3. Cómo obtener algo inasequible para casi todos los multimillonarios

Rice University, Houston (Texas),
12 de octubre de 2001

¡Y aprende a amar tu destino!

Hola.

No he calculado lo que han costado vuestros diplomas en tiempo y dinero. Por sean cuales sean las cifras aproximadas, seguro que merecen mi reacción de hoy: ¡vaya, vaya, vaya!

Gracias y que Dios os bendiga. A vosotros y a los que hicieron posible que pudieseis estudiar en una universidad norteamericana. Al convertiros en adultos informados, capaces y dotados de raciocinio, habéis hecho del mundo un lugar mejor del que encontrasteis.

¿Nos conocemos de antes? No. Pero he pensado mucho en gente como vosotros. Los hombres sois adanes y las mujeres, evas. ¿Y quién no se ha estrujado las meninges con Adán y Eva?

Esto es el Edén y estáis a punto de que os echen. Os comisteis la manzana del conocimiento. La tenéis en la tripa.

¿Y quién soy yo? Pues yo era Adán, pero ahora soy Matusalén.

Y ya que ha vivido tanto, ¿qué puede deciros este matusalén? Os confiaré lo que otro matusalén me dijo. Se trata de Joe Heller, el autor, como ya sabéis, de Trampa 22. Estábamos en una fiesta ofrecida por un multimillonario en Long Island y yo le pregunté: «Joe, ¿qué sientes al darte cuenta de que nuestro anfitrión probablemente ganó ayer más dinero que el recaudado por tu novela, uno de los libros más populares de todos los tiempos, a lo largo de los últimos cuarenta años?».

Y Joe replicó: «Pero yo poseo algo que él nunca tendrá».

«¿A qué te refieres, Joe?», le pregunté.

Y él me dijo: «La tranquilidad de saber que tengo bastante».

Puede que su ejemplo sirva de consuelo a muchos de los adanes y evas aquí presentes cuando dentro de muchos años admitan que algo ha salido espantosamente mal…, pues a pesar de la educación aquí recibida no han conseguido convertirse en multimillonarios.

Hay personas bien vestidas que me preguntan a veces, con los dientes bien desnudos, como si estuviesen a punto de morderme, si yo creo en la redistribución de la riqueza. Y sólo puedo responderles que da igual lo que yo piense dado que la riqueza ya se redistribuye constantemente y, en ocasiones, de una manera a todas luces fantástica.

Los Nobel son unos premios del tres al cuarto si los comparamos con lo que gana hoy día un jugador de fútbol en una sola temporada.

Desde hace unos cien años, el premio más cuantioso para cualquier persona que realiza una contribución de peso a la cultura de este mundo (físico, químico, médico o fisiólogo, escritor o, que Dios lo bendiga, pacificador) ha sido el premio Nobel. Ahora está en el millón de dólares, dólares procedentes, por cierto, de una fortuna amasada por un sueco que inventó la dinamita mezclando arcilla con nitroglicerina.

¡BOOM!

Alfred Nobel pretendía que sus premios dieran independencia financiera a los habitantes más valiosos del planeta para que su trabajo no se viese afectado o manipulado por políticos poderosos o ricos empresarios.

Pero un millón de dólares es hoy una minucia en el mundo del deporte y el entretenimiento, en Wall Street, en muchos pleitos o en los sueldos de los grandes ejecutivos.

Un millón de dólares para los tabloides y los telediarios nocturnos es ahora calderilla.

Recuerdo una película de W. C. Fields donde éste observa una partida de póquer en el saloon de una población que vive la fiebre del oro. Fields anuncia su presencia poniendo un billete de cien dólares sobre la mesa. Los jugadores apenas levantan la vista del juego. Finalmente, uno de ellos dice: «Que le den una ficha blanca».

Pero el costo de una educación universitaria, esa pequeña fracción de un millón de dólares, no es precisamente calderilla para la gran mayoría de los norteamericanos. ¿Los títulos universitarios fueron en el pasado una vía para hacerse rico y famoso?

En muy pocos casos. Podéis citar, sin duda alguna, a unas cuantas celebridades que pasaron por aquí. Pero la mayoría de los graduados en cualquier centro que se os ocurra han acabado teniendo un alcance más local que nacional; y, por regla general, han sido premiados con un dinero y una fama más bien modestos… Cuando no, para más inri, con una ingratitud que no merecían en absoluto.

Con el paso del tiempo, ése será el destino de la mayoría de vosotros, aunque no de todos. Acabaréis construyendo o fortaleciendo vuestras comunidades. Amad ese destino, por favor, si resulta ser el vuestro, ya que las comunidades son lo más valioso de este mundo.

El resto son chorradas.

Y para vuestra despreocupada generación, esa comunidad tanto puede ser Nueva York como Washington, París o Houston… O incluso Adelaida, en Australia, o Shanghái o Kuala Lumpur.

Mark Twain, hacia el final de una vida absolutamente cargada de sentido (por la cual nunca recibió el premio Nobel), se preguntó para qué vivíamos todos. Se conformó con seis palabras que encontró muy satisfactorias. A mí también me satisfacen. Y lo mismo debería pasaros a vosotros: «La buena opinión de nuestros vecinos».

Los vecinos son personas a las que conoces, que pueden verte y hablarte… Personas a las que puedes haber sido de cierta utilidad y proporcionado algún estímulo beneficioso. Y no son tan numerosos como, pongamos por caso, los seguidores de Madonna o de Michael Jordan.

Para obtener sus buenas opiniones, deberéis recurrir a las habilidades especiales aprendidas en la universidad alcanzando los niveles de honor, decencia y juego limpio marcados por los libros ejemplares y por vuestros mayores.

Puede incluso que alguno de vosotros llegue a ganar el premio Nobel. ¿Os apostáis algo? De acuerdo, sólo es un millón de dólares, ¡maldita sea! Pero como se suele decir en estos casos, menos da una piedra.