen mental de un reloj en funcionamiento, había perdido la cuenta cuando saltaron del galeón a la barca de remos para alcanzar la orilla sur del Támesis. Habían transcurrido unas cuatro horas desde el amanecer, pero no tenía claro cuánto tiempo les quedaba hasta las diez de la mañana.
Ahora, mientras los barcos íberos viraban y enfilaban hacia el estuario, ellos ya estaban en tierra firme y avanzaban corriendo. John llevaba a Sam en brazos y Trevor a Belle.
John miró hacia atrás. Delia se estaba rezagando.
—¡Ayudadla! —gritó, y Martin y Tony volvieron sobre sus pasos y la cogieron uno de cada mano.
—¡Es allí! —gritó Emily cuando vio aparecer a lo lejos los tejados de paja—. Ya casi estamos.
Ben lideró la procesión de detenidos desde las celdas hasta la antigua sala de control subterránea del MAAC, que habían empezado a denominar «sala de tránsito». Todos los moradores del Infierno llevaban grilletes e iban vestidos con monos de algodón para ahorrarles la indignidad de aparecer en el otro lado desnudos, lo cual, según Molly, era todo un detalle. Como el joven vagabundo Mitchum preocupaba especialmente a Murphy y Rix, le habían atado muñecas y tobillos también con cuerdas de cáñamo para que pudieran controlarlo si llegaban a ser transferidos.
Una vez en la parte inferior de la sala de control, los ataron a los aros de hierro clavados en el suelo. Diez metros por debajo, el gigantesco sincrotrón ya casi había alcanzado la máxima potencia. Once seres del Infierno permanecían allí, observándose los unos a los otros, mientras Murphy y Rix intentaban que sus esposas no lo pasasen mal.
Nadie en el MAAC sabía a ciencia cierta si John, Emily, Trevor y Brian habían logrado dar con Delia, Arabel, Sam, Belle y los ocho de Ockendon, ni si alguno de ellos había conseguido regresar a tiempo a Dartford para el intercambio. Tampoco sabían qué sucedería al intentar intercambiar a once habitantes del Infierno por dieciséis personas. ¿Se quedarían cinco de ellos Abajo? Leroy Bitterman se sentía orgulloso de sentenciar en los informes gubernamentales del más alto nivel: «Los políticos parecen creer que decir lo siguiente es un anatema, pero los científicos lo dicen continuamente: “No sé lo que va a suceder”».
Ben se plantó ante los moradores del Infierno y mirando solo a Rix, Murphy, Christine y Molly, anunció:
—Quedan quince minutos. Buena suerte.
La sala de control se selló y los guardias fueron evacuados de ese nivel.
Ben decidió no unirse a los dignatarios y técnicos en la zona de recreo para el personal. Prefería estar a solas con sus pensamientos. Recorrió la entrada del MAAC, cuyas ventanas y puertas se habían cegado para evitar los objetivos telescópicos de los medios de comunicación acampados detrás de la valla del centro. Ben se había acabado acostumbrando al despacho de John. Se instaló allí y, con una indiferencia acorde con su estado de ánimo, contempló la sala de control y la sala de tránsito en los monitores del circuito cerrado y se preguntó si alguna vez estaría tan unido a su esposa como Murphy y Rix lo estaban a las suyas.
El embarrado camino que pasaba junto a la casa de Dirk y Duck estaba desierto. De su chimenea salía un hilillo de humo blanco.
Todos los viajeros de la Tierra excepto los niños estaban revueltos y jadeaban por el cansancio acumulado durante el día y el esfuerzo de correr por los prados. Tony dijo que iba a vomitar y Martin le palmeó la espalda. Delia no se sostenía en pie. Se sentó en el suelo con las piernas cruzadas y la cabeza entre las manos. Tracy se dejó caer junto a ella para animarla. Arabel cogió a Belle de brazos de Trevor y Emily cogió a Sam.
—¿Este es el sitio, jefe? —preguntó Trevor jadeando.
John recuperó el aliento para responderle:
—Este es. Espero que no hayamos llegado demasiado tarde.
—No hemos llegado demasiado tarde —jadeó Emily.
—¿Cómo lo sabes? —inquirió John.
—Simplemente no lo creo. Lo siento, ya sé que no es muy científico.
—¡Eh, Dirk! —gritó hacia la casa—, soy John Camp. ¿Dónde está mi cerveza?
La puerta se abrió.
Todas las puertas alrededor de la carretera se abrieron.
De ellas salieron soldados ingleses con mosquetones que formaron a ambos lados del camino.
John les dijo a los suyos que no se movieran.
—Tan cerca —jadeó Delia—. Estábamos tan cerca.
Por la puerta de la casa de Dirk apareció un individuo vestido con elegancia, con una jarra de cerveza en la mano.
—Aquí está tu cerveza, John Camp —anunció el rey Enrique VIII—, ¡y me la estoy bebiendo yo!
Cuando Enrique salió al camino, otros le siguieron. Allí estaba Cromwell con aire pensativo. Solomon Wisdom miró temeroso a John y dio la impresión de que, de no ser por la presencia de todos esos soldados, no estaría allí. Dirk y Duck, sobrecogidos por la presencia de su monarca, parecían de todos modos entristecidos por el hecho de que sus amigos hubiesen caído en una trampa.
John señaló amenazador a Wisdom y dijo:
—Es la última vez que soy clemente contigo, Solomon. La última vez.
—Me quemaste la casa —vociferó Solomon—. Me robaste la plata y el oro. ¿Creías que no encontraría el modo de vengarme?
—No tienes ni idea de lo que te haré algún día —le gritó John, provocando que Wisdom se escondiese tras unos soldados.
—Deponed las armas, por favor —exigió Cromwell.
John pidió a los suyos que las tirasen. Varias espadas, cuchillos y pistolas fueron lanzados al barro.
Enrique avanzó unos pasos.
—¿Quién es este? —preguntó Delia.
—Delia y Arabel, os presento al rey Enrique VIII.
—Dime, ¿qué ha sido de la emperatriz Matilde? —preguntó Enrique.
Delia pidió que la ayudasen a levantarse y Martin le tendió la mano. También Tracy se puso en pie.
—Me temo que no llegó a Estrasburgo entera —explicó John.
—Una lástima —respondió Enrique—. ¡Después de tantos años! Había llegado a sentir un cierto aprecio por ella. Pero esto, estas maravillas harán que se me pase la tristeza. ¡Mirad a estos niños! Quiero que todos vosotros os quedéis en mi corte y, sí, mi buen doctor, mi pierna ha mejorado mucho gracias a tu infusión medicinal. —Hizo un gesto de asentimiento hacia Martin—. ¡Pero el verdadero motivo por el que he venido aquí son los niños! ¡Son más preciosos que las joyas, más preciosos que el oro! Y ahora venid todos. Volvemos al palacio de Hampton. ¡Guardias, apresadlos!
—Sesenta segundos para alcanzar la máxima potencia —anunció Matthew—. Dieciséis TeV, dieciocho, diecinueve...
Ben no daba abasto para mirar tantos rostros al mismo tiempo. Se concentró en dos: Leroy Bitterman, que se mordisqueaba el labio inferior, y Jason Rix, que le sonreía a su esposa.
—¡No, un momento! —gritó John—. No querrá asustarlos, ¿verdad, majestad? ¿Por qué no coge al niño? Puede cogerlo en brazos. Se llama Sam. Usted siempre quiso un hijo, ¿no es así? Casi todo lo que hizo en vida, todas esas esposas, todos esos asesinatos, lo hizo para engendrar a un hijo.
Enrique se pasó los dedos por la mejilla y observó las yemas humedecidas, como si acabase de recordar algo que había olvidado hacía mucho tiempo.
—John, ¿qué haces? —le preguntó Emily.
Él no respondió. Siguió hablándole al rey:
—Solo tuvo un hijo. ¿Recuerda lo feliz que fue cuando nació Eduardo? Tenía solo diez años cuando usted falleció. Solo pudo disfrutar de él unos pocos años. Este niño, Sam, puede ser su hijo durante muchos más años. ¿Quiere cogerlo en brazos?
—No —dijo Arabel, pero Emily apoyó a John.
—No pasa nada, Arabel. No te preocupes.
Enrique avanzó por el barro.
—Majestad, por favor —susurró Cromwell.
—Levántalo, Emily —dijo John.
—¿Estás seguro?
—¿Confías en mí?
Emily cogió a Sam, que pataleaba, por las axilas y se lo tendió a Enrique.
Este trató de coger al niño. En un único y fluido movimiento, John se inclinó para sacarse un cuchillo de la bota, se abalanzó sobre el rey y le rodeó el cuello con el brazo.
Presionó con el cuchillo la yugular de Enrique y gritó a los soldados que no se moviesen.
—¡Ni un movimiento! Un solo movimiento de cualquiera de vosotros y derramaré su sangre.
—Quince segundos —anunció Matthew—, veinticinco TeV, veintiséis...
—Haced lo que dice —gritó Enrique—. Que nadie dé un paso.
—Eso está muy bien —siseó John, apretándole el cuello con más fuerza—. Y usted tampoco se mueva. No quiero hacerle daño, no quiero hacérselo, pero se lo haré si es necesario.
Emily apretó a Sam contra su pecho.
—¿Y ahora qué? —preguntó Trevor.
—Esperamos y rezamos —dijo John.
Todos los ojos en la sala de control estaban fijos en el reloj. Los protones circulaban a la velocidad de la luz por el circuito oval que se extendía alrededor del Gran Londres y chocaban unos con otros liberando una energía casi inimaginable.
Matthew vio que su contador ascendía hasta los veintinueve TeV, aspiró hondo y gritó:
—¡Plena energía!
Mientras Ben contemplaba el rostro tenso de Bitterman, en un primer momento pensó que las cámaras o el monitor habían fallado por una caída de la tensión eléctrica.
La cara de Bitterman había desaparecido.
Todo el mundo había desaparecido.
La sala de control estaba vacía.
Todas las sillas, todos los ordenadores, todo seguía ahí, todo excepto las personas.
Resonó una voz grabada:
—Apagado, protocolo iniciado, apagado, protocolo completado.
Ben parpadeaba perplejo ante la pantalla en blanco cuando un movimiento en la sala de tránsito captó su atención.
Se levantó de un salto y cruzó a la carrera el vestíbulo del MAAC hasta los ascensores, llamando a gritos a sus agentes para que lo siguieran.
El ascensor pareció tardar una eternidad en bajar hasta el nivel de la sala de tránsito y cada eterno segundo que pasaba Ben sentía que la cabeza estaba a punto de estallarle.
Corrió hasta las puertas cerradas de la sala y ordenó que las abriesen.
Hubo abrazos y llantos, y dos niños inquietos correteando sin rumbo fijo.
Trevor soltó a Arabel y llamó a Ben:
—Nunca lo dudé, colega, no lo dudé ni un segundo.
En un estado semejante al trance, Ben abrazó a Delia, contó a los presentes y dijo:
—No lo habéis conseguido todos.
—Hemos perdido a algunos —explicó John—. Pero hemos traído con nosotros a un caballero.
Ben miró a la cara a un hombre grueso y vestido con elegancia que contemplaba la sala aturdido.
—Ben Wellington, quiero presentarte al rey Enrique VIII. Majestad, este hombre está al servicio de la reina de Inglaterra, Isabel II.
Ben se quedó sin palabras.
—¿Dónde están mis hombres? —murmuró Enrique—. ¿Dónde está Cromwell? ¿Dónde está Dartford?
—Ya se lo explicaremos todo —prometió John—. Siento haber tenido que amenazarle.
—¿De verdad hemos vuelto a casa? —preguntó Tony, parpadeando entre lágrimas. Martin le abrazó.
—Sí, así es —le aseguró Emily—. Estamos en casa. Ben, ¿lo han desconectado correctamente? ¿Ha habido algún problema? Tengo que hablar con Matthew y mi equipo.
—Me temo que ha habido un grave problema —murmuró Ben.
—¿Qué tipo de problema? —Emily tenía un nudo en la garganta.
—Han desaparecido. Todo el mundo ha desaparecido.
Subieron en los ascensores, Enrique lívido por la sensación de aceleración.
Emily le pedía a Ben más información, pero él no sabía nada más. Cuando el ascensor se detuvo, ella le preguntó:
—¿Nuestros expertos han dado con alguna solución?
—Por lo que sé, no —respondió él.
En cuanto se abrieron las puertas del ascensor, sonó el teléfono de Ben. Abajo la señal se había perdido.
Enrique se quedó boquiabierto al ver el vestíbulo de cristal y acero.
John y Emily observaron la cara de alarma de Ben mientras atendía la llamada. Era la cara de alguien al que pasan por una trituradora.
—Cálmate —pidió Ben—. Por el amor de Dios, cálmate. De acuerdo. Sí, ya sé que no logras contactar con el director general, ni con Trotter, ni con Smithwick. Ya veo. ¿Dónde? ¿Sí? Dios bendito. De acuerdo, escúchame. Llama a Downing Street y al Ministerio de Defensa. Necesito que se convoque de inmediato al comité Cobra. Envía un helicóptero a Dartford para trasladarnos a Londres. Y notifica a Buckingham Palace que tienen que informar a la reina de que debe recibir a alguien muy importante.
Colgó.
—John, Emily, Trevor —dijo Ben, llevándoselos aparte—. Sé que acabáis de pasar por situaciones que ni me imagino, pero necesito que me acompañéis a Londres. A todos los demás les haremos un chequeo médico en la enfermería y tendremos que ponerlos en cuarentena. En cuanto a nuestro visitante, ya pensaremos qué hacer con él.
—¿Qué te acaban de decir? —le preguntó John.
—El caos se ha desatado ahí fuera. Hay un número considerable de individuos, moradores del Infierno, muchos a juzgar por el estruendo, atacando con violencia a la gente en Leatherhead. Una clase entera de chicos ha desaparecido de un colegio cerca de Sevenoaks, y hay serios problemas en un centro comercial de Upminster.
John abrazó a Emily y ambos se sentaron en un sofá.
—¿Estás bien? —le preguntó él.
—No, ¿y tú?
—La verdad es que no —confesó John—. ¿Estás preparada para afrontar esto?
—¿Qué otra opción nos queda?
Él intentó sonreír.
—Diría que ninguna. Al menos hemos logrado traer de vuelta a tu hermana y a los niños.
—Gracias a Dios. Pero este es el problema, John. —Emily intentó continuar, pero rompió a llorar. John la reconfortó lo mejor que pudo y ella logró seguir exponiendo la horrible idea que le rondaba por la cabeza—: Creo que la única persona que sabe cómo solucionar de una vez por todas este monumental lío sigue en el Infierno. Vamos a tener que regresar para encontrar a Paul Loomis.