Capítulo 9

 

Geneva se subió a la mesa y empezó a colocar los pliegues de tela alrededor de sus piernas. Los vestidos de las damas de honor habían sido fáciles, pero el de la novia le estaba dando mucho trabajo.

Observando su imagen en el espejo, comprobó que el corpiño hacía una arruga. Tenía que arreglarlo. Era su primer contrato y aquel vestido era fundamental para conseguir más clientes.

Echando un brazo hacia atrás, tiró de la tela, pero el efecto seguía siendo el mismo. Había una arruga. Aunque de la misma altura que ella, su cliente tenía más pecho. Quizá a la novia le quedaría más ajustado y la arruga desaparecería, pero no podía arriesgarse. El problema era que la joven no podía probarse el vestido hasta la semana siguiente.

 

 

Wade se colocó la corbata y salió de su habitación. Aquella mañana iba a llevar un cheque al hospital infantil. El baile benéfico había sido un éxito y el cheque que llevaba en el bolsillo de la camisa sería muy importante para modernizar el ala de neonatos. Ese dinero haría que el hospital de Kinnon Falls se colocara a la altura de los hospitales más dotados.

La puerta que conectaba con la casa de Geneva estaba abierta y Wade decidió cerrarla. Últimamente, ella estaba un poco rara con lo de su «privacidad». Afortunadamente, los polluelos estaban a punto de salir del nido y pronto podría tener toda la privacidad que quisiera.

Y la distancia que necesitaba. Wade seguía repitiéndose a sí mismo que ella era de las que se casaban. Y quizá acabaría casándose con su amigo Dan. Eso si lo de «casamentero de primera» lo había dicho en serio.

Cuando iba a cerrar la puerta, vio que algo se movía y se quedó hipnotizado. Geneva, de pie sobre una mesa, como una diosa en su pedestal, parecía un hada vestida de blanco. Excepto por dos tiras minúsculas, sus hombros estaban desnudos, llamando la atención hacia el corpiño que escondía un tesoro. El resto del vestido caía, formando una pequeña cascada blanca hasta sus pies desnudos.

Wade se quedó sin aliento. Se sintió culpable por mirarla sin que ella lo supiera, pero no podía apartar los ojos. Su cuerpo estaba reaccionando de una forma completamente inapropiada, considerando que estaba saliendo con su mejor amigo. Y entonces se dio cuenta de que el vestido que llevaba era un vestido de novia.

Dan y ella no podían haber ido tan lejos solo en un par de días, pensó. ¿O sí? La idea lo enfureció y, sin darse cuenta, apretó el picaporte, que crujió como protesta.

Geneva se dio la vuelta, con el pelo cayendo como una cascada por su espalda.

–Ah, eres tú.

–¿Esperabas a otra persona?

–La verdad, pensé que era Jacob. Estoy tan acostumbrada a estar con él que sigo buscándolo hasta cuando está en la guardería.

Con un poco de suerte, algún día tendría media docena de hijos. Y todos, menos Jacob, se parecerían a Dan. Wade tuvo que apretar los dientes.

–Siento haberte molestado.

Iba a cerrar la puerta, pero ella lo detuvo.

–¿Te importaría hacerme un favor?

–Claro que no.

–Ayúdame a alisar el vestido.

Con desgana, Wade se acercó. No debería hacerlo. Cada vez que estaban juntos, su sentido común lo abandonaba.

Lo haría rápidamente y después se marcharía antes de fijarse en la delicada piel de sus hombros o en lo guapa que estaba con aquel vestido.

–Tengo una cita –dijo, mirando su reloj.

–Solo será un minuto.

Geneva no tenía ni idea de lo acertado del comentario. Solo tardaría un minuto en volverse loco al ver cómo se pasaba la lengua por los labios, concentrada en su trabajo.

–Vale.

–Solo tienes que tirar hacia atrás del corpiño.

Pero entonces tendría que tocarla.

Geneva se volvió para ofrecerle su espalda, levantándose el pelo con una mano. Era la misma postura que adoptaría si estuvieran juntos en el dormitorio, esperando que le desabrochara el vestido antes de irse a la cama. Wade casi tuvo que santiguarse. Necesitaba un poder más fuerte que él mismo para resistir. Tan cerca de ella, rozándola con los dedos, sintió un escalofrío.

Quizá ella también lo había sentido. La mesa se movió ligeramente… o quizá le habían temblado las rodillas, el caso era que Geneva tuvo que poner una mano en su hombro para no perder el equilibrio. Lo único que Wade hubiera tenido que hacer para romper la conexión era apartarse, pero no podía hacerlo. Ella lo estaba mirando con los labios entreabiertos… Lo más lógico en aquel momento era besarla. Después de todo, ella parecía estar esperándolo.

Pero no lo hizo.

Intentaba ignorar las curvas femeninas, peligrosamente cerca de su cara, pero como eso era imposible, decidió aliviar la tensión con bromas.

–¿Otra vez haciendo de Cenicienta?

–No puedo evitarlo. Quiero un matrimonio de cuento de hadas –suspiró ella–. Pero parece que es un sueño imposible.

–¿Qué le pasa a ese corpiño? –preguntó Wade, intentando cambiar de conversación.

–No lo sé. La costura no se estira. Y la novia no querrá llevar un vestido con fallos el día más importante de su vida.

–¿No puedes plancharlo?

La altura de la mesa ponía la ofensiva costura a la altura de su cara. Pero no era eso lo que Wade estaba mirando, sino los ojos de Geneva. Y en esos ojos había una frustración que no tenía nada que ver con el vestido.

–Eso no valdría de nada. Parece que todo lo que toco tiene algún fallo. Me mudo a un sitio maravilloso y, de repente, un par de pájaros decide hacer su nido sobre mi puerta. Intento encontrar un padre para Jacob, pero uno de los candidatos no tiene sentido del humor y el otro es un imbécil.

Geneva abrió los brazos y Wade dio un paso atrás para evitar que lo abofeteara accidentalmente.

–Cuidado.

–No sé –siguió ella, con tono de resignación–. Quizá soy yo la que falla. Quizá hay un defecto en mi personalidad y no me he dado cuenta. O quizá estoy demasiado ciega como para ver que no existe el hombre perfecto para mí.

–Eres perfecta como eres, Geneva. No se te ocurra cambiar nunca. Y en cuanto al hombre perfecto… –dijo Wade, tomando su mano–, lo tienes frente a tus narices.

Lo mataba empujarla a los brazos de otro hombre, aunque fuera su mejor amigo. A Wade nunca lo haría feliz despreciar a la mujer más maravillosa que había conocido nunca, pero si ella era feliz con alguien como Dan Etheridge, estaba dispuesto a apartarse.

–Wade…

–Cuando Jacob está cansado o necesita un abrazo, tú identificas el problema y le das lo que necesita, ¿no es así?

–Sí –asintió ella, sorprendida.

–Y no eres la clase de mujer que se sienta a esperar al hombre de sus sueños. Si hay un problema, te gusta resolverlo. No dejes que un pequeño problema arruine una vida llena de felicidad con un hombre que es perfecto para ti –dijo entonces Wade, sabiendo que así cerraba la puerta definitivamente a una posible relación entre los dos–. El amor es demasiado importante como para dejarlo pasar.

Geneva suspiró profundamente. ¿Había oído bien? ¿Estaba diciendo que aún había esperanza para ellos? La noche anterior, Dan había dicho que el comportamiento protector de Wade era la prueba de que él también la quería.

Wade era un hombre orgulloso, que había levantado sus defensas con esfuerzo y que… le estaba pidiendo que fuera ella quien las derrumbase. Aunque no estaba en la clásica posición de rodillas, su postura era la de un hombre dispuesto a hacer una pregunta importante.

–Es algo en lo que dos personas tienen que colaborar. Los dos tienen que ceder un poco –siguió Wade, poniendo la mano sobre su pecho para que escuchara los latidos de su corazón–. Quizá tienes que ser tú la que dé el primer paso. ¿Estás dispuesta a hacerlo?

Rechazando la vocecita que, desde el principio, la había advertido contra Wade, Geneva asintió. ¿Qué sabía esa vocecita?, se dijo. Si dos personas se amaban y estaban decididas a hacer que ningún obstáculo se interpusiera en su camino, la relación podría funcionar.

Cada vez que Jacob volvía a casa de la guardería, antes de encender la televisión o ponerse a jugar, llamaba a su casero. Y, cada vez que lo hacía, Geneva se encontraba a sí misma esperando que Wade saliera de alguna habitación y tomara a su hijo en brazos. Y, en secreto, deseaba abrazarlo también.

–Tienes razón. Seré yo quién dé el primer paso –dijo por fin–. ¿Tú me ayudarás? –preguntó, mirándose en aquellos ojos de color esmeralda.

–Claro que sí. Cuenta conmigo.

Eso era todo lo que necesitaba. Una promesa de que pondría algo de su parte. Cuando Geneva intentó bajarse de la mesa, Wade la tomó por la cintura. Algún día, si las cosas iban como ella esperaba, la tomaría así por la cintura el día de su boda, apretándola contra su pecho…

–Solo espero hacerlo bien.

–Lo harás. Tienes toda mi confianza. Estoy seguro de que no vas a defraudarme.

Geneva deseó tener valor para dar el primer paso y sellar el acuerdo con un beso. Pero la expresión del hombre no era en absoluto invitadora, lo cual era sorprendente considerando que acababan de decidir que iban a luchar por su relación.

El silencio los envolvió y ella se sintió incómoda.

–Ojalá fuera tan fácil arreglar este vestido. Quizá debería tirarlo y empezar de nuevo.

–No hay ninguna razón para tirar un vestido tan bonito. Seguro que puedes arreglarlo.

Después de eso, Wade se despidió con un gesto y salió de la habitación.

Geneva lo observó tomar su maletín del pasillo. Aquella mañana iba al hospital a llevar el cheque con la recaudación del baile benéfico. Cherise y Renee la habían advertido de que Wade solo deseaba una cosa… y se referían a los donativos para la causa que él abanderaba: investigación y diagnóstico prenatal. Sí, había encantado a muchas mujeres ricas de Kinnon Falls, vendiéndose como soltero en las subastas, pero nada de eso había sido por egoísmo. Todo era por los niños… niños como su hermano que habían tenido la mala suerte de heredar los genes equivocados.

A pesar de las diferencias, Wade y ella eran muy parecidos en las cosas importantes.

Pero, después de lo que habían estado hablando, ¿él se marchaba? ¿Le había ofrecido una oportunidad para salvar lo que había entre ellos, de empezar una relación a pesar de sus miedos de tener un hijo con el síndrome de Joubert… y se marchaba como si no hubiera pasado nada?

Quizá era una prueba. Quizá estaba intentando obligarla a dar el primer paso. Obligarla a decidir si estaba dispuesta a luchar por él.

Y lo estaba. El síndrome de Joubert era algo con lo que tendría que lidiar. Y aquel era tan buen momento como cualquier otro.

Geneva salió al pasillo. Wade estaba comprobando el contenido de su maletín antes de marcharse y, cuando levantó la mirada, clavando en ella sus increíbles ojos verdes, tuvo que reunir coraje.

–Una vez dijiste que no podías amarme como yo me merecía. Pero te equivocas –empezó a decir. Wade cerró el maletín y la miró, perplejo–. Cuando saliste corriendo al porche para ver si pasaba algo con Dan, supe que…

–Siempre me ha gustado proteger a los demás. Soy incluso demasiado protector. Pregúntale a Sean.

–Lo que te obligó a salir no tiene nada que ver con un sentimiento de protección. Lo que sentimos el uno por el otro… así es como yo necesito que me quieran.

Wade negó con la cabeza.

–Sabes que no es así.

–Da igual –insistió ella, dando un paso adelante–. Tú mismo has dicho que eres perfecto para mí. Que un pequeño problema, como tu condición genética, es algo que podemos superar si estamos dispuestos a hacer sacrificios.

Wade dejó el maletín en el suelo y se pasó una mano por la barbilla.

–Estaba hablando de Dan, Geneva. Mi amigo puede ser un poco inflexible a veces, pero si los dos estáis dispuestos a ceder, podéis ser la pareja perfecta. Nunca he visto a dos personas que se parezcan tanto.

Geneva sintió un escalofrío al escuchar esas palabras. Wade no la había estado animando a arriesgarse con él, a superar el obstáculo que los separaba. Solo había intentado empujarla de nuevo a los brazos de otro hombre.

Pero, en realidad, nada de eso importaba. Había visto su mirada cuando salió al porche como un caballo salvaje, decidido a rescatar a la mujer que amaba. Le tomaba el pelo sobre sus sueños de cuento de hadas, sin querer reconocer que él era el protagonista de esos sueños. Y, como una princesa, Geneva no dejaría marchar a aquel noble caballero sin matar a los dos dragones que amenazaban su amor… uno, el problema de los hijos y el otro, la testarudez de Wade.

–Dan es una buena persona, pero no lo quiero. Te quiero a ti.

Wade dio un paso hacia ella y tomó sus manos.

–También quieres hijos, Geneva.

Su miedo de jugar a la ruleta rusa con una posible malformación genética era lo menos importante en aquel momento. Lo único importante era la felicidad de los dos. De los tres, porque Jacob también lo quería.

–Tú eres más importante para mí que tener más hijos.

El verde de sus ojos se oscureció hasta alcanzar el color de los pinos en invierno. Estaba claro que había entendido. Geneva estaba dispuesta a sacrificar su deseo de tener hijos para estar con él y no parecía feliz con su decisión.

Wade la soltó y se metió las manos en los bolsillos del pantalón. El gesto era un signo de retirada, no solo física, sino emocional.

–Ya hemos hablado de esto antes –le dijo. Y estaba claro por su expresión que no había cambiado de opinión–. Tú no serías feliz a menos que tuvieras la casa llena de niños con los ojos de color caramelo como los tuyos.

Wade la observó mientras bajaba la cabeza y empezaba a alisar imaginarias arrugas en el vestido. Supo sin que ella lo dijera que no podía discutir la verdad de aquella afirmación.

Pero también supo que había vuelto a herirla. Aunque nunca se sentiría peor en su vida, era lo mejor. Para todos.

Wade tomó el maletín de nuevo y se dirigió a la puerta sin mirar atrás; no quería ver el dolor en aquellos ojos de color caramelo que tanto amaba. Pero antes de salir, decidió que, por mucho que le doliera, tenía que poner fin a aquello para no seguir haciéndole daño.

–Será mejor que nuestra relación vuelva a ser lo que era al principio, un acuerdo conveniente entre dos personas sensatas.

 

 

–No olvides poner agua antes de meterlo en el horno.

Sean apretó las manos en un gesto que Geneva conocía bien. El chico se estaba impacientando.

–Lo sé. Lo pone en la receta.

Geneva sonrió, como disculpándose. Sean parecía tenerlo todo bajo control. En su deseo de ayudar, no se había dado cuenta de que aún no iba a meter la carne en el horno porque todavía estaba pelando metódicamente las patatas. Para Sean, cualquier tarea duraba tres veces más de lo normal, pero era un chico decidido.

–La próxima vez que hagas sopa, tienes que empezar a hacerla con tiempo.

Sean sonrió y su sonrisa le recordó la de otro Matteo.

–¿Por qué? No tengo ninguna prisa.

Ella hizo una mueca. Sean tenía veinte años y no sabía la prisa que solían tener las madres. Como si supiera que estaba pensando en él, Jacob lanzó un grito mientras gateaba con su coche por la cocina.

–¿Crees que esto será suficiente para los cuatro? –preguntó Sean entonces.

La invitación del chico para cenar en su apartamento significaba romper el edicto de Wade de mantener una relación casi de negocios, pero Geneva no había tenido corazón para decirle que no.

–Claro. Jacob no come mucho. Además, puedes hacer la misma cantidad que estás haciendo hoy para ti solo. El asado y la sopa se pueden guardar en la nevera y siempre vienen bien.

Sean terminó de pelar una patata y, como no quería que lo ayudara, Geneva se contentó con tomar un papel de periódico y echar las mondas. Al hacerlo, una fotografía llamó su atención.

En la página de sociedad del periódico de Kinnon Falls, a todo color, había una fotografía de Wade y ella. Los habían sorprendido cuando sus labios se rozaron en la pista de baile. Y si eso no hubiera sido suficiente para enfurecerla, el texto sí lo era:

 

El propietario del club de campo, Wade Matteo, baila con su nueva acompañante, Geneva Johnson. La joven, con la que vive en su casa, tiene muy preocupadas a las solteras de Kinnon Falls, que se preguntan si ella será la mujer que corte las alas del conocido casanova o si solo es una más en su larga lista de conquistas. El baile benéfico fue muy entretenido, sobre todo cuando el alcalde, Art Fishbein, tomó el micrófono y se lanzó a cantar…

 

El artículo explicaba que los fondos recaudados irían destinados al hospital infantil.

Geneva se dejó caer en una silla. Con esa fotografía, sería fácil creer que había un romance entre ellos. Pero el comentario del periodista sobre si «sería una más en su larga lista de conquistas» aplastaba tal posibilidad. Todo el mundo en el pueblo sabía que Wade Matteo no pensaba casarse nunca.

Pero lo que más la preocupaba era que hubiera mencionado que vivían juntos, precisamente la clase de notoriedad que había temido desde el principio. Por esa razón, se alegraba de que hubieran escrito mal su apellido. Pero con un nombre tan raro como Geneva y una fotografía, dudaba de poder pasar desapercibida a partir de entonces.

Y peor que la mancha en su reputación era saber que, a partir de aquel momento, nadie querría salir con ella.

Quizá era una idea anticuada, pero Geneva era una chica anticuada. Aunque la verdad era que ella no quería salir con nadie más que con Wade, el hombre al que amaba. Pero él la negaba y se negaba a sí mismo la oportunidad de ser felices.

Se le había formado un nudo en la garganta cuando Jacob la llamó, con su vocecita infantil.

–Mamá, mira –le dijo, chocando el coche contra la pared.

Geneva hizo un esfuerzo para sonreír.

No volvería a llorar por un hombre, especialmente por uno que, desde el principio, insistía en no abandonar su soltería. Especialmente no por uno que, si las circunstancias hubieran sido diferentes, podría retarla, excitarla y satisfacerla como ningún otro.

El recuerdo de algunas de las cosas que había hecho por ella apareció en su mente: darle la llave de su casa para que entrara sin problemas, abrazarla cuando necesitaba consuelo, rescatarla del estúpido doctor Grant, conseguirle el encargo de los vestidos para la boda, los uniformes de sus empleados… Esos recuerdos amenazaban con ahogarla y llenar sus ojos de lágrimas que no tenían nada que ver con la cebolla que Sean estaba pelando.

Geneva envolvió las mondas de patata con el artículo que tanto la había angustiado. Esos restos de comida, como su posible relación con Wade, no servían para nada.

Sean dejó la patata que estaba pelando y la miró, muy serio.

–No necesito una niñera –le dijo con su voz pausada–. Te llamaré cuando la cena esté lista.

Geneva consideró aquellas palabras mientras doblaba el periódico. Wade había sido excesivamente protector con Sean, tanto que había subestimado la capacidad de su hermano de salir adelante en la vida.

Sean tenía razón. Él no necesitaba una niñera. Lo que quería era ser independiente. Y Geneva estaba dispuesta a darle a los dos hermanos Matteo lo que querían. Abriendo el cubo de basura, echó una última mirada al artículo y tomó una decisión.

–Nos vamos a casa –dijo, tomando a Jacob de la mano–. Te dejo para que puedas terminar de hacer la cena. Y estoy segura de que la sopa estará deliciosa.

Sean la despidió con una sonrisa. Aunque iba a sentirse incómoda en presencia de Wade, no podía negarse a ir porque aquella iba a ser su última cena con los hermanos Matteo.

Cuando salía del apartamento, se chocó con Wade.

–¡Wade! –exclamó Jacob.

El hombre revolvió cariñosamente el pelo del niño.

–Algo huele muy bien.

Estaba mirándola al decirlo. Como Sean aún no había metido la carne en el horno, Geneva dudaba que se refiriese a la cena. A pesar de ello, no quiso darse por aludida.

–Hay sopa y carne al horno –lo informó, muy seria–. Sean nos llamará cuando esté todo preparado.

–¿No vas a quedarte con él para supervisar los preparativos?

Geneva apretó la mano de Jacob, sabiendo que el contacto la haría más fuerte. Sabiendo que sería mejor para ella y su hijo empezar de nuevo, antes de que se encariñasen demasiado con los dos hombres que vivían en aquella casa.

–Sean no me necesita –dijo, esperando que Wade entendiera que no solo se refería a aquella noche. Cuando él iba a protestar, Geneva lo interrumpió con un gesto–. Y tú tampoco –añadió después–. Jacob y yo no podemos seguir viviendo aquí.