Butler University, Indianápolis (Indiana),
11 de mayo de 1996
Vonnegut rinde homenaje a su ciudad natal y confía en que algunos graduados se conviertan en esa clase de «santos» que hacen que la vida valga la pena.
Hola y enhorabuena.
Y gracias. Habéis hecho de nuestra nación un sitio más fuerte y admirable con vuestra onerosa educación.
Onerosa, sí señor.
Si tuviese que volver a empezar desde el principio, elegiría de nuevo crecer en la esquina de la calle Cuarenta y cuatro con North Illinois de Indianápolis, Indiana. Volvería a nacer en uno de esos hospitales de la ciudad y a ser un producto de su escuela pública.
Volvería a estudiar bacteriología y análisis cuantitativo en los cursos de verano de la Universidad de Butler.
Aquí yo lo tenía todo, igual que vosotros: lo mejor y lo peor de la civilización, si es que aquí se puede encontrar música, economía, gobierno, arquitectura, pintura y escultura, medicina, atletismo y libros, libros, libros y ciencia.
Y modelos de conducta y maestros.
Gente de una inteligencia inverosímil y gente de una estupidez asombrosa.
Gente tan agradable como la que más y gente tan mezquina como imaginar se pueda.
Mientras yo me dedicaba a crecer, el tío más listo y más divertido del mundo no estaba ni en Londres, ni en París ni en Nueva York. Estaba aquí, en Indianápolis. Se llamaba Kin Hubbard y publicaba un chiste estupendo cada día en el Indianapolis News bajo el seudónimo de «Abe Martin».
Kin Hubbard decía que no conocía a nadie dispuesto a trabajar por lo que tiene realmente valor.
Era más divertido y más listo que David Letterman.
Yo fui al instituto con treinta personas, por lo menos, que eran tan divertidas como David Letterman.
Aquí hay algo en el ambiente.
Una chica con la que fui al instituto, Madeline Pugh, acabó como jefa de guionistas en el El show de Lucille Ball.
El señor Letterman se crio aquí, ese lugar al que la gente del espectáculo (que ahora incluye a la mayoría de los políticos y seudoperiodistas) se refiere a menudo como «el sitio del que hay que salir pitando». Estamos en un punto intermedio entre las cámaras de televisión de Washington, Nueva York y Los Ángeles.
Hacedme el favor de uniros a mí para gritarles a sus aviones: «¡A la mierda!».
El presidente más importante de este país, Abraham Lincoln, procedía de Kentucky, Indiana e Illinois.
El mejor poeta y el mayor dramaturgo de este siglo, T. S. Eliot y Tennessee Williams respectivamente, eran de Saint Louis.
Y el mejor amigo de la clase trabajadora que haya habido jamás en este país, Eugene V. Debs, era de Terre Haute.
Dijo Debs: «Mientras haya una clase baja, yo formaré parte de ella; mientras haya un delincuente, ahí estaré yo; y mientras quede una sola alma en prisión no seré libre».
Resultaba digno de admiración que los americanos pudieran expresarse de esa manera.
¿Sería alguien capaz de explicarme qué es lo que se torció?
Lo que estoy diciendo es que aquí tenemos un terreno muy fértil.
Y no estoy hablando de maíz y de cerdos.
Estoy hablando de criar almas e intelectos valiosos.
Sin embargo, aquéllos a quienes hoy he decidido elogiar no son habitantes del Medio Oeste que alcanzaron fama mundial.
Por cierto, ¿sabéis que una de las personas más sofisticadas y trabajadoras de este planeta, el compositor y letrista Cole Porter, la alegría de Nueva York, Londres y París, nació en Pee-ru, Indiana?
Pee-ru, por el amor de Dios.
¿Podéis superarlo? ¿A qué distancia está eso de Brasil o Kokomo?
Hoy día, la gente a la que más admiro es la que construye ciudades como ésta con universidades como ésta, auditorios como éste, museos como ése que tenemos no sé exactamente dónde y bibliotecas en cada barrio. E iglesias y hospitales. Y fábricas y tiendas. Utopía.
Volvamos a los famosos de la tele que van en avión:
¡Eh, vosotros, mamarrachos electrónicos excesivamente pagados, «aquí abajo» es donde transcurren las vidas de verdad!
«Aquí abajo» es donde se trabaja de verdad.
El aeroplano, sin ir más lejos, se inventó en Ohio.
Igual que Alcohólicos Anónimos. Y el espejo retrovisor.
Pues sí. Y bailarines maravillosos de todo el mundo han salido o saldrán de la Universidad de Butler, en Naptown. ¿Hay alguno entre nosotros?
Algunos no os quedaréis en casa. Pero, por favor, no olvidéis de dónde venís. Yo nunca lo hice.
Tomad conciencia de la felicidad experimentada y sabed cuánta es suficiente.
En cuanto a resolver problemas con dinero, en fin, para eso está el dinero.
Mi tío Alex Vonnegut, un vendedor de seguros que vivía en el 5033 de North Pennsylvania, me enseñó algo de veras importante. Aseguraba que cuando las cosas van francamente bien, hay que saberlas apreciar en el momento. Hablaba de alegrías sencillas, no de grandes victorias. Beber limonada a la sombra de un árbol, tal vez, o escuchar desde el exterior la música procedente de una sala de conciertos, a oscuras, o, me atrevo a decir, después de un beso. Me dijo que en esos momentos era importante decir en voz alta: «No me digas que esto no es bonito, ¿eh?».
El tío Alex, que está enterrado en Crown Hill junto a James Whitcomb Riley, mi hermana, mis padres, mis abuelos, mis bisabuelos y John Dillinger, consideraba un espantoso despilfarro ser feliz y no darse cuenta de ello.
Yo también.
Se os ha llamado Generación X.
Pero pertenecéis a la Generación A igual que Adán y Eva.
Como dice el libro del Génesis, Dios no les dio a Adán y Eva un planeta entero.
Les entregó un trozo de tierra de lo más manejable, digamos, por ejemplo, que unas doscientas hectáreas.
Os sugiero, adanes y evas, que centréis vuestras aspiraciones en convertir una pequeña parte del planeta en un lugar seguro, saludable y decente.
Hay mucho que barrer.
Hay mucho que reconstruir, tanto espiritual como físicamente.
Pero también va a haber mucha felicidad. ¡No os olvidéis de reconocerla!