Era lo mejor. Que Geneva saliera con otro hombre, de ese modo dejaría de pensar en ella y, al mismo tiempo, le haría un favor a su mejor amigo. Un enorme favor.
Wade se preguntó si debía decir algo. Pero, ¿qué? Quizá podría darle un poco de información sobre Dan. Las anteriores citas a ciegas no habían salido como esperaba y tenía la impresión de que ella había dejado de estar interesada.
Geneva sacudió una camiseta amarilla del tamaño de una mano y la colgó en la cuerda. Wade se acercó y sacó una camisa verde de la cesta.
–Puedes usar mi secadora cuando quieras.
Ella sonrió, pero la sonrisa no llegó a sus ojos. Obviamente, seguía enfadada con él por haberle buscado una nueva pareja.
–Gracias, pero prefiero colgar la ropa de Jacob en la cuerda. La luz del sol reaviva los colores. Además, así huele mejor.
Iba a decir algo más, pero pareció pensárselo mejor. En lugar de decir nada, tomó los diminutos vaqueros que Wade le daba y los colgó.
Wade pensó en el olor a fresco que siempre la acompañaba. Cuando se inclinó un poco, le pareció que aquel día olía a limón y, de repente, sintió un deseo loco de besar su cuello. Pero su desarrollado instinto de supervivencia le dijo que cambiara de tema.
–¿Estás preparada para tu cita con Dan?
Al mirar los reveladores pantalones cortos y la camiseta ajustada, rezó para que no fuera así. Aquella noche debería ponerse un vestido largo. De felpa.
No, aquella no era la actitud adecuada. Debería estar rezando para que Geneva dejara a Dan sin respiración, que él pidiera su mano y que los dos se fueran a vivir a Tennessee y tuvieran docenas de hijos. Así, todos contentos.
Bueno, no todos. Sean tendría que despedirse de Geneva y de Jacob. Además, él también la echaría de menos. Y al pequeñajo.
Mayor razón para desear que la cita con Dan saliera bien. Si Jacob y ella eran felices y su mejor amigo era feliz, él debería estar encantado.
Debería.
Se sentiría satisfecho de haber hecho lo que tenía que hacer, presentándole a un hombre que podría darle lo que ella necesitaba. Que podía darle lo que él no podía.
–No vendrá a buscarme hasta dentro de dos horas –dijo Geneva.
–¿Quieres que cuide de Jacob?
–Gracias, pero no hace falta. Jacob se quedará en casa de mi madre todo el fin semana –contestó ella, colgando unos calcetines–. Los huevos están a punto de romperse, así que los polluelos saldrán volando cualquier día.
–Eso es estupendo. Aunque, claro, quizá deje de tener importancia si Dan y tú decidís casaros.
Geneva tomó la cesta vacía y se la colocó en la cadera, mientras lo miraba directamente a los ojos.
Quizá no debería haber dicho aquello último. Era un poco precipitado.
–¿Por qué intentas alejarme de ti?
–¿Qué? –preguntó él, aparentando inocencia.
–Algo pasó entre nosotros la otra noche y, por mucho que intentes negarlo, seguirá ahí.
Wade dejó caer los hombros. Esperaba que ella no lo hubiera visto. Esperaba que pudieran comportarse como si nada hubiera pasado. Pero Geneva era una mujer muy perceptiva y tendría que dar por terminado lo que había entre ellos antes de poder interesarse por otro hombre. Por el hombre adecuado para ella. Por Dan.
Y para que pudiera hacerlo, para que pudiera conseguir la felicidad que se merecía, tendría que convencerla de que no estaban hechos el uno para el otro.
Con un gesto, le indicó el banco de madera en el que solían sentarse.
–Cuando era pequeño, desarrollé una alergia terrible a las fresas. Cada vez que las comía me ponía enfermo, pero no quería dejar de comerlas –empezó a decir unos segundos después. Geneva frunció el ceño, sorprendida–. ¿Entiendes? No podía comerlas. Por mucho que me gustaran –repitió, tomando su mano–. Geneva, a nosotros nos pasa lo mismo. No estamos hechos el uno para el otro.
Ella apartó la mano.
–¿Estás diciendo que te pongo enfermo?
–No estoy diciendo eso –suspiró Wade. No iba a ponérselo fácil. Y no podía culparla–. Es que cuando estábamos en la manta la otra noche…
–Mis estrías te recordaron tu aversión a las fresas.
Wade se quedó callado durante unos segundos. Con otras mujeres, había sido fácil interpretar el papel de mujeriego. Pero no podía hacerlo con Geneva. Le debía una explicación. Le debía la verdad.
Esperando que entendiera el razonamiento y no intentase hacerle cambiar de opinión, Wade se dispuso a contársela.
–Tus estrías me recordaron que no quiero tener hijos.
–¿Por qué?
–Porque no quiero niños en mi vida.
–¿No te gusta Jacob?
–Jacob es un niño encantador. Y estaría orgulloso de él si fuera mi hijo.
–No te entiendo –dijo Geneva entonces.
Aparentemente, la verdad no iba a ser suficiente. Tendría que contarle toda la historia y, quizá así, Geneva podría salir con Dan dispuesta a recibir todas las cosas buenas que su amigo podía darle. La perdería, pero prefería perderla por Dan Etheridge. Él la querría y querría a su hijo. No tanto como podría quererlos él, pero serían felices.
–El síndrome de Joubert es un problema genético, Geneva. Puede que yo sea portador y se lo transmitiera a mis hijos.
–¿Y por qué no te haces pruebas? Los médicos pueden comprobar si existe esa posibilidad.
No había rabia en aquella respuesta, solo preocupación por él. Y esa preocupación, ese cariño, era lo que hacía cada minuto con ella más peligroso. Porque, cuanto más tiempo estaba con Geneva, más peligro corría de enamorarse.
Aún más.
–El síndrome de Joubert es tan raro que los científicos aún no han descubierto qué gen lo causa –explicó Wade–. Existe la posibilidad de que un hijo mío nazca con ese problema. Y no puedo arriesgarme a eso.
–La vida es un riesgo, Wade. Todos los padres saben que su hijo puede no ser perfecto –dijo Geneva entonces, señalando el nido de los herrerillos–. Incluso pasa con los animales. Pero ellos siguen alimentándolos y los quieren como si fueran igual que los demás. ¿Estás diciendo que tú no eres tan valiente como un simple pájaro?
–Si un hijo mío naciera con el síndrome de Joubert hay muchas posibilidades de que tuviera una gran minusvalía. Incluso peor que la de Sean. Podría ser fatal –dijo él, sin mirarla–. Y claro que lo querría de todas formas. Pero no quiero traer al mundo a un niño que va a sufrir.
–Wade…
Él le puso una mano en el hombro, deseando que entendiera que aquella no era una decisión egoísta. Todo lo contrario. Después de todo, estaba sacrificando a la mujer más hermosa y especial que había conocido nunca y a un niño que en pocas semanas se había metido en su corazón.
–Por eso decidí hace tiempo que no tendría hijos.
Geneva se cruzó de brazos.
–No te creo, Wade Matteo.
Él se levantó y empezó a pasear, nervioso.
–Es cierto.
–No digo que sea mentira, pero creo que usas eso como excusa para no mantener una relación estable con una mujer. Creo que tienes miedo. Si no tuvieras miedo habrías pensado en la posibilidad de la adopción –dijo ella entonces, tomando la cesta que Wade había dejado sobre la mesa.
Geneva esperó mientras los segundos pasaban. Quizá se había excedido. Al fin y al cabo, aquello no era asunto suyo.
Pero algo había pasado entre ellos la otra noche. Algo que los conectaba de una forma íntima. Y Geneva sabía que él también lo había sentido. Y que lo asustaba más de lo que la asustaba a ella.
–Tú no querrías adoptar un niño.
–Pero…
Geneva bajó la mirada, incapaz de enfrentarse con los ojos del hombre.
Ella quería tener hijos. Era cierto. Y Wade no podía aceptarla como era… una mujer decidida a aumentar su familia.
Y tampoco ella había querido aceptar a Wade como era, un hombre decidido a no tener familia propia.
Siempre había sabido que no podría haber nada entre ellos. Y en aquel momento, por fin, su corazón lo admitía.
–Si quieres, puedo pasarme por el cine para comprobar que Dan no se pasa contigo.
Estaba intentando bromear para aliviar la tensión. Pero lo que estaba haciendo en realidad era recordarle que debía poner su corazón en otra parte.
–No hace falta, gracias. Estoy segura de que todo irá bien –dijo entonces, decidida.
Y haría todo lo posible para que así fuera.
El sillón del salón tenía cierto valor sentimental porque había sido de su madre, pero no era precisamente muy cómodo. El cuarto de estar era un sitio mucho mejor para relajarse.
Pero Wade no podía relajarse aquella noche. Estaba esperando que Geneva volviera a casa. No tenía dudas sobre la caballerosidad de su amigo, pero era muy tarde y empezaba a preocuparse.
La habitación estaba a oscuras y Wade no se molestó en encender la luz. Simplemente, se quedó allí sentado, esperando.
Acababa de decidir que, si en quince minutos Geneva no había vuelto a casa, iría a buscarla, cuando escuchó el ruido de la puerta de un coche.
Dan abrió la puerta del coche para ayudarla a salir. Daniel Etheridge era una de las personas más encantadoras que había conocido nunca. Mientras la acompañaba a casa, tomándola suavemente del brazo, Geneva iba repasando la lista de sus buenas cualidades.
Era inteligente, amable, fuerte, tenía un buen trabajo y un día heredaría la empresa de su tío… todas buenas cualidades para un futuro padre. Y tenían muchas cosas en común. Lo mejor de todo era que Dan quería casarse y formar una familia en el futuro.
Era perfecto para ella.
Geneva subió los escalones del porche, evitando el que crujía, por si Wade se había ido a dormir. Sí, Dan era un sueño hecho realidad. Un poco serio quizá, pero un sueño.
Cuando se acercaban a la puerta, él la tomó del brazo. Y además tenía unas facciones a las que ninguna mujer podría encontrar fallos. Iba a darle un beso de buenas noches y no tenía ninguna duda de que sería un caballero. Después de todo, era perfecto.
Una pena que no hubiera chispa entre ellos.
Geneva echó la cabeza un poco hacia atrás y se preparó para lo inevitable. Quizá eso la ayudaría a distraer sus pensamientos del hombre que los había ocupado toda la noche. Cuando Dan la besó, fue tan perfecto como todo en él. Y, sin embargo, seguía sin haber chispa.
Quizá ella era el problema. Quizá tenía que ser ella quien lo besara hasta dejarlo sin aliento. Así se olvidaría de Wade.
Geneva enredó los brazos alrededor de su cuello y apretó los labios contra los del hombre. Recordando los besos que Wade y ella habían compartido, intentó revivir la experiencia con un fervor que hubiera mareado a cualquiera.
Dan pareció momentáneamente sorprendido, pero le devolvió el beso con el mismo fervor.
Y nada.
No había explicación. Tenían muchas cosas en común. Él besaba bien y ella quería que la volviera loca. Quizá si se relajaba un poco…
–¿Quieres sentarte en el balancín?
Dan asintió y los dos se sentaron sin decir nada. Allí, envuelta en los cálidos brazos del hombre, volvieron a besarse. Quizá el movimiento del columpio los ayudaría a encontrar lo que buscaban.
Un momento después, el beso terminó sin una sola chispa. Ni siquiera un destello.
–No funciona, ¿verdad? –sonrió Dan.
–Quizá si intentamos…
–No valdrá de nada –la interrumpió él, apartando un rizo oscuro de su frente.
–Pero somos perfectos el uno para el otro. Tenemos aficiones e intereses parecidos, los dos queremos una gran familia y somos tan tradicionales que podríamos ser una pareja de los cincuenta.
–Sí, pero hay algo que lo estropea todo.
–¿Qué?
–Que uno de los dos está enamorado de Wade.
La respuesta de Geneva llegó como el disparo de una escopeta:
–¡No!
Había oído la puerta del coche y, después, pasos en el porche. Esa era la señal para irse a su dormitorio. Pero el dormitorio era el último sitio al que Wade quería ir teniendo a Geneva en su mente. Lo cual ocurría casi siempre.
Tuvo que controlar su deseo de espiarlos a través de las cortinas. Además, estaba oscuro y no habría podido ver nada.
Pero eso no le impidió escuchar el ruido del balancín. Wade intentó no pensar en lo que significaba. Su cabeza esperaba que hicieran lo que tenían que hacer, pero su corazón se rebelaba.
El murmullo de voces lo estaba poniendo nervioso y salió a toda prisa de la habitación. Pero antes de llegar al pasillo, escuchó el grito de Geneva. La angustia que había en ese grito lo hizo reaccionar.
Wade abrió la puerta y encendió la luz del porche, decidido a intervenir si era necesario. Amigo o no, Dan sufriría las consecuencias si le había hecho algo a Geneva.
Para su sorpresa, su amigo lo miró con una sonrisa en los labios.
–¿Lo ves? Yo creo que a los dos os pasa lo mismo.
Geneva se quedó mirándolo con los ojos muy abiertos. Pero no había miedo en su mirada. Todo lo contrario. Lo miraba como si lo viera por primera vez… como si hubiera descubierto algo.
De repente, Wade se olvidó de Dan. Lo único que podía pensar era si Geneva se encontraba bien. Arrodillándose a su lado, la tomó de la mano.
–Geneva, ¿estás bien? ¿Qué pasa?
Ella parpadeó, como si tuviera que aclarar la neblina que había en su cerebro. Y después sonrió. Una sonrisa gloriosa que la hacía brillar en medio de la noche.
–Yo te diré qué pasa –intervino Dan, levantándose del balancín–. Estás ciego, Wade. Pero, aunque no lo sepas, eres un casamentero de primera.