SABER que la reina tenía problemas mentales sirvió para que Hannah no se tomara su hostilidad como algo personal. Aunque ni hablara en inglés ni le dedicara la menor atención, sus instintos maternales permanecían intactos. Y aunque llamaba a Qaswar con el nombre de su padre, lo sostenía en brazos con ternura y le susurraba dulces palabras.
La madre de Nura, Tadita, era su doncella personal y mantenía un ambiente calmado y apacible en el entorno de la reina. Esta solía protestar cuando era hora de llevarse a Qaswar, pero por lo demás, solía estar de buen humor y al día siguiente los recibía con entusiasmo.
Todo fue bien hasta el quinto día. Tadita había dejado a Qaswar en el cochecito y la reina se molestó al ver que Hannah iba a tomarlo en brazos.
–¿Por qué va así vestida la niñera? –preguntó a Tadita.
–Es la esposa del príncipe Akin, Alteza. ¿La recuerda? –Tadita sonrió a Hannah buscando su comprensión–. Es la madre de Qaswar.
–¿Quién es Qaswar? –preguntó la reina confundida–. ¿Y esa está casada con Akin? No. Odio a Akin. Quiero a Eijaz. ¿Por qué se lo lleva?
Tadita miró a Hannah mortificada.
–Qaswar es el hijo de Eijaz, Alteza –dijo Hannah en el tono más amable y tranquilizador que fue capaz–. Akin se casó conmigo para poder traer al hijo de Eijaz a su lado. Algún día reinará.
–Pero, ¿dónde está Eijaz? –de pronto los ojos de la reina se ensombrecieron–. Ah. Akin debería haber muerto. A él nunca lo quise. Solo quería a Eijaz.
Hannah estaba espantada, pero no lo manifestó. Incluso habría desestimado las palabras de la reina como producto de su demencia, pero la expresión de horror de Tadita sirvió como confirmación de su veracidad.
La doncella empezó a emitir susurros reconfortantes, como si hubiera sido testigo de escenas como aquella a menudo.
Hannah se marchó, pero apenas podía respirar. Pequeños detalles que había pasado por alto, de pronto adquirieron importancia, como el papel secundario que Akin parecía tener asignado en la familia. Eijaz había sido claramente el favorito, al que se le había consentido todo, mientras Akin era quien realmente soportaba el peso de gobernar el país. Hannah recordó un comentario que le había hecho a ella sobre su madre: «No te dejes afectar por su indiferencia. Solo conduce a la locura, te lo aseguro».
–¿No se encuentra bien, princesa? ¿Quiere que le traiga otra cosa?
La voz de Nura sacó a Hannah de su estado meditativo. Estaba almorzando junto a la piscina, como acostumbraba, pero no había tocado el cordero con arroz.
–Estoy pensando en mi visita a la reina de hoy –admitió Hannah–. Ha dicho algo que me ha dado que pensar.
–Mi madre se siente muy afortunada de poder ver al joven príncipe cada tarde, pero yo le digo que yo lo veo más tiempo –dijo sonriendo.
Era el tipo de charla que tenían a diario, pero Hannah tuvo la sensación de que Nura intentaba distraerla.
–Nura, sé que tú y tu madre sois muy leales y que nunca cotillearíais sobre la reina, ni siquiera entre vosotras.
–Jamás, Alteza –dijo Nura alarmada.
–Pero dime, cuando te preparaste para servir, ¿trabajaste con tu madre en presencia de la reina?
–Oh, sí –dijo Nura, cambiando el peso de un pie a otro repetidamente como si temiera decir demasiado, pero queriendo también demostrar lo bien preparada que estaba–. La reina ahora está retirada de sus funciones, pero en el pasado necesitaba muchas horas para arreglarse. Yo ayudaba a mi madre, haciendo recados, limpiando las joyas y zapatos y alimentando a los pájaros de su patio. Si he descuidado alguna tarea, dígamelo, por favor.
–Nada de eso, Nura. Creo que podrías proporcionarme cierta información que me ayudaría a establecerme aquí. Necesito conocer la relación entre la reina y mi esposo.
Nura la miró como si la estuviera apuntando con una pistola, y la intuición de Hannah se convirtió en una convicción.
–Tengo entendido que la reina no ha vuelto a ser la misma desde la pérdida del padre de Qaswar –añadió Hannah con dulzura.
–Ninguna madre debería sufrir la pérdida de un hijo –se apresuró a decir Nura–. Años atrás, también perdió una hija. Quizá no lo sepa.
–No lo sabía. ¡Qué tragedia! –lo era. Desde fuera, Akin parecía tenerlo todo, pero Hannah empezaba a entender que le faltaba mucho de lo que verdaderamente importaba–. Da la impresión de que quería mucho al príncipe Eijaz.
Le erizaba el cabello pensar en Akin poniendo en riesgo su vida por su país y por el hermano que lo tenía todo. ¿Y si hubiera muerto? ¿Habría sufrido su madre tanto como por Eijaz? Hannah quería creer que sí, pero lo dudaba.
–Todo el mundo respetaba al príncipe heredero –dijo Nura con un hilo de voz.
–¿Pero qué sentía la reina por el príncipe Akin?
–Yo… –Nura se retorcía las manos como si quisiera que se la tragara la tierra–. Mi madre dijo una vez que todas las madres aman a sus hijos, pero que algunas tienen preferencia por uno.
–¿Y algunas aman menos a otros?
–Sí, creo que eso pasa a veces –contestó Nura con gesto abatido.
Con el corazón encogido, Hannah miró hacia el apartamento de Akin. Suspiró profundamente.
–Gracias, Nura. Cuando visito a la reina, veo lo importante que tu madre es para su bienestar. Yo soy muy afortunada de tenerte a ti. Como tú, solo quiero lo mejor para Baaqi. Gracias por ayudarme a entender las circunstancias que afectan a mi hijo y a mi esposo.
–A su servicio –Nura pareció aliviada de marcharse cuando Hannah le dijo que podía retirarle el plato.
No volvieron a hablar del tema.
Akin estaba exhausto. Tomó su vaso de whisky y se sentó en la tumbona junto a la piscina. Su mayordomo tenía por costumbre dejarle una toalla para que la doncella de Hannah no se escandalizara si lo veía entrar o salir del agua, dado que nunca se ponía bañador. Se la puso enrollada bajo la nuca y miró las estrellas.
Debería haberse ido a la cama, pero había querido salir para sentirse más cerca de Hannah, como si volver a casa no fuera suficiente.
La había echado de menos. Y también al bebé, lo que era aún más desconcertante pues la única vez que este le había prestado atención había sido para cerrar sus deditos en torno a su índice. Por lo que Akin había visto, era lo que hacía con todo el mundo, así que no se trataba de una muestra de afecto, pero desde ese momento estaba deseando que volviera a hacerlo.
Era patético.
Oyó un sonido suave y abrió los ojos. Vio un destello al otro lado de la piscina. La bata blanca de Hannah flotaba como si se tratara de una aparición mientras caminaba hacia él bajo la luz de la luna.
Akin se quedó inmóvil, preguntándose si estaba soñando. Hannah se ajustó el cinturón, pero eso no evitó que sus senos se balancearan, ni ocultó su perfecta figura.
El fuego que permanecía latente en la sangre de Akin se avivó.
–¿Está bien el niño? –preguntó cuando ella se detuvo ante él con gesto preocupado.
–Está durmiendo. He visto que has vuelto y quería saludarte –Hannah se cruzó de brazos como si se arrepintiera de haber sido impulsiva.
Akin inclinó más la cabeza hacia ella.
–¿Me lo invento o el dentista estaba en tu lista de Navidad?
Los blancos dientes de Hannah centellearon en una breve sonrisa.
–En el número uno, de hecho.
–Déjame ver –Akin se sentó, apoyó los pies en el suelo y palmeó la tumbona, a su lado.
Hannah se sentó en el borde, nerviosa, a la vez que se pasaba la lengua por los dientes.
–Habría supuesto que estarías todo el día sonriendo.
–Como un cocodrilo –Hannah le enseñó los dientes, luego rio y bajó la mirada–. Pero llevo toda mi vida escondiendo mis dientes. Por alguna extraña razón el aparato me servía de coraza. Ahora, en cambio, me siento desprotegida, y vuelvo a querer ocultar mi sonrisa.
–Eso sería una lástima –Akin le rozó la muñeca y al mirar a Hannah sintió una extraña ternura–. Debes incluirlo en tu lista: «sonreír lo más posible».
Hannah esbozó una al tiempo que desviaba la mirada al punto en el que Akin la tocaba. Tragó saliva y Akin vio que sus pezones se marcaban contra la bata de seda.
¿Estaría hacer el amor en su lista? Akin decidió añadirla a la de él. Tomando la mano de Hannah, le besó la suave piel de la muñeca, en la que pudo sentir su pulso acelerado.
–Creo que debes saber… –dijo Hannah, flexionando los dedos en un acto reflejo–. Mientras has estado fuera, tu madre ha dicho algo que me ha hecho pensar…
¿Había alguna manera más rápida de apagar el ardor de un hombre que nombrar a su madre? Akin se llevó la mano de Hannah al pecho y esperó.
Hannah parecía muy incómoda.
–Ha sido algo muy personal y… que me ha hecho pensar que tu infancia debió de ser difícil.
Las defensas que Akin había bajado al verla llegar se elevaron, preparándose para la ofensiva. Soltó la mano de Hannah.
–No quiero hablar de mi infancia.
–Lo supongo.
Hannah metió las manos entre las rodillas, pero el tono compasivo con el que habló alcanzó a Akin como un puño de acero. Hannah comprendía sin necesidad de que él le dijera nada. Podía verlo en su semblante de conmovida preocupación.
Akin jamás se había sentido tan expuesto, como si ofreciera su cuello a una espada y su pecho a un proyectil. Ya no solía padecer aquel antiguo dolor, pero allí estaba Hannah. Viéndolo. Akin contuvo el aliento, preguntándose qué pensaba hacer con esa información, con aquella debilidad en él, con aquella tara.
–Yo también odio hablar de mi infancia –musitó ella, mirando hacia la piscina–. Mi madre murió de una sobredosis y nunca conocí a mi padre. Mi abuela tenía casa, pero solo una pensión mínima. Yo llevaba ropa de segunda mano y comía sándwiches. Me los preparaba yo y me peinaba sola porque mi abuela tenía artritis. No quería ser una carga para ella, pero lo era. Todo eso me hizo huraña. Las bibliotecas se volvieron mi hogar. Además de porque me guste leer, porque es un espacio seguro. Los demás niños no podían torturarme allí.
Akin decidió que le construiría una biblioteca.
–La abuela solía decirme que los ignorara, pero intentar que algo no te afecte no es lo mismo que conseguirlo. También solía decir: «prospera donde te planten». Tú has hecho eso muy bien –dijo Hannah, sonriendo con timidez–. Sé que no necesitas que te lo diga. Sabes quién eres. Por eso te admiro y espero aprender de ti.
–Ven aquí –Akin la sentó en su regazo porque no sabía de qué otra manera expresarse.
Ella lo miró sorprendida.
–No sientas lástima por mí.
–No siento lástima, sino admiración –dijo Akin, y era un sentimiento tan intenso que lo sacudió hasta la médula.
Entonces la besó, porque era la única manera que conocía de trasmitir ternura. Hannah era encantadora y pura, y asombrosamente sincera, y la facilidad con la que podía ser herida lo aterraba. ¿Cómo podría protegerla de la vida y de él mismo?
Hannah no sabía cómo devolverle el beso con la misma intensidad que la que él ponía en el suyo. El mundo se paró en torno a ellos, deteniéndose y al tiempo acelerándose hasta marearla.
En el fondo de su mente, sabía que parte de lo que le pasaba era fascinación. Era inevitable sucumbir ante un hombre que cumplía con todas las característica del macho alfa: belleza, dinero, poder, pero que también tenía fuerza interior y un profundo sentimiento de lealtad a pesar de las injusticias que había padecido.
Y era su marido. Ella nunca podría compararse con él, pero quería trasmitirle la misma sensación de sentirse deseada que él le hacía sentir.
Akin no podía imaginarse el efecto que tenían en ella sus manos recorriéndole la espalda y su sexo endurecido bajo su ingle. Sabía que no debía interpretar aquello más que como un deseo de proximidad y no de amor, pero le bastaba.
Akin se giró para profundizar el beso y explorar con la lengua su boca; ella se la succionó y él dejó escapar un gemido. Entonces posó la mano sobre uno de sus senos y abrió las piernas para que se acomodara mejor contra su endurecido sexo.
–Quiero tocarte, pero no quiero hacerte daño –dijo sin separar sus labios de los de ella–. ¿Qué quieres que te haga?
–Yo quiero tocarte a ti –dijo ella–. ¿Puedo?
–Soy todo tuyo.
Hannah sabía que no debía creerlo aunque quisiera. Quería reclamarlo como suyo aun sin saber por qué. Le abrió el albornoz y le acarició los pectorales, luego agachó la cabeza para succionarle un pezón, y percibir que Akin contenía el aliento le hizo sentir poderosa. Él le tiró del cabello, murmurando:
–Deja que te haga eso yo a ti.
Ella sonrió y, sin contestar, fue descendiendo hacia su ombligo besándole la piel a medida que iba abriendo la bata. Aquel hombre que cargaba con el peso del mundo sobre los hombros la fascinaba.
–No tienes que hacerlo –dijo él.
–Pero quiero –Hannah se arrodilló y una toalla enrollada apareció bajo sus rodillas.
Ella apenas la percibió porque estaba demasiado concentrada en el sexo de Akin. Lo tocó suavemente y lo recorrió desde la base hacia el extremo con los labios entreabiertos,
La respiración de Akin se alteró y los músculos de su vientre se contrajeron. Hannah tenía más experiencia teórica que práctica, pero quiso confiar en su instinto. Cerró la mano alrededor del miembro y se llevó a la boca su aterciopelada punta.
–Hannah –musitó él, posando la mano en su cabeza y acariciándole el cabello al tiempo que ella lo recorría con los labios y la lengua e iba aprendiendo lo que le hacía retorcerse, contraerse, jadear…
Era una experiencia maravillosa. Akin temblaba y cuando ella alzó los ojos vio que la miraba fijamente como si verla fuera parte de su placer. Pudo sentir en su boca su creciente excitación y cómo seguía endureciéndose.
–Para –gimió él.
«No», pensó ella, pero el consentimiento era necesario por ambas partes. Retiró la cabeza, preguntándose si había hecho algo mal, pero Akin posó una mano sobre la de ella y la guio en sus movimientos. Uno, dos…
Entonces él cerró los ojos, echó la cabeza hacia atrás y dejó escapar un profundo gemido. Hannah lo sintió pulsante contra su palma al tiempo que él apretaba su mano con una fuerza que podría haberle resultado dolorosa, de no…
La satisfacción de Akin era tan evidente que Hannah no pudo contener una sonrisa.
Akin se cubrió con el borde de la bata y levantó a Hannah hasta su regazo.
–Deja que te toque y te dé lo mismo –musitó contra su cuello.
–¿Podemos dejarlo así por ahora?
–Si eso es lo que quieres –Akin sonaba aletargado. Le acarició el hombro y la nuca. Luego inclinó el rostro de Hannah y la besó prolongadamente–. Gracias.
Hannah ocultó el rostro en su cuello y aspiró su delicioso olor. Él la estrechó contra sí y, al notar que su respiración se ralentizaba, Hannah supo que se estaba quedando dormido.
Ella estaba despejada y excitada, pero estar acurrucada contra él era tan placentero que se quedó inmóvil, escuchando su respiración.
No se dio cuenta de que se había quedado dormida hasta que él le acarició la mejilla y dijo:
–El otro hombre en tu vida te necesita.
Las estrellas habían desaparecido y el cielo empezaba a clarear. Entonces Hannah recordó que estaba en el jardín, sobre un Akin prácticamente desnudo. Mientras lo recorría con sus labios no se había planteado que tendría que verlo a la luz del día. Y de pronto se sintió avergonzada.
Desde dentro llegaba el llanto del niño.
–Voy.
Hannah se puso en pie tan bruscamente que se mareó y casi cayó al agua. A su espalda, oyó a Akin reaccionar al instante para ir a sujetarla, pero ella recuperó el equilibrio por sí misma y corrió al interior.