Agnes Scott College, Decatur (Georgia),
15 de mayo de 1999
Donde el autor responde a la pregunta que Freud se hizo pero nunca supo contestar: «¿Qué demonios quieren las mujeres?». De paso también revela lo que realmente quieren los hombres.
Os queremos, estamos orgullosos de vosotras, esperamos grandes logros de todas y os deseamos lo mejor.
Es éste un rito de paso largamente demorado. Por fin sois, de manera oficial, mujeres con todas las de la ley…, cosa que ya erais, desde un punto de vista biológico, a los quince años o así. Lamento mucho que se haya necesitado tanto tiempo y dinero para que por fin podáis ser reconocidas como adultas.
Kin Hubbard, que ejercía de humorista en la prensa de mi ciudad natal, Indianápolis, mientras yo iba creciendo, escribía un chiste diario para el Indianapolis News. Recuerdo que un día dijo: «Ser pobre no es una desgracia, pero puede llegar a serlo». Sobre los discursos de graduación comentó: «Creo que sería mejor que las universidades repartieran los temas realmente importantes a lo largo de cuatro años en vez de concentrarlos todos al final».
Pero eso es lo que vais a obtener de mí: hallaréis al final todo lo importante.
Soy tan listo que he descubierto lo que va mal en el mundo. Durante las guerras, después de ellas y entre los continuos ataques terroristas distribuidos a lo largo y ancho del globo, todo el mundo se pregunta: «¿Qué error se ha cometido?».
El error es que hay demasiada gente (sin excluir a alumnos de instituto y jefes de Estado) obedeciendo el Código de Hammurabi, un rey de Babilonia que vivió hace casi cuatro mil años. Podéis encontrar ecos de ese código en el Antiguo Testamento, sin ir más lejos. ¿Estáis preparadas para ello?
«Ojo por ojo y diente por diente.»
Un imperativo categórico para quienes observan el Código de Hammurabi (colectivo que incluye a los héroes de cualquier serie de vaqueros o gánsteres que hayáis visto a lo largo de vuestra vida) es el siguiente: toda ofensa, real o imaginaria, será vengada. Alguien va a pringar de mala manera.
[Risa horripilante.]
Soltemos las bombas… O lo que haga falta.
Cuando fue crucificado, Jesucristo dijo: «Perdónalos, Padre, porque no saben lo que hacen». Cualquier hombre de verdad, fiel al Código de Hammurabi, habría dicho: «Mátalos, Padre, junto a sus amigos, parientes y allegados procurando que sus agonías sean lentas y dolorosas».
Su principal herencia, en mi modesta opinión, consiste en sólo diez palabras que constituyen el mejor antídoto para el veneno de Hammurabi y una fórmula casi tan sólida como E = mc2, de Albert Einstein.
Jesús de Nazaret nos dijo que incluyéramos estas doce palabras en nuestras plegarias: «Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden».
Adiós muy buenas, Código de Hammurabi.
Y sólo por estas palabras, Jesús merece ser reconocido como «príncipe de la paz».
Todo acto de guerra, todo acto de violencia, aunque sea obra de un esquizofrénico paranoide, celebra a Hammurabi y desprecia a Jesucristo.
¿Hay alguna presbiteriana en la sala?
Debo advertiros algo: mucha gente ha sido quemada viva y en público por creer en lo que creéis. Así pues, cuidadito al salir de aquí.
Puede que algunas sepáis que soy un humanista, un librepensador, como lo fueron mis padres, mis abuelos y mis bisabuelos… Por consiguiente, no soy cristiano. Y siendo un humanista honro a mi madre y a mi padre, conducta que está muy bien según nos dice la Biblia.
Pero os digo en nombre de mis antepasados americanos: si lo que dijo Jesús estaba bien (y gran parte de ello era de una extraordinaria hermosura), ¿qué más da si era o no era Dios?
Si Cristo no hubiese pronunciado el Sermón de la Montaña, con su mensaje de piedad y compasión, yo ni siquiera desearía ser humano.
Lo mismo me daría ser una serpiente de cascabel.
La venganza provoca venganza que a su vez provoca más venganza que provoca aún más venganza… Así se forma una indestructible cadena de muerte y destrucción que une a las naciones de hoy con las tribus bárbaras de hace miles y miles de años.
Tal vez nunca logremos que los dirigentes de nuestra nación o de cualquier otra no respondan de manera vengativa y violenta a cada ofensa o cada ataque. En la era de la televisión, esos líderes seguirán encontrando irresistible la tentación de convertirse en faranduleros capaces de competir con las películas a base de volar puentes, comisarías de policía, fábricas o lo que haga falta.
Incendios, explosiones. Vengan a verlos. ¡Oh, caramba, qué interesante! ¡Vaya, vaya!
Permitidme citar al difunto Irving Berlin: «No hay negocio como el del espectáculo».
Pero en nuestra vida personal, en nuestra vida interior por lo menos, podemos aprender a subsistir sin estímulos malsanos, sin el tenebroso aliciente de humillar a determinada persona, o a cierta pandilla o a una institución, raza o nación concreta.
Y entonces podremos pedir de manera razonable que nos perdonen nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Y podremos entonces enseñar esa doctrina a nuestros hijos y luego a nuestros nietos… Así también ellos dejarán de ser una amenaza.
¿De acuerdo?
Amén.
Debo reconocer que, junto a las malas, ha habido buenas noticias en el camino que os conduce hasta aquí. Me refiero a las creaciones humanas: la música, la pintura y la escultura, la arquitectura, la poesía y el teatro. Y el ensayo. Y, por supuesto, el cine (a mansalva). Y las ideas humanistas, que nos enorgullecen de pertenecer al género humano.
¿Qué podéis aportar vosotras? De momento ya habéis llegado hasta aquí, lo cual no ha sido fácil. Os recitaré a continuación una famosa estrofa del poeta Robert Browning, pero con un pequeño cambio. He sustituido la palabra hombre, que en la época equivalía a «ser humano», por la palabra mujer.
Debo señalar, también, que su esposa, Elizabeth Barrett, escribía poemas tan buenos como los suyos: «¿Cómo te amo? Déjame enumerar las maneras», etcétera, etcétera.
Ya puestos, que esto os quede bien claro: la bomba atómica que lanzamos sobre Hiroshima fue inicialmente concebida por una mujer, no por un hombre. Se trataba, claro está, de Mary Wollstonecraft Shelley. Pero no la llamó «bomba atómica». Le puso por nombre «monstruo de Frankenstein».
Pero volvamos a Robert Browning y lo que dijo acerca de cualquiera que aspire a mejorar el mundo. Insisto: para la ocasión he cambiado la palabra hombre por mujer: «La mujer debe actuar en un ámbito más amplio que el de su mera capacidad. ¿Para qué está el cielo si no?».
Y ahí va el original: «El hombre debe actuar en un ámbito más amplio que el de su mera capacidad. ¿Para qué está el cielo si no?».
Sigmund Freud dijo que no sabía qué querían las mujeres. Pero yo soy tan listo que no sólo conozco el gran pecado del mundo (el Código de Hammurabi), sino que también sé lo que desean las mujeres. Las mujeres quieren un montón de personas con las que hablar. ¿Y de qué quieren hablar? Pues quieren hablar de todo.
Los hombres quieren tener un montón de amigos… Y esperan que la gente se enfade con ellos.
Tal vez algunas de vosotras lleguéis a ser psicólogas o ministras. En ambos casos tendréis que lidiar con hombres, mujeres y niños cuyas vidas están siendo alteradas por el astronómico nivel de divorcios de este país. Cuando discuten marido y mujer, debéis saberlo, puede parecer que la riña es por dinero, sexo o poder, pero lo que en realidad lamentan y se reprochan mutuamente es la soledad. Lo que de verdad se están diciendo es: «No me bastas, necesito más gente».
Cuando la mayoría de los seres humanos vivían en grandes familias y se mantenían en la misma parte del mundo durante toda su existencia, el matrimonio era algo que merecía la pena celebrar. Los invitados a la boda reían en vez de llorar. El novio iba a hacer un montón de nuevos amigos, y la novia conocería a una plétora de gente nueva con la que poder hablar de todo.
Salvo raras excepciones, sin embargo, el matrimonio actual nos proporciona la compañía de una sola persona… Y sí, vale, puede que unos cuantos parientes políticos más bien piojosos, siempre dispuestos a asesinarse los unos a los otros a miles de kilómetros de distancia. Si tienes suerte viven en sitios como Vancouver (Columbia Británica) o Hollywood (el de Florida).
Vuelvo a lo mío: si alguna de vosotras, personas cultas, os encontráis en el estado terapéutico de un matrimonio que se tambalea, hacedme el favor de tener bien presente que el auténtico problema puede que no sea el dinero, ni el sexo, ni el poder, ni la educación de los hijos. El auténtico problema de la esposa, según el marido, es que ella es poca gente. Y el auténtico problema del marido, según la esposa, es que él es poca gente.
Si llegáis a la conclusión de que en realidad es eso lo que se han estado gritando, decidles que pueden convertirse en más gente el uno para el otro si se suman a una familia extensa, aunque artificial, como los Ángeles del Infierno, tal vez, o como la Asociación Humanista Norteamericana, cuyo cuartel general está en Amherst (Nueva York)… También vale la iglesia más cercana.
En cierta ocasión conocí a un nigeriano, un ibo, que tenía seiscientos familiares a los que conocía bastante bien. Su mujer acababa de tener un hijo, la mejor noticia posible en una familia extensa.
Pensaban presentárselo a toda la parentela, ibos de todas las edades, tamaños y formas. Podría conocer incluso a otros bebés, primitos no mucho mayores que él. Cualquiera lo suficientemente grande y fuerte lo iba a agarrar, a manosear, y le iba a decir lo mono o lo guapo que era.
¿No os habría gustado ser ese bebé?
He aquí un hecho: esta maravillosa perorata ya dobla la longitud del discurso más eficiente y efectivo en la historia de América, la alocución de Abraham Lincoln en el campo de batalla de Gettysburg.
Mientras voy hablando, hasta el aire que respiramos vibra con las palabras y las imágenes de la CNN. En los primeros tiempos de la radio, o así lo recuerdo, la gente que vivía demasiado cerca de la emisora KDKA de Pittsburgh recibía los culebrones en los muelles de la cama y en los puentes de sus dentaduras.
Hoy la televisión es tan ubicua y penetrante en las vidas norteamericanas que muy bien podríamos oír a Wolf Blitzer* con los muelles de nuestras camas o los puentes de nuestras dentaduras. Y yo tengo un yerno al que se lo ha tragado su propio ordenador. Desapareció en su interior y no estoy muy seguro de que volvamos a verlo jamás. ¡Y el hombre tiene mujer e hijos!
Hubo un tiempo en que, observando un océano de belleza e inocencia como éste, los oradores de graduación os habrían prevenido contra las ratas de alcantarilla que conoceréis en cuanto salgáis desfilando de aquí en dirección a las cloacas del mundo real. Me refiero a bellacos lascivos y embaucadores, a casanovas de estar por casa y donjuanes psicopáticos. Pero Cosmopolitan y Elle ya os lo han contado todo al respecto. Y os han dado las instrucciones pertinentes para vuestra protección.
Si alguien dice que os quiere, verificad sus intenciones.
Los gobiernos estatal y federal, Dios los bendiga, también os han dicho que no fuméis cigarrillos, que son la encarnación del mal. ¿Y quién en su sano juicio no detesta con todas sus fuerzas el mal?
Los cigarrillos son muy malos para vosotras, pero los puros os sentarán muy bien. Los cigarros son tan saludables que hasta hay una revista dedicada a ellos con fotos de famosos emitiendo humo en la portada.
Los puros, evidentemente, están hechos con una estupenda mezcla de frutos secos, pasas y cereales. ¿Por qué no os coméis todas un buen puro cada noche antes de ir a dormir?
Nada de colesterol.
Las armas de fuego también son buenas para vosotras. Ni grasa, ni nicotina ni colesterol.
Preguntadle a vuestro congresista si no es cierto lo que os digo.
Y que Dios bendiga a los gobiernos estatal y federal por dedicar tanta atención y esfuerzo a la salud pública.
Ya sabéis, o eso espero, que la televisión y los ordenadores no son mejores amigos ni mayores estimulantes de vuestro poder mental que las máquinas tragaperras. Sólo desean que os sentéis frente a ellos bien quietecitas y os lancéis a comprar todo tipo de porquerías o a jugar a la bolsa como si se tratara de una partidita de blackjack.
Mas sólo las personas bien informadas y benignas pueden enseñar a las demás cosas que siempre recordarán con cariño. Los ordenadores y los televisores no sirven para eso.
El ordenador enseña al niño lo que el ordenador puede dar de sí.
La persona culta enseña al niño lo que el niño puede dar de sí.
Los granujas sólo quieren vuestro cuerpo. Las teles y los ordenadores quieren vuestro dinero, lo cual resulta aún más asqueroso. ¡Porque deshumaniza mucho más!
Puestas a elegir, ¿no preferiríais a alguien más atraído por vuestro cuerpo que por vuestro dinero?
La revista Forbes me preguntó recientemente cuáles eran mis «tecnologías» favoritas y yo repuse que el buzón de la esquina, mi agenda y la Enciclopedia Británica, que va en orden alfabético, lo cual permite encontrar muchas novedades a quienes conocen el abecedario.
Y echar una carta en el buzón de la esquina es como alimentar a una rana gigante pintada de azul.
Os agradezco que os hayáis convertido en personas sensatas, informadas e ilustradas. Gracias a esa conversión habéis hecho de este mundo un lugar más razonable que el anterior. Os doy mi palabra de honor de que vosotras, queridas graduandas, estáis a la cabeza en mi lista de las mejores noticias de todos los tiempos. Trabajando tanto para ser más sabias, más sensatas y mejor informadas habéis hecho de nuestro pequeño planeta, de nuestra preciosa bolita húmeda, verde y azul, un lugar más saludable de lo que era antes de vuestra presencia.
Gracias y que Dios bendiga a quienes han hecho posible que vuestras mentes y almas mejoren en compañía de alumnas provenientes de cualquier rincón del país o del planeta.
¡Qué divertido!, ¿eh?, debería deciros.
La mayoría de vosotras está a punto de adentrarse en territorios tan poco atractivos para los avariciosos como la enseñanza y las artes de la curación. La docencia, os diré, es la profesión más noble en una democracia.
Algunas os convertiréis en madres. No lo recomiendo, pero son cosas que pasan.
Si eso os ocurre, siempre podéis encontrar una justa compensación en estas palabras del poeta William Ross Wallace: «Rige el mundo la mano que mece la cuna».
Y mantened al crío lo más apartado posible de ordenadores y televisores, a no ser que aspiréis a convertirlo en un imbécil solitario que os meta mano en el bolso para comprarse chorradas.
No renunciéis a los libros. Son amables y muy gratos al tacto. Pensad en la dulce reticencia de sus páginas cuando las pasáis con la sensible punta de vuestros dedos. Una gran parte de nuestro cerebro está consagrada a dilucidar si lo que tocan nuestras manos es bueno o malo. Cualquier cerebro medio activo sabe que los libros son buenos.
Y no intentéis fabricaros una gran familia a base de espectros hallados en Internet.
En lugar de eso, buscad una Harley y uníos a los Ángeles del Infierno.
Cada charla de graduación que he dado termina con unas palabras sobre el hermano pequeño de mi padre, Alex Vonnegut, un agente de seguros de Indianápolis que pasó por Harvard y era un hombre sabio y leído.
La primera graduación en la que hablé, por cierto, tuvo lugar en lo que entonces era una universidad femenina: Bennington, en Vermont. Se combatía en Vietnam y las graduandas no llevaban maquillaje para mostrar lo avergonzadas y tristes que se sentían.
Pero volvamos a mi tío Alex, que ya está en el cielo. Una de las cosas que objetaba a los seres humanos era que casi nunca advertían su felicidad cuando eran felices. Él hacía todo lo posible para celebrar los buenos momentos. Podíamos estar bebiendo limonada a la sombra de un manzano, en pleno verano, y el tío Alex interrumpía la conversación para exclamar: «No me digas que esto no es bonito, ¿eh?».
Por eso espero que hagáis lo mismo que él durante el resto de vuestras vidas. Cuando las cosas transcurran de manera agradable y en santa paz, hacedme el favor de hacer una breve pausa y decir en voz alta: «No me digas que esto no es bonito, ¿eh?».
Que ése sea el lema de vuestra promoción: «No me digas que esto no es bonito».
Es un favor que os pido. Y ahí va otro. No sólo se lo pido a las graduandas, sino a cualquiera de los presentes, incluidos padres y profesores. Quiero que levantéis la mano cuando os haga la pregunta.
¿Cuántos de vosotros habéis tenido un profesor, en cualquier fase de vuestra educación, que os haya hecho sentir más contentos de estar vivos, más orgullosos de vivir, de lo que antes hubieseis creído posible?
Levantad la mano, por favor.
Ahora bajadla y decidle el nombre de ese maestro a otra persona y explicadle lo que el maestro hizo por vosotros.
¿Ya está?
Pues no me digáis que esto no es bonito.