John se paseaba por el apartamento un poco aturdido. Trevor lo había traído desde el hospital y lo había dejado allí antes de acudir a toda prisa a su última cita con el dentista.
Solo había estado fuera un poco más de mes, pero se sentía como alguien que regresaba a su casa tras décadas de ausencia. Allí estaban sus libros, su ropa, su bien provista nevera, los platos sucios en el fregadero, la absurda montaña de correo deslizado por la ranura porque se olvidó de pedir que no se lo repartiesen, pero todo le parecía extrañamente ajeno. Se dejó caer en el sofá y tuvo que pararse a pensar para recordar la contraseña de su correo electrónico. Cerró el portátil en cuanto vio la cantidad de mensajes sin abrir acumulados.
Iba por la segunda cerveza cuando sonó el timbre.
Abrió y encontró a Emily, con una bolsa con comida india y un pack de seis cervezas.
—Traerte cerveza es como llevar carbón a Newcastle —comentó al abrir la nevera.
—Nunca se tiene suficiente dinero ni bastantes cervezas —respondió él, guiñándole el ojo mientras volvía a sentarse.
—¿Ya has acabado con las dosis de antibióticos? —le preguntó Emily mientras dejaba las cajas de comida sobre la mesa de centro.
—Tengo que seguir tomando las pastillas varios días antes de que nos marchemos.
—¿Y los puntos?
—Todavía es pronto. Quieren que los lleve una semana más.
—¿Pasarán?
—Son de seda, deberían pasar. Tendrás que hacer los honores al otro lado.
—No soy aprensiva.
—Ya me había dado cuenta. Allí ya viste suficiente sangre y vísceras para el resto de tu vida.
Emily se sentó a su lado y le preparó un plato, pero John quería hablar antes de cenar.
—¿Sabes cuántas veces deseé volver a verte en este piso durante las largas y oscuras noches que pasé allí, a millones de kilómetros de aquí?
—A mí me ocurría lo mismo —reconoció ella, y apoyó la cabeza en su hombro—. Aquí hemos pasado buenos ratos.
—No se trataba solo de los buenos ratos, aunque es verdad que fueron muy buenos. También quería poder borrar el recuerdo de aquel otro rato que no fue tan bueno.
Emily se rio y comenzó a imitar con marcado acento americano a la mujer fatal semidesnuda con la que se topó aquella noche.
—Hola, soy Darlene. Soy una vieja amiga de John.
—Ay. Es demasiado perfecto. Espero que sigas creyendo lo que te dije de que nunca...
—Sí, te creo.
—Bien. Quiero estar seguro de que este fantasma en concreto ha sido aniquilado.
—Está muerto y enterrado —le aseguró ella con un beso.
—Bien. Espérame aquí. No vengas. Yo traeré de vuelta a Arabel y los críos.
—¿Y quién te va a quitar los puntos?
—Trevor está aprendiendo a utilizar el cuchillo.
De pronto, Emily se puso seria.
—No soporto pensar dónde están, cómo se las estarán arreglando.
—Lo más probable es que Dirk los mantenga a salvo en su choza, aguardando a que lleguemos para rescatarlos.
—Dios, confío que así sea. En ese caso, tendremos que esperar allí durante un mes antes del siguiente reinicio.
—Es la mejor opción. Bueno, ¿qué me dices? Trevor y yo los traeremos de vuelta y tú puedes hacer lo que mejor sabes hacer, dedicarte a la parte científica.
—Por favor, no vuelvas a pedírmelo —zanjó ella alzando la voz—. Voy a ir. Eso no es negociable.
—De acuerdo, tú ganas. —Y cambiando de tema, le preguntó—: ¿Te puedes quedar esta noche?
—Sí. Pero no vamos a poder acostarnos. Tenemos demasiadas cosas que hacer.
—Y el cabrón de Trotter ha convocado otra reunión a las nueve. ¿Te diste cuenta de que llevaba una pistolera debajo de la impecable americana de su traje hecho a medida?
—¿Estás seguro?
—Y tanto que lo estoy. ¿A qué tipo de gilipollas inseguro se le ocurre presentarse armado a una reunión en el laboratorio?
—James Bond siempre iba armado, ¿no?
—En primer lugar, es un personaje de ficción. En segundo lugar, su personaje era un verdadero espía, no un burócrata de oficina como Trotter. En cualquier caso, ¿sabes lo que se dice?
—¿Qué se dice?
—Arma grande, polla pequeña.
Emily lo empujó y le riñó:
—No seas tan grosero.
—Pido disculpas de corazón.
—Muy bien —aceptó ella, y le susurró al oído—: Pues tú debías llevar el arma más pequeña de todo el ejército.
Quedaba día y medio para el reinicio del MAAC. John repasaba en el laboratorio su listado para el viaje cuando decidió tomarse un descanso y dar un paseo para comprobar qué tal le iba a Trevor. Uno de los agentes de seguridad le dijo que se estaba entrenando en el área recreativa de los empleados, pero cuando llegó, encontró el gimnasio lleno de mesas, terminales de ordenador y una maraña de cables. Recordó que se había decidido minimizar los riesgos de daños colaterales trasladando la sala de control y a su personal a otro edificio, y el área recreativa cumplía con todas las condiciones para ello.
—¿Has visto a Trevor Jones? —le preguntó a uno de los técnicos.
—Lo hemos echado de aquí. Creo que se ha ido a la pista de tenis.
La tarde era calurosa. Las primaverales hojas de los árboles evitaban que el sol diera de forma directa sobre las canchas. A medida que se iba acercando, John empezó a oír el ruido de las espadas de polipropileno utilizadas en el entrenamiento entrechocando una y otra vez. Trevor y Brian estaban enfrascados en un duelo cerca de la línea de saque de la pista de tenis y no se percataron de que los observaba, ni siquiera cuando se apoyó contra la verja.
Brian cambió de táctica de forma abrupta, lanzó una estocada sobre el antebrazo de Trevor y cuando este se distrajo por el dolor, le tocó con la punta de la espada en pleno estómago y lo declaró muerto.
—¡Jamás te detengas, jamás te detengas, jamás te detengas! Debes seguir en guardia a pesar del dolor. Esto no ha sido más que una caricia. No hay sangre ni músculo a la vista, ni nervios seccionados. Aunque suceda todo eso, debes continuar defendiéndote y atacando o pasarás a formar parte de una lúgubre estadística.
—Entendido —respondió Trevor, desanimado.
—Y ahora presta atención: a menos que empuñes un sable montado a caballo, no recomiendo acudir jamás a la batalla con una mano libre. Siempre debes contar con una segunda espada o llevar un escudo en la otra mano, ¿de acuerdo? Ese escudo será tanto un arma ofensiva como defensiva. Vamos a trabajar con el escudo.
Trevor descubrió a John y saludarlo fue la excusa perfecta para tomarse un descanso.
—Así que este es el jefe —saludó Brian, haciéndole señas a John para que entrase en la cancha—. He oído hablar mucho de ti, colega.
John se acercó y entabló conversación con Brian como si se conociesen de toda la vida. Le gustó la amplia y abierta sonrisa de ese hombre y su ingenio, y reconoció que era fan de su programa de televisión.
—Trevor me ha dicho que estás familiarizado con las armas medievales —comentó Brian.
—No tanto como tú, pero me las apaño.
—¿Organizamos un pequeño combate? —le propuso Brian, ofreciéndole una espada de entrenamiento.
—Lo siento, pero tengo que declinar la oferta. Acabo de salir del hospital.
Se levantó la camisa para mostrarle la herida.
Brian lanzó un silbido.
—¿Cómo te han hecho esto, si puedo preguntarlo?
—Con un cuchillo la mitad de largo que la espada que llevas.
—No me digas.
—Deberías haber visto cómo quedó el otro —gruñó John.
—Pues no he visto el incidente en las noticias.
—El asunto no ha llegado a la prensa. —John cambió enseguida de tema—: Bueno, ¿y qué tal se desenvuelve nuestro alumno?
—Aprende rápido, es un joven muy espabilado.
—Es el primer cumplido que recibo en toda la semana —murmuró Trevor.
—Ya eres muy creído, como para que encima se te suban los humos.
—Valóralo en las distintas habilidades —le pidió John a Brian.
—Un diez en el manejo de armas de pólvora. No lo hace mal con el arco y la ballesta, aunque no hemos podido practicar con distancias largas. Tampoco hemos trabajado todavía con lanza y hacha. Quizá lo podamos hacer hoy, más tarde. Y en cuanto a su pericia con la espada, bueno, aún no lo clasificaría de pasable. Ya veremos...
—Cuéntale lo de los caballos —pidió Trevor—. Vamos, riámonos un poco.
—Oh, Dios. —Brian puso los ojos en blanco—. Fuimos a montar la pasada tarde. Un desastre total. No distinguía la crin de la cola. Seré caritativo: digamos que logró mantenerse sobre la silla de montar, aunque a duras penas.
John le dio una palmada en la espalda a Trevor.
—Buen trabajo, muchacho. Brian, todavía lo tienes en tus manos hoy y mañana. No rebajes la presión. Su vida puede depender de eso.
El comentario acabó con el aire relajado de la conversación.
—Tómate un descanso, Trevor. Quiero hablar un momento con tu jefe.
Los dos salieron de la pista de tenis y pasearon por el jardín; John, mucho más alto, se inclinaba un poco para oírle mejor por encima del rumor del viento entre los árboles.
—¿Sabes, John?, yo no he pasado por el ejército como tú y Trevor.
—No te has perdido gran cosa. Está muy sobrevalorado.
—No sé si estoy de acuerdo contigo. Vosotros dos tenéis arrojo. Un montón. Me he pasado años enseñando a actores engreídos a dar el pego en escenas de lucha y los cambiaría a todos por uno de vosotros. Vosotros sois guerreros de verdad, colega.
—¿Cómo empezaste a trabajar en esto?
—Crecí en una granja en Northumberland, así que aprendí a montar desde pequeño. Un día vi la recreación de una justa en una feria local y el espectáculo me pareció muy divertido, así que aprendí lo básico por mi cuenta. Eso me llevó a interesarme por las armaduras, y a partir de ahí me dejé guiar por el instinto. Conocí a varios tipos que se dedicaban a recrear el medievo y, cuando ya tenía unos treinta años, descubrí el santo grial. Un tío de la BBC me ofreció un sueldo para trabajar en un programa de espadachines. Y el resto es historia. He estado haciendo el idiota en Hollywood durante más de veinte años y, bueno, he acabado teniendo mis propios programas en televisión. Al final, la afición por las armas antiguas me ha salido muy rentable.
—Vaya historia.
—Ni la mitad de interesante que la tuya.
—¿Qué quieres decir?
—Bueno, en contra de la opinión dominante, no soy ningún tonto.
—No lo he pensado ni por un momento.
—Por lo visto no has hablado con mis exmujeres. John, lo que te quiero decir es lo siguiente: por internet corren todo tipo de teorías de la conspiración sobre el MAAC. Por norma no soy un fervoroso seguidor de lo que vociferan mis conciudadanos a través de la red, ya que los que lo hacen suelen ser una pandilla de gilipollas, pero me cuesta más rechazar un determinado planteamiento sostenido por un presunto chiflado llamado Farmer.
—No he oído hablar de él. ¿Cuál es su planteamiento?
—De acuerdo, ahí va. Hace un mes, con acompañamiento de fanfarria y artículos en la prensa, pusisteis en marcha un artefacto de varios billones de libras cuyo propósito era desentrañar los secretos del cosmos y unas cuantas cosas más por el estilo. Pero ¿qué sucede a continuación? El proyecto se paraliza de inmediato y contáis una historia improvisada a toda prisa sobre un intruso armado que deja un reguero de asesinatos por los alrededores, una historia que, de un modo sorprendente dada la gravedad de los hechos, enseguida se diluye. He visto la seguridad que habéis desplegado y es impresionante. Esto está lleno de guardias armados, Trevor es un buen tipo e intuyo que tú eres un jefe muy competente, de modo que ¿cómo es posible un fallo de seguridad como ese? De acuerdo, es posible, pero en mi modesta opinión no parece muy probable que pueda producirse. Y hace una semana, entre noticias sobre una caída del suministro en la red eléctrica de la zona sur, que según he sabido puede indicar actividad en el colisionador, se produce ese extraño incidente en South Ockendon, envuelto en misterio y secretismo, con todo el mundo hablando de terrorismo y de amenaza biológica. Pero resulta que South Ockendon está justo encima de los túneles del colisionador, ¿no es así? ¿Una simple coincidencia? Tal vez. Y entonces a un servidor le hacen firmar el Acta de Secretos Oficiales y le pagan un pastón por enseñarle a un soldado moderno, nuestro amigo Trevor Jones, a ser medianamente competente en el uso de armas antiguas en el plazo de menos de una semana. Y por último me encuentro con el jefe, que me enseña una herida reciente producida por un cuchillo.
—¿Y a qué conclusiones te lleva todo esto? —preguntó John con una sonrisa retorcida.
—Me lleva a la siguiente: que habéis desatado una tormenta de mierda. Creo que habéis puesto en funcionamiento un supercolisionador muy peligroso. Creo que habéis creado un agujero en nuestro bonito y ordenado universo y habéis ocasionado un agujero de gusano que comunica con otra dimensión. Y que esa dimensión es un mundo antiguo. Y creo que tú ya has estado allí. Y creo que ahora te urge volver allí. Y que Trevor va a viajar contigo y necesitas incrementar sus posibilidades de supervivencia. Y dado que mañana es mi último día con él, creo que partiréis dentro de dos días.
John arqueó las cejas.
—Vaya imaginación tienes, Brian. En eso te doy la razón.
—De hecho, la tengo, pero esto no son imaginaciones mías. Sé que estoy en lo cierto. Me apuesto la pensión alimenticia de mis ex.
John señaló a Trevor, que estaba sentado en la pista de tenis con las rodillas contra el pecho.
—Creo que está listo para seguir entrenando contigo.
Brian hizo caso omiso del comentario y acompañó con un par de golpecitos en el pecho de John cada palabra que pronunció.
—Llévame contigo.
—¿Qué?
—Ya me has oído. Llévame en la expedición. Lleves a quien lleves contigo, sea cual sea tu misión, tus posibilidades de éxito aumentarán si cuentas conmigo. No existe ni una sola arma antigua en la que no sea experto. Y no soy solo un combatiente, también sé fabricar esas armas. Puedo hacer arcos y flechas, puedo forjar una espada, sé combatir en tierra, en el mar y a lomos de un caballo. Puedo hacer milagros con la pólvora, estoy en forma, soy fuerte y estoy mentalmente preparado. No vas a encontrar a ningún candidato mejor para este trabajo.
—Escucha, Brian...
—Sé lo que vas a decirme, así que escúchame. Nada me ata aquí, y lo único que van a echar de menos de mí mis tres exesposas es la pensión que les paso. No tengo hijos, al menos ninguno que yo haya reconocido como tal. Me he pasado toda la vida fantaseando con el pasado. Siempre he creído que nací cientos de años demasiado tarde. Quiero ir, John, lo deseo con tanta fuerza que hasta puedo oler ese mundo. Estoy seguro de que te alegrarás de tenerme a tu lado. No estarás en plena forma por culpa de esa herida. Trevor te hará sentir orgulloso, pero no podrá cargar con todo el peso de la lucha contra espadachines experimentados. Doy por hecho que la decisión no la puedes tomar tú solo por tu cuenta. Supongo que un montón de departamentos gubernamentales habrán extendido sus tentáculos sobre este asunto. Convénceles de que me dejen ir, John. Hazlo por mí y hazlo por tu misión. Quiero ir, tengo que ir.
Nadie tenía ganas de convocar una rueda de prensa, pero el gobierno decidió que no podían esquivar a los medios de manera indefinida. Habían pasado seis días desde el incidente de South Ockendon. La urbanización seguía acordonada y todavía no se había permitido a los residentes regresar a sus hogares. Circulaban noticias de gente desaparecida: una brigada de albañiles a los que se había visto por última vez allí, una trabajadora del ayuntamiento, un médico, un arquitecto, una madre cuyos hijos estaban ese día en el colegio... Pero la policía y los servicios de seguridad continuaban mudos.
A Ben Wellington no le hizo ninguna gracia descubrir que los poderes públicos lo habían designado portavoz para la reunión con la prensa.
—¿Sabes bailar, Ben? —le preguntó su jefe cuando protestó.
—¿Bailar? Sí, se me da bien una vez me pongo a tono.
—Pues sal allí y baila como un poseso. Tienes fama de tío inteligente. Usa tu inteligencia.
Flanqueado por altos cargos de la Policía Metropolitana, Ben observó el mar de rostros del auditorio de New Scotland Yard y esperó a que el jefe de prensa le hiciera la señal de que podía empezar. Entonces se inclinó sobre la batería de micrófonos, se presentó y dijo que iba a hacer una declaración.
Sus palabras desataron las quejas entre la prensa, que ya esperaba sus disculpas por el hecho de que lo que vendría a continuación iba a ser una colosal pérdida de tiempo, porque debido a motivos de seguridad y a la investigación en curso, les iba a poder ofrecer muy pocas respuestas definitivas. Y eso fue exactamente lo que hizo, aunque eso no impidió que lo acribillasen a preguntas y Ben, fiel a su palabra, las esquivó todas con pericia, excepto la última.
—¿Qué tipo de agente biológico se ha encontrado en la urbanización?
—Por el momento no vamos a hacer comentarios al respecto.
—¿Supone un riesgo para la población?
—El riesgo está controlado.
—¿Cuál es el paradero de los residentes desaparecidos?
—No vamos a hacer ningún comentario sobre las informaciones acerca de personas desaparecidas.
—¿Los residentes desaparecidos están en cuarentena debido a su exposición al agente biológico?
—Insisto, no haré comentarios.
—Los familiares y amigos de los desaparecidos denuncian que se les ha pedido que eviten hablar con los medios. ¿Es eso cierto?
—No voy a entrar a contradecir sus comentarios.
—¿Se ha detenido a algún sospechoso de terrorismo? ¿Han intentado huir?
—No puedo comentar nada al respecto.
—¿Algún grupo terrorista local o extranjero ha reclamado la autoría?
—No que sepamos.
Y así siguió durante casi media hora. Ben había estado esquivando a uno de los periodistas porque había algo en él que lo hacía sentirse incómodo. Parecía fuera de lugar. Era más joven que los demás, con un rostro extremadamente lozano y serio para un miembro de la prensa escrita de Fleet Street o de los noticiarios de las grandes corporaciones. Y algo en su expresión le decía que no iba a ir por el mismo camino que los otros, que a él le importaba en serio la verdad. Ben señaló a un tipo una fila por detrás de él para darle la palabra, pero el joven aprovechó la imprecisión del gesto para ponerse en pie.
—Usted no —dijo Ben—. El de detrás, el de la americana marrón.
—Seré muy rápido —respondió el joven, inflexible—. ¿Por qué no ha venido ningún representante del supercolisionador angloamericano?
—Lo siento. —Ben percibió que se le aceleraba el pulso—. ¿Cómo ha dicho que se llama y a qué medio representa?
—Giles Farmer. Escribo para el Bad Collisions. Es un blog sobre los peligros de los supercolisionadores.
—Bueno, señor Farmer, pues parece que se ha metido usted en la rueda de prensa equivocada.
—Yo creo que no. Hace cinco semanas se produjo una muy publicitada puesta en marcha del MAAC, seguido de la noticia de que un intruso se había colado en las instalaciones y que el supercolisionador se había parado. Menos publicidad tuvieron cinco alteraciones del fluido eléctrico en la región del Támesis, a razón de una por semana, que coincidieron con silenciados reinicios del supercolisionador. El último, hace seis días, tuvo lugar de manera exacta al mismo tiempo que el incidente en South Ockendon, que está justo encima de uno de los superimanes del MAAC. Así que vuelvo a preguntárselo: ¿por qué no ha venido nadie del MAAC para responder sobre todo esto? Me gustaría poder hablar con la doctora Emily Loughty, la directora de investigación.
Ben se tomó un momento para asegurarse de que su tono no delataba la inquietud que le invadía.
—Como ya he explicado, esta es una conferencia de prensa sobre un incidente terrorista ocurrido en South Ockendon, de manera que no sé de qué me está hablando.
Y dicho esto, el jefe de prensa de la Policía Metropolitana anunció que la rueda de prensa había terminado. Ben salió del auditorio y se metió en una sala detrás del escenario en la que Anthony Trotter lo había estado controlando todo a través de un monitor.
—Ha ido bien, salvo la última pregunta.
—Un tío listo —admitió Ben, y se bebió un botellín de agua de un trago—. Parece que ha sabido conectar varios cabos sueltos.
—Vigilaremos a este tal Giles Farmer —aseguró Trotter—. Voy a asignarle un equipo de seguimiento.
—Creo que hay cosas más urgentes que vigilar a un bloguero. Además, es ciudadano británico, por lo que queda bajo jurisdicción del MI5 o el MI6.
—Se diría que escondes la cabeza como un avestruz, Ben. Este país se enfrenta a una amenaza sin precedentes. El primer ministro y su gabinete me han nombrado director del MAAC, y con este cargo todo queda bajo mi jurisdicción.