Ben acompañó a John a la habitación del joven habitante del Infierno. Una escuadrilla de guardias armados del MI5 vigilaba el pasillo. Se había desalojado de esa ala a todos los demás pacientes y al personal del hospital. En la habitación contigua se habían instalado monitores de vídeo y audio. John se detuvo allí antes de entrar para formarse una primera impresión de ese tipo.
Tal como le explicó el médico del MI5, habían estabilizado al joven después de ser sometido a cirugía abdominal para extraerle la bala y coserle una parte de los intestinos. Todavía no podía comer y estaba intubado con una sonda nasogástrica para drenarle las secreciones del estómago, pero nada le impedía hablar. Pese a que lo mantenían sujeto por las cuatro extremidades, y sedado para evitar que se zarandease tratando de escapar, ahora le habían retirado los narcóticos para que pudieran interrogarlo.
—¿Cómo se llama? —quiso saber John.
—No se lo he preguntado —reconoció el médico.
—Bueno, supongo que ese será un buen punto de partida.
Entró en la habitación solo. El joven tiró de las correas que le sujetaban los brazos y lo miró con recelo. John decidió acercar una silla y sentarse para parecer menos amenazante.
—Me llamo John —se presentó.
El joven permaneció en silencio.
—¿Cómo te llamas?
De nuevo no hubo respuesta, solo la mirada penetrante de unos ojos tan oscuros que parecían piedrecillas negras. Lo habían aseado, le habían lavado la melena castaña y le habían restregado la mugrienta piel. Parecía un veinteañero y no era precisamente feo. Olía como todos los tíos del Infierno, pero a estas alturas John ya estaba habituado al hedor, de modo que no arrugó la nariz como hacían todos los demás.
—No voy a hacerte daño. Estoy aquí para ayudarte. Responderé a las preguntas que estoy seguro que te rondan por la cabeza. Querrás saber dónde estás, cómo has llegado hasta aquí, qué les ha pasado a tus amigos y qué es esta cosa que llevas en la nariz. Yo tengo todas las respuestas. ¿Quieres conocerlas?
El chico siguió mudo.
—Muy bien, te diré lo que haremos. Hablaré yo y tú te unes a la conversación cuando te apetezca. No soy como el resto de las personas a las que has visto desde que has llegado. ¿Quieres saber cuál es la diferencia? Que yo acabo de volver de donde tú procedes. Sí, he estado allí. He estado en el Infierno. Me pasé un mes allí. Aunque lleves ese tubo en la nariz, sé que puedes olerme. Sabes que estoy vivo. Pero he viajado allí y he regresado. Me gustaría explicarte cómo crucé al otro lado, cómo has cruzado tú. Pero me facilitaría las cosas que me dijeses cuándo falleciste.
John vio que la actitud del chico había pasado del miedo al desconcierto.
—De acuerdo, ¿en el siglo XX? ¿En el XVIII? ¿El...?
El chico asintió.
—¿El XVIII?
Volvió a asentir.
—¿Hacia finales del siglo XVIII?
Esta vez asintió con ímpetu.
—Muy bien. Perfecto. Pues ahí va la explicación.
John le hizo un resumen del funcionamiento del MAAC, que representó como una gigantesca máquina de vapor, una imagen que pensó que el chico podría entender. La máquina de vapor era tan grande y poderosa que era capaz de crear una conexión entre ambas realidades. Este mundo pertenecía a un futuro lejano y estaba repleto de inventos asombrosos. Aquí estaría seguro. Gozaría de todos los lujos. Lo único que tenía que hacer era responder unas cuantas preguntas sobre las personas que habían llegado con él.
John dejó de hablar cuando le pareció que el muchacho estaba a punto de abrir la boca.
—¿Cómo es que me han disparado si este mundo es tan jodidamente seguro?
—Tengo entendido que apuñalaste a un policía. Ese es el motivo.
—No parecían policías.
—Como ya te he dicho, aquí hay un montón de cosas que son diferentes. ¿Me vas a decir cómo te llamas?
—Mitchum.
—¿Es tu nombre o tu apellido?
—Mi nombre es Michael.
—¿Cómo prefieres que te llame?
—Mitchum.
—Muy bien, de acuerdo. Encantado de conocerte, señor Mitchum.
—Mitchum a secas es suficiente. ¿Qué es lo que me han puesto en la nariz?
—Es un tubo que te ha colocado el cirujano hasta que te cures y puedas comer. Te han sacado una bala del estómago.
—Me duele.
—Se lo diré. Pueden darte algo para calmar el dolor.
—¿Por qué estoy atado?
—Para asegurarnos de que no te quitas el tubo o te toqueteas la herida. Te han dado puntos. ¿Quieres ver la mía? —Se levantó la camisa y le mostró el costado—. ¿Quieres saber lo que me pasó a mí?
Mitchum asintió.
—Me acuchilló un vagabundo. Apuesto a que tú eres uno de ellos. Eres un vagabundo, ¿verdad?
—¿Y qué si lo soy?
—Lo que eres es cosa tuya. No soy nadie para juzgar cómo decide sobrevivir alguien en tu situación.
—¿Cómo has sabido que lo era?
—En una de las casas en las que entrasteis después de llegar aquí, la gente estaba troceada. Faltaban trozos de carne. Eso es propio de los vagabundos.
—¿Y qué? Tenemos hambre y comemos. La comida caníbal es tan buena como cualquier otra.
John disimuló su repugnancia.
—Caníbal no es un término muy usual por aquí.
—No es lo mismo que cuando uno está vivo, ¿no? Las reglas son diferentes.
—Desde luego que sí. Y dime, Mitchum, ¿tú eres el líder?
—¿Yo? Estás de broma. Es Talley. Él es el jefe de nuestro clan.
—De acuerdo, Talley es el jefe. ¿Cuántos sois?
—Seis.
John pareció perplejo.
—¿Seis?
—Sí, exacto.
—¿No sois ocho?
—Seis.
—Pero habéis llegado ocho.
—¿Te refieres a las dos tipas?
—¿Tipas?
—Ya sabes, mujeres.
—¿Había dos mujeres? ¿Por qué han llegado con vosotros?
—Las estábamos persiguiendo. Y cuando casi las habíamos cazado, todo se convirtió en una locura.
—¿Quiénes eran?
—Mujeres de la aldea, habían salido para buscar agua. Hathaway las conocía, no paraba de hablar de ellas.
—¿Quién es Hathaway?
—Uno de los nuestros.
—De acuerdo, sigue.
—Nosotros estábamos por allí buscando un lugar en el bosque en el que dormir. Nos había pillado la salida del sol y no nos gusta movernos durante el día.
—Y visteis a las dos mujeres y fuisteis a por ellas.
—Sí.
—¿Y qué les habríais hecho si las hubieseis atrapado?
Mitchum dejó escapar una risita.
—Nos las hubiéramos follado a lo grande y después supongo que las hubiéramos trinchado. Estábamos hambrientos.
John apretó el puño que mantenía oculto detrás de la espalda.
—De acuerdo, te sigo escuchando. Me lo estás explicando todo muy bien. Pero dime una cosa: ¿alguno de los otros vagabundos había llegado al Infierno hacía poco?
—¿Qué quiere decir «hacía poco»?
—No sé, en los últimos veinte, treinta o cuarenta años, más o menos.
—Hathaway llegó hace poco.
—¿Cuánto?
—No lo sé con exactitud. Siempre nos hablaba de las cosas raras que había visto, como cajas de imágenes en las casas o máquinas voladoras.
—Entiendo. ¿Recuerdas dónde decía que vivía cuando estaba vivo?
Mitchum pensó un rato en silencio.
—En Londres.
—¿Qué parte de Londres?
—No lo sé. Nunca hablaba mucho de Londres.
—¿De dónde hablaba?
—De Nottingham. Hablaba de esa ciudad. Era de allí. Hablaba todo el rato de ese sitio, hasta que Talley le ordenaba que cerrase el pico.
—Nottingham. Muy bien. Cuando aparecisteis aquí dentro de una casa, ¿las dos mujeres estaban con vosotros?
Mitchum asintió.
—Y ¿entonces qué pasó?
—La casa estaba vacía. No había nadie dentro. Talley vio que en el exterior de otra casa sí había gente, dos hombres y una mujer. Los agarramos y los obligamos a entrar.
—¿Y luego qué sucedió?
—Youngblood encontró un cuchillo. Despedazó a los dos hombres y después a la mujer. Y pudimos comer.
—Comida caníbal.
—Sí, exacto.
—Y las dos mujeres que llegaron con vosotros, ¿dónde estaban?
—Con nosotros. Barrow y Chambers estaban encima de ellas, por decirlo de algún modo.
—¿Cómo te separaste del grupo?
—Subí a la segunda planta para echar un vistazo y debí quedarme dormido en una de las mullidas camas que encontré. Cuando me desperté, todos se habían ido.
—¿Las dos mujeres también?
—Sí, todos.
—¿Y entonces?
—Me escondí en el armario hasta que llegaron los policías. Y después me he despertado aquí.
—Muy bien, Mitchum, me has sido de gran ayuda.
—¿Qué me va a pasar? ¿Cuándo voy a poder disfrutar de esos lujos de que me has hablado?
John dejó por fin de lado todo el disimulo y su rostro se endureció. Ya le había extraído toda la información posible a este animal.
—Esto es lo que va a pasar contigo: se te va a tratar mejor de lo que mereces, muchísimo mejor de lo que tú ibas a tratar a esas dos mujeres. Cuando te hayas curado, te encerrarán en una celda para que no puedas hacer daño a nadie y, en cuanto podamos, te mandaremos de vuelta al Infierno.
Si alguien hubiese diseñado el prototipo del guerrero medieval ideal, el resultado se habría parecido mucho a Brian Kilmeade. Todo en él estaba optimizado para potenciar la velocidad, la fuerza y la eficiencia. No era un gigante. Tenía un cuerpo musculado y compacto, con un centro de gravedad bajo que hacía difícil derribarlo. Las piernas arqueadas y gruesas y los brazos fornidos, el cráneo rapado y el musculado cuello proyectaban un aire amenazante hasta que decidía arruinar esa imagen de tipo duro exhibiendo una sonrisa pícara. Tenía también una constitución aeróbica, propia de un corredor de maratón que había pulverizado récords en la categoría de mayores de cincuenta años. Solía decir: «Si te falta el aire antes que al tipo al que te enfrentas, te matará, por muchas habilidades que poseas».
Trevor le ayudó a llevar el material hasta la zona de descanso del personal del MAAC pero, antes de abrir las cajas, le hizo sentarse para lo que sabía que sería una charla complicada.
—En primer lugar —empezó Trevor—, soy un gran seguidor de tu programa.
Era cierto. Brian Kilmeade, el luchador era uno de sus espacios de televisión favoritos.
En la voz que emergió de la voluminosa caja torácica de Brian resonaba un acento norteño.
—Gracias por el elogio, pero lo que estoy ansioso por oír es lo que viene en segundo lugar.
—Sí, por supuesto. Esto se sale un poco de lo ordinario.
—¿Tú crees? Me contacta el MI5 para consultarme algo en el laboratorio de física de alta energía, que ha salido en las noticias por la invasión de las instalaciones del mes pasado. Me ofrecéis un dineral por dejarlo todo y presentarme en menos de veinticuatro horas con mi equipo completo y después me atáis corto haciéndome firmar el Acta de Secretos Oficiales... No, colega, esto no se sale un poco de lo ordinario. Esto es una puta locura.
—Te va a resultar frustrante —continuó Trevor, buscando las palabras más adecuadas—, pero incluso aunque hayas estampado tu firma en el acta de secretos, no voy a poder contarte de qué va esto.
—Jodidamente espectacular. Lo único bueno es que no le puedo revelar ni siquiera a mi agente que he estado aquí, de modo que esta vez Ronnie el del diez por ciento se quedará sin su comisión.
—No hay mal que por bien no venga —sonrió Trevor.
—¿Por qué no me explicas lo que puedas y nos ponemos manos a la obra?
Trevor sacó la lista que había preparado John con las armas para las que necesitaba entrenamiento. Brian la leyó y negó con la cabeza.
—La gran espada que se sostiene con las dos manos, la espada corta romana, sable, daga, hacha, arco, ballesta, lanza, pica, maza, pistola de chispa, mosquetón de pólvora. Tiene que tratarse de una broma.
—No es ninguna broma. ¿Lo has traído todo?
—Casi todo. ¿De cuánto tiempo dispones para aprender lo que a mí me ha llevado toda una vida absorber?
—De cuatro días.
Lanzó un bufido.
—Cuatro días. Claro, y sin despeinarse. ¿Ni siquiera puedes contarme para qué necesitas aprender a manejar con destreza estas armas?
—Lo siento, pero no.
—¿Y qué currículum tienes, muchacho?
—He estado en la policía y en el ejército, tengo experiencia de combate en Afganistán y trabajo en la seguridad privada.
—¿Y pretendes decirme que hoy en día en la policía y en el ejército no te enseñan a manejar la espada?
—El día de la lección debí de quedarme dormido.
Brian abrió los pasadores de una de las cajas del equipo.
—Bueno, pues pongámonos manos a la obra. —Suspiró—. Tempus fugit y todo eso. Espero que estés tan en forma como pareces, porque voy a machacarte, muchacho.
John oyó que llamaban con suavidad a la puerta de su habitación en el hospital e invitó al visitante a pasar. Malcolm Gough, profesor de historia, era un tipo larguirucho que le sacaba a John treinta centímetros, pero pesaba la mitad que él. Era uno de los profesores más jóvenes de Cambridge, un prodigio con la complexión de un vaso decantador y unos rasgos delicados, casi femeninos. John había visto su foto incorporada al currículum que Ben le había enviado, pero no esperaba que fuera tan alto.
—¿Es usted el señor Camp? —preguntó elevado por encima del sillón de John.
—Sí, soy yo. Gracias por venir tan rápido, profesor.
—Por supuesto. Su colega, el señor Wellington, me ha enviado un coche que me ha traído desde Cambridge. Aunque hubiera podido venir perfectamente en tren.
—Bueno, me alegro de que esté aquí.
Malcolm se sentó de modo desgarbado en una silla mientras sus ojos se movían entre el gotero con antibióticos clavado en el brazo de John y el ejemplar de su libro, Vida y época de Enrique VIII, que reposaba sobre la mesilla de noche.
—Si ya tiene mi libro, no sé para qué me necesita.
—Ojalá dispusiese de tiempo para leerlo, pero voy muy justo de tiempo.
—Debo reconocer que nunca antes me habían pedido que firmase el Acta de Secretos Oficiales para hablar sobre la Inglaterra de los Tudor. Estoy intrigado. Me ha picado la curiosidad.
—Me va a odiar por lo que voy a decirle, pero me temo que no puedo explicarle por qué quiero información sobre Enrique VIII.
—Todo este asunto es muy sorprendente. El señor Wellington me advirtió de que ni siquiera puedo hablarle de este viaje a mi mujer.
—Así es.
—Me dijo que era usted aficionado a la historia.
—Sobre todo a la historia militar.
—¿La ha estudiado de un modo académico?
—Bonita manera de preguntar si tengo formación. Pasé por West Point.
—Ya veo. ¿Y qué es lo que le gustaría saber sobre Enrique VIII?
—Su personalidad. Qué le afecta.
—Qué le afectaba. Sabe usted que está más que muerto, ¿verdad?
—Disculpe. Qué le afectaba. Qué le hacía feliz y qué le enojaba. Qué tipo de personas eran de su agrado, a cuáles detestaba. ¿Era capaz de ver más allá de la adulación? ¿Cómo se las arreglaba la gente para influenciarlo? ¿En quién confiaba y cómo se ganaba alguien esa confianza? ¿A quién admiraba? ¿Qué opinaba de Thomas Cromwell y viceversa? Necesito un perfil completo de él. Necesito meterme en su cabeza.
Malcolm se toqueteó nervioso los nudillos de sus largas y huesudas manos.
—Admito que sus preguntas me sorprenden.
—Yo diría que son de lo más normales.
—Solo si Enrique VIII estuviese vivito y coleando y usted quisiera tener algún tipo de trato con él.
—Quisiera que dejásemos a un lado mis motivos.
—Póngase en mi lugar, señor Camp.
—¿Es usted bebedor, profesor?
—Echo algún que otro trago.
—¿Y es usted patriota?
—Sí, me gusta mi país.
—Bien, a ver qué le parece esto. Un día de estos, nada me gustaría más que invitarlo a unas copas para hablar de mi interés por Enrique VIII, pero hoy no. Hoy es el día en que se va a comportar usted como un patriota y por la reina y por la patria me va a decir todo lo que sabe sobre el tipo de persona que era.
A Emily le dolía el pulgar de tanto pulsar los botones de arranque y retroceso en el panel del control remoto. Estaba sentada entre Matthew Coppens y David Laurent repasando todas las grabaciones en vídeo de los reinicios del MAAC, en especial la que le había traído de vuelta a casa.
—¿Qué conclusión sacáis?
Se refería al cambio de dimensión cruzado entre Duck y Woodbourne por un lado, y ella y John por el otro, antes de que Trevor y Ben entrasen en acción y los arrastrasen hacia una zona segura.
David se encogió de hombros y comentó que desde su punto de vista era obvio que el campo de energía se hacía cada vez más inestable.
Emily, siempre obsesionada con los datos, pidió ver los gráficos que David guardaba en su tableta. Repasó varias pantallas y pronunció una única palabra:
—Uau.
La producción total de strangelets del último reinicio había aumentado de un modo exponencial.
—¿Y los gravitones? —preguntó Emily.
David pulsó en otro archivo.
—La muestra es más pequeña, de modo que no es de nivel 5-Sigma, pero la tendencia es la misma. También hay un elevado aumento de gravitones.
—Pero ¿por qué South Ockendon? ¿Qué sucede allí?
De nuevo fue David quien respondió. Matthew se mantenía en silencio y con el rostro inmutable.
—Bueno, allí hay un imán. Puede que haya cierta interacción que no entendemos entre el complejo strangelets-gravitones y los campos magnéticos.
Emily negó con la cabeza.
—Dios mío, espero que estés equivocado. Tenemos imanes alrededor de toda la ciudad de Londres. Matthew, te veo muy callado. ¿Tú qué opinas?
La sencilla pregunta pareció derrumbar sus defensas y empezó a gimotear de un modo patético.
Emily le preguntó qué le pasaba, pero lo sabía perfectamente.
—Lo siento muchísimo. Todo esto es culpa mía.
Ella puso una mano sobre su hombro, pero ese gesto solo empeoró las cosas.
—Escúchame, no te culpo —le aseguró, mirándolo a los ojos. Él y su mujer se dedicaban en cuerpo y alma a cuidar de su hijo autista, que por fin parecía estar mejorando en un colegio especializado cerca del laboratorio. Perder el trabajo sería devastador para ellos—. El responsable es Quint. Tú estabas preocupado por tu puesto de trabajo. Por tu familia. Él te manipuló aprovechándose de tu situación vulnerable. Sé cómo actúa.
—Te lo tendría que haber contado. Te traicioné.
—Sí, deberías haberlo hecho —afirmó David con frialdad.
—Muchachos, no quiero perder ni un segundo más hablando del pasado —insistió Emily—. Ahora te necesitamos, Matthew, te necesito. Cuando regrese allí tú tomarás los mandos del colisionador. Vas a tener que dar lo mejor de ti mismo.
Matthew asintió muy despacio y se secó las lágrimas con la mano.
—De acuerdo. Gracias. Estaba muy preocupado por ti y me sentía terriblemente culpable. Me alegró muchísimo que estés de vuelta y ahora no puedo creer que vayas a regresar. Si te sucediese algo, no sé lo que haría.
—No me pasará nada. John y Trevor estarán allí para protegerme. Volveré a casa y me traeré a mi familia.
—Eres más fuerte que yo.
—No te subestimes —le dijo Emily—. Has mantenido esto en perfecto funcionamiento durante un mes. He hablado con la gente. Estuviste magnífico.
David dio unos golpecitos de impaciencia en la mesa.
—Sí, todos estuvimos magníficos, incluido yo.
Este comentario distendió el ambiente, pero solo por un momento.
—Tenemos que hablar del elefante en la habitación —sentenció Emily.
Más tranquilo, Matthew entró en materia.
—Tienes razón. Tenemos motivos para pensar que cada reinicio posee el potencial de propagar nódulos adicionales.
Era la terminología de Quint; detestaban utilizarla, pero resultaba funcional.
—Tenemos por delante un mínimo de dos actuaciones —recordó David—. Una para mandaros otra vez allí y otra para traeros de vuelta.
—Lo único que podemos hacer es cortar la energía lo más rápido posible una vez completado el traslado —conjeturó Matthew.
—Tendrás que mantener el dedo sobre el botón —añadió Emily.
Matthew le aseguró que podía hacerlo mejor que hasta ahora.
—He estado pensando en esto. En las mejores circunstancias me llevará un segundo, tal vez dos, reaccionar y apagar el colisionador. Puedo crear un programa que integre el vídeo y autoinicie el apagado en el mismo instante en que desaparezcáis. Podría reducir el tiempo de reacción a unas milésimas de segundo, y cada milisegundo ganado significa reducir el campo de inestabilidad.
—Genial —le felicitó Emily—. Hazlo. Y ahora escuchad los dos: mientras yo esté fuera, será fundamental que trabajéis con el nuevo comité asesor para preparar la respuesta ante los peores escenarios posibles. Tendréis acceso a las mejores y más brillantes mentes de la física.
Ambos asintieron. Nadie quería verbalizarlo, pero todos sabían de qué estaba hablando.
Tenían que encontrar el modo de sellar los agujeros infernales para siempre si la situación se les iba de las manos.
Ben metió su Jaguar oficial en el aparcamiento para visitantes en el exterior del complejo fabril de una planta construido en los años ochenta. El gris parque industrial estaba a las afueras de Birmingham, cerca de la autovía de circunvalación. A más de ciento cincuenta por hora, había llegado desde Londres en un tiempo récord, contando incluso el rato que había perdido bloqueando una multa por exceso de velocidad con sus credenciales del ministerio.
El gerente de la empresa Midlands Green Printing acudió a buscarlo a la recepción y lo acompañó hasta su despacho. Ben pensó que Simeon Locke tenía el aire adecuado para gestionar un negocio con conciencia medioambiental, con su coleta, largas patillas y fino chaleco de cuero encima de la camisa con el cuello desabrochado.
Locke pareció impresionado por la tarjeta de visita de Ben e hizo algún comentario fuera de lugar sobre su deseo de no estar nunca en el lado inadecuado frente a los servicios secretos.
—Estoy muy intrigado por tu llamada, Ben. ¿Puedo llamarte Ben?
—Sí, desde luego.
—Supongo que ya tenéis proveedores para vuestras necesidades de imprenta. ¿Hay alguna iniciativa gubernamental desconocida para mí que establezca cierto porcentaje de productos ecológicos?
—No sería mala idea, pero no, esto es una excepción.
—De acuerdo. ¿En qué servicios estás interesado?
—Necesitamos papel cien por cien natural y tinta cien por cien natural. Nada sintético. Ni un leve rastro.
—Podemos hacerlo. Es nuestra línea Bosque Tropical. ¿Te gusta el nombre?
—Sí, muy elocuente.
—Podemos ofreceros varios tipos de papel. Siempre mates, claro, dado que no hay nada sintético en el proceso de fabricación. Y contamos con una bonita paleta de colores, todos con tintes naturales de base vegetal. Ningún tensioactivo, ninguna sustancia extraña. Solo extractos vegetales puros.
—Papel fino para reducir el peso y tinta negra. Y unas tapas ligeras que protejan bien el libro, también sin nada sintético.
Locke levantó la vista de sus notas.
—De acuerdo. Ningún problema. Podemos trabajar contigo en los diseños. ¿Estamos hablando de manuales de adiestramiento, de textos de referencia?
—No, de simples libros.
—De acuerdo. Insisto en que no hay ningún problema. Libros encuadernados, ¿verdad?
—Sí, pero el material de encuadernación también tiene que ser cien por cien natural.
—Por supuesto. Colas naturales e hilo de algodón puro para el cosido. ¿Cuántos libros tendremos que imprimir?
—Seis.
—De acuerdo. Seis libros. ¿Y cuántos ejemplares de cada uno?
—Dos.
Locke estiró el cuello como un avestruz que acabase de sacar la cabeza de un agujero para echar un vistazo a su alrededor.
—Disculpa, ¿has dicho dos?
—Exacto. Dos ejemplares de cada uno de los seis libros. —Los sacó de la cartera y se los mostró a Locke—. De estos seis.
Locke los inspeccionó con la boca ligeramente abierta, y la abrió aún más cuando Ben añadió que los necesitaba en cuarenta y ocho horas.
—Eso es imposible. En primer lugar, no aceptamos encargos tan pequeños, sea quien sea el cliente, y en segundo lugar, no es un plazo realista, aun dando por supuesto que tienes los archivos en Word de estos textos.
—No tengo ningún archivo. Habrá que escanear las páginas.
Locke se quedó atónito.
—Me gustaría poder ser de alguna ayuda al MI5, dado el excelente trabajo que realizáis, pero aun en el caso de que pudiese aceptar este encargo, que no puedo, mi fecha de entrega más rápida sería en dos semanas, de manera que no creo que encontremos el modo de hacer negocios juntos. Podría efectuar algunas llamadas y encontrarte un par de artesanos que trabajan con materiales ecológicos y aceptarían un encargo pequeño como este, pero estoy seguro de que en el mejor de los casos les llevaría varias semanas.
Ben sonrió.
—No, Simeon, hemos decidido que tu empresa es la que más nos conviene.
—Escucha, esto no es un país comunista en el que el gobierno toma una decisión y una empresa debe acatarla. La última vez que lo comprobé, mi negocio seguía en el sector privado.
—Tienes toda la razón. Has dado en la diana. Y mis colegas de Hacienda me han dicho que el año pasado facturaste seiscientas setenta y cuatro mil novecientas libras y dieciséis peniques.
—¿Es legal que divulguen esta información? Somos una empresa privada.
—Sí, del todo legal con la orden judicial que hemos obtenido.
—¿Con qué fundamento? Mi abogado estará muy interesado en saber cuál es la base para esa orden —farfulló, expulsando algo de saliva por la comisura de los labios—. Respetamos las leyes.
—No tengo ninguna duda al respecto. Necesitábamos conocer la facturación para poder ofrecer un buen incentivo. Y puedo ofrecértelo si eres capaz de cumplir con todas las especificaciones y el plazo de entrega del encargo.
Se sacó del bolsillo de la pechera un cheque de Hacienda y se lo tendió a Locke por encima de la mesa.
Este le echó un vistazo, movió la cabeza de un lado a otro como si las neuronas no le funcionasen bien y volvió a mirarlo. Recostó todo lo que pudo su silla reclinable.
—Un millón de libras —murmuró sin levantar la voz.
—Doce libros, dos días, un millón de libras —expuso Ben con energía—. Cinco de los libros son de dominio público, pero uno no. No disponemos de tiempo para hacer la petición formal habitual, de modo que tengo aquí una carta del Ministerio de Justicia que te exonera de cualquier coste o demanda que pudiese generarse por la violación de los derechos de autor, lo cual debo decir que es difícil que suceda, dado que tanto tú como todos tus trabajadores deberéis firmar el Acta de Secretos Oficiales. Nadie va a saber nada sobre este encargo. De modo que, Simeon, ¿vas a aceptar mi encargo?
El impresor se inclinó sobre el escritorio y le tendió la mano.
—Ben, será un placer hacer negocios contigo. Bienvenido a la gran familia de Midlands Green Printing.