Dos agentes de la unidad armada de la policía de Essex permanecieron ante la casa adosada en actitud relajada. El vehículo dobló la esquina y avanzó por la calle desierta que atravesaba la evacuada urbanización de South Ockendon. Cuando el furgón policial se detuvo cerca de ellos, su sargento se apeó de un salto. El ruido del tráfico de la cercana autovía M25 le obligó a alzar la voz.
—¿A qué esperáis?
—¿Se da cuenta de que esta casa ya la hemos registrado dos veces? —protestó uno de los agentes.
—La registraremos otra vez —respondió el sargento—. Yo cumplo órdenes y vosotros cumplís las mías, ¿de acuerdo?
—Ya lo he preguntado antes —añadió el otro agente—, pero ¿tenemos más información sobre qué es exactamente lo que estamos buscando?
—Yo solo sé lo que me han dicho, y lo que me han dicho es que hay que ponerlo todo patas arriba. Registrad esta casa y las tres siguientes del lado oeste de la calle e informadme. Revisad todas las habitaciones, todas las alacenas, todos los armarios.
Un Land Rover con pintura de camuflaje, seguido por una formación de hombres a pie, avanzaba por la calle.
—Todavía no entiendo qué demonios hace el ejército aquí —murmuró el primer agente—. ¿Y por qué están soltando toda esa sarta de tonterías sobre bioterrorismo mientras nosotros nos paseamos por aquí sin equipo de protección?
El sargento parecía muy disgustado por la situación.
—Dejad de hacer preguntas y empezad a registrar.
La puerta de la calle estaba abierta, tal como la policía la había dejado tras el anterior registro. Después de anunciar su presencia con un mecánico «Policía», los dos agentes entraron y empezaron por el salón, sin separar el dedo del gatillo de sus fusiles de asalto. El único lugar en el que ocultarse era allí detrás del sofá, un escondrijo que quedó descartado tras una rápida ojeada.
—La cocina —dijo uno de ellos.
Encima de la mesa estaban los platos de un almuerzo interrumpido de forma precipitada hacía un par de días. Abrieron y cerraron las puertas de la despensa y del armario de las escobas antes de pasar al cuarto de la plancha, el armario de la planta baja y la pequeña sala de estar con las cortinas corridas.
Uno de los agentes encendió la luz del techo y señaló unas bolsas de patatas fritas vacías y envoltorios de chocolatinas que había en el suelo, junto a una silla.
—¿Eso estaba ahí la última vez?
—No lo recuerdo.
—Yo tampoco. A estas alturas todas estas casas me parecen iguales. Vamos arriba.
En el dormitorio principal había una pared con armarios de lado a lado.
La cama estaba deshecha.
Uno de los agentes olfateó el aire y arrugó la nariz.
—¿Hueles eso?
—Sí. Menuda peste. Quizá se dejaron al gato y la ha palmado.
Abrió el armario que tenía más cerca mientras el otro agente se arrodillaba y miraba debajo de la cama.
El cuchillo de cocina se hundió en la carne de su hombro, a un milímetro de su chaleco antibalas.
Lanzó un alarido de dolor y pánico, y disparó varias veces su 9 mm sin dar en el blanco.
Su compañero se volvió y se encontró ante un joven de mirada enloquecida que empuñaba un cuchillo ensangrentado.
—Tira el arma —le gritó.
El tipo salió corriendo del armario. El agente le disparó y le dio por debajo del diafragma, pero el individuo siguió avanzando. En lugar de matarlo de un tiro en el pecho o la cabeza, lo tumbó de un fuerte golpe en la frente con la culata de acero de su fusil de asalto.
—¿Estás bien, colega?
El agente estaba sentado en la cama, apretándose el hombro con la mano para cortar la hemorragia.
—Sí. Pásame una toalla o algo parecido y pide una ambulancia antes de que nos desangremos los dos. Joder, al final no era un gato muerto. Es este tío el que huele que apesta.
—¿Ya ha salido del quirófano? —le preguntó Ben al agente del MI5 que hacía guardia en la zona de espera frente a la sala de recuperación.
—Hace cinco minutos.
—¿Y?
—El médico me ha dicho que está grave, pero que vivirá, lo cual...
El joven se interrumpió, y estaba a punto de añadir algo cuando Ben, temeroso de que alguien los oyese, le indicó con un gesto que no hablara. En la sala había varias personas más aguardando noticias de un familiar.
—No digas lo que estás pensando, ¿de acuerdo? —le pidió Ben.
Sabía lo que pasaba por la cabeza de su colega.
«¿Cómo puede vivir cuando ya está muerto?»
El cirujano, un tal Perkins, se había percatado de dos peculiaridades del paciente, el señor X, más allá de que hubiera recibido un disparo de un agente de policía. La primera era que le habían informado de que se trataba de un caso relacionado con la seguridad nacional. La segunda era que pese a la concienzuda limpieza antiséptica antes y después de la operación, las manos le olían a podredumbre. Con una mezcla de irritación y curiosidad, aceptó hablar con Ben en su despacho.
El doctor, acostumbrado a tener siempre el control de la situación, preguntó a bocajarro:
—¿De qué va todo esto?
Ben le respondió con otra pregunta:
—¿De qué naturaleza eran las heridas?
—Solo puedo informar de su estado a los familiares directos. Y no creo que usted lo sea.
—En efecto.
—Entonces me temo que hemos terminado.
—¿Está consciente?
—Todavía no. Y aquí se acaba nuestra conversación.
—En absoluto. Esta es una situación especial relacionada con la seguridad nacional —le recordó Ben impasible—. Permítame que le explique lo que va a suceder a partir de ahora. En primer lugar, me va a proporcionar información sobre su condición y pronóstico. Después lo va a transferir a una habitación privada antes de que pueda comunicarse con nadie. Ni usted ni nadie del personal del hospital lo volverán a tratar. Será confinado en cuarentena bajo vigilancia de guardias armados ante su puerta. Un equipo de médicos y enfermeras del MI5 llegará aquí de un momento a otro. Les informará usted sobre las curas que ha realizado. Ellos se encargarán en exclusiva del paciente hasta que podamos llevárnoslo de aquí. ¿Le ha quedado todo claro?
—¿Quién se cree que es? ¡Salga de mi despacho! —exclamó furioso el cirujano—. Voy a llamar inmediatamente al director del centro para que impida el paso a las instalaciones a usted y a los suyos.
Ben sacó una carta del bolsillo de la pechera y se la tendió al médico.
—Esto es para usted —dijo. Esperó a que abriera el sobre antes de continuar—: Está firmada conjuntamente por el ministro del interior y el de sanidad. Explica lo que le acabo de contar con un montón de tecnicismos legales más. Si este asunto no fuese de la máxima urgencia, habría sido mucho más educado. No soy por naturaleza una persona agresiva. Pero me temo que va a tener que hacer lo que le he dicho.
El cirujano permaneció sentado tras el escritorio mientras leía la carta. Cuando terminó, levantó la mirada y preguntó:
—¿Quién demonios es ese tío?
—Es una gran amenaza para este país, eso es lo que es.
—¿Dónde está? —preguntó John arqueando las cejas.
—Cuatro plantas por debajo de nosotros, en la sala de postoperatorio —respondió Ben con deliberada impavidez—. Ordené que lo trajesen a este hospital para matar dos pájaros de un tiro.
—Muy gracioso.
—En breve lo trasladarán a una habitación en la sexta planta. Cuando esté en condiciones de hablar, quiero que asistas al interrogatorio.
—¿Sabéis algo sobre él?
—Nada, aparte del hedor que desprende. Está extremadamente delgado, apenas tiene carne sobre los huesos, la dentadura en mal estado, el cabello ralo y la piel reseca. Me han dicho que parece desnutrido. Es joven, poco más que un adolescente. Aparte de todo eso, sabía manejar un cuchillo. Es todo lo que sabemos.
—La mayoría de ellos, los que viven fuera de los palacios, responden a esa descripción. El entorno es muy hostil. Todos acaban teniendo mal aspecto.
—Probablemente no muy distinto del que debían de tener los campesinos de la Edad Media.
—Solo que algunos de ellos llevan allí cientos de años —matizó John antes de cambiar de tema—. Bueno, de modo que este es el primero que hemos capturado, ¿no?
Ben asintió.
—Exacto. Se había escondido delante de nuestras narices en una de las casas vacías de la urbanización. Las hemos vuelto a registrar todas, pero parece que el resto se ha esfumado. Si el comportamiento de Brandon Woodbourne sirve como pauta, es posible que los que quedan libres hayan tomado rehenes en casas o en edificios abandonados en cualquier parte de un radio indeterminado.
John se puso la mano en el costado para minimizar el dolor cuando presintió que iba a toser.
—Si han secuestrado a alguien en su coche, o si son lo suficientemente modernos como para saber conducir, a estas alturas podrían estar en cualquier parte de Inglaterra.
—¿Te has enterado de cómo están tratando el tema los medios?
—Sí, he visto un rato la televisión.
—Entonces sabrás que han empezado a aparecer algunas fisuras en nuestra historia de una célula terrorista y de amenaza bioterrorista en la urbanización. Pese a nuestro apagón informativo y a que hemos prohibido sobrevolar la zona, algunos periodistas han utilizado el Google Street View y el catastro para poner nombres y caras a todos los vecinos de las casas sometidas a cuarentena y han emitido entusiasmados los detalles. Todas las familias llevan allí mucho tiempo y no hay ningún arrendatario. Han localizado a varias de las personas evacuadas que habíamos alojado en hoteles, y les han contado que no había sucedido nada sospechoso en el vecindario hasta aproximadamente las diez de la mañana, cuando un grupo de hombres y mujeres mugrientos y apestosos han empezado a merodear por la urbanización, amenazándolos, asaltando las casas y robando todo lo que se les ponía a tiro. Eso sucedió, claro está, antes de que llegase la policía local y después las unidades tácticas. De modo que se han generado serias dudas sobre qué tiene que ver todo esto con una operación antiterrorista.
—Si habéis lanzado esa patraña —dijo John—, tenéis que seguir sosteniendo la misma historia. ¿Hay alguna información nueva sobre cuánta gente ha desaparecido?
—Ya son ocho las personas que no hemos conseguido localizar. Un médico y el arquitecto que vivía con él. En la casa contigua había cuatro albañiles realizando unas reformas y una empleada del ayuntamiento llevando a cabo una inspección eléctrica. Y después tenemos a un ama de casa en un tercer edificio cercano.
—Lo cual significa que tenemos entre nosotros a ocho moradores del Infierno, si la pauta de intercambio de uno por uno sigue vigente.
—Es la hipótesis con la que trabajamos. Con uno ya bajo custodia, nos quedan siete por localizar.
—Siete individuos extremadamente peligrosos —le recordó con tono preocupado.
—Te aseguro que no descansaré hasta que los haya atrapado a todos —repuso Ben.
John lo miró para confirmarle que sabía que haría todo lo que estuviera en su mano.
—No sé por quién temo más —añadió con un suspiro—, si por la gente que se cruce aquí con los moradores del Infierno o por los doce pobres desgraciados de Dartford y South Ockendon que esta mañana se han despertado condenados a pasar un día más en el Infierno.