Lo primero que vio Wade fue una zapatilla roja, como un capullo de rosa perdido entre la mata de hortensias azules. Y después, una falda vaquera y un par de esbeltas piernas femeninas saliendo de la ventana. En uno de los pies, otra zapatilla roja, como la que estaba caída entre los arbustos.
Sin molestarse en esconder una sonrisa, Wade tomó la zapatilla y se acercó. El niño que andaba por allí le sonrió con timidez.
Geneva se movió, intentando sacar el cuerpo a fuerza de tirones, pero la ventana era demasiado estrecha y tuvo que parar un momento, agotada. Y todo por un par de pájaros que habían sido más hábiles que ella instalándose en su nueva casa.
Una ligera brisa primaveral levantó la falda vaquera, acariciando sus piernas. Si estiraba la punta de los pies, casi podía tocar el patio de su apartamento, situado en la parte trasera de una casa victoriana.
El niño puso un dedito sobre su trasero, riendo.
–Mami.
Geneva suspiró. Que alguien la encontrase en aquella situación, solo un día después de haberse mudado, la preocupaba menos que la humillación que sentiría por haber roto el acuerdo al que había llegado con el propietario. Sean, el hermano de su casero, un chico de diecinueve años minusválido, quizá podría echarle una mano. Pero una de las cláusulas del contrato de alquiler era que ella ayudaría a Sean cuando fuera necesario. No al revés. Si tenía que pedirle ayuda al chico, Wade Matteo dudaría de su capacidad para hacer el trabajo. Peor, podría romper el contrato de alquiler que acababan de firmar.
Y si perdía aquel apartamento, de precio muy razonable y alrededores preciosos, se vería obligada a volver a la ciudad. Y entonces su oportunidad de ahorrar para dar la entrada de una casa desaparecería. Y, junto con ella, su sueño de darle a su hijo las raíces que ella siempre había deseado.
Jacob empezó a moverse tras ella, nervioso.
–Teno caca.
Tenía que pasar justo en aquel momento. Las desgracias nunca llegaban solas, pensó Geneva.
Lo que Wade tenía previsto hacer aquella tarde, repasar su agenda de teléfonos buscando el número de alguna mujer interesante para pasar un buen rato, tendría que esperar.
Cuando volvió a casa unos minutos antes, mientras dirigía el morro del elegante deportivo negro hacia el garaje, había escuchado la voz de una mujer. Conociendo a su nueva inquilina, Wade había asumido que estaba cantando mientras hacía las tareas domésticas. Durante la última semana, la encantadora señora Jensen había llevado sus cosas al apartamento y solía cantar mientras limpiaba.
Y eso no lo sorprendía. La primera vez que la vio para enseñarle el apartamento, pensó que era una mujer muy peculiar. Una joven madre que no llevaba tacones, ni collar de perlas… y que ni siquiera tenía un marido. Inmediatamente se había dado cuenta de que era una de esas mujeres con instinto para crear hogar. Y eso era muy peligroso.
Wade conocía bien a las mujeres y, menos de un minuto después de ver a su nueva y atractiva inquilina, le había colocado un cartel invisible que decía No tocar. Y, con intención de advertirla, él prácticamente se había colgado al cuello el cartel de Soltero del Año. Las mujeres que cantan mientras hacen las tareas domésticas estaban definitivamente fuera de su lista de amigas.
Wade entró en el patio que había tras el apartamento. Aunque aquello podría ser divertido, tendría que hacerlo rápido. Su agenda de teléfonos era una promesa de diversión para la noche.
–¿Sean?
El grito era un poco angustiado, como si hubiera abandonado la esperanza de ser rescatada.
Era raro que llamase pidiendo ayuda a su hermano, pensó Wade. El síndrome de Joubert, que debilitaba los músculos de Sean, lo obligaba a caminar con muletas y le impedía levantar objetos pesados. Era sábado por la tarde y Sean seguramente estaría en un carrito de golf, recogiendo pelotas perdidas y charlando con los clientes del club de campo.
Geneva se puso rígida, como si hubiera sentido algo raro cuando él cruzó el patio.
De espaldas, sin verlo, movió una mano indicándole que se acercara.
–Pensé que nunca iba a poder salir de este atolladero. Hazme un favor. No se lo cuentes a tu hermano.
–¿Y por qué no quiere que lo sepa?
–¿Señor Matteo?
–Puede llamarme Wade.
Por costumbre, había dicho aquello con su voz más seductora… una voz profunda y ronca que había cultivado junto a su personalidad de play boy.
Ella movió los dedos de los pies y Wade supo por instinto que su voz la había afectado.
–¿Le importaría levantar la hoja de la ventana? Se me está clavando en la espalda.
Geneva intentó no parecer asustada. Pero, le gustase o no, estaba a su merced.
–¿Y cómo sé que no es usted una ladrona? Quizá debería llamar a la policía.
–Me alquiló el apartamento hace una semana. Sabe perfectamente que no soy una ladrona, señor Matteo.
–Ahora que lo dice, me parece que reconozco esas piernas.
Geneva automáticamente tiró hacia abajo de su falda para asegurarse de que no estaba mostrando más que falta de coordinación muscular.
Su ex marido, Les, lo pasaría bomba si la viera en aquel apuro. Afortunadamente, él y sus comentarios irónicos habían desaparecido de su vida tiempo atrás. Solo esperaba que el propietario del apartamento contuviera un poco su lengua.
Pero no pudo evitar ponerse colorada al recordar el día que conoció a Wade Matteo. Con un físico como el suyo, era fácil entender por qué las mujeres hacían cola para salir con él. Geneva había respondido a su presuntuosa virilidad poniéndose colorada como una cría. Y, de nuevo, la estaba haciendo sentir como una ingenua sin experiencia de la vida… lo que era en realidad.
–La sacaré de ahí en seguida –dijo Wade, rozando su trasero mientras intentaba tirar hacia arriba de la hoja de la ventana.
Geneva se sentía avergonzada por la postura en la que la había pillado: con el trasero levantado y la guardia bajada. No podía hacer nada, aplastada por la hoja de la ventana. Su camiseta roja se había salido de la falda y podía sentir el calor de las manos del hombre en la cintura.
Un momento después, estaba libre. Saltando al suelo, Geneva tomó a su hijo de la mano y con la otra se apartó de la cara los rizos castaños.
Olvidando momentáneamente dar las gracias al hombre que la había rescatado, levantó un poco la camiseta para comprobar si se había hecho daño. Tenía un rasguño en el abdomen, pero afortunadamente no parecía nada grave.
Wade se inclinó para echar un vistazo y su gesto de comprensión hizo que, tontamente, se sintiera mejor.
–Eso tiene que doler como el… –Wade se contuvo, recordando que el niño estaba presente–. Tiene que doler mucho.
–No tanto.
Dándose cuenta entonces de que le estaba mostrando el abdomen a un hombre que no era médico, Geneva se bajó la camiseta y empezó a tirar de la falda intentando disimular su turbación.
–No se preocupe. Está muy guapa –dijo Wade, intentando hacerla sonreír. Pero esas palabras solo sirvieron para recordarle que Wade Matteo era un mujeriego del que debía apartarse–. Se le ha caído esto, Cenicienta –siguió él, sacando la zapatilla roja del bolsillo.
–Gracias –murmuró Geneva alargando la mano. Pero Wade se había inclinado para tomar su pie descalzo–. Me siento como el príncipe del cuento –anunció mientras le ponía la zapatilla. Incómoda, Geneva dio un paso atrás, pero la barandilla del patio le impedía ir más allá–. ¿Qué pasa? No voy a morderla.
Ella miró hacia abajo, preguntándose por qué el talón que Wade estaba tocando parecía quemarla.
–No es eso lo que dicen por ahí.
No había querido decir eso y estaba a punto de disculparse, pero Wade soltó una carcajada. El rico sonido la envolvió, haciendo que se alegrara de haber causado aquella reacción, aunque hubiera sido accidental.
–Ah, ya veo que mi reputación me precede.
No parecía enfadado, todo lo contrario. Quizá estaba acostumbrado a esos comentarios.
–Perdone, yo…
–Deje que la tranquilice –la interrumpió Wade, mirándola a los ojos con tal intensidad que Geneva no habría podido apartar la mirada aunque hubiera querido–. Usted no es mi tipo.
A Geneva le molestó aquello, aunque debería haberse sentido aliviada. No tenía por qué no ser el tipo de Wade Matteo. Ella era razonablemente atractiva, estaba en buena forma, era inteligente y, además, se le daban bien las tareas domésticas. Y, aunque su ex marido había intentado hacerla creer lo contrario, era una persona con la que resultaba fácil llevarse bien.
–Ya.
Wade levantó una ceja.
–¿Qué quiere decir con eso?
–Nada –contestó ella, levantando la barbilla–. Su vida personal no es asunto mío y me da igual el tipo de mujer que le guste, siempre que sea discreto –añadió, acariciando el pelo de su hijo–. No me haría gracia que… alguien empezara a preguntar sobre si las cigüeñas vienen o no de París por las actividades de cierto vecino.
Además, ya había compartido casa con un mujeriego y no tenía ningún deseo de repetir la experiencia.
–Cree que me conoce, ¿verdad?
Geneva tomó la manita de Jacob y se dio la vuelta para entrar en su casa, pero Wade se lo impidió. De repente, lo único que había frente a ella era un ancho torso masculino que le impedía ver nada más.
–Dígame cuál cree que es mi tipo de mujer.
Ella lo miró, irritada.
–He oído lo que la gente dice sobre usted y creo que tienen razón.
Wade esbozó una sonrisa.
–¿Suele creer todo lo que oye?
Geneva envió a Jacob a jugar con el triciclo y, cuando el niño se alejó, miró a Wade de nuevo.
–A veces. Cuando puede afectar a mi hijo.
Como por ejemplo cuando se enteró de que Les veía a otra mujer durante sus supuestos viajes de negocios. Entonces no había enterrado la cabeza en la arena y no pensaba hacerlo con Wade Matteo.
–Y los rumores dicen…
No iba a dejar el tema hasta que ella lo dijera claramente, de modo que sería mejor hacerlo.
–Parece que en su vida amorosa tiene solo dos exigencias, la primera que sea una mujer… –empezó a decir Geneva levantando un dedo– y la segunda que respire.
–Hay una tercera, que sea guapa –replicó él, sin dejar de sonreír. Geneva se sintió perdida en el verde profundo de la mirada masculina. En aquel momento, no se sentía como Cenicienta sino más bien como Caperucita Roja mirando los ojos del lobo–. Así que, en realidad, usted también es mi tipo.
Geneva parpadeó, nerviosa.
–Gracias por ayudarme a salir de la ventana –murmuró, apartando la mirada–. La próxima vez, colocaré un palo para que no se cierre la ventana.
–La próxima vez que se quede encerrada en casa, solo tiene que pedirme otra llave. No hace falta que se haga daño.
–No me quedé encerrada en casa.
–¿Ah, no?
Geneva se preguntaba si, como habría hecho su ex marido, Wade se reiría de ella. Les no compartía su amor por las criaturas pequeñas, pero no todos los hombres eran iguales. Y que Wade Matteo, un hombre que era todo virilidad, pareciera menos un padre de familia que cualquier otro que hubiera conocido, no era razón para pensar que no podría entender sus razones para buscar una entrada alternativa a la casa, por muy inconveniente que fuera.
–En mi casa hay un par de «ocupas».
Wade se acercó al felpudo, en el que podía leerse la palabra Bienvenido, y tuvo que sonreír. Para él, Geneva Jensen solo parecía tener el cartel de Aléjate de mí lo antes posible. Aunque no podía culparla. Le había dicho que no era su tipo, pero estaba claro que ambos veían señales de peligro en el otro.
Levantando la mirada hacia la guirnalda que ella había colocado sobre la puerta unos días después de firmar el contrato de alquiler, Wade sintió su presencia tras él y respiró su aroma. Aunque podría parecer ridículo, hubiera podido jurar que olía a galletas recién sacadas del horno. O a pastel de canela.
Suspirando, se recordó a sí mismo que debía concentrarse en lo que estaba haciendo. Tenía que marcharse lo antes posible para poner distancia entre ellos.
–¿Lo ve? –preguntó Geneva, rozando su brazo al señalar la guirnalda–. Están ahí dentro.
Wade tuvo que separar las hojas para ver a qué se refería y un par de ojos redondos se clavaron en él. Sus miradas se encontraron durante una décima de segundo antes de que el asustado pájaro saliera volando del nido, tan cerca de su cara que tuvo que apartarse para evitar la colisión.
–¡Vaya!
–Ya se lo advertí. Son «ocupas».
Wade dudó un momento, preguntándose qué otras sorpresas lo esperarían dentro de aquella guirnalda.
Cuando volvió a mirar, encontró un huevo escondido entre las hojas.
Geneva se acercó a él, con su cabeza casi rozándolo mientras examinaban el delicado nido. Wade respiró de nuevo aquel aroma a vainilla y canela que le daba hambre. Pero no de comida.
–Parece que tenemos un problema.
–Lo descubrí esta mañana. Cuando tiré de la puerta para cerrarla salió un pájaro volando, como ahora. No entiendo cómo no se ha caído el huevo.
Afortunadamente, pensó Wade, o su nueva y tierna inquilina se habría muerto de pena.
–Un pájaro como ese hace su nido en el porche del club de campo todos los años. El encargado dice que es un herrerillo. Y me temo que tendrá compañía durante un mes, hasta que las crías salgan volando.
La reacción de Geneva ante la noticia fue tomar uno de sus rizos y empezar a darle vueltas con un dedo, pensativa. No se hacía la manicura. Llevaba las uñas cortas, con un poco de brillo. Femenina, pero nada pretenciosa. Así era Geneva Jensen.
Wade pensó en la mujer con la que había estado la noche anterior. Sus uñas eran larguísimas, falsas, por supuesto, pintadas de rojo fuerte y cada una con un diminuto brillante. Wade dudaba que, con esas uñas, alguien pudiera hacer tarea alguna. Pero eso daba igual. Lo único importante era que a él no le habían impedido saciar su deseo.
En aquel momento, Jacob se había aburrido de montar en triciclo. El niño, con los ojos de color canela y la piel morena como su madre, corrió hacia ella y le tiró de la falda.
–Mami, teno que ir al baño.
Geneva lo tomó en brazos.
–Pobrecito. Se me había olvidado –dijo, mirando a Wade, como dejando claro que él era el culpable de la distracción. Después, se dio la vuelta y se dirigió de nuevo hacia la ventana.
Aunque Kinnon Falls era un pueblo lleno de ciudadanos que respetaban la ley y cuya única ocupación era criar a sus hijos en un ambiente sano y agradable, a Wade no le gustaba que su nueva inquilina entrara y saliera de la casa a través de una ventana. Un nido de pájaros no merecía tanto esfuerzo.
–Espere –dijo, tomándola del brazo.
Su piel, suave y cálida, le hizo sentir la tentación de seguir explorando. Acariciar su hombro, deslizar la mano por su cuello… Los ojos femeninos se habían entrecerrado, como si el roce la hubiera hecho desear lo mismo. Wade conocía aquella mirada, sabía que Geneva era una mujer apasionada por la vida y que seguramente sería igual de apasionada en la cama. Pero él también era apasionado sobre un estilo de vida que quería evitar.
Wade apartó la mano.
–Puede entrar por la puerta que conecta con mi casa –sugirió. Ella frunció el ceño y Wade supo sin preguntar que estaba pensando en su reputación–. Por el momento. Hasta que encontremos otra solución.
–De acuerdo –asintió Geneva después de pensárselo.
Mientras se dirigían a la puerta, Wade le explicó que los dos apartamentos habían sido añadidos a la casa cuando él era pequeño.
–Mi abuela se mudó después de romperse la cadera. Así podía vivir sola, pero suficientemente cerca como para que mis padres y yo la atendiéramos todos los días.
Lo mismo que Geneva estaba haciendo por su hermano Sean en aquel momento.
–¿Y quién vivía en el apartamento de Sean?
–Era mío –contestó Wade–. Cuando tenía diecisiete años llevaba una vida tan ajetreada, con gente entrando y saliendo todo el tiempo, que era una distracción para mi familia. Así que, cuando construyeron el apartamento para mi abuela, hicieron otro para mí.
Geneva intentó disimular su reacción ante el comentario. No estaría bien que se le salieran los ojos de las órbitas. Aun así, era sorprendente descubrir que había empezado a ser un mujeriego tan joven… y que sus padres no parecían desaprobarlo.
Había leído un artículo del periódico local en el que Wade Matteo era nombrado el Soltero de Oro del pueblo. El autor del artículo usaba palabras como «casanova» y «libertino» para describirlo.
Y, además, hacía referencia al alfiler de oro que le había entregado el alcalde, proclamándolo Soltero de Oro. Geneva se preguntaba si sería el alfiler que Wade solía llevar en la camisa y que tocaba a menudo, como si fuera un amuleto de la suerte.
Desgraciadamente, había descubierto aquello después de firmar el contrato de alquiler. Si hubiera conocido antes a Wade Matteo no estaría metida en aquel lío, preocupada por si alguien la había visto entrar y salir de su casa. De hecho, estaría viviendo en otra parte.
Pero una cosa era segura, en otra parte los alrededores no serían tan bonitos, ni habría encontrado tan buen precio. Y no podría ahorrar para comprar su propia casa… un sueño que Les había pisoteado tras su divorcio.
Por el momento, vivía en un pequeño apartamento situado en la zona residencial más elegante de Kinnon Falls, frente a un lago y un campo de golf. A la izquierda, el club de campo rodeado de jardines. Por el momento, Jacob y ella habían presenciado dos fiestas, decoradas con linternas japonesas que se movían con la brisa bajo un cielo cuajado de estrellas.
Wade abrió la puerta de su casa y empujó la que conectaba con el apartamento de Geneva. Pero no pudo abrir.
–Ha puesto otro cerrojo, ¿verdad?
Por supuesto que sí. Como propietario del club de campo, podía ser el hombre de negocios más próspero de Kinnon Falls y podía elegir a las mujeres con las que salía, pero ella no pensaba arriesgarse. Aunque tampoco Wade habría estado interesado. A pesar de ello, Geneva tenía que pensar en su reputación.
–Teno que ir al baño –les recordó entonces el pequeño Jacob, angustiado.
–Tardaré un minuto en entrar por la ventana para abrir el cerrojo –dijo Wade–. Puede llevarlo a mi cuarto de baño. Es la segunda puerta a la izquierda.
Mientras Geneva caminaba por la casa, descubría con alivio que parecía un sitio normal. Nada parecía testimoniar la vida lujuriosa de su propietario. Ni grandes espejos, ni sofás decadentes, nada que evidenciara que aquel sitio era un lugar de seducción. La decoración era muy masculina, con muebles de madera oscura y alfombras orientales. Y, para ser la casa de un hombre soltero, parecía muy limpia. Lo único que la sorprendió fue el flíper que había en el salón, una máquina como la que había en los salones recreativos.
Volvió al pasillo unos minutos después y se encontró a Wade apoyado en el quicio de la puerta.
–¿Ha puesto un cerrojo y una cadena?
Geneva apartó la mirada, ansiosa por poner la puerta y tres cerrojos entre ellos.
–Hay que ser precavido.
–Eso es verdad –dijo él, como ratificando que hacía bien en tener recelos. Al menos, no pretendía ser algo que no era–. Y eso nos devuelve al problema de cómo va a entrar y salir de su casa.
Wade tomó dos chocolatinas de un bol de cristal que había sobre la mesa del pasillo y le ofreció una al niño y otra a ella. Geneva negó con la cabeza y Wade se la dio a Jacob, que agradeció el gesto sentándose sobre su mocasín de ante para quitarle el papel. Geneva iba a decir que el niño aún no había cenado, pero decidió no hacerlo. Prefería no dar explicaciones.
–El encargado del club sabe mucho sobre pájaros. Le preguntaré si puede mover el nido a otro sitio más seguro –dijo Wade entonces, sacando una cartera de piel del bolsillo–. Por el momento, puede usar esta llave para entrar en casa.
–No, gracias. No hace falta –murmuró ella.
Era absurdo porque sí le hacía falta. Pero quería encontrar otra solución.
–No tendrá miedo de mí, ¿verdad?
Geneva estaba segura de que la oferta era sincera, que la hacía por el niño. O, al menos, eso esperaba. Pero no quería ofenderlo confesándole su miedo de que su reputación pudiera empañar la suya.
–Usted lleva una vida muy ajetreada –dijo por fin–. Y no me gustaría interrumpir sus… entretenimientos.
–Pues tiene suerte –sonrió él, ofreciéndole la llave de nuevo–. Solo organizo orgías una vez cada dos meses. Este es mi mes de descanso, así que me dedico a ver vídeos.
Geneva se quedó con la boca abierta.
–Lo dirá en broma, ¿no?
Wade frunció el ceño. No podía culparla por creer las cosas que contaban por ahí… él mismo había propagado esos rumores.
Con otras mujeres, se sentía aliviado al ver aquella expresión de susto. Su reputación lo ayudaba a mantenerlas a distancia. Cuando lo acompañaban a alguna fiesta, lo hacían a sabiendas de que él era un hombre de una sola noche. No le exigían nada y no esperaban nada. Si tenía suerte, y a menudo ocurría así, conseguía que compartieran con él sus encantos ocultos. Lo hacían libremente, sin esperar nada. Y a Wade le gustaba eso.
Pero aquel mismo recelo oscureciendo las facciones de Geneva lo molestaba. Algo le decía que era una reacción maternal… una reacción nacida de la preocupación por su hijo más que por sí misma.
Por primera vez en muchos años, Wade se encontró a sí mismo deseando romper la imagen que tan cuidadosamente había creado. Pero no podía hacer eso, no podía exponer su verdadera personalidad, especialmente frente a una mujer como Geneva. No quería mostrarle la personalidad que mantenía oculta porque, si bajaba la guardia, podría desear lo que se había negado a sí mismo desde…
Wade apretó los dientes. No tenía sentido recordar el pasado o pensar en la posibilidad de que pudiera repetirse en el futuro.
–No soy tan malo como usted cree –suspiró por fin–. Incluso voy a la iglesia de vez en cuando.
Geneva sonrió entonces.
–¿De verdad? A Jacob y a mí nos encantaría ir a la iglesia el domingo –dijo, sacando un pañuelo del bolsillo para limpiarle las manos al niño–. Quizá pueda presentarnos a sus amigos.
Wade se sintió como un tigre acorralado por un chihuahua. Acorralado y asustado. Y un poco idiota por dejar que una mujer como ella desatara tales emociones. Primero, había despertado su libido, a pesar de ser el tipo de mujer que lo hacía salir corriendo. Después, gracias a la guirnalda que había colocado sobre la puerta, invadía su privacidad. Y, además de eso, intentaba meterse en su vida.
Sería mejor hacer algo inmediatamente, antes de que sus hormonas y su corazón ganaran la batalla a su cabeza.
Dándole a Jacob una palmadita en el trasero para que entrase en el apartamento, Geneva sonrió de nuevo, derritiendo años de cuidadosamente construida armadura.
–Nos veremos en la iglesia.
En ese momento, Wade supo lo que tenía que hacer.