Vaya, qué simpática –dijo Geneva cuando Cherise desapareció. Ni siquiera se molestó en disimular el sarcasmo–. Cuando la gente se entere de que voy al baile contigo, que no pienso ir por cierto, nunca podré conocer a un hombre decente.
Wade ignoró el insulto y, siguiendo su ejemplo, Geneva decidió ignorar el comentario de Cherise de que no tenía lo que hacía falta para satisfacer a un hombre como él.
Pero tampoco había sido capaz de satisfacer a Les, y esa era la excusa que usó su ex marido para gastarse los ahorros de años en viajes y regalos para su amante. Geneva tuvo que hacer un esfuerzo para contener la ola de angustia y culpabilidad que amenazaba con destrozar la poca autoestima que le quedaba.
–Vamos, no pasa nada –dijo Wade, pasándole un brazo por los hombros, en un gesto destinado a consolarla, pero que solo consiguió hacer que sintiera un escalofrío–. Que te vean conmigo en el baile, incluso que salga tu fotografía en el periódico, servirá para que un montón de hombres quieran salir contigo.
–Ese es el problema –protestó Geneva, intentando apartarse para que nadie los viera en aquella comprometida situación. Pero Wade no se lo permitió, atrayéndola hacia él hasta que pudo sentir su aliento en la cara–. Los hombres que estén interesados en mí después de verme contigo son exactamente los hombres a los que yo quiero evitar. Espero que no te ofendas.
–Claro que no –dijo él. Pero Geneva vio que sus ojos se habían oscurecido–. Tengo una idea. Tu vas conmigo al baile y yo te compenso por estropear tu cita con Ellis.
–No, gracias.
–Me prometiste un favor.
–¡Eso es ridículo! No te debo nada. ¿O has olvidado el helado que le diste a mi hijo para que se lo tirase a Elvis, digo a Ellis?
Por Dios bendito. Ella misma llamaba Elvis al diácono. Estaba nerviosa… algo que ocurría a menudo cuando su casero estaba cerca.
–Yo no le dije que se lo tirase encima. Esa fue cosa suya –protestó Wade. Pero su expresión le decía que no sentía ningún remordimiento por lo que había pasado–. Tú me has pedido un favor como compensación por el incidente y te lo he hecho. Acabo de contratarte para que diseñes los nuevos uniformes de mis empleados.
–Pues será mejor que olvidemos el asunto.
Wade la soltó entonces y Geneva sintió que esa separación le dolía más que cuando Les la había dejado llevándose con él su dinero y sus sueños.
–De eso nada. Hicimos un trato y tenemos que cumplirlo. Cuando yo hago una promesa, la cumplo –insistió él, con la actitud de alguien que no piensa seguir discutiendo–. Irás conmigo al baile benéfico. Y para mostrarte mi gratitud, te presentaré a un médico que está soltero. Es un hombre muy respetable.
–¿Un médico?
La primera cita había sido un desastre porque había cometido el error de quedar con Ellis en territorio de Wade. Quizá no habría ido tan mal si hubiera quedado en territorio neutral. Considerando el calibre de la proposición, Geneva decidió que no sería sensato rechazarla.
–Pediatra –explicó Wade. El entusiasmo de Geneva debía reflejarse en su rostro porque él sonrió–. Nos veremos aquí el sábado. Él vendrá a comer después de jugar al golf.
Era tan tentador que no podía rehusar. Un hombre estimado en la comunidad, próspero en su negocio, como probaba que fuera socio del club de campo, y pediatra, además. ¿Qué más podía pedir?
Pero quizá estaba siendo frívola.
–¿Es guapo? –preguntó, empeorando aún más la situación.
–Es el Cary Grant de Kinnon Falls.
Si lo que Wade decía era cierto, Geneva saldría con el mismo demonio. Aunque, pensándolo bien, quizá el demonio era su casero.
Wade le guiñó un ojo y estrechó su mano como firmando el acuerdo.
Y la verdad era que no se había dado cuenta hasta aquel momento de que el diablo tenía unos ojos muy bonitos.
Después de limpiar una telaraña en la ventana del cuarto de su hijo, Geneva guardó la aspiradora en el armario del pasillo.
Cuando volvió a la habitación de Jacob, decorada con cenefas infantiles, suspiró satisfecha. Aquella sería la alegre habitación en la que su hijo se despertaría durante los próximos años. Y ella se había divertido haciendo la colcha y las pantallas de la lámpara con una tela a juego. Quizá para cuando empezase el colegio, habría ahorrado suficiente dinero como para dar la entrada de una casa. Para entonces, quizá Jacob no querría dibujitos en las paredes y empezaría a pensar en coches o en el fútbol.
Geneva miró la alfombra que había hecho mientras estaba embarazada, uno de los momentos más felices de su vida. Con un poco de suerte, volvería a quedarse embarazada, después de haberse casado, por supuesto, y llenaría su casa de hermanitos para Jacob. Mientas cerraba la ventana, no pudo evitar una sonrisa. Daría cualquier cosa por llenar aquella alfombra con media docena de niños. Quizá tendrían los ojos castaños como Jacob y ella. O quizá azules, o grises, dependiendo de cómo fueran los del padre.
De repente, la imagen de unos ojos verdes rodeados de espesas pestañas oscuras apareció en su mente. Una imagen que Geneva intentó hacer desaparecer como había hecho desaparecer la telaraña en la habitación de su hijo. El problema era que aquella imagen seguía grabada en su cerebro y era mucho más aterradora que cualquier araña.
Cuando se volvió, vio el coche de plástico con el que Jacob había estado jugando unos minutos antes. Seguramente estaría viendo los dibujos animados, pensó.
Pero cuando entró en el salón, comprobó que la televisión estaba apagada. Quizá habría ido a la cocina para comer un plátano. Geneva miró su reloj. Era raro. Jacob no se perdería los dibujos del Conejo de la Suerte por nada del mundo.
En la cocina tampoco estaba y tampoco en su dormitorio.
Geneva empezó a asustarse.
–Tiene que haberse escondido –dijo en voz alta, como para convencerse a sí misma–. ¿Jacob? Sal de donde estés para que te vea mamá.
Después de haber mirado de nuevo en todas las habitaciones, armarios e incluso en el cesto de la ropa sucia, su corazón se encogió. ¿Dónde podía estar? Jacob no solía desobedecerla nunca.
Geneva intentó recordar qué habían estado haciendo antes del episodio de la araña. El desayuno, los dibujos… ¡Sean! Su vecino estaba en el jardín y los había saludado al pasar.
Oh, no. ¿Podría haber salido Jacob por la ventana mientras ella estaba pasando la aspiradora? Vivían en un piso bajo y el niño podría haber saltado sin hacerse daño. Abriendo la ventana de golpe, Geneva vio a Sean en el carrito que le servía para cortar la hierba. Frente a él, el lago que separaba la casa del club de campo. A su izquierda, el puente que conectaba las dos propiedades. ¿Podría haberse…?
Geneva se sintió mareada y tuvo que hacer un esfuerzo para respirar con normalidad. Su corazón latía como si quisiera salirse de su pecho.
–¿Jacob? –lo llamó con la voz rota–. ¡Jacob!
Desgraciadamente, la voz no le salía de la garganta.
Salió corriendo del apartamento y llamó a Wade, esperando que él la ayudara a buscar al niño.
–Estoy aquí –dijo él, desde una de las habitaciones.
–¡Wade! –volvió a gritar ella, corriendo por el pasillo. Con las prisas, se golpeó una rodilla contra uno de los muebles, pero no dejó de correr.
–Aquí.
Geneva se sujetó la rodilla dolorida, intentando contener las lágrimas.
–Es Jacob. No sé dónde está. Dejé la ventana abierta… –empezó a decir, entrando en su habitación. Y se quedó helada.
Un alivio inmediato la recorrió al ver a Jacob tumbado en la cama al lado de Wade. Estaban muy relajados viendo los dibujos, con una caja vacía de cereales azucarados al lado. El niño tenía las piernas cruzadas, en la misma postura que Wade.
–Espera un momento. Esto es lo mejor –la interrumpió él, levantando una mano. Geneva los miró, incrédula, mientras soltaban una carcajada–. Ese conejo da unos saltos increíbles –dijo Wade, apoyándose en un codo para mirar al niño–. ¡Piong! –exclamó, haciendo un gesto con la mano que a Jacob le pareció hilarante.
–¡Piong! –gritó el niño.
–¡He estado buscándote por toda la casa, Jacob! –exclamó Geneva, tomando a su hijo en brazos como si hubieran estado separados durante siglos–. Por favor, no vuelvas a marcharte sin pedirme permiso. Podrías haberte hecho daño y yo no habría sabido dónde encontrarte.
Jacob intentó apartarse, pero su madre no se lo permitió. El miedo la obligaba a abrazarlo como si fuera lo último que haría en su vida. Cuando el niño consiguió escurrirse, Geneva miró a su mentor, que estaba apretando el botón del mando para bajar el volumen del televisor.
–¿Qué ha pasado?
–He estado buscando a mi hijo –empezó a decir ella. En ese momento, no pudo contener las lágrimas, que tuvo que secarse con la mano–. Pensé que había salido al jardín y se había caído al… –añadió, señalando hacia el lago con expresión aterrorizada.
–Mami, los dibujos –la interrumpió Jacob, poniéndole un dedo sobre la boca.
–Lo siento, Geneva –se disculpó Wade, tomando su mano–. Jacob me dijo que estabas trabajando y pensé que tú lo habías enviado a mi casa para quitártelo de encima un rato.
Ella negó con la cabeza.
–Yo nunca haría eso.
–¿Nunca intentas quitártelo de encima un rato o nunca me lo enviarías a mí?
Geneva se puso rígida. Las dos cosas, en realidad. Pero después de comprobar que el niño estaba bien, su corazón empezaba a latir con normalidad y veía las cosas con otra perspectiva.
–¡Mira, Wade! ¡Piong! –exclamó Jacob, señalando el televisor.
Estaba claro que le gustaba Wade. Su hijo no tenía ni idea de que la vida social de su casero no tenía nada que ver con la suya. Lo único que sabía era que jugaba con él y le daba helados y cereales azucarados a horas en las que no debía dárselos, algo que su padre nunca había hecho. No podía culparlo por querer a Wade. ¿Qué niño no lo querría, en sus circunstancias?
Y ella lo había insultado. Él solo había intentando ayudarla y ella lo insultaba. El brillo de sus ojos verdes había desaparecido y en su lugar veía… Geneva no estaba segura de lo que veía en ellos. ¿Decepción? ¿Remordimientos? ¿Quizá un poco de miedo?
–Quiero decir que nunca dejaría que otra persona se ocupara de mi hijo sin pedírselo antes.
Los ojos verdes del hombre se iluminaron, volviéndose de un verde que le recordaba al de la tela de una colcha que había empezado a bordar.
–Jacob puede venir todos los sábados a ver los dibujos conmigo –dijo él en voz baja, apartando un rizo de su frente–. Y tú también.
Su voz era ronca e invitadora. Contra su voluntad, Geneva se imaginó a sí misma tumbada en aquella cama, compartiendo cereales y risas con Wade y su hijo. Como una familia. Como la familia que había deseado formar con Les. Pero eso no era posible. Ni con su ex marido ni con Wade.
Intentando controlar sus pensamientos, Geneva recordó el asunto que la había llevado allí.
–La próxima vez que Jacob quiera ver los dibujos contigo, me gustaría saberlo. No quiero ni imaginar lo que podría haber pasado…
No terminó la frase. Jacob lo era todo para ella. Le escocían los ojos y estaba segura de que no iba a poder contener un sollozo. Uno de esos sollozos que la hacían sentirse completamente ridícula. La clase de sollozo que te ahoga y hace agujeros en el alma.
Geneva intentó respirar, intentó contener la emoción que la embargaba, pero el estrés de los últimos meses, con los papeles del divorcio, la mudanza a Kinnon Falls, el casero de cuestionable reputación, el golpe en la rodilla y el miedo de haber perdido a Jacob, destrozó el control que Geneva solía ejercer sobre sus emociones.
–No pasa nada –la consoló Wade, rodeándola con sus brazos.
Con la cabeza sobre su hombro, sintiendo el calor del pecho del hombre, Geneva dio rienda suelta a sus sollozos. Era como si se hubiera soltado un tapón y todas sus desilusiones y sus miedos salieran en cascada.
–Yo… –empezó a decir. Pero ni siquiera pudo terminar la frase.
Wade acarició su pelo y, automáticamente, Geneva enredó los brazos alrededor de su cuello, buscando consuelo.
–Puedes desahogarte –la animó él. La simpatía en su tono de voz provocó otra riada de lágrimas.
Unos minutos después, más tranquila, Geneva se percató de que Jacob estaba mirándola con preocupación desde el suelo.
–¿Tás bien, mami? –preguntó el niño.
Agotada, Geneva levantó la cabeza y se secó las lágrimas.
–Sí, cariño. No pasa nada.
Después de eso, Jacob se volvió para seguir viendo sus dibujos favoritos.
Wade se desabrochó un botón de la camisa y secó sus lágrimas con la tela de muselina beige.
Geneva respiró el aroma a colonia, a jabón y… a hombre. Bajo la camisa, una suave mata de vello oscuro cubría su pecho y bajaba hacia… un sitio en el que ella no debía pensar.
–Gracias. Ya estoy bien –murmuró, apartando la mirada. Pero no consiguió arrancar de su mente la visión de aquel torso masculino.
–Puede que engañes al niño –dijo Wade en voz baja–. Pero a mí no.
La estaba mirando a los ojos, como si leyera sus pensamientos. Aunque Geneva intentase ocultar la verdad, no podía. No estaba bien. Aún no. Intentaba esconder sus miedos bajo una fachada de competencia, cocinando, limpiando, cosiendo y siendo una madre perfecta, pero Wade había visto lo que había detrás.
Geneva levantó la barbilla, aparentando que aquello solo había sido un momento de debilidad. Pero Wade había visto el agujero que había en su corazón.
Sin decir nada, acercó su cara y ella no tuvo fuerza de voluntad para protestar. Aunque sabía lo que iba a pasar. Y sabía que, una vez que los labios del hombre rozaran los suyos, no podría apartarse.
La boca masculina era muy cálida y el beso parecía algo completamente natural. Geneva apoyó la cabeza sobre su hombro y Wade deslizó las manos por sus costados, rozando sus pechos con los dedos.
Ella ahogó un gemido, más sorprendida por el placer que eso le producía que por el descarado gesto.
Wade volvió a besarla, aquella vez más apasionadamente, dando más de lo que recibía. Era una nueva experiencia para Geneva… ser adorada con un simple roce. Pero en lugar de llenarla, la hacía desear más. Despertaba algo que había estado dormido durante mucho tiempo.
El deseo, físico y espiritual, que se despertó en ella la obligó a devolver un beso que la consumía. Le hubiera gustado tirarse sobre la cama y dejarse atrapar por el duro y bronceado cuerpo del hombre. Hubiera deseado quitarle la camisa y pasar los dedos por su torso, rozando el vello oscuro y los músculos tensos. Su cuerpo lo deseaba… gritaba por estar con él y dar rienda suelta a un olvidado deseo. Y su corazón deseaba que él la hiciera suya. Geneva miró los ojos verdes del hombre y, por un momento, vio una sombra de tristeza.
Cuando Wade se apartó, el frío del aire acondicionado aumentó un sentimiento de pérdida que la dejó sorprendida.
–Lo siento –murmuró él, levantándose de la cama–. No volverá a pasar.
Parecía intentar convencerse a sí mismo tanto como a ella.
Geneva se pasó la mano por el pelo, observando a su hijo, que seguía mirando los dibujos. No entendía cómo había podido comportarse de esa forma. Con Wade, en su cama, con Jacob delante… ¿Qué pensaría la gente si su hijo comentara inocentemente que su mamá había estado besando a Wade Matteo en la cama?
Wade se acercó al armario y sacó una camisa y un par de pantalones. No sabía qué lo había poseído para besar a Geneva de esa forma. Su sentido de la supervivencia hacía que se mantuviera alejado de ella, pero algo más fuerte lo había obligado a consolarla y a besar aquellos labios que lo habían tentado desde el primer día. Desgraciadamente, ese beso no consiguió saciar el deseo que sentía por ella. Todo lo contrario, era un acicate, quería más, quería saborear los placeres que ella guardaba escondidos.
¿Pero qué podría darle a cambio? Mucho menos de lo que ella quería. Y se merecía. Sería mucho mejor para los dos si no volvía a ocurrir. Y, para eso, lo mejor era alejarse de ella.
Wade soltó la camisa y el pantalón sobre la cama con gesto brusco. No quería hacerle daño, pero tampoco podía engañarla. Él deseaba permanecer soltero y no quería romper su corazón permitiendo que Geneva se hiciera ilusiones.
–Si quieres conocer al pediatra… –empezó a decir, sin mirarla–, será mejor que vayamos al club. Antes de que alguno de los dos haga algo de lo que podamos arrepentirnos.
Con un poco de suerte, quizá el pediatra podría darle lo que Geneva buscaba.
El hombre que debía parecerse a Cary Grant se parecía más a Henry Kissinger. No era feo, pero tampoco era tan atractivo como Geneva había imaginado.
–Encantado de conocerla –sonrió el hombre, colocándose las gafas sobre la nariz después de estrechar su mano–. ¿Quiere sentarse?
Ella aceptó la invitación y se sentó a su lado después de colocar a Jacob en una silla. Wade se sentó frente a ellos.
–El doctor Grant trabaja en el hospital de la avenida Derwent.
–¿El doctor Grant? –repitió Geneva, sorprendida–. ¿No se llamará Cary de nombre?
–Carrington, en realidad. Pero todo el mundo me llama Cary.
Geneva hizo una mueca. No le gustaba nada que su casero le tomase el pelo. Antes de que pudiera decir nada, apareció una camarera y Wade pidió cuatro coca-colas.
–No me gusta que Jacob tome coca-cola –protestó ella–. La cafeína hace que no pueda dormir.
–¿Y qué más da? Hoy es sábado.
Geneva se volvió hacia el pediatra, esperando que le diera la razón. Pero el hombre se encogió de hombros.
–En realidad, no pasa nada porque tome un refresco de vez en cuando.
Wade se echó hacia atrás en la silla. La camiseta se pegaba a sus pectorales y tuvo que sonreír al darse cuenta de que ella se fijaba en el detalle.
–¿Por qué no le enseñas la rodilla al doctor Grant? A lo mejor, él puede decirte qué debes tomar para bajar la hinchazón.
–¿Qué le pasa a su rodilla? Ya he notado que cojeaba.
Estupendo. El doctor Grant iba a pensar que quería consejo médico gratuito.
–No es nada. Solo me he dado un golpe.
Afortunadamente, Wade no siguió con el tema.
Si quería tener una oportunidad con aquel hombre, o con cualquier hombre de Kinnon Falls, lo mejor sería apartarse de Wade Matteo, pensó Geneva. Inmediatamente.
–¿No tenías que hacer algo en el campo de golf?
Wade sonrió, pero se quedó donde estaba.
El canalla.
–No. Mis empleados se encargan de todo. Y es estupendo, porque así tengo más tiempo para divertirme.
Geneva no quería ni pensar en qué consistirían las diversiones de Wade Matteo.
La camarera llevó los refrescos y Jacob casi había acabado con el suyo cuando ella le quitó el vaso.
–Me duele el estómago –protestó el niño.
–Pues entonces, deja de dar saltos en la silla.
Su hijo miró a Wade, como si compartieran un secreto.
Si había querido impresionar al pediatra, la posibilidad había desaparecido. Además, había querido darle una buena impresión a Ellis Tackett y no le había servido de nada. Quizá sería mejor dedicarse a conocerlo a él. Siendo pediatra, suponía que le gustaban los niños, pero se sentiría mejor si supiera que le gustaba su hijo en particular.
–Jacob, ¿por qué no le cuentas al doctor Grant lo que hiciste ayer en la guardería?
El niño se puso de rodillas en la silla para poder ver al hombre que tenía enfrente. Pero cuando abrió la boca para decir algo, un eructo descomunal escapó de su garganta.
–¡Jacob!
El niño se puso la mano en el estómago.
–Ya no me duele.
Afortunadamente, el doctor Grant no parecía molesto. Quizá había visto cosas peores.
El que no escondió la risa fue Wade. Como siempre.
–Yo diría que ha sido de un siete en la escala Richter.
–¿Seguro que no tienes nada que hacer?
Él sonrió.
–Soy libre como un pájaro.
E igual de inconveniente. Incluso más que los herrerillos que llevaban una semana interfiriendo en su vida.
–Ya –murmuró Geneva.
Wade se inclinó para terminar su refresco.
–Bueno, es imposible que os conozcáis con tanta gente mirando. ¿Por qué no dejas que cuide de Jacob mientras el doctor Grant y tú cenáis juntos tranquilamente?
Geneva se puso las manos sobre el regazo, deseando que se la tragase la tierra. Wade estaba prácticamente obligando al pobre hombre a que la invitara a cenar.
–Yo diría que es muy presuntuoso por tu parte –murmuró, entre dientes.
–La verdad es que me gustaría –dijo entonces el doctor Grant.
–¿Lo ves? –sonrió Wade–. Todo va perfectamente. Ahora lo único que tienes que hacer es preparar tu famoso pollo con arroz y…
–Lo haría, pero la mesa de la cocina está llena de cosas.
No sería difícil quitarlas, pero ellos no tenían por qué saber eso. No pensaba invitar al doctor Grant a su casa y arriesgarse a que se repitiera el fiasco del diácono.
–No pasa nada –dijo el pediatra–. Si le gusta la carne, conozco un restaurante estupendo al otro lado de la ciudad. En Cassidy hay música en directo.
–Suena bien.
Wade se pasó la mano por la barbilla, dubitativo.
–A mí no me parece tan buena idea. Ese sitio es…
–Donde vamos a ir a cenar –lo interrumpió Geneva.
–Estupendo –dijo el doctor Grant, dándole su tarjeta–. El próximo fin de semana estaré fuera porque tengo que acudir a una reunión, pero quizá podríamos vernos cuando vuelva. Llámeme cuando quiera.
–Muy bien –sonrió Geneva, guardando la tarjeta en el bolso.
Pero la expresión del rostro de Wade le decía que aquello no le hacía ni pizca de gracia.