Una habitación de hospital era un lugar extraño para una reunión estratégica, pero todos los convocados se mostraron de acuerdo en que no existía un sitio convencional para planificar un viaje al Infierno. John asistió a la reunión sentado en un sillón reclinable con una vía intravenosa para los antibióticos. Emily y Trevor se sentaron en la cama, y Ben Wellington prefirió coger una de las sillas para las visitas.
John se pasó los primeros minutos escuchando el discurso de Trevor, que aseguraba que Ben era «un buen tío» y «uno de los nuestros», y sus explicaciones sobre cómo habían rastreado y capturado a Brandon Woodbourne. Pero no estaba dispuesto a recibir a ese tipo sin más, con los brazos abiertos. No le gustaban esos tíos que salían de colegios privados y ascendían hasta lo más alto de los servicios secretos británicos. Había conocido a un montón de ellos cuando era el jefe de seguridad de la embajada estadounidense en Londres. Si un agente no era un soldado de los pies a la cabeza, no resultaba fácil que lograse el respeto de John. Pero pese a todo esto, no tardó en aceptar a Ben. Le pareció inteligente y franco, sin esos aires de superioridad y omnisciencia que, en su opinión, impregnaban a todos los mandos del MI5 y el MI6.
—De acuerdo, puedes quedarte —accedió por fin John, alzando el pulgar.
—Qué alivio —suspiró Ben, e hizo el gesto de secarse el imaginario sudor de la frente—. Me siento bastante avergonzado después de que vosotros tres os hayáis presentado voluntarios para esta misión, como unos héroes, mientras que yo me quedaré aquí a cargo de la seguridad. Si no fuese porque tengo mujer e hijos...
—No hace falta que te disculpes —le cortó John—. Alguien tiene que atrapar a esos habitantes del Infierno. Y no confío en Trotter para hacerlo.
—Me ha parecido un tipo horrible —reconoció Emily.
—Un cabrón baboso —añadió John.
—¿Queréis saber cómo le llaman? —preguntó Trevor.
Ben protestó un poco, porque se lo había contado a Trevor como una confidencia, pero este le quitó importancia con una carcajada y lo desveló.
—Perfecto —dijo Emily entre risas—. Le va como anillo al dedo.
John cogió el cuaderno en el que había estado tomando notas y empezó a explicar el plan.
—Bueno, he estado pensando en lo que podemos hacer para prepararnos. Necesitamos monedas de cambio, algo de valor con lo que comerciar. Información, cooperación, lo que se os ocurra. Sabemos que no podemos llevar con nosotros ni metal ni elementos sintéticos. Lo único de que dispondremos es lo que podamos llevar en nuestras cabezas.
—Por suerte, John tenía conocimientos prácticos sobre metalurgia y municiones —explicó Emily.
—¿Qué tal funcionó eso? —preguntó Trevor.
—Me sirvieron para negociar. Recordé las técnicas de construcción de un tipo de cañón del siglo XIX que mejoraba los que ellos poseían. Me acordé de que las minas suecas producían la mejor materia prima para el acero. Y me las apañé para fabricar unas granadas de mano con un detonador de pedernal. Fue suficiente para conseguir influencias aquí y allá. Pero si nos preparamos bien, podemos hacerlo mucho mejor.
Ben, confundido, negó con la cabeza.
—Me he pasado toda la noche mirando las grabaciones de vuestros interrogatorios. Son tan asombrosos que no tengo palabras, hay un montón de información para digerir. Pero hay una cosa que no acabo de entender, ¿por qué la tecnología es tan primitiva? Supongo que hasta allí llega continuamente gente del mundo moderno, y lo lógico sería que llevasen con ellos los conocimientos sobre la tecnología moderna.
John y Emily cruzaron una mirada y ella le cedió los honores de la explicación.
—La cuestión —empezó John— es que todas las personas que han acabado en el Infierno en los últimos cien o ciento y pico años conocen las innovaciones modernas de las que carecen allí. Son conscientes de que no disponen de red eléctrica ni bombillas, y de que no cuentan con grandes máquinas de vapor, ni mucho menos motores de combustión. Saben que no hay de rifles de repetición o semiautomáticos ni metralletas, y que allí no disponen de plásticos ni de otros materiales sintéticos, ni tampoco de medicinas ni antibióticos. El problema para estos individuos y para el conjunto de la sociedad es que son conscientes de que no disponen de todo eso, pero carecen de los conocimientos necesarios para fabricar todas estas cosas. Piensa en ello. Las personas que se ganan un billete para el Infierno no suelen ser los científicos, ingenieros, inventores o mentes creativas de la Tierra. Seguro que hay excepciones, pero no llega hasta allí una masa crítica suficiente como para hacer evolucionar la tecnología. Por eso están anclados en la tecnología medieval.
—Creo que eso es exactamente lo que ocurre —añadió Emily—. En el interrogatorio de ayer dediqué un buen rato a explicar mi relación con un personaje repugnante, Heinrich Himmler, que estaba obsesionado con hacer evolucionar la tecnología, por usar las palabras de John. Su meta, tanto en vida como una vez muerto, era el dominio militar. Babeaba ante la posibilidad de conseguir una bomba atómica, pero en apariencia poseía muy pocos conocimientos sobre los cientos de miles de elementos tecnológicos que se necesitan antes de lograr la fusión nuclear.
—Otro de sus problemas —continuó John— es que cada país actúa como un estado feudal, con una élite privilegiada y el resto de la población esforzándose por sobrevivir como siervos o esclavos. No hay esperanza, no confían en un futuro mejor. Es un entorno totalmente estéril para la innovación y la iniciativa empresarial.
Ben asintió.
—Los dos habéis dicho que Garibaldi era un líder diferente.
—Lo es —aseveró John—. Muy diferente, un hombre con una capacidad inusual para ver luz en un mundo sombrío. Pero quién sabe si tendrá alguna oportunidad de llevar a cabo sus sueños. Lo tiene todo en contra.
—¿Qué ideas te rondan por la cabeza, jefe? —preguntó Trevor.
John señaló su ordenador portátil sobre la mesilla de noche.
—Estoy haciendo indagaciones sobre un montón de temas, mejoras prácticas de armas que no requieran de grandes avances tecnológicos. Cosas que podamos desarrollar con rapidez para ofrecerlas a cambio de la ayuda que probablemente necesitaremos para rescatar a los nuestros.
Emily arrugó la nariz, disgustada.
—Lo siento, John, pero lo que les vas a ofrecer es una manera más eficaz de destruirse los unos a los otros. ¿Por qué no les llevamos cosas que les ayuden a mejorar? Tengamos altura de miras.
—¿Como qué? —preguntó él.
—No lo sé. Literatura, poesía, religión.
John se rio.
—Bueno, si eres capaz de memorizar la Biblia en una semana, adelante. Podrás dictarla cuando lleguemos allí.
Emily parpadeó varias veces, un gesto que solía hacer cuando le rondaba por la cabeza una idea interesante.
—¿Por qué no nos limitamos a llevar libros? Mi boceto de Caravaggio pasó. ¿Por qué no van a pasar los libros?
John estaba a punto de hacer un comentario sarcástico sobre el enamoramiento de Caravaggio con Emily, pero se contuvo.
—¿De qué están hechos los libros?
Ben expuso lo obvio: tinta y papel.
—Eso ya lo sé —replicó John con rapidez—. Me refiero a de qué está hecho el papel. De qué está hecha la tinta. ¿Son materiales naturales? ¿Contienen aditivos sintéticos?
Emily se levantó con gesto decidido, agarró el portátil de John y comenzó a buscar. Los demás guardaron silencio mientras ella rastreaba artículos durante unos minutos antes de anunciar, decepcionada:
—Parece que los fabricantes de papel y tinta utilizan un mejunje de bruja compuesto por un montón de aditivos sintéticos. Voy a afinar un poco los parámetros de búsqueda. —Tecleó, leyó y finalmente dijo—: Vaya, parece que hay todo un universo de tintas cien por cien naturales elaboradas con ingredientes vegetales para la impresión comercial y de papeles libres de aditivos, y para los auténticos amantes de los árboles tenemos papel sin papel, hecho de algodón, bambú o incluso piedra.
—Pero ¿qué pasa con cualquiera de los libros de los que puedes comprar en una librería? —preguntó John.
—La mayoría de ellos incorporan aditivos durante el proceso de fabricación —respondió ella.
—¿Hay algún impresor que trabaje con procesos por completo naturales en Reino Unido y que sea capaz de hacer libros? —se interesó John, inclinándose hacia delante y probando con dolor la limitada flexibilidad de los puntos que le habían dado.
—Parece que sí —respondió Emily tras otro minuto de búsqueda—. Son trabajos que hacen por encargo. La mayoría de ellos trabajan para empresas ecológicas, pero supongo que podríamos hacer algunas llamadas.
—Entonces ¿crees que podríais transportar libros? —preguntó Ben.
—Si son por completo naturales, no veo por qué no —respondió John.
—De acuerdo, ¿y de qué libros estamos hablando? —quiso saber Trevor.
John y Emily se miraron y se rieron.
—Supongo que ella propondrá libros sobre cómo estirar el brazo y acariciar a alguien y yo optaré por libros sobre cómo estirar el brazo y machacar a alguien. Hagamos cada uno nuestra lista y después elijamos unos pocos títulos. No podemos llevar una biblioteca entera. Tendremos que viajar rápido y ligeros de equipaje.
—Yo me encargo de que mi equipo localice la imprenta capaz de hacer este trabajo para nosotros de forma segura y rápida —se ofreció Ben.
Acto seguido, John puso sobre la mesa otros de los temas que le preocupaban.
—Trevor, háblame de cualquier tipo de experiencia que hayas tenido con armas no convencionales.
—¿Qué quieres decir con no convencionales?
—Cuchillos para la lucha cuerpo a cuerpo, espadas, hachas, arco y flechas… ese tipo de cosas poco habituales.
Trevor se encogió de hombros.
—En el ejército recibí algo de entrenamiento en combate cuerpo a cuerpo en espacios reducidos, aunque creo que eso lo trabajé más en la policía. Supongo que puedo apañármelas si no hay más remedio. Espadas, hachas... Debes estar de broma.
—Créeme, donde vamos no es ninguna broma. Una semana no es mucho tiempo, pero te sugiero que te busques un instructor y te sometas a un entrenamiento intensivo. ¿Alguien tiene alguna recomendación?
—Pues resulta —intervino Ben— que el tío al que acudimos en el MI5 para formas de combate no convencionales es una pequeña celebridad. ¿Habéis oído hablar alguna vez de Brian Kilmeade?
—¿El tío que presenta un programa sobre armas medievales en la tele? —preguntó Trevor.
—El mismo.
—¿Es bueno? —quiso saber John.
—He oído hablar maravillas —dijo Ben—. Haré una llamada para ver si podemos contar con él.
—Muy bien. Último tema —anunció John—. Por lo que vi en el campo de batalla en Francia, el rey Enrique sobrevivió. Si lo consiguió, sospecho que habrá regresado a Britania para reagrupar a sus tropas. Y si esto es así, es probable que tengamos que tratar con él otra vez. Necesito saber más sobre él para tener claro qué botones apretar y cuáles evitar. Necesito información.
—John, entiendo tu planteamiento —respondió Emily con escepticismo—, pero ¿cuántos años vivió?, ¿cincuenta?, ¿sesenta? Y lleva muerto más de quinientos. Esa experiencia le habrá marcado mucho más que su breve paso por la Tierra.
—Tal vez —reconoció John—, pero la personalidad de cada uno se forja en la infancia y la juventud, y no creo que uno la pueda remodelar con facilidad. Fue un bravucón en vida y lo sigue siendo. Necesito encontrar sus fisuras.
—Puedo hacer que nuestros investigadores nos envíen varias biografías seleccionadas.
—No dispongo de tiempo para leer —le cortó John—. Prefiero pasar unas horas con un historiador que conozca a Enrique al dedillo, que haya indagado en la intimidad del personaje.
Ben negó con la cabeza.
—Estoy intentando imaginar cómo le puede describir el MI5 esta petición a un historiador.
—¿Qué tal si le hacéis firmar el Acta de Secretos Oficiales por si acaso, y ya le contaré yo la mejor película que se me ocurra?
—De acuerdo. Localizaré al mayor especialista en Enrique VIII de toda Inglaterra y cursaré la petición.
Una enfermera entró y le cambió a John la bolsa ya agotada del suero con antibiótico. Antes de marcharse le recordó que era hora de la revisión dental. Una vez solos de nuevo, John le preguntó a Trevor si llevaba empastes o coronas.
—¿A qué viene esta pregunta?
—Son sintéticos. Tus empastes no pasarán al otro lado. Yo tuve serios problemas con uno de mis dientes. Hoy me van a hacer una endodoncia o me lo extraerán.
—Pues sí, tengo un par.
—Asegúrate de hacer un hueco en tu agenda para visitar a un dentista antes de que nos vayamos.
—¿Y qué le cuento al dentista?
—Que te vas a un lugar muy remoto durante un largo período de tiempo durante el cual no tendrás acceso ni a médicos ni a dentistas.
—Entendido. ¿Y tú? —le preguntó a Emily—. ¿Qué tal te fue con los piños?
John sonrió y respondió por ella:
—Doña Perfecta jamás ha tenido una caries, ¿verdad que no?
Emily oyó que llamaban a la puerta de su despacho y levantó la mirada. Henry Quint entró con ojos implorantes y le preguntó si tenía un minuto. Con frialdad, ella le señaló la silla.
—Sé lo que piensas sobre mí —empezó Quint.
—¿En serio? Me pregunto si tienes siquiera una vaga idea.
—Creía estar haciendo lo correcto para el proyecto cuando decidí superar los protocolos de energía. Si te sirve de consuelo, no he dejado de torturarme por el problema que he causado. Lo siento, pero debes entender que en un momento u otro hubiéramos acabado llevando el colisionador hasta los treinta TeV.
—¿En serio? Tengo la firme convicción de que la producción de strangelets no es un fenómeno de todo o nada. Sospecho que habríamos descubierto su correlación con la elevación de la energía de colisión, y eso nos habría prevenido de llegar a los treinta TeV.
—Tal vez sí, tal vez no. Ampliar los límites de la ciencia siempre comporta riesgos. Una vez dividido el átomo, ya no hubo marcha atrás. Correspondió a la sociedad decidir qué uso se le daba a esa nueva tecnología.
—Hasta el momento hemos sido capaces de controlar a ese genio de la lámpara —respondió Emily, alzando la voz—. En cambio, con este, no estoy tan segura de que consigamos volver a meterlo en la botella.
—No he venido aquí para discutir.
—¿Y para qué has venido?
—Como sabes, mis funciones han quedado muy mermadas. Me mantienen aquí solo para asegurarse de que no me voy de la lengua. Mi verdadero papel es reunir a un grupo de científicos que nos ayuden a determinar cómo se pueden erradicar los nodos extradimensionales. Quisiera mostrarte la lista preliminar que he elaborado.
Emily cogió el papel y lo leyó.
—Es un buen grupo —reconoció—. Mi única sugerencia sería añadir a Anton Meissner, del MIT, y a Greta Velling, de Berlín.
—Buena idea.
—Solo me gustaría... —Se detuvo a media frase, parpadeó y pareció olvidar lo que estaba diciendo.
—¿Qué te gustaría?
—Que pudiésemos consultar a Paul Loomis. Sus artículos científicos sobre los strangelets siguen siendo lo mejor que se ha escrito sobre el tema.
—Pero no podemos, ¿verdad?
Emily le lanzó una mirada fulminante.
—Debes odiarme con toda tu alma —murmuró Quint mientras recuperaba el papel y se ponía en pie.
—Te lo diré de otro modo, si John no te hubiera partido tu estúpida cara, lo habría hecho yo.
Cameron Loughty dejó la pipa para responder al timbre de la puerta.
—¿Esperas a alguien? —le preguntó a su mujer.
—¿Qué?
Cameron no se había dado cuenta de que ella había subido a la planta superior, así que se lo repitió más alto.
—No —respondió la mujer desde arriba de la escalera—. ¿Quién es?
—Te lo diré cuando abra la puerta —replicó él a gritos.
La casa era un confortable edificio de estilo georgiano en el barrio de Newington, en Edimburgo, a tiro de piedra de la universidad en la que Cameron fue profesor de ingeniería hasta su jubilación. Abrió con prudencia, solo una ranura, pero pronto la franqueó de par en par al ver al inofensivo joven flacucho y melenudo con una cartera de mensajero cruzada en bandolera sobre el pecho.
—¿Sí?
—¿Es usted el profesor Loughty? —preguntó el joven.
—Sí, soy yo.
—Me llamo Giles Farmer, y me preguntaba si sería posible hablar con usted sobre su hija Emily.
Cameron se puso de inmediato a la defensiva.
—¿Quién has dicho que eres?
—Giles Farmer. Soy bloguero.
El anciano se inclinó hacia delante, porque no estaba seguro de haber oído bien.
—¿Maderero? Pareces muy esmirriado para ese tipo de trabajo.
—No, bloguero. Escribo sobre física en internet.
—Ya veo. ¿Y eres colega o amigo de mi hija?
—No exactamente, verá...
—Lo siento. No tengo nada que decir.
—No le robaré más de un minuto. He venido desde Londres para hablar con usted.
—Deberías haber telefoneado primero.
—No sabe la de veces que lo he intentado.
—No solemos descolgar el teléfono a menos que reconozcamos el número. ¿Qué es lo que quieres?
—Escribo sobre los riesgos potenciales de los colisionadores de alta energía como el MAAC de Dartford. Cuando sucedió el incidente del mes pasado, le escribí un correo electrónico y telefoneé a su hija un montón de veces, pero siempre me decían que no podía atenderme. Ayer lo volví a intentar, porque me había llegado información de la gente que monitoriza la red eléctrica del Gran Londres que habían detectado otro breve reinicio del MAAC. El hecho es que ella descolgó el teléfono enseguida, pero me colgó en cuanto le dije quién era yo.
—Yo estoy a punto de hacer lo mismo con la puerta.
—Lo raro del asunto es que ella y yo habíamos hablado un montón de veces en el pasado y, aunque nunca nos habíamos visto en persona, siempre se había mostrado muy amable conmigo, me trataba como un colega. Me consta que respeta al menos una parte de mis escritos. Enseño física en la universidad. El apagón informativo sobre el MAAC es muy inquietante, y ahora esto. Yo esperaba que usted...
—Escucha, nos han dicho que no hablemos con nadie ni sobre Emily ni sobre el colisionador, así que te voy a tener que dejar.
El profesor cerró la puerta sin contemplaciones, pero creyó oír al joven preguntándole desde el otro lado:
—¿Quién le dijo que no hablase sobre el MAAC? ¿Qué intentan ocultar?