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El coche era demasiado pequeño para los siete, pero la comodidad no se encontraba entre sus prioridades. Lo único que calmaba la tensión de esos hombres era la oscuridad.

La oscuridad era su aliada. A fin de cuentas, ellos eran los dueños de la noche, al menos en su mundo.

Las dos mujeres no contaban con ese consuelo.

El conductor era el menos asustado de los hombres. Jamás hubiera imaginado que volvería a conducir un coche, y después de los primeros treinta kilómetros por la autopista se relajó lo suficiente como para disfrutarlo. Los coches de su época eran más sencillos, pero no muy diferentes. Este tenía acelerador, freno, embrague y cambio de marcha. ¿Qué más necesitaba? Trató de ignorar el resplandeciente y confuso panel digital. Indicaba que el depósito estaba lleno, aunque ninguno de ellos sabía cuánto les duraría.

Llevaba en el bolsillo cinco billetes de veinte libras que había robado y le resultó muy reconfortante y sorprendente que el retrato de Isabel apareciese todavía en ellos. Pensó que con cien libras sería más que suficiente para llegar hasta John O’Groats y pedir todos los filetes y cervezas que pudieran tragar. Tal vez más tarde intentaría encender la radio. No necesitaba buscar un mapa en la guantera, porque había uno en el tablero de mandos con un círculo que se movía y que dedujo que era su coche. ¡Qué maravilla! ¿Qué otras sorpresas le reservaba? Y, además, ¿qué clase de nombre para un vehículo era Hyundai?

El hombre que iba a su lado en el asiento del copiloto no soportaba mirar por el parabrisas o las ventanillas. Talley mantenía fija la vista en su regazo y los pies clavados en el suelo, junto a los ensangrentados cuchillos.

—¿Y la botella? —preguntó con los dientes apretados.

—La tengo yo —respondió Barrow desde el asiento trasero.

—Pásamela.

Talley intentó descorcharla, pero se dio cuenta de su error y bregó con el tapón de rosca, una invención muy posterior a la última vez que había bebido de una botella.

—Este brebaje no está nada mal. ¿Cómo me has dicho que se llama?

El conductor, Lucas Hathaway, le dijo que era whisky escocés.

—Aquí el papeo también es muy bueno —añadió Barrow, recordando el festín que se habían dado en la última casa que habían invadido. Después de asesinar a una familia en Upminster, habían arrasado la despensa y comido hasta reventar—. Es tan bueno y abundante que no tenemos necesidad de comernos a nadie.

El comentario provocó carcajadas. Ellos eran caníbales. En su mundo comían lo que encontraban por la noche: caballos, cerdos, seres humanos, todo valía.

—Nos vamos a volver gordos y vagos.

El comentario llegó desde el maletero del monovolumen y procedía de un tipo llamado Chambers, que iba apretujado junto a Youngblood, otro bruto mugriento.

Se enfrascaron en una animada conversación sobre las en apariencia inagotables provisiones de la Tierra. Resultaba un tema más estimulante que tratar de averiguar el motivo por el que, sin previo aviso, habían regresado al mundo de los vivos.

Por primera vez desde hacía horas, una de las dos mujeres que viajaban en el asiento trasero tomó la palabra. Christine, una treintañera, estaba sentada en medio, junto a Barrow.

—Por favor, dejadnos marchar —suplicó—. No nos necesitáis. Lo único que hacemos es retrasaros.

Las dos mujeres habían salido del pueblo de South Ockendon para buscar agua en un arroyo cercano dos días atrás, una circunstancia que ahora parecía muy lejana. Media mañana era el momento más seguro del día. Habían recorrido ese mismo camino a través del bosque incontables veces durante los treinta años que llevaban en el Infierno y rara vez se topaban con alguien que no fuese algún aldeano bañándose o dando de beber a su caballo.

Esa fatídica mañana se les acabó su larga racha de suerte. Talley y su banda de vagabundos cruzaban el bosque después de haber estado buscando comida por la noche cerca de la aldea. Fue Talley el que las descubrió y, tras comprobar que estaban solas, se lanzó sobre ellas. Hathaway y los demás lo siguieron y las persiguieron hasta el claro.

Los seis hombres las alcanzaron en el prado. Hathaway estaba sediento de sangre y los vagabundos se preparaban para violarlas y hacer cosas peores cuando de repente ya no se hallaban en el prado, sino en el interior de una enorme casa desconocida, llena de objetos y muebles que las dos mujeres y Hathaway reconocieron, pero los demás no.

—Me ofende que no apreciéis nuestra compañía —respondió Talley.

—No nos relacionamos con vagabundos —sentenció Molly.

—Bueno, pues tal vez deberíais hacerlo —dijo Barrow—. Nosotros somos hombres de verdad, no granjeros blandengues como los de vuestra aldea.

—Hombres de verdad que asesinan y comen carne humana —le cortó Molly.

—No les provoques —susurró Christine.

Y Talley repitió:

—Exacto, no nos provoques. Ni te imaginas de lo que somos capaces.

A Hathaway ese comentario le pareció graciosísimo.

Pero Christine insistió:

—Por favor, os suplico que detengáis el coche en el próximo cruce y nos dejéis bajar.

—¿Y qué pensáis hacer? —les preguntó Talley—. No tenéis adónde ir. Este mundo ya no es el vuestro. Tenéis más cosas en común con nosotros que con ellos. Sois malvadas. Nosotros somos malvados.

—Malvadas y macizas —añadió Youngblood, y estiró la mano para magrear el pecho de Molly.

Ella le mordió el mugriento antebrazo y él lanzó un grito que taparon las carcajadas de sus colegas.

Talley se volvió hacia ella.

—Parece que a ti también te gusta la carne humana. Así que no os pongáis en plan señoritingas. Os quedáis con nosotros. Mientras haya comida en abundancia, no os devoraremos, pero tened claro que nos daremos un revolcón con vosotras cada vez que nos apetezca.

—A mí me apetece ahora —gimoteó Youngblood.

—No hay sitio para eso en esta caja rodante —dijo Chambers.

—Me pido el primer polvo con ella, ya que me ha mordido —añadió Youngblood mientras se chupaba la sangrante herida.

—Es mía —se interpuso Hathaway—. Llevo demasiado tiempo esperando.

—Si Jason estuviese aquí, te aplastaría la cabeza —masculló Christine.

—Bueno, pero resulta que no está aquí —replicó Hathaway—. Está muy lejos de aquí.

Hathaway siguió conduciendo. Pasaron junto a carteles que indicaban la salida a Cambridge, pero no les hizo caso. Él se dirigía a Nottingham. Era su ciudad. Asociaba Londres con la muerte, porque allí fue donde murió. Vivió en Nottingham, y además muy bien, como una estrella emergente y un auténtico hombre orquesta del crimen. Se marchó de la ciudad en 1969 en busca de las mayores oportunidades que ofrecía Londres. Sus padres habían fallecido hacía años. Su hermana, una mujer enfermiza, era mucho mayor que él. Ya debía de haber muerto. Pero su hermano pequeño, bueno, era posible que él siguiese vivo y dando guerra. Merecía la pena comprobarlo. Ninguno de los otros tenía un destino que proponer. Sus colegas llevaban cientos de años muertos y aquí estaban perdidos por completo. Y no les pensaba pedir su opinión a las dos mujeres.

Hathaway se mantenía en el carril izquierdo, dejaba que les adelantasen los coches más veloces y miraba a los conductores cuando pasaban por su lado. Se preguntaba qué pensarían, qué harían, si supiesen que ese coche de carrocería plateada del carril lento transportaba a moradores del Infierno.

Talley dio una cabezada.

Hathaway temía a Talley. Todos le temían. Lideraba el grupo con mano de hierro. Decidía a quién y cuándo iban a atacar. Era el encargado de repartir el botín, tanto la comida como las mujeres, según su caprichoso criterio. Decidía quién podía incorporarse al grupo y quién debía ser expulsado, lo que significaba acabar asado y devorado, como cualquier otra de sus víctimas.

Hathaway era un recién llegado, siempre bajo escrutinio, a menudo víctima de sus abusos. Pero en las extrañas circunstancias en las que se encontraba ahora el grupo, el poder había basculado en su dirección. Sabía en qué año estaban en la Tierra; había visto un calendario de pared en una de las casas. Para él era el futuro cercano, extraño pero reconocible. Para Talley y los demás todo aquello era absolutamente desconcertante. Para sobrevivir aquí necesitaban algo más que destreza con los cuchillos. Lo necesitaban a él.

Miró por el espejo retrovisor. También Barrow se había quedado dormido y su enorme cabeza rebotaba contra el hombro de Molly. Las dos mujeres estaban tensas y asustadas.

—Increíble —les dijo, volviendo un instante la cabeza para mirarlas.

—¿Hablas con nosotras? —preguntó Christine. Hacía mucho tiempo que llevaba el cabello corto como el de un chico. Se lo cortaba con pedazos de sílex, así que el resultado era irregular y lleno de trasquilones, pero aun así seguía pareciendo un poco atractiva pese a la dureza de la vida en la aldea.

—Sí.

—¿Qué es increíble? —quiso saber Molly.

—Todo esto. Estar de vuelta en la Tierra. ¿No os parece asombroso?

—¿Primero pretendéis machacarnos y ahora de repente quieres mostrarte amistoso? —gritó Christine, furiosa.

—Se trata de la supervivencia del más fuerte. Es a lo que me he tenido que adaptar. Todos tenemos que buscarnos la vida. El Infierno es un lugar muy duro.

—Así que ahora eres un seguidor de Charles Darwin, no un asqueroso vagabundo.

—No me disculpo por haberme convertido en lo que soy. ¿Creéis que Jason y Colin me habrían recibido con los brazos abiertos en la aldea?

—Que te jodan, Lucas —replicó Christine con sequedad.

Talley se despertó.

—Sí, que te jodan, Lucas —repitió, mofándose.

—A mí también me parece increíble —intervino Molly con su vocecilla. Era menuda y rubia, aunque llevaba el pelo tan sucio que parecía castaño. Había sido hermosa en el pasado, pero ahora era todo hueso y pellejo.

—No hables con él.

Hathaway sonrió. Por fin tenía a alguien con quien charlar.

—Lo que quiero decir es que una vez superas el impacto de aterrizar en el Infierno, aceptas la situación, ¿no? Yo al menos lo hice. Pero das por hecho que has reservado un billete solo de ida, no de ida y vuelta.

—Pensé que había ido al Infierno por lo que había hecho —dijo Molly—. Pero jamás creí que volvería aquí.

—Eso es a lo que me refiero. —Se produjo un largo silencio antes de que continuase—: Me pregunto si hemos llegado aquí por algún motivo especial.

—¿Qué quieres decir?

—Ya sabes. Quizá se nos ha concedido una segunda oportunidad, esto es una prueba y nos van a juzgar.

—Pues en ese caso ya has cateado el examen, gilipollas —intervino Christine—. Hace dos días que hemos vuelto ¿y a cuánta gente has matado de momento?

—A nadie. Son los otros los que han cometido los asesinatos.

Youngblood escuchaba desde el asiento trasero.

—Yo he matado a tres —les informó, orgulloso—. Cuando los apuñalas, aquí la diñan. Hay poco sufrimiento. Me gusta más cuando siguen vivos, sufriendo.

—Por supuesto, porque eres un jodido sádico —replicó Christine—. Y en cuanto a ti, Lucas, vi cómo te comías un buen pedazo de carne sanguinolenta cuando no hacía ni diez minutos que habíamos aterrizado aquí. ¿Y todavía crees que vas a conseguir superar la prueba?

—Tenía hambre. Llevaba tres días sin comer —respondió a la defensiva.

—Hablas como un perfecto caníbal. —Recalcó la última palabra—. Oh, perdón, mordedor. Suena mucho mejor así, ¿verdad?

—¿Sabes, Christine? Me importa un carajo lo que pienses de mí. Después de echarte un buen polvo, voy a dejar que los muchachos se desfoguen contigo y luego te volveré a matar.

Avanzaron varios kilómetros en silencio. Talley se quedó dormido. Y también el resto de los miembros del grupo.

—¿Adónde vamos? —preguntó Molly.

—A Nottingham —le respondió Hathaway.

—¿Por qué?

—Es mi ciudad natal.

Las luces de freno del coche que circulaba delante de ellos se encendieron y vio que se había formado un pequeño atasco por unos trabajos en la autovía. Hathaway aminoró para mantener la distancia. Empezó a ponerse nervioso, pero se relajó cuando comprobó que los coches que circulaban medio kilómetro por delante volvían a acelerar.

Christine le apretó el brazo suavemente a Molly con sus largas uñas y tras captar su atención le señaló el arcén. Molly pareció entenderlo. El coche no iba a más de quince por hora, pero empezaba a acelerar. Christine movió la manilla y empujó la puerta, saltó del coche y rodó por el asfalto antes de llegar a la zona de hierba. Molly la siguió y las dos, llenas de rozaduras y sangrando, corrieron hacia un bosque cercano.

—¡Mierda! —gritó Hathaway.

Todavía medio dormido, Youngblood preguntó:

—¿Las persigo?

El conductor que tenían detrás daba bocinazos. Hathaway no entendía si le pedía que acelerase o le indicaba que había visto saltar a las dos mujeres. En cualquier caso, no quería arriesgarse a provocar un incidente, así que aceleró y se colocó en el carril central para ganar velocidad.

—Joder —volvió a gritar Hathaway—. Puto idiota. ¡Las has dejado escapar!

—No seas tan duro con Barrow —intervino Talley—. Hace lo que puede con el cerebro que tiene.

—Me he echado una siesta, como los demás —gimoteó Barrow.

—¿La has disfrutado?

—¿El qué?

—La siesta.

—No ha estado mal.

—Acércate, quiero decirte algo.

Barrow obedeció y se inclinó hacia delante.

—En ese caso, échate una más larga.

Talley le cortó el cuello con un cuchillo de cocina y con la mano libre lo empujó hacia atrás para evitar que la sangre le salpicase su ropa nueva.

—Muy bien —aprobó Hathaway—. Siempre fue un puto idiota inútil.

Youngblood se movió y se sentó junto al cuerpo inerte de Barrow.

—Échale un vistazo —le ordenó Talley—. Comprueba si de verdad está muerto.

—Parece que sí —respondió Youngblood mientras zarandeaba el cuerpo.

—Entonces no es como en el Infierno —meditó Hathaway—. Parece que aquí podemos volver a morir.

—Es probable que Barrow ya esté allí de vuelta, preguntándose qué demonios le ha sucedido —opinó Chambers desde la parte posterior del coche.

Youngblood no tardó en desentenderse del cadáver.

—Lástima lo de las fulanas —canturreó encantado, dando botes en el mullido asiento—. Quería echarle un buen polvo a la rubia.

Talley por fin se obligó a mirar por la ventanilla al coche que estaban adelantando. Lo conducía una mujer joven, cuyo rostro se hizo fugazmente visible gracias al resplandor de su cuadro de mandos.

—Por aquí hay montones de fulanas —susurró, humedeciéndose los labios resecos con su larga lengua de lagarto—. En este mundo no escasean.