Syracuse University, Syracuse
(Nueva York), 8 de mayo de 1994
¡Y cómo poder hacerlo nosotros!
Hay tres cosas que tengo muchas ganas de decir en este breve hola y adiós. Son tres cosas, queridos graduados, que ni vuestros padres ni vuestros guardianes os han repetido suficientemente. Tampoco a mí. Ni a vuestros maestros. Yo os las diré en el transcurso de mi disertación, de momento sólo estoy preparando el terreno.
Antes que nada, quiero daros las gracias. A continuación, os diré que lo siento enormemente, lo cual es la más asombrosa novedad de las tres. Vivimos en una época en la que da la impresión de que nadie se disculpa por nada: se limitan a gimotear y a liarla parda en el programa de Oprah Winfrey. Lo tercero que pienso deciros en algún momento —probablemente hacia el final— es: «Os queremos». Si se me olvida alguna de estas tres cosas durante esta espléndida pieza de oratoria, alzad la mano y lo solucionaré enseguida.
Os voy a pedir que levantéis la mano en este momento tan inicial del proceso por otro motivo. Antes declaro que lo más maravilloso y lo más valioso que podéis extraer de una educación universitaria es esto: el recuerdo de una persona en concreto que realmente sabía enseñar y cuyas lecciones hicieron de la vida y de vosotros mismos algo más interesante y cargado de posibilidades de lo que previamente habíais creído posible. Se lo pregunto a todos los presentes, incluidos los que estamos aquí, en el estrado: ¿Cuántos de nosotros, cuántos de vosotros, habéis disfrutado de un maestro semejante? La guardería también cuenta. Levantad la mano, por favor. ¡Vamos! Es útil recordar el nombre de ese gran profesor.
Os agradezco el ser gente cultivada. Ya está, ya os he dado las gracias, así ya no tengo que dar más vueltas al asunto. A vosotros, mis queridos recién graduados, se os debe una ceremonia de pubertad desde hace mucho tiempo. Nosotros, cuyo logro principal es ser mayores que vosotros, debemos reconocer por fin que vosotros también sois adultos. Probablemente, aún hay entre nosotros algunos carcamales capaces de decir que no seréis adultos hasta que hayáis sobrevivido, como ellos hicieron, a alguna calamidad memorable: la Gran Depresión, la Segunda Guerra Mundial, Vietnam, lo que sea. Los responsables de este mito destructivo, por no decir suicida, son los narradores. En un montón de historias aparece un personaje que, tras una desgracia descomunal, se siente finalmente capacitado para afirmar: «Hoy ya soy una mujer, hoy ya soy un hombre. Fin».
Os pido disculpas. Dije que lo haría y aquí está la prueba. Me disculpo por el estado lamentable del planeta. Aunque siempre ha sido así. Nunca existieron los «buenos viejos tiempos», sólo otros tiempos. Y como les digo a mis nietos: «A mí no me miréis, también soy un recién llegado».
Así pues, ¿sabéis qué voy a hacer? Pues considerar a cada uno de los aquí presentes como un miembro de la Generación A. Mañana es un nuevo día para todos nosotros.
Dicho lo cual, he convertido esta reunión (por lo menos durante unas horitas) en algo de lo que la mayoría carecemos, aunque lo necesitemos de un modo acuciante: una familia extensa de las de uno para todos y todos para uno. Un marido, una mujer y unos críos no son una familia, sino una unidad de supervivencia sumamente vulnerable. Los que os caséis o ya estéis casados, cuando discutáis con vuestro cónyuge lo que en realidad os reprocharéis el uno al otro será: «Tú no eres suficiente. Sólo eres un individuo y yo debería estar rodeado por centenares de individuos».
Pues nada, ya nos he convertido en una familia extensa. ¿Dispone nuestra familia de bandera? Por supuesto. Se trata de un enorme rectángulo de color naranja. El naranja es un buen color, quizás el mejor. Está lleno de vitamina C y de alegres asociaciones, siempre y cuando nos olvidemos de los problemas en Irlanda.
Esta reunión es una obra de arte. El profesor cuyo nombre mencioné cuando todos recordábamos a los buenos maestros me preguntó en cierta ocasión «¿qué hacen los artistas?», y yo farfullé alguna memez. «Hacen dos cosas —siguió él—. En primer lugar, reconocen que no pueden enderezar todo el universo. Y en segundo, escogen una pequeña parte de ese mundo y lo convierten en lo que debería ser. Con un montón de arcilla, un trozo de lienzo, una hoja de papel, lo que sea.» Todos hemos trabajado muy duro y muy bien para hacer de estos momentos y de este lugar exactamente lo que deberían ser.
Como ya os he dicho, yo tuve un tío muy malo que se llamaba Dan y que aseguraba que un varón no puede convertirse en hombre si no va a la guerra. Pero también tuve un buen tío llamado Alex, quien solía decir en los momentos más agradables de la existencia (sin ir más lejos, bebiendo limonada a la sombra) lo de «no me digas que esto no es bonito, ¿eh?». Y eso es lo que yo os digo acerca de lo que acabamos de lograr aquí mismo. Si mi tío no hubiera dicho eso con tanta frecuencia —puede que cinco o seis veces al mes—, es posible que nunca nos hubiésemos detenido a pensar en lo satisfactoria que puede llegar a ser a veces la vida. Tal vez el bueno de Alex viva todavía en ciertos miembros de esta clase de graduación si, en el futuro, hacéis un alto para decir en voz alta y con cierta frecuencia lo de: «No me digas que esto no es bonito, ¿eh?».
Se me acaba el tiempo y aún no os he inspirado con heroicos relatos del pasado (por ejemplo, la carga de caballería de Teddy Roosevelt en la Colina de San Juan o la operación Tormenta del Desierto) ni con gloriosas visiones del futuro (programas de ordenador, televisión interactiva, superautopistas de la información, pasmosas velocidades…). Pero es que dedico mucho tiempo a celebrar el presente, o sea, el futuro con el que soñábamos muchos años atrás. Y aquí está. Y aquí estamos. ¿Cómo demonios lo habremos logrado?
Contraté a un vecino mío, que era un manitas, para que me construyera un estudio en mi casa para poder escribir. El hombre se encargó de todo: construyó los cimientos y luego las paredes y el techo. Lo hizo todo él solito. Y cuando terminó, le echó un vistazo y dijo: «¿Cómo coño lo habré logrado?». ¿Que cómo coño llegamos a hacer todo eso? ¡El caso es que lo hicimos! Y no me digáis que esto no es bonito.
Se me había olvidado una cosa que prometí deciros. Es ésta: «Os queremos, de verdad».