Capítulo 5

 

Después de arrastrar la tumbona hasta colocarla bajo la ventana del dormitorio de Jacob, Geneva se dejó caer en ella y miró una estrella solitaria en el cielo. El niño llevaba una hora durmiendo y no se despertaría hasta el día siguiente, pero quería estar cerca por si acaso.

Con los ojos cerrados, se preguntó por enésima vez si podría darle sentido a lo que había ocurrido aquel día. La preocupaba haber reaccionado como lo había hecho cuando Wade la besó. Todo había empezado de una forma natural, él le estaba ofreciendo consuelo… Y, mirándolo con tranquilidad, era normal que el beso la hubiera afectado de tal forma. Después de todo, Wade era un notorio casanova. Pero la había sorprendido ver un brillo de emoción en sus ojos. Sin ninguna duda, se había sentido tan afectado como ella. Pero la brusquedad que siguió a aquel beso hizo que se preguntara si Wade habría pensado que era ella quien había dado pie… una idea radícula, desde luego, pero él actuaba como si estuviera enfadado. Y parecía estar deseando emparejarla con el pediatra.

Una música de guitarra flotaba en el aire, sobre el ruido de los grillos y las ranas, y la hermosa voz de una soprano emergió en el aire nocturno. Volviéndose hacia la dirección desde donde llegaba la voz, Geneva vio una pequeña multitud en el jardín del club de campo. Cada persona llevaba una vela en la mano y los acordes de la Marcha Nupcial empezaron a sonar.

Linternas japonesas iluminaban a la pareja que estaba a punto de casarse. Cuando Geneva vio a la novia, un sentimiento de tristeza la envolvió al ver el precioso vestido blanco, imaginando que era ella la que miraba embelesada al hombre que había a su lado.

Levantando los ojos al cielo en una silenciosa plegaria, pidió de nuevo que su deseo se hiciera realidad. Entonces, viendo de nuevo la estrella solitaria, pidió que el hombre de sus sueños apareciera en su vida. ¿Podría ser el doctor Grant el que, algún día, estaría a su lado? Si no él, quizá…

–Sabía que te encontraría aquí –dijo Wade, sentándose en una silla, a su lado–. Seguro que estabas soñando con el príncipe encantado que, algún día, te llevará al altar.

Geneva hizo una mueca.

–No todas las mujeres sueñan con eso.

–Quizá no, sobre todo las mujeres que a mí me gustan, pero seguro que tú sí –insistió él–. Seguro que estabas pensando que te gustaría una boda de noche, con la luz de la luna bañando tu piel y un velo de oscuridad escondiendo la expresión horrorizada en la cara del novio.

Geneva se volvió para mirarlo e inmediatamente deseó no haberlo hecho. Las lamparitas, cuya luz se reflejaba en el agua, iluminaban sus facciones; la nariz recta, las cejas oscuras, los pómulos altos… y escondían el verde de sus ojos. Por la noche, parecía más guapo, más tentador y más peligroso que nunca.

–Ya estás generalizando sobre los hombres solo porque tú tienes un miedo irracional al compromiso.

–No hay nada irracional en mi deseo de permanecer soltero. Y lo del compromiso no tiene nada que ver con mi decisión.

Geneva estaba a punto de preguntarle qué había querido decir, cuando Wade le dio un papel.

–Una cliente. Ha contratado el salón de banquetes para el mes que viene. Nadie en Kinnon Falls puede hacer tantos vestidos de ceremonia en tan poco tiempo, así que le he hablado de ti.

–Gracias –murmuró Geneva, intentando controlar su deseo de salir corriendo para llamar a la mujer por teléfono. Habría tiempo para eso al día siguiente.

–No tienes que llamarla ahora mismo –dijo Wade, como si hubiera leído sus pensamientos–. Siéntate y disfruta de tu fantasía.

Por un momento, Geneva pensó que él sería tan arrogante como para imaginarse a sí mismo como protagonista de la fantasía.

–Para tu información, yo quiero casarme por la tarde. Mi futuro marido y yo entraremos en ese matrimonio a la luz del día, con los ojos bien abiertos.

Al contrario que en su primer matrimonio, en el que había visto a su marido como quería verlo, más que como lo que era en realidad.

–Qué interesante. En mi opinión, el matrimonio es una oportunidad para descubrir cosas. Un tiempo para aprender cosas del otro que uno no sabía.

–Es posible –asintió Geneva–. Pero a veces esos descubrimientos pueden ser desagradables y amenazar la relación. Prefiero conocer bien al hombre con el que vaya a unir mi vida antes de dar ese paso.

–¿Separación de bienes? No sabía que fueras tan cínica.

–No me refería a eso. Me refería a ser completamente sinceros el uno con el otro.

Wade volvió la cara, pero Geneva tuvo tiempo de ver un brillo de furia en sus ojos. Después, se levantó y empezó a pasear por el patio, mirando hacia el apartamento de su hermano.

–A veces hay cosas que no se pueden contar cuando estás a punto de casarte… cosas que no se saben hasta que nacen los hijos. Y entonces es demasiado tarde –dijo entonces Wade–. Y la vida de la gente cambia para siempre.

Después de eso hubo un largo silencio. Había muchas cosas en Wade Matteo que Geneva no entendía, sobre todo su opinión sobre la fidelidad y el matrimonio. Fuera lo que fuera que había causado esa opinión, parecía estar firmemente anclada en una experiencia del pasado y ella no tenía intención de preguntar. Pero había otra cuestión, una que interesaba a los dos y que debía ser aclarada.

–Sobre lo de esta mañana…

–Mira, si te refieres a la coca-cola, ya te he pedido disculpas –la interrumpió él–. No sabía que a Jacob le quitaría el sueño.

–No es eso –dijo Geneva. Su tono hizo que el hombre se irguiera, como si estuviera ante un pelotón de fusilamiento–. Es sobre lo que pasó entre nosotros. Entre tú y yo.

–Ah, eso –dijo Wade, con una sonrisa–. No me digas que tu padre está apuntándome con una escopeta.

Geneva se levantó de la tumbona de un salto, haciendo una mueca de dolor cuando su rodilla protestó por el esfuerzo.

–Eso es exactamente lo que quiero aclarar. Después de que me besaras, actuaste como… como si hubiera sido culpa mía.

Como si ella quisiera mantener una relación con él. Lo absurdo de esa idea hizo que pusiera los brazos en jarras, en una postura defensiva.

Wade sonrió y ella tuvo que apartar la mirada.

–No es la primera vez que me pasa.

–Eres un arrogante y un…

–Presuntuoso.

–Un narcisista y…

–No olvides decir que soy adorable y encantador.

–¡Tú me besaste!

–Si es eso lo que quieres contarle a tus amigos, yo no te diré nada.

Geneva decidió que debía calmarse un poco para poder mantener aquella absurda discusión.

–Me besaste y te gustó.

Que lo negase. Que se atreviera a negarlo.

Wade se acercó de una zancada. Geneva intentó dar un paso atrás, pero la tumbona se lo impedía.

–Aunque a ti te gustaría pensar otra cosa, solo intentaba consolar a una amiga que estaba triste –dijo él en voz baja, mirándola a los ojos–. Siento mucho decepcionarte, pero eso fue todo.

Sin prestar atención al comentario, Geneva golpeó su pecho con el dedo.

–Te gustó.

Mala idea. Wade tomó su mano y la sujetó sobre su corazón. Geneva podía sentir los latidos bajo sus dedos.

–Creer en cuentos de hadas hace que tengas esas ridículas ideas románticas. Te sugiero que espabiles y veas las cosas como son.

–Sí creo en cuentos de hadas, pero eso no tiene nada que ver con lo que pasó entre nosotros esta mañana –declaró ella, intentando olvidar el escalofrío que le producía la mano del hombre–. Pero creo que es mejor hablar del asunto para que no vuelva a pasar.

–Las cosas no son lo que parecen –insistió él–. Estás equivocada.

–Sé lo que vi.

Y sabía lo que había sentido, pero no pensaba admitirlo. No delante de él. Tan cerca.

–¿Quieres una prueba? ¿Quieres que te muestre que lo que has creído ver no era más que tu imaginación? –preguntó Wade.

Sin esperar respuesta, empujó suavemente la cabeza femenina hacia la suya. Sabía que debía estar loco para aventurarse de nuevo en territorio tan peligroso, pero tenía que probar algo… tanto a ella como a él mismo.

En cuanto sus labios se rozaron, Wade supo que había cometido un tremendo error. Geneva abrió la boca y él se aprovechó de su momentáneo consentimiento, buscando la cámara prohibida para saborear su dulzura de nuevo. Un suspiro escapó de la boca femenina y él se lo robó. Estaba perdido en ella, perdido en un sueño que nunca sería suyo. Y ese conocimiento lastimaba su alma, creando una angustia que nunca antes había sentido.

No debía ser así. No debía gustarle tanto estar con la única mujer en el mundo que podía hacerle daño. Estar con una mujer cuyo frágil corazón él rompería con su incapacidad para darle lo que necesitaba.

Debería parar… parar antes de que uno de los dos cayera en el negro abismo que los esperaba si daban un paso en falso.

Cuando por fin Wade se apartó, vio que los ojos de Geneva se habían oscurecido… Y rápidamente se dio la vuelta, para que no viera aquella oscuridad reflejada en los suyos.

Pero era demasiado tarde.

–Yo tenía razón –dijo Geneva en voz baja–. Tú quieres vivir el cuento de hadas tanto como yo.

Wade dio un paso atrás, como si lo hubieran golpeado.

–¡No! –exclamó, volviéndose para que no viera la mentira que le había estado contando a todo el mundo, incluso a sí mismo, durante años. Mirando a la pareja que estaba casándose al otro lado del lago, hizo un gesto con la mano–. Si quisiera eso, estaría al lado de la novia ahora mismo.

Geneva se acercó y apoyó los codos en la barandilla. Demasiado cerca. Aun así, Wade no se apartó.

–¿Qué pasó?

–No vas a dejar el tema, ¿verdad? –suspiró él.

Su silencio le dijo que lo mejor sería contárselo. Quizá de ese modo la asustaría, le haría entender por qué sus deseos iban por caminos completamente opuestos.

–Quería que mis besos significaran algo. Así que rompí con ella.

Geneva lo miró, pero Wade usaba la oscuridad como una máscara. Quizá había sido una ingenua, pensando que podrían poner las cartas sobre la mesa, examinar la atracción que sentían el uno por el otro y encontrar una forma de matar la tentación antes de que creciera más. Obviamente, él no era sincero consigo mismo, pero no iba a admitirlo.

–Ese discurso tuyo de que no te interesan los sentimientos ni las relaciones es tan falso como cuando mi marido me dijo que quería tener hijos.

Geneva se pasó una mano por el pelo, recordando sin querer lo que había sentido cuando Wade había hecho ese mismo gesto unos minutos antes.

–Crees que estoy mintiendo porque no te digo lo que quieres oír –dijo entonces él, poniendo una mano sobre su hombro–. Pues deja que te cuente un secreto, cariño.

Geneva no se habría sorprendido si la marca de sus dedos hubiera quedado impresa en su cuerpo, pero la expresión de Wade era tan firme que no se atrevió a moverse.

–La mayoría de los hombres aparentan ser lo que las mujeres quieren que sean. Te estoy haciendo un favor diciendo claramente que yo no soy lo que tú esperas –siguió él–. No puedo amarte como tú necesitas que te amen –añadió, en voz baja.

¿Amar? ¿Quién había dicho nada sobre amar?

–Yo nunca he dicho…

–Y ya que estás prestando atención, permite que te dé un consejo. Debes saber exactamente lo que quieres para que no vuelvan a engañarte. Y para separar el grano de la paja, sugiero que hagas una lista de exigencias y compruebes que ese hombre es todo lo que tú quieres, en lugar de aceptar su palabra, como hiciste con tu ex marido.

Después de decir eso, Wade le dio un fugaz beso en los labios.

–Sería una pena que perdieras el tiempo con un hombre que no es para ti.

 

 

Geneva apartó el plato de papel y anotó algo más en su lista. Wade tenía razón. Tenía que buscar exactamente lo que necesitaba para no volver a equivocarse. Si quería tener hijos como para formar un equipo de fútbol, no había tiempo que perder.

–¿Más ensalada? –preguntó Sean.

–Si como más, explotaré.

Jacob empezó a dar saltos en el banco, haciendo los efectos especiales de una explosión.

–Gracias por la merienda –le dijo a su joven vecino–. Has hecho una ensalada de patata deliciosa.

–¡Y perritos calientes! –gritó Jacob.

Sean la señaló con el dedo mientras se levantaba de la mesa.

–He tenido una buena maestra.

Geneva estaba tan orgullosa de él como si fuera su hermano pequeño. Su deseo de aprender lo llevaría lejos en la vida. Pero cuando intentó ayudarlo a quitar la mesa, él se lo impidió.

–Eres mi invitada. No te muevas –ordenó el joven con una sonrisa–. Además, necesito aprender a hacer las cosas por mí mismo.

Geneva sonrió. Sus fraternales críticas por el estado de su apartamento empezaban a dar resultado. Orgulloso, Sean había aprendido de las críticas y estaba dispuesto a rectificar. Había pasado menos de una semana, pero su apartamento parecía otro. Además, era demasiado orgulloso como para permitir que su condición física lo limitara. Aunque necesitase ayuda para pelar patatas.

Eso era algo que Sean y Geneva tenían en común. Que su vida no hubiera ido en la dirección que ella esperaba no significaba que tuviera que aceptarlo. Debía disfrutar de lo que tenía y olvidarse de lo que no estaba a la altura de sus deseos. Como Wade Matteo. Después de todo, él mismo le había dicho que no perdiera el tiempo con alguien que no era para ella.

Y lo primero que debía hacer era cancelar la cita para ir al baile benéfico.

Después de limpiar la mesa, Sean se dirigió hacia el borde del lago, donde había instalado una tumbona, y se colocó unos auriculares para escuchar música.

Relajarse bajo el sol un domingo por la tarde parecía una buena idea, así que Geneva entró en la casa para buscar una manta. Cuando volvió, la extendió bajo un roble en la que Jacob se quedó dormido casi inmediatamente. Geneva acababa de tumbarse a su lado cuando el ruido de unas ruedas en la gravilla del camino le dijo que Wade estaba en casa.

Un momento después, se dirigía hacia ella ataviado con unos pantalones grises que realzaban la fortaleza de sus piernas.

Si quería concentrarse en su objetivo, lo sensato sería eliminar aquella distracción en su vida, pensó Geneva. Y la ayudaría mucho estar de pie en lugar de tumbada, decidió levantándose de un salto y acercándose a la mesa para no despertar al niño.

–No tenías que levantarte –dijo Wade, con una sonrisa traviesa–. Me habría encantado tumbarme contigo en la manta.

–Para alguien que insiste en mantener las distancias, envías mensajes muy contradictorios.

–Distancia emocional –corrigió él–. Nunca he dicho nada sobre distancia física.

Geneva recordó entonces uno de sus comentarios, que «no podría amarla como ella necesitaba». Tenía razón. Ella necesitaba no solo amor físico, algo que Wade podría darle más que de sobra, sino un alma gemela, un hombre que quisiera lo mismo que ella de la vida.

Wade se sentó a su lado en el banco. Su proximidad hacía que le resultase difícil respirar. ¿Qué había estado a punto de decir?

Ah, sí. Lo del baile benéfico.

–Sobre el baile… –contra su voluntad, Geneva clavó la mirada en su barbilla, en su poderoso cuello y en la sombra de barba, evidencia de un afeitado a primera hora de la mañana que estaba perdiendo la batalla.

–De eso era de lo que yo quería hablarte. No tienes que comprar un vestido nuevo. Si tienes uno negro, servirá.

–Ese no es el problema.

–¿Es que hay un problema?

Wade parecía sorprendido.

Geneva se apartó todo lo que le era posible y empezó a jugar con la cadenita de oro que colgaba de su cuello.

–Creo que no voy a asistir al baile. Me sigue doliendo la rodilla y no creo que pueda bailar. Deberías llamar a otra persona antes de que sea demasiado tarde.

–No –dijo él. La firmeza del monosílabo no daba lugar a discusión–. El sábado te encontrarás mejor. Si no, no bailaremos. O solo bailaremos canciones lentas.

Eso sería aún peor. Estar tan cerca de él, sintiendo sus brazos musculosos y la dureza del torso masculino apretado contra su pecho solo la incitaría a olvidar sus planes de boda con un candidato adecuado para convertirse en padre a Jacob.

–Wade, tú mismo dijiste que no debería perder el tiempo con alguien que no es para mí. ¿No recuerdas lo que hablamos anoche? Soy como esa novia que quería que tus besos significaran algo.

Él la miró, con los dientes apretados.

–Tú no eres como ella. Tú eres independiente y ella no. Tú eres…

Geneva golpeó la mesa con la mano.

–Sabes de qué estoy hablando –dijo entonces. Después se calló, preguntándose de qué valía discutir con él. No necesitaba su aprobación para decirle que no pensaba ir al baile, sin más–. ¿Por qué me haces esto… por qué te lo haces a ti mismo?

Wade sacudió la cabeza, pero no apartó la mirada.

–No lo sé –murmuró, con una confusión evidente en sus ojos verdes. Entonces, como si acabara de tomar una decisión, se inclinó hacia ella–. Pero sé que me gusta mucho estar a tu lado.

Desgraciadamente, a ella le pasaba lo mismo.

Sin decir nada más, Wade la tomó por la cintura y, tontamente, Geneva no se resistió, ni siquiera cuando él inclinó la cabeza para besarla. Como una nutria entrando en el mar, lo dejó hacer mientras tomaba su boca y acariciaba su corazón.

Cuando la soltó, Geneva solo pudo mirarlo, atónita. Pasaron unos segundos hasta que Wade rompió el hechizo acariciando sus labios. Fue entonces cuando ella volvió a la realidad. ¿Por qué tenía Wade Matteo tanto poder sobre ella?

Un pájaro voló sobre sus cabezas, con un insecto en el pico. Observándolo volver al nido, Geneva decidió que debía romper aquel ciclo de besos frustrantes. Aquella mañana le había costado levantarse para ir a misa, después de pasar la noche recordando cada detalle del día anterior. Y la torturaban las visiones de dónde podrían haberla llevado aquellos besos.

–Yo quiero un hombre… –empezó a decir. Pero le dolía el pecho con un deseo que él había encendido y que nunca podría saciar– un hombre con el que hacer un nido. Un hombre que quiera tener hijos.

–A mí no me mires –dijo Wade, apartándose.

–¿Y quién ha dicho que estuviera pensando en ti? Además, tú no cumples los requisitos.

No era cierto, pensó Geneva, recordando lo bien que se sentía en sus brazos, el consuelo que le había ofrecido cuando creyó haber perdido a Jacob…

–Me alegro. Tú tampoco cumples los míos –dijo él. Un golpe de viento movió el papel en el que Geneva había estado escribiendo y Wade lo sujetó con la mano–. ¿Qué es esto?

–Dámelo.

Geneva intentó quitárselo, pero él fue más rápido.

–¿Estás haciendo una lista de exigencias para encontrar marido?

–Dámelo. Es mío.

Después de leer la lista, Wade se volvió, perplejo.

–Tú no quieres un marido, quieres una máquina de hacer niños.

La mirada del hombre la mantenía inmóvil, como si la retara a contradecirlo. Segura de que él no entendería, Geneva permaneció en silencio durante unos segundos.

–Es lo que me dijiste que hiciera.

–En esta lista falta algo –dijo entonces Wade con suavidad–. Un hombre que adore a la madre de los niños y a quien la madre adore también. Alguien a quien pueda amar con todo su corazón. Un alma gemela.

Ella apartó la mirada. En otras circunstancias, eso sería lo ideal, pero la realidad era otra. Y si tenía que elegir, elegiría un hombre que fuera bueno para su hijo. Y que quisiera tener más. En cuanto a sus cualidades como marido, estaba dispuesta a aceptar a alguien que la respetase y se preocupara por ella.

–Eso es secundario –dijo por fin. Wade respondió con un gesto de incredulidad–. ¿Por qué estás tan seguro de que me equivoco?

–Si yo me casara algún día, que lo dudo, sería con una mujer de más de cuarenta años –murmuró él, tocando sin darse cuenta el alfiler que llevaba en la corbata. Entonces, como si eso le hubiera recordado su condición de soltero de oro, se estiró tranquilamente–. Me casaría con alguien que no quisiera tener hijos.

Eso significaba: «con cualquiera menos contigo». Aunque tampoco ella estaba interesada. A pesar de todo, le dolieron sus palabras. Levantándose del banco, Geneva empezó a pasear frente al hombre que sabía por instinto cómo meterse bajo su piel.

–Eso es ridículo. Tu corazón debería tener algo que decir. ¿Y si te sientes atraído por alguien que tenga menos de cuarenta años? No estoy hablando de mí, por supuesto.

–Por supuesto.

Wade se levantó. La estaba poniendo nerviosa y Geneva tenía tendencia a tartamudear cuando se ponía nerviosa.

–Alguien que haga que tu corazón… empiece a latir más deprisa –dijo, sin mirarlo y sin saber qué hacer con las manos. Entonces, para aparentar que mantenía cierto control sobre sus movimientos, se puso en jarras.

Wade la miró de arriba abajo con una expresión que no dejaba dudas sobre lo que estaba pensando.

–Yo me siento atraído por ti, pero no estoy interesado en casarme contigo. Y desde luego no quiero tener hijos. Así que, en este caso, mi cabeza pone el veto –dijo, dando una palmada–. Caso cerrado.

Después, apoyó una cadera en la mesa y se cruzó de brazos, esperando la réplica. La brisa movía los rizos castaños de Geneva y el dobladillo de su falda. Ella le había ofrecido una oportunidad perfecta para no llevarla al baile. Lo único que tenía que hacer era mostrarse preocupado por su rodilla y pasarlo estupendamente con una mujer que no estuviera interesada en tener hijos. Esa sería la solución perfecta. Y la más sensata.

Pero algo le decía que no lo hiciera. Si él fuera la clase de hombre que buscaba el camino más fácil, nunca se habría arriesgado a convertir la centenaria granja de sus abuelos en un club de campo. Pero había seguido su instinto, convencido de que no podría descansar si no lo intentaba. Tenía que tener éxito o comprobar por sí mismo que era una aventura imposible.

Afortunadamente para él, el club de campo había sido un éxito.

Pero en el caso de Geneva Jensen, sabía que tendría que soportar el fracaso antes de que pudiera apartarla de su mente.

–El sábado vendré a buscarte a las ocho –dijo con firmeza.

Después de eso, se alejó.