El restaurante que el doctor Grant había sugerido no era precisamente el elegante local que Geneva imaginaba. Y el vestido negro que había elegido para la ocasión estaba completamente fuera de lugar en aquel sitio.
Geneva recordó entonces que Wade había intentado disuadirla y recordó también su propia insistencia de que Cassidy era donde iban a ir a cenar. Antes de que Cary fuera a buscarla, Wade le había pedido que se llevara su móvil, «por si acaso». Ella lo había rechazado pero él, insistente como siempre, lo había metido en su bolsito de terciopelo.
Cary tomó dos cartas manchadas de grasa y le ofreció una. En Cassidy no servían filet mignon ni steak tartare. Allí los clientes, todos ataviados con vaqueros y camisetas, comían costillas y chuletas, mientras bailaban en la pista de baile la música country que tocaba una banda.
La camarera apareció entonces y recitó el menú del día: chuletas a la barbacoa, costillas asadas o pollo. Mientras esperaba que se decidieran se rascaba el estómago, que la diminuta camiseta no podía tapar.
Cary se mordió los labios, pensativo, y después la miró, sonriente.
–Tomaremos chuletas a la barbacoa.
–Muy bien –dijo la joven, quitándose el lápiz de la oreja–. Pero tendrá que esperar un rato. Tengo un montón de pedidos esta noche.
–Traiga una cerveza mientras espero. Estoy sediento.
Un momento después, la joven volvía con la cerveza y un vaso de agua para Geneva.
No pasaba nada, pensaba ella. El retraso les daría tiempo para conocerse mejor. Estaba claro que no les gustaba comer en los mismos sitios, pero eso no significaba que fueran incompatibles en otros aspectos. Quizá si le hablaba de los niños que trataba en su consulta, un tema que interesaba a ambos, podría conocerlo un poco… y decidir si debía volver a salir con el doctor Cary Grant. Siguiendo los consejos de Wade, Geneva decidió ser directa:
–Deben gustarle muchos los niños para haber elegido la rama de pediatría.
Él se encogió de hombros.
–Está bien si no te importa que te meen encima todos los días.
–Bueno, todos los trabajos tienen sus cosas. ¿Qué es lo que más te gusta del tuyo?
Cary sonrió y sus redondas mejillas empujaron las gafas hacia arriba.
–Que tengo los miércoles libres para jugar al golf.
Tenía que haberlo dicho de broma. O, al menos, eso deseaba Geneva.
* * *
Incapaz de estar quieto, Wade apagó la televisión y fue a la cocina para tomar un poco de helado. Geneva se había llevado a Jacob a casa de su madre durante el fin de semana, aunque a Wade le hubiera gustado cuidar de él. Al menos habría tenido alguna distracción, en lugar de estar pensando en su inquilina.
Geneva se había ido media hora antes, de modo que no había razón para preocuparse. El doctor Grant era una persona agradable, si uno no prestaba atención a ciertos hábitos irritantes… como que se riera demasiado alto con sus propias bromas o que, ocasionalmente, persistiera en tocar algún tema de conversación que los demás no querían tocar. No era peor que la falta de habilidad de Ellis Tackett para portarse de forma normal en circunstancias poco normales. O su poco sentido del humor.
En lugar de abrir la nevera, Wade sacó la agenda del bolsillo, buscó un número de teléfono y lo marcó.
–Cassidy –contestó una voz. Al otro lado del hilo podía escuchar música y ruido de voces.
Wade no sabía qué decir. ¿Pedir que lo pusieran con Geneva? Ella nunca lo perdonaría por interrumpir su cita.
–Cassidy –repitió la voz al otro lado–. ¿Dígame?
Wade apretó el auricular, como si fuera un salvavidas.
–Me gustaría saber si Geneva Jensen está en el restaurante.
–Espere un momento. Voy a preguntar.
–No, déjelo. No hace falta.
–¿Voy a buscarla o no?
–Solo dígame si hay una mujer morena en el restaurante. Con un hombre.
–Pues debe haber unas treinta.
–La mujer que estoy buscando es bajita, con el pelo rizado y muy guapa.
La voz al otro lado del hilo suspiró.
–Todas las mujeres que hay aquí son bajitas, comparadas conmigo, y la mayoría son morenas. En cuanto a si es guapa o no, le diré que cuanto más bebe un hombre, más guapa ve a una mujer. Y a juzgar por la cara de los tipos que hay aquí, todas les parecen guapísimas.
Habían bailado un par de canciones y Geneva estaba dispuesta a volver a la mesa, pero Cary quería seguir en la pista de baile. El ritmo de la música se hizo más lento entonces. Geneva señaló la mesa con la cabeza, pero él ignoró la sugerencia. Como si se conocieran de toda la vida, la rodeó con sus brazos y empezó a cantarle al oído:
Eres tan bonita
No te resistas, cariño
Deja que esta noche te muestre mi amor
No puedo evitarlo, me muero de ardor
Cary estaba intentando ser romántico. Su voz era pasable, pero aquella letra y la forma que tenía de abrazarla eran demasiado para una primera cita.
–Me gustaría sentarme.
–Espera que termine esta canción.
Sin darse cuenta de su incomodidad, Cary siguió abrazándola como si quisiera traspasarla. Y cantándole al oído.
Quiero abrazarte toda la noche
Vamos, nena, dime que sí
Alégrame la vida
Abrázame, bésame, apriétame
Geneva se puso colorada y no tenía nada que ver con los sentimientos románticos que debería despertar la canción. El día que lo conoció, una vocecita la había advertido de que el doctor Grant no era el hombre que buscaba. Y debería haberla escuchado. Pero ocurrió nada más verlo, antes de que Cary abriera la boca, y Geneva no había querido hacer caso, diciéndose a sí misma que no debía juzgarlo por su aspecto físico.
Pero también estaba enfadada con Wade por haberle presentado a aquel hombre. Aunque, en realidad, él no tenía la culpa. Después de todo, Cary era un hombre agradable. Si a uno le gustaba jugar al golf, claro. ¿Cómo podía saber Wade qué clase de hombre le gustaba?
–Quiero sentarme –dijo Geneva entonces con voz firme.
Cary parpadeó, como sorprendido por el tono.
–Tú sabes que quieres seguir bailando –dijo con voz un poco densa, pero no por el romanticismo de la escena si no más bien, sospechaba ella, por la cerveza–. Quieres mucho más. Lo sé por cómo estás bailando conmigo.
El cantante seguía con la canción y Cary se unió a él de nuevo:
¿Quieres darme un niño?
No me digas que no
No me digas que quizá
Apretando su cintura, Cary la atrajo hacia sí con fuerza, pegándola a su pecho. Si Geneva había tenido alguna duda sobre sus intenciones, el pediatra acababa de dejarlas muy claras.
–Tú quieres tener hijos –dijo, como si la conociera de toda la vida–. Y yo te quiero a ti. ¿A qué estamos esperando?
Después de eso, aplastó sus labios sobre los de Geneva.
Wade abrió la puerta del restaurante, esperando ver a Geneva pasándolo en grande. Bueno, quizá no en grande, pero pasándolo bien.
Solo comprobaría que estaba a gusto y después se daría la vuelta tranquilamente.
O quizá se sentaría en el coche a esperar que salieran del restaurante y comprobaría que llegaba a casa sana y salva.
Cuando estaba mirando entre las mesas, una mano lo agarró por la camisa. Wade vaciló un momento cuando esa mano intentó llevarlo hacia la pista de baile.
Era una morena con suficiente laca como para destrozar ella sola la capa de ozono. Y el vestido rojo que llevaba debía pertenecer a su hermana pequeña. La mujer deslizó la mano hacia su torso.
–Hola, cariño, ¿te apetece bailar?
Un movimiento en la pista de baile, no precisamente muy sincronizado, llamó su atención. Mirando por encima de la laca, Wade observó a una pareja que estaba como pegada con cola. La mujer intentaba apartarse empujando al hombre… Para su horror, era la pareja que Wade estaba buscando.
Cary no pareció darse cuenta de que Geneva apartaba la mano con intención de darle una bofetada. Se le había deshecho la coleta y el cuello del vestido estaba torcido hacia un lado.
Wade apartó a la morena y entró en la pista de baile justo cuando Geneva estaba dándole a Cary su merecido.
Era el turno de Wade.
–Cariño, no me has entendido –estaba diciendo el doctor Grant, sujetándose la mandíbula–. Lo único que intentaba hacer era mostrarte lo que siento por ti. Así.
A pesar de que la banda de música había empezado a tocar una canción rápida y las parejas se movían a su alrededor como poseídas, Cary tomó a Geneva por la cintura e intentó repetir la ofensa. Aunque era médico y, por lo tanto, un hombre ilustrado, estaba claro que Cary Grant no entendía la palabra «no». Geneva estaba clavándole un tacón en el zapato cuando alguien tiró de él hacia atrás.
Los ojos de Cary se salieron de las órbitas ante el inesperado ataque y estaba a punto de caer al suelo cuando unas manos fuertes y grandes tiraron de él hacia arriba.
En toda su vida, Geneva no había visto una expresión de furia como la que vio en el rostro de Wade. Con los dientes apretados, sujetaba la camisa de Cary, decidido a pulverizarlo.
El borracho pediatra se lo merecía, pero Geneva sintió lástima y, cuando Wade estaba a punto de golpearlo, sujetó su brazo.
–¡No lo hagas!
Wade había lanzado el brazo con fuerza y, al interponerse, Geneva acabó en el suelo. Mientras caía, vio cómo el puño de Wade golpeaba el rostro de Cary.
Un segundo después, su casero la ayudaba a levantarse.
La angustia que vio en el rostro del hombre le dijo que debía estar tan horrible por fuera como se sentía por dentro. Al comprobar el estado de su vestido, vio que el botón del corpiño estaba colgando de un hilo.
–Geneva –murmuró Wade. Y cuando abrió los brazos, Geneva se dejó caer en ellos.
Wade la miró por el rabillo del ojo mientras conducía. Un coche que se cruzó con ellos iluminó sus labios temblorosos. Considerando lo que había pasado, estaba aguantando muy bien las lágrimas.
–Lo siento –murmuró Wade, alargando la mano para tomar la suya–. Si hubiera sabido que Grant era así, nunca te lo habría presentado.
–No es culpa tuya –dijo ella, con voz ahogada–. No salí con muchos hombres antes de conocer a Les y las cosas han cambiado desde entonces.
Wade apretó su mano mientras entraban en la urbanización.
–Puede que las cosas hayan cambiado, pero sigue estando mal que un hombre intente aprovecharse de una mujer.
–Si no hubieras estado allí, no sé qué habría…
No pudo terminar la frase y una solitaria lágrima se deslizó por su mejilla. Casi estaban en casa, pero no podía dejarla sola en su apartamento y cerrar la puerta que los separaría física y espiritualmente. Geneva necesitaba estar con alguien… alguien que se preocupara por ella y la ayudara a olvidar los acontecimientos de aquella noche o, al menos, a ponerlos en perspectiva.
En lugar de tomar el camino que los llevaba a la casa, Wade giró a la izquierda y pasó por delante de la verja del club de campo.
–¿Qué haces, Wade? Vas a estropear la hierba.
Geneva tenía razón. La hierba seguía húmeda por la lluvia, pero un pequeño estropicio vegetal no era nada comparado con lo que ella había tenido que pasar.
–Eso se arregla rápidamente –sonrió él. Mucho más rápido que un corazón roto. Wade paró el coche frente a un viejo roble y sacó una manta del maletero–. He pensado que te gustaría sentarte un rato bajo las estrellas antes de volver a casa.
–No sé… –murmuró ella, mirando la manta con recelo.
–No pasa nada –le aseguró Wade–. La manta es para que no te manches el vestido. De pequeño, solía venir aquí cuando tenía algún problema.
Ella vaciló un momento, pero al final salió del coche. Wade colocó la manta sobre la hierba y esperó hasta que se sentara antes de hacerlo él.
Geneva lo miró durante unos segundos, preguntándose por qué la habría llevado allí. Cary había sido insensible y manipulador, pero Wade no era así. En el poco tiempo que se conocían, había descubierto que era un hombre sincero y bueno. Si quería seducir a una mujer, no tenía que mentir. Y estaba segura de que tenía demasiadas mujeres haciendo cola como para estar interesado en una chica como ella.
Wade tomó una hoja del suelo y empezó a jugar con ella mientras esperaba que el santuario al que la había llevado ejerciera su magia. Geneva no tardó mucho en tumbarse sobre la manta y quedarse mirando las estrellas, casi ocultas por el brillo de la luna.
–Siento mucho lo que ha pasado esta noche –repitió él–. No sabía que Cary fuera un canalla.
Se sentía culpable porque sabía que aquel hombre no era para ella. Pero tampoco había querido que le hiciera daño.
–No estoy enfadada contigo –dijo Geneva entonces–. Ni siquiera estoy enfadada porque fueras al restaurante. No sé qué habría pasado si no hubieras aparecido.
El estómago de Wade se contrajo al pensarlo. Habría sido culpa suya si hubiera pasado algo. Si hubiera tardado cinco minutos más…
Durante unos segundos, los dos se quedaron en silencio.
–Cuando era pequeño, solía mirar a los murciélagos cazando de noche.
Geneva miró al cielo y, unos segundos después, descubrió un grupo de murciélagos. Volaban como si se tratara de un ballet.
–¿Alguien más conoce este sitio?
–Eres la primera persona que traigo aquí –suspiró él–. Sean conoce el sitio, pero nunca ha venido por la noche.
Aunque no lo había dicho, Geneva sospechaba que esa era la razón por la que Wade iba allí… para estar completamente solo.
–Supongo que le resultaría difícil venir aquí con muletas.
Wade sacudió la cabeza.
–Durante los primeros diez años de su vida, mi hermano iba en silla de ruedas. Los médicos dijeron que nunca podría andar y mis padres lo creyeron.
Wade suspiró, recordando la frustración de aquellos años. Durante mucho tiempo, él había levantado a su hermano de la silla de ruedas, animándolo a estar de pie el mayor tiempo posible para que sus músculos se fortalecieran. Cuando el chico pudo estar de pie durante unos segundos, Wade se sintió seguro de que, algún día, sería capaz de andar. Afortunadamente, Sean y él eran igual de obstinados.
–Un verano se me metió en la cabeza que mi hermano iría andando hasta el autobús del colegio el otoño siguiente.
Geneva se volvió hacia él, sonriendo.
–Y funcionó.
–No del todo. Mi madre tenía miedo de que Sean se llevara un disgusto e intentó impedirlo.
–¿Por qué?
–La mayoría de los niños que nacen con el síndrome de Jouvert nunca consiguen andar. Los médicos lo pintaron todo muy negro, convenciendo a mis padres de que probablemente Sean no llegaría a la edad adulta. Mi hermano y yo estábamos decididos a probar que los médicos se equivocaban, pero tardamos un año más de lo que habíamos pensado.
Geneva hizo un rápido cálculo mental y descubrió que Sean debía haber dejado la silla de ruedas cuando Wade terminó la universidad. La imagen de Wade ayudando a su hermano a caminar todos los días no pegaba con la imagen de juerguista que todo el mundo tenía de él.
–No todo el mundo dedicaría su vida a ayudar a otra persona. Tu hermano tiene mucha suerte –dijo, poniendo una mano en su brazo.
Wade miró la mano, pero no se movió.
–Cuido de la gente que me importa.
Un irracional sentimiento de decepción la invadió cuando él ignoró aquel claro gesto de invitación.
–¿Por qué fuiste al restaurante, Wade? –preguntó Geneva entonces–. ¿Estabas buscándome?
Wade alargó la mano para acariciar su pelo. Cuando lo apartaba de su frente, la luz de la luna iluminó las facciones del hombre y Geneva vio el deseo en sus ojos, un deseo que era reflejo del suyo propio.
–Sí. Fui a buscarte porque me importas.
Geneva sabía que le había costado mucho decir aquello. Pasó un minuto hasta que el significado de aquella frase penetró en su cerebro y en su corazón. Geneva volvió la cabeza, con sus labios rozando la mano del hombre y su corazón rezando para que él le mostrara cuánto le importaba.
Wade se quedó helado, pero la vacilación fue momentánea. Un segundo después, Geneva estaba entre sus brazos. Era un momento perfecto. Si el cielo era eso, Wade juró hacer las paces con Dios para asegurarse de que pasaría la eternidad saboreando el placer que le proporcionaba abrazar a la mujer de sus sueños.
Ella se dejó caer sobre la manta, el cabello oscuro flotando a su alrededor. Su expresión suave, entregada.
–A mí también me importas –confesó.
Wade se inclinó para besarla y, cuando lo hacía, el botón que guardaba su modestia se desprendió, revelando una piel suave y blanca. Wade alargó la mano para cerrar el vestido, pero ella apretó aquella mano contra su corazón. En ese momento, Wade tuvo que admitir por primera vez que se alegraba de que las otras citas no hubieran salido bien. De hecho, había sabido desde el principio que ninguno de los dos hombres era para Geneva. Aunque aparentemente tenían las cualidades que ella buscaba, había sabido por intuición que no le gustarían. Pero seguía sintiéndose culpable por haberla metido en aquel aprieto con Cary.
–Siento mucho que Cary haya resultado ser un canalla –repitió.
–No es culpa tuya –dijo Geneva, levantando la cara.
Wade tomó el gesto como una invitación y volvió a besarla, aquella vez con tal sentimiento que los dos quedaron sin respiración. El corazón de Geneva latía con violencia y él intentó calmarlo poniendo la mano sobre su pecho. Ella respiraba agitadamente y la tela se apartó, descubriendo dos redondeados pechos cubiertos apenas por una pieza de encaje. Con una impaciencia que Wade no había conocido antes, abrió el cierre del sujetador, liberándolos para acariciarlos con manos ansiosas. Geneva era la mujer más hermosa que había visto nunca, la más dulce, la más encantadora y… su cuerpo respondía sin que pudiera evitarlo.
Ella había sentido la reacción masculina y tímidamente empezó a desabrochar su camisa. Una fresca brisa nocturna pasó entre los dos, haciendo que las suaves cumbres de sus pechos se endurecieran.
Wade se mareó al verlo, pero consiguió desabrochar los botones de su camisa. Después, levantó la falda de su vestido.
Agradeciendo que las nubes hubieran desaparecido, se bebió la imagen del cuerpo femenino iluminado por la luna. Los ojos de Geneva brillaban de deseo cuando él la cubrió con su cuerpo, explorando con las manos lo que antes había explorado con los ojos, empezando por los suaves pechos y acariciando después su vientre y… más abajo.
Geneva enredó los brazos alrededor de su cuello y Wade se dejó caer sobre ella, abrasándose al sentir bajo su piel el cuerpo femenino, semidesnudo.
Wade bajó la mano para quitarse el cinturón del pantalón, que podría arañarla, y cuando su mano rozó el abdomen femenino, le pareció notar una imperfección en la piel que torturaba sus sentidos. ¿Una cicatriz quizá? Moviéndose a un lado, con una pierna sobre los muslos femeninos, volvió a pasar la mano.
Geneva tiró de él, pidiéndole sin palabras que volviera a colocarse encima. Pero Wade necesitaba verla, verla toda. Quería disfrutar de todo su cuerpo, incluso de la cicatriz, que debía haber sido causada por una apendicitis o algo parecido.
Wade se apartó un poco para mirarla. Y entonces se quedó helado. Lo que había tocado no era una cicatriz. Su rostro debía mostrar alarma porque Geneva se incorporó un poco.
–¿Qué pasa?
–Tienes estrías.
Ella lo miró, confusa.
–Claro. Suele pasar cuando se ha tenido un hijo.
Y los hijos significaban compromiso, matrimonio. Y, sobre todo, riesgo.
Era un riesgo que no estaba dispuesto a asumir… no solo por él mismo sino por Geneva y la nueva vida que podría ser el resultado de su unión. No iba preparado y, aunque lo fuera, un poco de látex no era suficiente para asegurar que ella no quedaría embarazada después de su encuentro, por muy agradable que fuera. El riesgo era demasiado grande.
–No podemos hacerlo –murmuró, levantándose. Geneva lo miró, perpleja. Aunque Wade hubiera deseado abofetearse a sí mismo por lo que estaba haciendo, sabía que no podía dar marcha atrás. Sería mejor un desengaño que un problema mucho más grave en el futuro–. No merece la pena –dijo, con convicción.