A mediados de diciembre de 1944, Hitler intentó su última ofensiva importante en medio de la niebla y la nieve del bosque de las Ardenas. El objetivo era cruzar en Mosela y luego reunirse en Amberes, rodeando a las fuerzas estadounidenses y privando a los Aliados de un puerto importante desde el que podían avituallar a sus ejércitos. El ejemplo de Federico el Grande parece haber inspirado la estrategia política: destruir la moral de los Aliados occidentales para que se conformasen con algo menos que la victoria total, permitiendo a Hitler concentrar el resto de sus fuerzas contra los soviéticos en el este. Por supuesto, como apreciaron algunos de sus comandantes, cuando se discutieron estas operaciones en una sala de conferencias subterránea, con un guardia de la SS lanzando miradas furiosas detrás de cada asiento, había pocas posibilidades de éxito, sobre todo porque el terreno, con sus colinas, bosques, canales y pueblos, era intrínsecamente inadecuado para una guerra móvil. Las ventajas iniciales de los alemanes, que engañaron a los Aliados en cuanto a sus intenciones al principio, o las malas condiciones de vuelo, quedaron neutralizadas cuando el Ejército estadounidense duplicó sus fuerzas de infantería motorizada en cuatro días y triplicó sus blindados. Los tanques pesados alemanes quedaron inmovilizados por falta de combustible, ya que no tenían reservas y dependían de la captura de los bidones de combustible del enemigo.
BAJO LAS BOMBAS
El encuentro final, estrafalario y pretencioso, de la jefatura nazi con el destino tuvo ramificaciones para millones de personas corrientes, incluidos los alemanes corrientes, ese modo tan insatisfactorio de describir a los que no tienen un poder político significativo. Aunque Hitler ya no controlaba los acontecimientos, estas personas se hallaban absolutamente a su merced. Omitir a los alemanes que languidecían en campos de concentración y en prisiones, o que rezaban en silencio por el fin de un régimen que nunca habían apoyado, por no mencionar ya a los destrozados o incinerados por las bombas, los adolescentes arrojados a una guerra que no se podía ganar, o las mujeres violadas por los soldados invasores, es caricaturizar la tragedia humana de este conflicto. Aunque pueda haber sido necesario psicológicamente, en el momento, filtrar a estas personas de la conciencia de los que estaban haciendo la guerra a los agresores nazis, parece poco razonable hacerlo desde la perspectiva de más de medio siglo, en que debe tenderse a una cierta magnanimidad, en vez de entregarse a la venganza imperecedera. Tampoco es admisible, claro, pintar a todos los civiles alemanes como simples «víctimas», ya que, como veremos, también ellos creaban a veces víctimas propias, complejidades que pueden inducir a algunos a preguntarse si se debe exigir en el futuro una matización de esa trinidad de víctimas, perpetradores y observadores.
Lo que sigue es una descripción del progresivo aislamiento de una jefatura decidida a desprenderse ardiendo en llamas de una masa de civiles y militares cada vez más atomizada y cada vez más inclinada a la supervivencia personal. Esa masa perdió literalmente la fe y hubo de enfrentarse a un vacío interior terrible. Este fenómeno de que se bifurcasen los caminos de gobernantes y gobernados fue un proceso gradual.
La entrada de los Estados Unidos en la guerra inquietó a muchos alemanes, que comprendieron que los enormes recursos intactos del nuevo enemigo contrastaban desfavorablemente con su propia economía de guerra, a la que la racionalización estaba exprimiendo hasta el límite. La derrota imprevista de Stalingrado y la prolongación de la guerra durante un tercer invierno de penalidades empezaron a minar el prestigio personal de Hitler. Éste, tras cambiar hábilmente el impopular uniforme pardo del partido, que olía a soborno y corrupción, por el gris de la Wehrmacht, cometió el error cardinal del demagogo de encerrarse en centros de mando remotos. Rara vez se dirigía a la nación o intentaba mejorar la moral de las ciudades devastadas, lo que llegó a empujar hasta a sus partidarios más cercanos a hacer comparaciones desfavorables con Churchill, a quien se veía a menudo abriéndose camino hoscamente entre los escombros. Los dictadores nunca son motivo de risa, sobre todo para ellos mismos. En la primavera de 1943, Hitler se había convertido en tema de chistes populares, ninguno de los cuales parece divertido, pero de los que el de que se había retirado a escribir un libro titulado Mi error, bordea por lo menos lo gracioso. Además, su excesiva identificación con la estrategia militar la convirtió en una responsabilidad personal. Cuando llegó el desastre, se le echó a él la culpa. La victoria en Stalingrado se pregonó a través de un aparato hiperávido de propaganda, sin nada que preparase el camino para la realidad decepcionante de noventa mil hombres caminando hacia la cautividad soviética con un mariscal de campo recién nombrado a la cabeza. Ulrich von Hassell comentaba así las consecuencias de la participación directa de Hitler en la campaña:
«Por primera vez Hitler no fue capaz de eludir la responsabilidad. Los rumores críticos se dirigen a él por primera vez. Ha quedado claramente expuesta a la vista de todos la falta de capacidad militar del “estratega más brillante de todos los tiempos”, es decir, nuestro cabo megalomaníaco. Hasta ahora, eso quedaba oculto por unos cuantos golpes maestros intuitivos, consecuencia afortunada de riesgos que en realidad estaban injustificados, y de los fallos de nuestros enemigos. Está claro ya para todos que se ha derramado, estúpida y hasta criminalmente, sangre preciosa sólo con fines de prestigio. Como en este momento se plantean problemas estrictamente militares, a los generales se les han abierto también los ojos [...]. ¡Es significativo que Hitler no se haya atrevido a hablar el 30 de enero! ¿Quién lo hubiera creído hace poco tiempo?»
Aunque los informes del SD sobre la opinión pública contenían más circunloquios, podía leerse mucho entre líneas. La gente estaba cansada ya del uso repetitivo de términos como heroísmo y sacrificio en las emisiones de radio y en la prensa. Lo excepcional se había convertido en cotidiano, y perdía por ello su valor emotivo. Eso ponía en tela de juicio el que fuesen inevitables tales sacrificios, y se empezaban a discutir los planteamientos estratégicos, algo a lo que ayudaban e incitaban telefonistas lenguaraces o habilitados del Ejército que se convertían en estrategas globales cuando volvían de permiso. La desmoralización de los militares empezó a extenderse a los civiles, lo mismo que había sucedido en 1918. ¿Por qué el reconocimiento aéreo no había detectado una concentración de fuerzas rusas como aquélla preparando un cerco? ¿Quién había subestimado tan gravemente la capacidad de lucha del Ejército Rojo? ¿Le aguardaría el mismo destino al Ejército del Cáucaso? Algunos veían en aquello el momento crucial de la guerra. Otros, el principio del fin. Ya no era cuestión de conseguir la victoria, sino de llevar la guerra a una conclusión más o menos satisfactoria. Había pruebas de que la propaganda de horror antibolchevique del régimen y los insultos amontonados sobre los Luftgangsters occidentales no estaban produciendo el efecto deseado. Obreros dispuestos a manifestar simpatías marxistas expresaban la opinión de que las condiciones con los rusos podían no ser peores que lo que estaban experimentando, puesto que, como máximo, los soviéticos «liquidarían» a unos cuantos capitalistas, una especie de testimonio de la supervivencia de Ressentiment. Otros trabajadores pensaban que no irían tan mal las cosas si fuesen los estadounidenses los que «dictasen» la paz, «porque ésos sólo querrán hacer negocio y sus capitalistas necesitarán a los alemanes». En el oeste y en el sur de Alemania, católicos y monárquicos empezaban a pensar en un futuro en que formasen parte de una inminente «esfera angloamericana» de influencia. La gente dejaba de utilizar el saludo Heil Hitler, volvía al Grüss Gott o Gutten Tag, se distanciaba de las autoridades y del partido. El estudio de las reacciones al discurso de Hitler el Día de los Caídos, pronunciado el 21 de marzo, con una semana de retraso, indicaba que sus habilidades oratorias se habían oxidado. Fue un alivio para los oyentes que Hitler no estuviese herido o enfermo (término en clave del SD para los rumores de que se había vuelto loco), pero les decepcionó que pronunciase el discurso en un tono monótono y apagado. Algunos atribuyeron maliciosamente la rapidez con que habló a un ataque aéreo aliado. No hubo ninguna alusión explícita a Stalingrado. Su afirmación de que sólo habían muerto en la guerra hasta entonces 542.000 soldados alemanes, fue acogida con un considerable escepticismo, lo mismo que su afirmación de que el Frente Oriental se había estabilizado.
Si los frentes meridional y oriental sólo traían malas noticias, las repercusiones de la campaña de bombardeos estratégicos de los Aliados sobre la producción y la moral alemanas resultaban más ambiguas. Aunque, como comentó por entonces el marqués de Salisbury, no habría que citar a Hitler como excusa para nada, hay que tener en cuenta que el Führer había prometido en septiembre de 1940: «Si las fuerzas aéreas inglesas lanzan dos, tres o cuatro mil kilos de bombas, nosotros lanzaremos ciento cincuenta mil, un millón de kilos en una noche. Si ellos anuncian que atacarán nuestras ciudades a gran escala... ¡nosotros devastaremos las suyas! ¡Dejaremos a esos piratas nocturnos fuera de combate, bien lo sabe Dios! Llegará el momento en que uno de los dos se hundirá, y no será la Alemania nacionalsocialista». Speer asistió ese año a una cena en la que Hitler habló del Gran Incendio de Londres:
«¿Habéis visto alguna vez un plano de Londres? Está todo construido tan junto que con un foco de fuego bastaría para destruir la ciudad entera, como pasó ya una vez, hace doscientos años. Goering quiere utilizar innumerables bombas incendiarias de un tipo completamente nuevo para crear focos de fuego en todas las zonas de Londres. Fuegos por todas partes. Miles. Luego, se unirían en una gigantesca conflagración de área. La idea de Goering es correcta. Las bombas explosivas no sirven, pero puede conseguirse con bombas incendiarias: destrucción total de Londres. ¡De qué les va a valer su departamento de bomberos cuando empiece de verdad el fuego!»
A partir del ataque a Lübeck de marzo de 1942, los bombarderos aliados operaban las veinticuatro horas del día cuando el tiempo lo permitía, y lo hacían contra objetivos del norte y el noroeste de Alemania, con incursiones esporádicas para atacar puntos situados más al sur como Augsburgo, Múnich y Núremberg. Los resultados estadísticos brutos de esos ataques fueron de 305.000 muertos y casi 800.000 heridos. Un millón ochocientos mil hogares resultaron destruidos, veinte millones de personas quedaron privadas de los servicios básicos y casi cinco millones fueron evacuadas. Los programas de vivienda de emergencia resultaron inadecuados, y la gente se hacinaba en condiciones cada vez más insalubres en sótanos y en barracones prefabricados. Los ataques aéreos aliados contra Alemania fueron tan intensos y continuados que no se pueden hacer simples comparaciones entre los efectos sobre la moral de los civiles en Inglaterra y Alemania de los bombardeos. Expuesto en los términos más simples, diremos que murieron diez veces más civiles alemanes que los que perecieron en Londres y en las ciudades inglesas de provincias. Los bombardeos pueden haber intensificado a veces solidaridades locales, creando una mentalidad «la vida sigue igual» entre los tenderos de Lübeck, y al mismo tiempo un deseo colectivo de venganza, pero lo primero no resultó demasiado visible en ciudades como Hamburgo, donde los Aliados provocaron una importante catástrofe en julio-agosto de 1943, ni hubo en ese caso represalias compensatorias con «armas milagrosas».
Porque esto era lo que las víctimas querían: pagar, decían, con la misma moneda (Gleiches mit Gleichem). ¿Qué querían decir cuando afirmaban, como dejan claro los informes de la policía de seguridad, que Alemania debería abandonar su conducta supuestamente «humana» hasta entonces en la guerra? Por suerte para sus enemigos, las amenazas de emplear aire comprimido y superarmas propulsadas por cohetes, gases nerviosos y respiratorios o bombas atómicas que devastasen las ciudades inglesas permanecieron en el reino del pensamiento voluntarista, por no mencionar ya los rumores de mil pilotos kamikaces japoneses que llegaban en submarino para lanzarse sobre Inglaterra. El régimen nazi hablaba mucho de represalias al principio, respondiendo a las demandas populares, pero luego, cuando no hubo ni un «pequeño Blitz» sobre Londres entre enero y marzo de 1944 ni el uso de bombas volantes V1 y proyectiles balísticos V2 produjo los dividendos previstos, fue bajando la voz. Las demás apelaciones propagandísticas no fueron eficaces. Cuando los bombardeos aliados generaron solidaridades inesperadas, con intelectuales y católicos sobrecogidos por la destrucción de la catedral de Colonia, la insistencia excesiva en la destrucción del patrimonio cultural alemán provocó la cólera de los trabajadores, más preocupados por la muerte de mujeres y niños: «Alemania puede vivir sin la catedral de Colonia, pero no sin su pueblo».
Los constantes ataques aéreos aliados pusieron al descubierto no sólo la incapacidad de Hitler para pagar con la misma moneda, sino también la porosidad de las defensas aéreas de Alemania. Se echaba la culpa cada vez más a Hermann Goering, blanco de muchos chistes, pero debería haberse incluido también a Hitler, que era ya por entonces el que dictaba la estrategia de la guerra aérea. Hitler creía que, en vez de fabricar grandes cantidades de cazas lo que había que hacer era dejar la defensa a la artillería antiaérea, y que las fuerzas aéreas lanzasen una ofensiva de bombardeos de represalia contra Inglaterra, en las que la calidad de la máquina derrotaría a la mera cantidad. Esta ofensiva aérea, a cargo de pilotos de la Luftwaffe mal preparados y con bombarderos pesados de alcance medio o mecánicamente poco seguros se desintegró frente a las defensas aéreas británicas. Los nuevos aviones de combate, incluidos los reactores Me 262, se desperdiciaron rechazando la invasión aliada de Normandía, por orden de Hitler, lo que dejó a Alemania prácticamente indefensa por aire durante el resto de la guerra. Eso tuvo terribles consecuencia para la población civil.
Los grandes ataques aéreos fueron devastadores, dejaban a los supervivientes con conmoción cerebral, tosiendo y escupiendo, y a los muertos tan reducidos por el calor que se podían llevar los cadáveres en maletas. Las cuatro noches de la Operación Gomorra contra Hamburgo produjeron el equivalente a dos tercios de las bajas por bombardeos causadas en Inglaterra durante toda la guerra. La ciudad de Hamburgo, sometida a aproximadamente un centenar de pequeños ataques, se había librado hasta entonces de la suerte de Colonia. Y eso fue así literalmente, pues en mayo de 1942, las fuertes tormentas que había en el norte de Alemania obligaron a las fuerzas aéreas británicas a desviar el primer ataque de mil bombarderos del puerto hanseático a la ciudad renana. A finales de julio de 1943, Harris ordenó que casi ochocientos aviones efectuaran un ataque sostenido contra Hamburgo, y sólo las fuerzas aéreas británicas lanzaron 8.344 toneladas de bombas incendiarias y explosivas de alta potencia sobre sus distritos residenciales del norte. Como se habían hecho considerables esfuerzos para reducir el impacto de las bombas incendiarias sobre Hamburgo, almacenando arena o esparciéndola para extinguir los artilugios incendiarios que penetraban en las viviendas, la repercusión de estos ataques fue especialmente desmoralizadora.
Las temperaturas estivales de 30º, unidas a la baja humedad, hicieron que las bombas iniciasen un incendio en una serrería donde había madera almacenada que luego se unió a incendios que se habían producido en otras partes. Según los aviadores de las fuerzas áereas británicas fue «como echar otra palada de carbón en un horno». Unas corrientes de aire insólitas extendieron la tormenta de fuego por un área de unos diez kilómetros cuadrados. La gente ardía en llamas de pronto en la calle, mientras los que estaban hacinados en los refugios morían dormidos cuando el humo y los gases letales sustituían al aire puro. Otros quedaron convertidos en finas cenizas. Cuando cesaron los ataques habían muerto 45.000 personas y habían resultado heridas otras 37.000. Habían perdido además sus hogares 900.000 personas. Las previsiones de que ataques como éste provocarían un hundimiento de la moral de los civiles o disturbios en las calles resultaron infundadas, pero dos tercios de la población de Hamburgo huyeron de la ciudad entre los bombardeos, esparciendo el desaliento y el pánico por el campo. Aproximadamente un cuarto de la población de Berlín abandonó la ciudad entre marzo de 1943 y marzo de 1944, mientras que la población de Würzburg se redujo a la mitad durante la guerra.
En cuanto a las repercusiones del bombardeo en la producción industrial y en la moral hay división de opiniones. Se debe en gran parte a que las encuestas de posguerra realizadas por los Aliados sobre los bombardeos se basaron en ideas e informaciones de carácter dudoso sobre el funcionamiento de la economía de guerra alemana, procedentes en parte de fuentes interesadas como Albert Speer, pero se debió también a que a veces se pretendían confirmar supuestos propios previos. Si la repercusión directa de los bombardeos sobre la producción bélica fuese tan escasa como se afirma a veces, ¿por qué se retiraron tantos hombres y municiones de la guerra terrestre para defender las ciudades alemanas? Como mínimo, el bombardeo indiscriminado puso un techo a los elementos clave de la racionalización de la producción bélica de Speer, es decir, impidió concentrar la producción en menos empresas que operasen a gran escala, que era lo que en el fondo se pretendía. Hubo que dispersar la producción, lo que hizo las vías de transporte vulnerables a más bombardeos.
Los efectos de los bombardeos sobre la moral de la población son más difíciles de determinar. La unidad de informes sobre bombardeos inglesa llegó a la conclusión de que «no hay indicio alguno de que su moral llegase al punto de ruptura como consecuencia de los ataques aéreos». Ni siquiera el número creciente de bajas quebrantó el control que el partido nazi tenía sobre la población alemana. Como dijo Speer: «La opinión de la gente solía ser pobre, pero su comportamiento fue casi excelente». No tenían ningún medio de evaluar la repercusión del hecho de quedarse sin casa, de no poder dormir y de tener los nervios destrozados sobre la eficacia en el trabajo; en realidad, no buscaban eso, sino más bien indicios de pánico masivo contagioso y de sus consecuencias políticas. Los estudios sobre los bombardeos de los estadounidenses analizaron la opinión pública de una forma más sistemática y descubrieron que uno de cada tres alemanes aseguraba que el factor que había afectado más a su moral habían sido los bombardeos aliados, pero también ellos se concentraron ante todo en por qué eso no llegó a convertirse en un problema político, sin comprender la realidad de la vida en una dictadura policial.
Las pruebas que aportan las fuentes alemanas contemporáneas son más ambiguas. Los funcionarios del Estado y de las administraciones locales tardaron en volver al trabajo en las ciudades devastadas, sólo setenta y ocho de dos mil empleados municipales se presentaron a trabajar en Kefeld cuatro días después de los ataques aéreos. Por otra parte, en diciembre de 1943, trece grandes empresarios de Berlín informaron de que porcentajes muy elevados (85-99 por ciento) del personal, incluidos numerosos trabajadores extranjeros, se habían presentado a trabajar poco después de importantes ataques aéreos. Karl-Otto Saur declaró después de la guerra que «los trabajadores y sus familias, alemanes y extranjeros por igual, procuraron con una perseverancia casi increíble llegar a sus lugares de trabajo como siempre a pesar de todas las dificultades». El cuadro era distinto en la Ford de Colonia, o la BMW de Múnich, donde una cuarta y una quinta parte de los trabajadores, respectivamente, no se presentaron a trabajar. Pero no se puede sacar ninguna conclusión firme de datos tan fragmentarios y desiguales.
Un resultado involuntario del hundimiento de la administración local fue que se produjo un resurgir parcial del Partido Nazi y de sus formaciones. Puede que el partido fuese en general sinónimo de soborno y privilegio, pero en este marco formaciones como las Juventudes Hitlerianas o el Bienestar del Pueblo se distinguieron apagando incendios, organizando la retirada de escombros, identificando y enterrando a los muertos y ayudando a los afectados por los bombardeos a reconstruir sus vidas. A finales de 1942, todos los cuarenta y dos Gauleiter del partido se habían convertido en comisarios de defensa del Reich, con responsabilidad sobre la defensa civil, un papel que algunos desempeñaron dignamente, como Karl Kaufmann de Hamburgo, en otros aspectos un individuo odioso, tras los bombardeos del verano de 1943 contra la ciudad. El Reichsführer-SS añadió, como era característico en él, un elemento de locura. En febrero de 1944, Himmler informó en una reunión de dirigentes cívicos alemanes que los bombardeos debían considerarse una oportunidad, porque les permitían grabar sus nombres en la historia de sus ciudades, sustituyendo la arquitectura destruida de una «era liberal» desacreditada por auténticos edificios nacionalsocialistas.
Siempre que los bombardeos fomentaban solidaridades locales, se creaban campos de experiencia incomunicables, que contradecían la retórica de la «comunidad nacional» unida en la adversidad. En un país con fuertes afinidades regionales, la desproporcionada concentración de los bombardeos en el norte y el oeste provocó quejas de que las autoridades remotas de Berlín habían dado por perdidas ya a las víctimas. Entre los mineros que vivían en Düsseldorf, el estribillo era: «Querido Tommy, por favor, vuela un poco más allá; perdónanos hoy a los pobres mineros. Vete a bombardear a esa gente de Berlín; fueron ellos los que votaron a Hitler». La solidaridad entre las ciudades se fragmentó. Por ejemplo, los habitantes de Würzburg se opusieron a que se trasladasen allí industrias de Schweinfurt, para que no actuasen como imanes de los bombarderos. La gente se hacinaba en los refugios antiaéreos comunales irritada porque los guardias les daban órdenes y, con los nervios a flor de piel, reñían y se peleaban entre sí. Como es natural, hubo bastantes que se volvieron completamente locos. Corrían rumores de que los jefes del partido y otra gente importante disponían de refugios antiaéreos particulares.
Los efectos adversos de la guerra sobre la familia (muchas esposas buscaban en otra parte la satisfacción sexual que sus maridos soldados obtenían en los burdeles militares y hubo además una generación de niños sin control paterno) fueron complejos. Familias que hasta entonces habían eludido el reclutamiento quedaron separadas al ir el padre a trabajar a una fábrica reubicada, los niños en edad escolar a un distrito rural y las madres y los niños más pequeños a otro. Esta atomización de la población en «comunidades de destino» cada vez más pequeñas continuó una vez terminada la guerra, lo mismo que la progresiva redefinición de papeles en el seno de la familia, con esposas y adolescentes no habituados a subordinarse al padre que volvía.
Los bombardeos no sólo tuvieron repercusiones en los afectados de forma directa. Las víctimas de ellos se consideraban una especie aparte, que necesitaba consideración especial de aquellos que no habían pasado por lo que habían pasado ellos. Estaban los que habían sido bombardeados y los que no. Nadie parecía darse cuenta de lo que habían sufrido los primeros. Después de un ataque importante, el transporte público no funcionaba, fábricas y talleres estaban cubiertos de polvo y escombros, no había agua para lavarse ni para afeitarse, ni electricidad ni gas para cocinar, ni calefacción, ni luz, y algo tan corriente como un plato o una cuchara se convertía en una posesión estimada. Si se aventuraban a salir, no había ni cine ni teatro, ni quioscos de periódicos ni tiendas, sólo el considerable peligro de las bombas de acción retardada y de los desplomes de las paredes de las casas. Evacuados y refugiados de las ciudades importantes difundían cifras de muertos exageradas y contaban historias macabras a sus espantados anfitriones rurales sobre mujeres que ahogaban a sus hijos o antorchas humanas a las que los SS abatían a tiros en las calles.
Los supervivientes de los ataques aéreos a las ciudades, cuya evacuación se efectuaba a veces sin demasiada sensibilidad, pretendían además reivindicar un derecho moral absoluto sobre la gente del campo a la que hasta entonces no habían afectado los ataques, y con la que tenían en general poco en común. Las quejas iban desde tener que levantarse demasiado temprano a que se les alimentase con «comida de cerdos», con lo que se referían a manjares regionales como Kirschködel en las regiones alpinas o Bratkartoffel mit Quark en la Pomerania. Algunos evacuados fueron groseramente explotados como mano de obra barata, aunque muchos aprendieron el truco campesino de sacarles objetos de valor a cambio de alimentos a las nuevas oleadas de refugiados urbanos. Las familias campesinas, por su parte, estaban irritadas porque los propietarios de mansiones con cien habitaciones se las arreglaban para no tener que recibir evacuados, y en regiones en las que era proverbial el carácter taciturno de sus habitantes, la constante charla insustancial de los parlanchines refugiados urbanos irritaba también a la población. A un nivel más sutil, como descubrieron evacuados de Hamburgo enviados a la Alemania meridional, debido a la burocratización nazi de la beneficencia y la ayuda social, la gente no creía ya que tuviese una obligación social con personas a las que a veces calificaba de «gitanos».
Los bombardeos no sólo afectaron al frente interno, claro está, sino que empezaron a afectar a la moral de los soldados. Porque si los soldados del Frente Oriental que llegaban de permiso sembraban el desánimo hablando de la capacidad de lucha del Ejército Rojo, también ellos mismos se preguntaban para qué estaban luchando cuando se encontraban con sus hogares en ruinas. Se produjeron desagradables enfrentamientos cuando los soldados que habían pasado semanas buscando a familiares perdidos exigieron que las emisoras de radio colaborasen en su localización. Porque los soldados alemanes no eran inmunes al hundimiento de la moral. La desmoralización nació, como en la I Guerra Mundial, entre los soldados de zonas de retaguardia y ocupadas, o de los cuarteles de la reserva en el frente interior, porque ya se sabe que cuando el diablo no tiene qué hacer mata moscas con el rabo. Había muchas quejas por las condiciones de dolce vita que imperaban en Francia, donde «no hay ninguna unidad, ninguna voluntad común, ninguna disposición para el sacrificio. Sólo puterío, bebercio, buena vida, banqueteo, ninguna voluntad ya de vencer a toda costa». En los cuarteles generales y las bases de la zona de retaguardia con exceso de personal proliferaban las pequeñas corrupciones, mientras que entre los que estaban en los cuarteles alemanes imperaba un estado de ánimo sombrío. Había que recordar a los oficiales que su cinismo y su hastío podía afectar negativamente a la moral de la tropa, y se pensó en crear una especie de comisario político nazi. Soldados de permiso intentaban informar a sus familiares sobre las realidades de la guerra à outrance, pero parece que solían enfrentarse con una incomprensión absoluta.
La tarea de mantener la moral en el «frente de combate» interior recayó sobre Goebbels, auxiliado por un Estado policial y judicial que actuaba implacablemente contra los disidentes. Los tribunales del pueblo dictaban sentencias de muerte ejemplares para los que criticaban la forma de dirigir la guerra. El 18 de febrero de 1943, Goebbels esgrimió el miedo al bolchevismo con la finalidad de preparar y animar a la nación para mayores esfuerzos, buscando indirectamente que Hitler aprobase una movilización más drástica de la economía y de la sociedad de lo que estaba dispuesto a hacer debido a las supuestas experiencias de Alemania en 1918. La civilización europea estaba amenazada; sólo una movilización intensificada de la población alemana sin consideraciones de posición social podría salvarla. Se declaró la guerra a los del cuello almidonado y a las «damas finas» con ondulado permanente en el cabello teñido. En otras palabras, el europeísmo puramente táctico se aliaba con el jacobinismo en una apelación conjunta al miedo y el resentimiento.
Goebbels se dirigió a un público cuidadosamente elegido pero supuestamente «representativo» en el Sportspalast de Berlín. Las primeras filas estaban ocupadas por ciegos, cojos y lisiados, entre los que se incluían cincuenta condecorados con la Cruz del ramo de roble del Caballero, con sus enfermeras de la Cruz Roja. También había científicos, intelectuales y trabajadores emblemáticos, y un grupo de mujeres. Era indicativo de la evasión de Goebbels de la realidad el que creyese que aquel público constituía una muestra representativa del pueblo alemán. Respondiendo a la idea panglossiana de que la vida bajo los soviéticos no sería demasiado mala, aseguró que «detrás de esas divisiones soviéticas que avanzan podemos ver los pelotones judíos de liquidación, tras los que acecha el terror, el espectro del hambre generalizada y una anarquía sin límites en Europa». Esto se decía con la mirada puesta en los neutrales y en los aliados occidentales, con la vana esperanza de que podrían convencerles de que colaborasen para contener el avance de los soviéticos. En una larga digresión sobre los judíos, a Goebbels casi se le escapa lo inconfesable cuando comentó: «Alemania no tiene ninguna intención de doblegarse ante esta amenaza, sino que se propone contenerla a tiempo si es necesario con el exter... [se corrige] la eliminación más completa y radical de la judeidad». Porque el discurso, en el que se intercalaban gritos de «fuera los judíos» se estaba emitiendo en directo para todo el país a las ocho de la noche. Siguieron a esto llamamientos al pueblo alemán para que asumiese una parte de la carga que agobiaba a su solitario caudillo, cuyos errores de cálculo eran responsables de la catástrofe que se había abatido sobre todos ellos. Goebbels pasó luego, volviendo a las andadas, a estimular el resentimiento demótico evocando ricos bons vivants en los clubes y restaurantes o cabalgando en el Tiergarten.
Llegó por fin al crescendo retórico una serie de desafíos y respuestas. «¿Queréis la guerra total? (Fuertes gritos de «¡Sí!», fuertes aplausos). ¿La queréis, si es necesario, más total y más radical de lo que podemos llegar a imaginarla hoy? (Fuertes gritos de «¡Sí!», aplausos)». Los gritos se prolongaron veinte minutos después de terminado el discurso. Según los informes del SD, había sido bien recibido, aunque algunos se preguntaban por qué no se había decretado antes la movilización total. Hasta estas expresiones de duda le parecieron excesivas a Goebbels, cuyos diarios registran sus críticas al servicio de control del SD por considerarlo demasiado en sintonía con los descorazonados funcionarios de Berlín. Pero la mejora del estado de ánimo resultó ser efímera ante la corriente constante de desastres militares por una parte y la persistencia de manifiestas desigualdades por otra. Como descubrió Speer aquella misma noche en la residencia de Goebbels, la pasión que él había percibido no era más que la interpretación de un actor que actuaba sobre la psicología de un público cuidadosamente seleccionado y preparado; y resultaba preocupante que el actor confundiese el estado de ánimo de aquel público atípico con el de todo el país. En realidad, aquellas exhortaciones al sacrificio y la muerte heroica tenían muy poco que ver con el estado de ánimo que imperaba en Alemania. La población se apartaba de todo lo que pudiese estar teñido de «ideología», buscaba solaz en las iglesias, porque tanto dolor y tanta pérdida exigían un consuelo mayor del que podían proporcionar las peroratas cargadas de odio de la jefatura nazi.
MATAR A LOS JUDÍOS A TODA COSTA
En un momento en el que algunos alemanes empezaban a citar el destino de los judíos para contrarrestar el uso que hacía su propio Gobierno de la propaganda del horror en relación con los bombardeos o con la forma de hacer la guerra de los rusos, la jefatura nazi buscó una salida a acontecimientos que no podía controlar impulsando hasta completarla la misión esencial de exterminar a los judíos. Las dos cosas estaban psicológicamente relacionadas, en la medida en que se utilizaba a los judíos como chivos expiatorios de lo que era por lo demás inexplicable. Si se les eliminaba, todo iría supuestamente bien, porque ¿acaso no eran ellos los que tenían en sus manos la clave última de la invencibilidad de los Aliados y la mala actuación del Eje? Los reveses del Eje en los campos de batalla de Europa actuaron como un acicate para la aniquilación de las poblaciones judías que habían eludido hasta entonces la «solución final de la Cuestión Judía». La población judía europea más numerosa que aún sobrevivía estaba en Hungría y constaba de unas ochocientas mil almas. Unos cuatrocientos mil vivían en la Hungría del Trianón (el Estado húngaro reducido que surgió del imperio de los Habsburgo), unos trescientos mil en territorio que Hungría había adquirido al alinearse con Hitler. Había también 35.000 refugiados de Austria, Alemania y Checoslovaquia. Hungría era para todos ellos una balsa inestable en medio de un mar tempestuoso de barbarie. Pero a los nazis esta comunidad les recordaba la tarea inconclusa que había que coronar antes de que el Reich sucumbiese a un apocalipsis que él mismo había creado. ¿Cómo habían llegado a esa situación los judíos húngaros, unos cien mil de los cuales eran cristianos conversos?
Después de la I Guerra Mundial, Hungría sufrió lo que podría denominarse un «complejo de Trianón», con los resentimientos hacia los judíos amplificados por la disminución de la base territorial y económica del país. Hungría había entrado en aquella guerra como una parte privilegiada de un imperio. Salió de ella como una nación pequeña de poca importancia. Bajo el regente «vitalicio» autoritario-conservador Miklós Horthy, un almirante en un país sin marina, los sucesivos gobiernos revisionistas húngaros intentaron recuperar territorio aprovechando los trastornos diplomáticos provocados por la Alemania nazi y la Italia fascista, al mismo tiempo que reducía el supuesto predominio de los judíos en el comercio y en las profesiones liberales a través de cuatro «leyes judías», aprobadas entre 1938 y 1941. Como en el caso de la Italia fascista, estas medidas reflejaban la influencia radicalizadora de Alemania, pero también, en este caso, el antisemitismo indígena. Sin embargo, a diferencia de Italia, estas medidas eran también una estrategia mediante la cual primeros ministros populistas de la derecha radical intentaban apaciguar y contener a la extrema derecha fascista, cada vez más dominada por el movimiento de la Cruz de la Flecha de Ferenc Szálasi. Los objetivos socialrevolucionarios de este último y el acusado apoyo de la clase obrera constituían una amenaza para el predominio continuado de la aristocracia conservadora. El deseo de apoderarse de las propiedades de los judíos podía desencadenar una espiral incontrolable y afectar a las de magnates conservadores que habían alentado y tolerado hasta entonces a los judíos como una burguesía nativa sustituta. Adónde habrían conducido en último término tales medidas es una cuestión discutible, pero no está claro si se habría producido un holocausto húngaro sin que la presión nazi interactuase con la derecha fascista indígena.
La complicidad húngara en las medidas antijudías nazis se intensificó con la invasión rusa. En agosto de 1941, unos 18.000 judíos «apátridas» fueron deportados a Kamenest-Podolsk, Ucrania, donde fueron asesinados por los Einsatzgruppen. En enero de 1942, las tropas húngaras realizaron matanzas de serbios, judíos y otros en Novi Sad, al norte de Serbia. La indignación popular hizo caer el Gobierno de Bardossy y desembocó en un juicio por crímenes de guerra húngaros en 1943, aunque cuatro de los acusados huyeron a refugiarse en la Alemania de Hitler. Se formaron también por la fuerza batallones penales de trabajo judíos vinculados a fuerzas húngaras en el Frente Oriental, donde presenciaron matanzas de judíos, hasta que sus propios restos consiguieron regresar de Voronezh con el Segundo Ejército húngaro derrotado. Los trabajadores forzados judíos húngaros, que trabajaban en territorios controlados por los alemanes atrajeron gradualmente la atención de los nazis hacia la anomalía más notoria de una Europa por lo demás Judenrein.
La participación personal de Hitler en la aniquilación de los judíos húngaros fue muy estrecha. En abril de 1943, adoctrinó a Horthy en el castillo de Klessheim sobre el carácter «parasitario» de los judíos. Explicó claramente que en Polonia:
«Si los judíos no trabajaban, se les fusilaba. Si no podían trabajar, tenían que sucumbir. Había que tratarlos como a un bacilo de la tuberculosis, con el que un cuerpo sano puede llegar a infectarse. Esto no era cruel si se consideraba que hasta a criaturas inocentes de la naturaleza, como las liebres y los ciervos, había que matarlas para que no causasen daños. ¿Por qué habría que tratar mejor a las bestias que querían traernos el bolchevismo? Las naciones que no se librasen de los judíos perecerían.»
En conversaciones posteriores con el embajador húngaro Döme Sztojay, Ribbentrop indicó que tenía noticias de aproximaciones de los húngaros a los británicos y a los estadounidenses en los que se utilizaba a los judíos del país como instrumento de negociación, y acompañó esta información con críticas al «estancamiento» de la legislación antisemita. Este intento de ejercer una tosca presión diplomática sobre el Gobierno húngaro fue rechazado por el primer ministro Miklós Kallay, que se negó en un discurso a «reubicar» a los judíos mientras no se materializase algún destino, un modo sumamente hábil de desconcertar a los nazis. Hitler, ante la evidencia creciente de que los húngaros estaban a punto de emular a los italianos y negociar la paz, ordenó en febrero de 1944 que se iniciasen los preparativos para la Operación Margarethe, la ocupación de Hungría. Insólitamente, Hitler incluyó en las órdenes de poner en marcha a la Wehrmacht la información secreta de que la inminente deserción de Hungría de las filas del Eje se debía a la traición de una parte del sector de aristócratas reaccionarios «relacionado con los judíos». Mientras dos divisiones mecanizadas penetraban en Hungría, Hitler se entrevistaba con Horthy en el castillo de Klessheim, y le obligaba a reconstruir su Gobierno. Döme Sztojay se convirtió en primer ministro. Hitler comentó también que «Finlandia sólo tenía seis mil judíos y había que ver la actividad subversiva que estos pocos habían sido capaces de desplegar para que Finlandia no se mantuviese firme». Horthy accedió a suministrar cien mil judíos como trabajadores forzados para las fábricas de aviones subterráneas de Speer. Lo consideró una oportunidad de librarse de los judíos no asimilados, a los que odiaba.
Tras los pasos del Ejército invasor iba un gran contingente de policías y SS entre los que se incluían doscientos hombres del destacamento de operaciones especiales dirigido por Eichmann que había planeado ya su actuación en la base de Mauthausen. Era un equipo experimental en el que figuraban Franz Abromeit, Theodor Dannecker, Hermann Krumey, Franz Novak y Pieter Wisliceny. Instalaron sus oficinas en el Hotel Majestic de Budapest, situado convenientemente al lado del cuartel general de la policía húngara. A la mañana siguiente de la ocupación se organizó un Consejo Judío Central para conseguir un control global de la población judía. El equipo de Eichmann aprovechó la ocasión para amueblar su cuartel general con lienzos de Watteau y un piano de cola donados por los aterrados judíos. Wisliceny estableció simultáneamente estrechas relaciones de trabajo con tres personajes recién nombrados para cargos en el Ministerio del Interior: Laszlo Endre, el ministro, Laszlo Baky, el funcionario que estaba al cargo de la policía, y Laszlo Fereneczy, jefe de la gendarmería. Los tres eran antisemitas decididos.
La SS, dado que tenía ya control directo sobre la población judía a través del Consejo, podía dejar en manos de los propios húngaros la exclusión socioeconómica de los judíos. El Gobierno de Sztojay se pasó un día redactando y aprobando más legislación antisemita. Se cerraron los negocios considerados judíos. Se expropiaron las granjas. Y se excluyó a los judíos de las profesiones a las que aún tenían acceso. Se les confiscaron libros, coches, aparatos de radio y teléfonos. Se procedió luego a la identificación, con el cardenal católico Seredi librando una lucha en la retaguardia para excluir al nada despreciable número de judíos conversos de la obligación de llevar la estrella de David. Mientras Dannecker procedía a la detención de unos ocho mil judíos escogidos, muchos de los cuales eran simplemente médicos y abogados que figuraban en la guía telefónica, Eichmann concretó los detalles de las inminentes deportaciones con sus interlocutores húngaros. Se dividió el país en seis zonas. Gendarmes húngaros reunirían a los judíos de las áreas rurales y los concentrarían en guetos urbanos para su traslado posterior a los campos de concentración de zona. La decisión de iniciar deportaciones en las dos zonas más orientales fue consecuencia de la proximidad de los soviéticos y un medio de fomentar la ilusión de que los judíos del sector central del país estarían seguros, aunque mientras tanto se sacrificase a los de territorios más exiguos. Se expulsaba de los pueblos a los judíos de cada zona y luego se saqueaban sus casas; los gendarmes de los puntos de agrupación locales y regionales los despojaban después de todo lo que llevaran encima. Varias personas murieron por las torturas a las que fueron sometidas para que revelasen dónde tenían ocultos objetos de valor. Se fueron peinando sistemáticamente cada una de las zonas hasta que los pelotones de búsqueda de la policía húngara llegaron a los suburbios de la capital. En Budapest, donde vivían doscientos mil judíos, se obligó a éstos a trasladarse a edificios de viviendas próximos a las fábricas y a las estaciones donde se consideraba que su presencia contendría a la aviación aliada. El número de viviendas que les asignaron estaba sujeto a una constante contracción. Como no era probable que la deportación de los judíos de Budapest pasase inadvertida, estaba previsto organizar una serie de explosiones y ataques a policías que, junto con pruebas de una supuesta especulación monetaria judía, legitimarían las detenciones y las deportaciones. Esta técnica ya se había utilizado en París.
Los primeros trenes experimentales de deportados salieron de Hungría a finales de abril de 1944. Se obligó a los viajeros a enviar postales tranquilizadoras desde un lugar llamado «Waldsee», que quienes las recibieron en el Consejo Judío de Budapest no pudieron localizar en ningún mapa. Alguien examinó más detenidamente las direcciones escritas a lápiz y se dio cuenta de que las letras «-itz» eran aún visibles después de que se hubiese borrado Auschwitz y sustituido por «Waldsee». Eichmann pidió a Himmler más medios de transporte y se pusieron a su disposición locomotoras y vagones de mercancías suficientes para cuatro trenes de cuarenta y cinco vagones, mientras una conferencia del Reichsbahn celebrada en Viena a primeros de mayo, a la que asistieron gendarmes húngaros, planificaba la ruta política y logísticamente menos problemática. En cada tren iban tres mil personas, es decir, doce mil deportados por día, y los escoltaban gendarmes húngaros hasta Kassa, donde se hacían cargo de ellos las autoridades alemanas para el resto del viaje de tres días hasta Auschwitz. En esta etapa, los judíos no tenían ya equipaje ni pertenencias personales, sólo la ropa que llevaban puesta. Dada la enorme escala de la tarea, fueron destinados a Auschwitz una serie de especialistas en el asesinato a gran escala, entre los que figuraba el antiguo comandante Rudolf Hoess. Este último, ascendido a subjefe de la Inspección de campos de concentración en noviembre de 1943, solicitó el traslado temporal a su antiguo puesto para poder presidir lo que se denominó con bastante falta de modestia «Aktion Hoess». Se reabastecieron los crematorios, se reforzaron las chimeneas, se tendieron nuevas vías férreas y se excavaron pozos de incineración de cuarenta a cincuenta metros para los problemas de eliminación de cadáveres que se preveían. La grasa humana se reciclaba allí mismo, utilizándose para aumentar la viveza del fuego de los crematorios. El Sonderkommando de Auschwitz se reforzó con 860 hombres, junto con otros 2.000 para seleccionar el botín en el almacén «Canadá». De los 438.000 judíos húngaros enviados a Auschwitz fueron seleccionados para exterminio a través del trabajo aproximadamente un diez por ciento. A los demás, se les redujo a humo y a polvo.
Hubo una demora imprevista en la aniquilación de los judíos húngaros. El 6 de julio de 1944, Horthy proclamó que no toleraría más deportaciones. Diez días después, pidió a Hitler que retirase todo el personal de la Gestapo y de la SS y declaró que no confiaba ya en el Gobierno de Sztojay. Endre y Baky fueron detenidos. Hitler manifestó su extremo disgusto y exigió medidas inmediatas contra los judíos de Budapest, exigencia que respaldó con el envío de dos unidades blindadas más a Hungría. Eichmann continuó con su tarea a pesar de Horthy, enviando a Auschwitz a mil setecientos judíos de un campo situado a treinta kilómetros de la capital. Cuando Horthy se enteró de esto, a través del Consejo Judío, hizo detener el tren en la frontera y dio orden de que los judíos regresasen. Eichmann decidió engañar a Horthy, a quien llamaba en privado «el viejo idiota» (der alte Trottel). Unos días después, Eichmann detuvo a todo el Consejo Judío en sus oficinas, donde sus miembros permanecieron hasta última hora del día, preocupados por el toque de queda inminente, mientras los camiones se llevaban a los judíos que Horthy acababa de indultar a Rakocsaba, desde donde se les envió a la muerte. Es esta maldad implacable lo que hace vacilar a algunos ante la trivialidad de la expresión «banalidad del mal» para describir a personas como Eichmann, ya que no transmite del todo la voluntad de los afectados de eludir o superar todos los obstáculos.
Horthy, furioso por este engaño y consciente de la dirección en que soplaba el viento estratégico, comunicó en agosto que los judíos de Budapest serían dispersados por campos del interior del país. Parece ser que a Eichmann le llamaron a Berlín, donde se anunció la disolución de su equipo. Fueron a recuperarse al Plattensee. Si Horthy estaba planeando cambiar de bando, sus propósitos se vieron frustrados por la llegada de Erich von dem Bach-Zelewski y el Übermensch nazi Skorzeny, que raptaron a su hijo y vicerregente, y se lo llevaron en avión a Mauthausen metido en un cajón. El Gobierno de Geza Lakatos fue rápidamente sustituido por el del dirigente de la Cruz de la Flecha Szálasi, con su extraña mezcla de mesianismo cristiano y patriotería húngara. Eichmann regresó a Budapest. Como había cesado la operación de Auschwitz, Eichmann exigió que los húngaros enviasen a pie a cincuenta mil judíos hasta la frontera de Austria y que se concentrase en un gueto a los que quedaban en Budapest. Tres columnas de judíos partieron en esa odisea de ciento cincuenta kilómetros. Los que llegaron fueron internados en Mauthausen. A pesar del cerco soviético de la capital húngara, Eichmann y Dannecker insistieron en seguir organizando envíos de judíos al Reich hasta que huyeron de la ciudad con las últimas tropas alemanas. Estos hombres, cuya culpa no merece redención y que desarrollaron un complejo propio de mártires, realizaron sus tareas con la meticulosidad del burócrata que apaga las luces antes de abandonar la oficina.
Muchos de los judíos que sobrevivieron a estas marchas mortíferas hasta Alemania fueron destinados a las fábricas subterráneas de armamento de la SS. A medida que se contraían las fronteras del Nuevo Orden Nazi, se iba ampliando el imperio interior de campos de concentración industrializados de la SS en las zonas que no castigaban continuamente los bombardeos aliados. Para ello hubo que trasladar a veces las fábricas a emplazamientos subterráneos. Uno de estos agujeros infernales tristemente célebre fue el complejo subterráneo excavado bajo las rocas de Kaunstein, al norte de Turingia. Las antiguas minas de anhidrita y de yeso se emplearon en los años treinta para almacenar combustible y sustancias químicas en una serie de naves laterales. A finales de agosto de 1943, se trasladó a Kaunstein a un primer grupo de internos de Buchenwald para que convirtiesen las minas en una inmensa fábrica subterránea que produciría cohetes V2 en serie. Este grupo inicial se utilizó para construir con explosiones y perforadoras grandes salas de montaje y se les obligó a dormir en pozos laterales sin ventilación, acosados por las explosiones periódicas y el ruido de las mezcladoras de cemento, las perforadoras neumáticas y las nubes de polvo. Las paredes estaban cubiertas de humedad. Para desplazarse por allí sólo se contaba con la luz que podían proporcionar las lámparas de carburo en medio del polvo remolineante, y los prisioneros tropezaban con los cables en una oscuridad en la que resonaban gritos incomprensibles y golpes salvajes. Los turnos de trabajo duraban doce horas y la tarea consistía en retirar a mano grandes piedras. Cualquier signo de cansancio, como no desplazarse a paso ligero, provocaba un ataque mortal de los guardias de la SS. No había agua; latas de gasolina cortadas proporcionaban un servicio sanitario primitivo. Murieron allí casi tres mil prisioneros entre octubre de 1943 y marzo de 1944, en esta etapa preparatoria de la operación. Otros mil internos enfermos perecieron en el largo y lento viaje hasta Bergen-Belsen y Lublin, una vez agotada su capacidad de trabajo. Albert Speer felicitó al comandante del campo por la rapidez con que había construido y puesto en marcha la fábrica, mostrando una insensibilidad característica respecto a cómo se había logrado la hazaña.
Tras esto, fueron transferidos hasta doce mil internos de otros campos a lo que se convirtió en un complejo de campos de concentración diferenciados conocido como Dora-Mittelbau I, con su propio anillo de cuarenta campos satélites, Mittelbau II, III, etcétera, en los que había casi veinte mil personas. En marzo de 1945, había en este complejo disperso unos cuarenta mil prisioneros. Bajo la mirada indiferente de los capataces e ingenieros alemanes, entre los que destacaba el principal científico de cohetes, profesor Werner von Braun, los prisioneros trabajaban en cadenas de montaje subterráneas y llegaron a producir hasta seiscientos cohetes al mes, además de otras municiones. A los sospechosos de sabotaje se les encerraba en una serie especial de celdas, donde los torturaban los agentes del SD o los colgaban de vigas de acero suspendidas sobre el suelo de la fábrica con una grúa. A otros les administraban palizas terribles los SS por iniciativa de los directivos y capataces civiles. Al final de cada jornada de trabajo se acumulaba junto a la sección de primeros auxilios un montón de cadáveres de prisioneros que se habían desmoronado o a los que habían matado los guardias. Según los supervivientes, a estos montones de seres humanos se les otorgaba la misma consideración que a las brochas gastadas o a las herramientas rotas.
En marzo de 1944, un millar de trabajadores esclavos, la mayoría de ellos tuberculosos, fueron trasladados de Dora-Mittelbau a un «campo de recuperación» de Bergen-Belsen, en las landas de Lüneburg. Se unieron allí a unos cuantos miles de judíos supuestamente «privilegiados», con documentos extranjeros, a los que la SS quería utilizar como moneda de cambio en las negociaciones. A partir del otoño, el campo se llenó hasta el límite de su capacidad con prisioneros de otros campos del este amenazados por el avance soviético. Hasta los que habían sobrevivido a Auschwitz consideraron atroces las condiciones de Bergen-Belsen, donde la gente comía hierba o lamía los alimentos derramados por el suelo. Bergen-Belsen, que no estaba conectado al imperio económico de la SS ni era un centro dedicado al exterminio, y en el que se practicaba una moderación que en la SS resultaba contradictoria, era un hediondo matadero. Sin embargo, fueron hacinándose allí cada vez más internos y la enfermedad y el hambre acabaron con cincuenta mil antes de que los liberaran los británicos.
Estos seres humanos desdichados, se hallaban emplazados en la periferia del gigantesco ejército de «trabajadores extranjeros», voluntarios, forzados y esclavos que había en Alemania durante las últimas etapas de la guerra. La cifra más alta registrada de casi ocho millones de trabajadores extranjeros y prisioneros de guerra se alcanzó en agosto de 1944. Desplegados para liberar a los alemanes varones con la finalidad de que pudieran incorporarse a los servicios militares, sin que se hiciese imprescindible utilizar la fuerza de trabajo de las mujeres alemanas, porque eso repercutiría en la moral de la población, los «trabajadores extranjeros» estuvieron sometidos a tendencias contrapuestas de la política nazi, de las que una constante fue el racismo, modificado sólo por circunstancias militares o por exigencias de la economía de guerra. Dicho de una forma simple, la policía de seguridad de la SS procuró aislar a los trabajadores extranjeros de la población civil alemana a través de una serie de medidas degradantes y discriminatorias, que iban desde los humillantes símbolos identificadores fijados en la ropa hasta palizas por bajo rendimiento o ejecución pública de determinadas categorías de extranjeros por tener relaciones con mujeres alemanas. La SS procuraba imponer esta forma ideológico-racial de ver las cosas, sin importarle las consecuencias que pudiese tener para la capacidad de producción de los trabajadores extranjeros o si sus jerarquías raciales cada vez más complejas se ajustaban exactamente a los prejuicios heredados o a la experiencia empírica de la población alemana. Como la noción misma de introducir más «sangre extranjera» era anatema en estos círculos, las políticas draconianas con los trabajadores esclavos extranjeros eran una forma de compensar un acomodo ideológico descarado.
En contraste con esto, los responsables de la administración de la economía de guerra procuraban aliviar las condiciones atroces de los trabajadores extranjeros, no por razones «sentimentales», nunca demasiado estimadas en círculos nazis salvo cuando se referían a los propios alemanes, sino porque eso aumentaba la productividad. La inhumanidad de estos «pragmáticos» se puede apreciar en una declaración política de Fritz Sauckel como principal proxeneta de mano de obra extranjera, situado a medio camino entre los Speer de este mundo y los dogmáticos raciales implacables. «Hay que recordar», declaraba, «que el rendimiento, incluso de una máquina, está condicionado por la cantidad de combustible, la destreza y el cuidado que se aplican a ella. En el caso de los hombres, incluso de una raza inferior, ¡cuántos factores más hay que considerar que en el caso de una máquina!». Estas distinciones no eran absolutas sino temporales y tácticas, pues había escasas pruebas de que el aspecto «pragmático» suscitara demasiada preocupación cuando las armas alemanas estaban conquistando Rusia y la mano de obra era relativamente abundante. Entonces no fue causa de inquietud la muerte de tres millones de prisioneros de guerra soviéticos o, por reducirlo a su mínimo, el éxodo misterioso de judíos que se podían haber empleado como mano de obra. Si hubiese cambiado la suerte de las armas alemanas, es dudoso que se hubiese vuelto a oír hablar a los defensores de la liberalización contra aquellos cuyos planes incluían el aplastamiento de los territorios ocupados del Este.
Estas cuestiones políticas de alto nivel se planteaban en una sociedad que estaba acostumbrándose a la existencia de una inmensa subclase que realizaba tareas que los Herrenmenchen alemanes no iban a realizar en el futuro. Las disputas contemporáneas sobre las indemnizaciones centran inevitablemente la atención en la dirección y los accionistas de inmensas corporaciones, lo que se ajusta a una demonología izquierdista miope. Pero la complicidad nunca se limitó a los habitantes de las salas de sesiones, que no eran en general los responsables de que se atizase a trabajadores extranjeros recalcitrantes con una pala en la cabeza, por muy culpables que fuesen de organizar el marco en el que esto sucedía. Aunque algunos ideólogos nazis lamentaban que la mano de obra extranjera acabase produciendo una nación de ociosos mimados, por no hablar de la desaparición de la capacidad de desempeñar actividades populares como la silvicultura o la minería, esto era a menudo un pequeño precio a pagar si se consideraba la perspectiva del ama de casa alemana normal y corriente, del campesino o del obrero. La mano de obra extranjera forzada era el dividendo más tangible de la victoria. Los hogares alemanes modestos podían recurrir a los servicios domésticos del siglo anterior, disponiendo de una sumisa criada polaca o ucraniana, en vez de una muchacha campesina alemana, que limpiaba la casa o se ocupara de los niños. Rústicos modestos podían hacerse los señores con prisioneros de guerra franceses o polacos convertidos en peones agrícolas. Los mineros alemanes (probablemente el trabajo civil más seguro en época de guerra, porque casi todos eludieron el reclutamiento) podían descansar mientras los rusos se encargaban de sus cuotas de producción, y se les negaba el pan o se les atizaba un golpe con una pala si se hacían los remolones. Hay pocas pruebas de que se practicase la solidaridad internacional en las minas.
En contraste con los judíos, a los que se llevaba a otros sitios para asesinarlos, los malos tratos a los trabajadores extranjeros se producían delante de las narices de la población civil. Difícilmente se podía evitar verlos, aunque muchos debían de conseguirlo sin duda, andando tristemente por las calles. Los campos de la SS se desplazaron hasta las fábricas y los trabajadores extranjeros trabajaban bajo supervisión alemana, con algunos trabajadores transferidos a destacamentos de guardias de fábrica internos. Además, la coerción policial sólo se daba cuando los trabajadores alemanes (seguidos por sus capataces y jefes) habían decidido que era necesario plantear el problema. Entonces, la Gestapo detenía en sus propias instalaciones a los «gandules» o bien los enviaba a un Campo de Educación de Trabajadores, donde por espacio de unas semanas se «enseñaba» a los infractores lo que significaba el trabajo. Solían estar acompañados por «holgazanes» alemanes enviados allí por las mismas razones.
Los nazis también descubrieron que su racismo «científico» oficial, con sus jerarquías esquemáticas de trabajadores «occidentales» y «orientales», no se correspondía automáticamente con los prejuicios «anticientíficos» informales de su propia población. El prejuicio era inmune a la ingeniería social. La mayoría de la población detestaba cordialmente, en contra de la posición oficial, al pariente holandés y a los aliados italianos. Los primeros no ocultaban su hostilidad a los alemanes, mientras que los segundos se mostraban desdeñosos con la salchicha de hígado y el chucrut, eran indolentes en el trabajo y solían asaltar a las mujeres con promesas de amor eterno. El rencor hacia los italianos, hasta entonces unos privilegiados, se convirtió en hostilidad abierta hacia los seiscientos mil «internados militares» italianos que estaban detenidos en Alemania.
Se mantenía a los italianos en condiciones deplorables, en campos cuyas condiciones se parecían a las de los rusos supervivientes. Algunos de sus más altos mandos fueron asesinados a sangre fría. No sólo se les despojó de todas sus pertenencias personales, incluidas mantas y zapatos, sino que además estaban tan subalimentados que a veces parecían «esqueletos vivientes». Por otra parte, una vez distribuidos por la economía alemana, estos italianos estaban expuestos al «rechazo y el desprecio gélidos» de la población civil, y a veces a la violencia de trabajadores que les consideraban «traidores». La menor de sus tribulaciones era que les escupiesen. Estos italianos buscaban en vano la solidaridad de otros prisioneros y trabajadores extranjeros, que los rechazaban como antiguos confederados de los nazis. Los badoglios no habían caído cautivos de los alemanes de una forma honrosa, y por lo tanto no merecían los derechos que se otorgaban a otros prisioneros de guerra de acuerdo con la Convención de Ginebra. Algunos alemanes, cuyas opiniones recogió el SD, consideraban que los italianos se merecían un tratamiento similar al de los judíos, como la «basura de la humanidad»; otros, que el trabajo debía ser una forma de castigo. Una vez distribuidos por la economía, muchos civiles alemanes protestaban por su actitud hacia el trabajo. Un grupo de jóvenes marinos italianos que estaban en Francfort del Oder y a los que habían mandado trasladar ladrillos unos veinte metros, lo hacían negligentemente, con una mano en el bolsillo y sosteniendo con la otra un solo ladrillo, al ritmo de un «cortejo fúnebre». Algunos italianos no acababan de comprender que los alemanes eran ahora los «capataces de Europa», y holgazaneaban con el cuello de la chaqueta subido y las manos en los bolsillos mientras su capataz alemán sudaba arreglando las carreteras. Había grupos de italianos por todas partes que tenían la temeridad de molestar a las alemanas que pasaban con canciones y silbidos.
En contraste con la hostilidad general hacia los italianos, las relaciones entre los alemanes y otros grupos de extranjeros no siempre se ajustaban a las expectativas nazis. La esquematización rígida se desmoronaba ante complejas realidades humanas. En regiones acostumbradas a la mano de obra estacional era difícil inculcar a los campesinos alemanes las diferencias entre los trabajadores emigrantes de preguerra y los ilotas del periodo de guerra. Puede que a los primeros se les hubiese explotado como mano de obra barata y que se hablase de ellos en términos despectivos como «polacos de mierda», pero no por ello dejaban de ser seres humanos con los que los alemanes podían bailar, comer, dormir y celebrar culto en la iglesia. Nada de este contacto humano elemental era permisible desde la perspectiva biologista nazi, pero las cosas no les parecían así a los devotos bávaros y silesios que compartían creencias religiosas con los católicos polacos o a mujeres cuyos maridos estaban en la guerra mientras ellas trabajaban solas en granjas remotas. En ese marco, la ideología contaba poco o nada. La necesidad elemental de calor humano y de consuelo íntimo lo era todo.
Ambas partes se arriesgaban a tener que pagar un alto precio por las relaciones íntimas, de las que sólo sabemos por denuncias que hacían a la Gestapo otros alemanes. A cualquier polaco u «oriental» que se descubriese que mantenía relaciones sexuales con una alemana se le podía ejecutar, aunque se reconocía que las mujeres polacas eran más vulnerables a la explotación por parte de alemanes en posiciones dominantes. La justicia era sumamente tosca y se prescindía de procedimientos jurídicos; se ahorcaba a los polacos y se exponía a la humillación pública a las mujeres alemanas, algunas de las cuales puede que hubiesen sido violadas por los polacos, provocando tanto la humillación ritual, que incluía cabezas afeitadas y picota, como cierto número de ejecuciones públicas, el que alguien comentase que «las empulgueras y las cámaras de tortura son lo único que falta; entonces estaremos otra vez plenamente en la Edad Media». Otros acudían en gran numero a contemplar el bárbaro espectáculo.
NACIMIENTO DEL MITO
Mientras convergían en el Reich fuerzas americanas y rusas, la aviación aliada surcaba el cielo con absoluta impunidad, en corrientes plateadas que dejaban rastros de vapor blanco o como un monótono estruendo vibrante de motores a través de la noche. Se arrojaron más bombas en el último trimestre de 1944 que en todo 1943. En el primero de 1945, los británicos y los estadounidenses lanzaron el equivalente a una quinta parte del tonelaje de bombas de toda la guerra. El ataque que motivó la polémica más perdurable fue el que efectuó la aviación angloamericana contra la capital sajona de Dresde la noche del 13/14 de febrero de 1945. Uno de los relatos más detallados de lo que era estar en una ciudad que ardió con tal intensidad que la noche se convirtió en día lo dejó en sus diarios Victor Klemperer. En determinado momento, su esposa Eva se detuvo a encender un cigarrillo y al darse cuenta de que no tenía cerillas recurrió a algo que estaba ardiendo en el suelo. Era un cadáver. Murieron unas treinta y cinco mil personas, aunque el número exacto puede haber sido más elevado, ya que se dio más importancia a quemar los cadáveres que a contarlos. La participación de la SS y los métodos utilizados (amontonar cadáveres sobre un enrejado de traviesas de ferrocarril empapadas en gasolina) plantean una serie de cuestiones.
El ataque contra Dresde, lo mismo que los ataques convencionales y nucleares contra el Japón, se debió en parte al miedo a que los ejércitos aliados sufriesen un enorme número de bajas en una conquista de Alemania que podría ser larga. Los comandantes aliados no tenían ningún motivo para dudar de la propaganda nazi, según la cual se defenderían hasta la última bala ciudades fortaleza con resistencia de guerrillas a posteriori. Se emitieron realmente órdenes de formar unidades «Hombre Lobo» para el periodo de posguerra. Carecen de credibilidad las alegaciones de la antigua República Democrática Alemana en el sentido de que el bombardeo de Dresde estaba destinado, como las bombas atómicas, a contener a Stalin. Churchill, tras convencerle de que iniciase su ofensiva hacia el oeste antes de lo que él quería, se ofreció a ayudarle impidiendo el despliegue en el este de fuerzas alemanas mediante la destrucción de importantes nudos de comunicación en la Alemania oriental. Estos objetivos eran evidentes: Leipzig, Chemnitz y Dresde. El 8 de febrero de 1945, los estadounidenses informaron a los soviéticos de que había programados ataques a Dresde cinco días después. Los rusos se negaron a vetarlos. El comando de bombarderos de las fuerzas aéreas británicas decía en sus notas informativas sobre el ataque:
«En pleno invierno, con numerosos refugiados dirigiéndose hacia el oeste y con soldados de permiso, los tejados son de gran valor, no sólo para dar cobijo a los trabajadores, los refugiados y los soldados, sino para albergar los servicios administrativos desplazados de otras áreas. Dresde, que era famosa por su porcelana, se ha convertido en una ciudad industrial de gran importancia, y, como cualquier gran ciudad, con sus múltiples servicios ferroviarios y telefónicos, es de gran valor para controlar la defensa de esa parte del frente amenazada en este momento por el avance del mariscal Koniev.»
Gran parte de esto era muy superficial y ocultaba un propósito cuya justificación se ha discutido desde entonces. Fuese como fuese, lo cierto es que Dresde no era una «ciudad industrial de gran importancia». La polémica se inició en la época, con un informe revelador de un oficial de la aviación inglesa al SHAEF (fuerza expedicionaria aliada del cuartel general supremo) que dio motivo a un despacho de Associated Press en el que se afirmaba que había habido un cambio de política hacia «el bombardeo deliberado para sembrar el terror en los centros de población alemanes». En realidad, esa política se había practicado durante los dos años anteriores. Churchill empezó a distanciarse de Harris, aunque moderase el tono de un memorando que criticaba «los meros actos de terror y destrucción injustificada» en favor de una formulación más anodina en que se decía que ese tipo de bombardeos ponía en peligro el acceso de Inglaterra después de la guerra a los materiales de construcción alemanes. «Bert» Harris no hizo ningún caso de esto. Desdeñó lo que confundió con sentimentalismo y escribió: «El tipo de sentimiento que está causando lo de Dresde podría explicarlo fácilmente cualquier psiquiatra. Está relacionado con las bandas de música alemanas y las pastoras de Dresde». Harris insistió en que Dresde era un objetivo legítimo, cuya destrucción había acortado la duración de la guerra. Utilizando aún tonos brutales que sus amos políticos consideraban ya impropios y haciéndose eco del famoso obiter dictum de Bismarck sobre los Balcanes, añadía malévolamente: «A mí personalmente no me parece que todo el resto de las ciudades de Alemania valgan los huesos de un granadero inglés».
La guerra terrestre llegaba a su fin. Durante el invierno de 1944-1945 los soviéticos lanzaron ofensivas ininterrumpidas en las fronteras orientales de Alemania y Austria, apoderándose de las regiones industriales de Silesia a finales de enero. Entre enero y marzo de 1945, Hitler trasladó el Sexto Ejército Panzer de la SS reorganizado de «Sepp» Dietrich desde las Ardenas como punta de lanza de una última ofensiva localizada («Operación Despertar de Primavera») en Hungría, para asegurar los últimos suministros de petróleo de Alemania. Los rusos lo aplastaron. Las defensas de las regiones orientales de Alemania, es decir Prusia oriental, Pomerania y Silesia, se las confió al más fanático de sus generales, junto con el Gauleiter del partido Koch y Hanke. Se puso a Himmler al mando del nuevo Grupo de Ejército del Vístula, con lo que pudo realizar su ambición de mandar un Ejército en campaña en vez del Ejército de reemplazo. Su exhortación inicial a los oficiales fue una perorata intrascendente, en la que se prevenía a los descendientes directos del «Alte Fritz» de que serían fusilados sumariamente si no rechazaban a las «hordas bolcheviques, esas bestias destructoras de todo orden humano». Pour encourager les autres, fue ejecutado un alto mando de la SS por sus fallos en la defensa de Bromberg. Himmler fue un desastre sin paliativos como comandante de campaña, tal como reconoció con pesar Hitler. Goebbels comentó con bastante exactitud que el Reichsführer-SS «es sin duda alguna un perfeccionista, pero no un caudillo militar». Los reductos orientales, incluidas las ciudades de Breslau y Königsberg, fueron tomados todos por el enemigo tras una lucha feroz, a causa de la cual se evacuó a los civiles demasiado tarde.
En el oeste, los ejércitos angloamericanos cruzaron el Rin con la intención estratégica de dividir y destruir a las fuerzas enemigas del norte y el sur de Alemania. Quedaron cercados dentro de la caldera del Ruhr unos trescientos mil soldados alemanes, cuyo comandante Model prefirió suicidarse a rendirse. Alemania había perdido la única conurbación industrial que le quedaba. En las ciudades del Ruhr se cometieron más atrocidades, la Gestapo asesinó a presos alemanes y a miles de prisioneros soviéticos empleados como trabajadores extranjeros, la mayoría detenidos por saqueo, en Bochum, Dortmund, Essen y Gelsenkirchen. Bradley y Patton, tras destruir una bolsa de resistencia en los bosques del Harz, avanzaron hacia el Elba, donde las tropas americanas se encontraron a finales de abril con el Ejército Rojo en Torgau, intercambiándose enseñas y gorras en medio del júbilo general. Los ejércitos británicos y canadienses conquistaron el noroeste de Alemania. En una campaña destinada a reforzar su pretensión de disponer una zona de ocupación independiente, fuerzas francesas al mando de Lattre penetraron en el suroeste de Alemania, mientras el Séptimo Ejército de los Estados Unidos entraba en Austria y enlazaba en el Brenner con fuerzas aliadas procedentes del norte de Italia. Estas ofensivas no dieron tiempo al Ejército alemán para consolidarse y negaron a Hitler un bastión turingio o alpino desde el que organizar una recuperación milagrosa de la suerte nazi. Estos últimos acontecimientos influyeron mucho en su suicidio posterior.
La derrota de la Alemania nazi se experimentó de muchos modos, cuando los caminos de los dirigentes y de los dirigidos se separaron. Muchos soldados y la mayoría de los civiles querían que llegase el final lo antes posible. Como no hay ninguna razón para dudar que muchas de estas personas habían apoyado a los nazis, lo que experimentaban debió de parecerse a una pérdida de fe. Para algunos, las confusiones psicológicas del periodo resultaron insoportables. «Murió en el año 45 de dolor, por dentro, por lo mucho que se había equivocado.» Decía también: «Ese canalla [Lump] de Hitler. ¿Cómo pudo él? [...] No le parecía bien lo que pasaba entonces. Murió a finales del año 45. Veías [...] cómo iba encogiéndose cada vez más por dentro, de día en día. No lo superó. Simplemente se fue apagando despacio», recordaba una mujer de su suegro, un empleado de ferrocarril que apoyaba a los nazis. Otros, en el Ejército, en la Gestapo o civiles, se desahogaban con el que tuviesen a mano, lo que significaba desertores, delincuentes juveniles y trabajadores extranjeros desplazados de sus campos, a los que hacían responsables de la derrota y del hundimiento del orden público. Porque en los últimos meses de la guerra los robos, las violaciones y los saqueos se hicieron endémicos en algunas zonas. Y en su forma organizada incluían «bandas» híbridas de delincuentes alemanes y de trabajadores extranjeros cómplices. Estos últimos tenían pocas alternativas, porque de haber huido de los campos, o si éstos hubiesen sido bombardeados, no tenían otro medio de supervivencia. A los miembros de estas bandas los ahorcaban a veces en público cuando los cogían, como en Colonia en octubre de 1944, o los linchaban civiles alemanes airados.
Los órganos de represión siguieron funcionando con mortífera eficacia, en los campos de concentración, con sus matanzas de venganza del último momento, en las marchas de la muerte, donde a los que ya no podían caminar les pegaban un tiro al borde del camino, o en los cráteres de las bombas de las ciudades importantes, que se llenaban de trabajadores extranjeros y delincuentes alemanes ejecutados. En las marchas de la muerte se trasladó al interior del Reich un número enorme de los tres cuartos de millón de personas que aún quedaban en los campos de concentración. Un cálculo por lo bajo de los que murieron en route es de un cuarto de millón, de los que eran judíos sólo la mitad, lo que hace difícil considerar el antisemitismo la razón exclusiva de esta conducta bárbara. Muchos caminaban descalzos por la nieve y eran vigilados por guardias que ya no recibían órdenes y que mataban a los que mostraban signos de agotamiento. También ametrallaron gente en el mar, y quemaron a miles de personas en pajares, y, a veces, seguían las rutas más difíciles aposta para que murieran sus cautivos. A algunos guardias, hombres y mujeres, les impulsaba el deseo vengativo de matar al mayor número de prisioneros mientras les quedase tiempo aún; otros se aferraban a lo que mejor conocían, que en este caso era matar. En el núcleo podrido de este régimen, la derrota se estaba transformando en un espectáculo de la historia del mundo. En el nivel más elevado, los actores principales optaron por un drama apocalíptico de oropel, interpretado con la mirada puesta en la posteridad, en la que había otra gente (se incluía sobre todo al pueblo alemán) que eran extras cuya vida no tenía importancia. El sentimentalismo anterior respecto a la nación y la raza alemanas fue sustituido por un desprecio absoluto hacia un pueblo que no había sido capaz de superar la prueba de grandeza. Es importante no investir estas escenas lastimosas de una grandiosidad injustificada, ya que el tiempo teatral se compró con vidas humanas.
A finales de 1944, las fuerzas armadas alemanas contaban aun con diez millones de hombres, o el doble de los que tenían cuando Alemania entró en la guerra en septiembre de 1939. A pesar de la composición degradada de estas fuerzas, Hitler se negó a desplegar dos millones de soldados de los puestos avanzados del imperio, Austria, Hungría, Italia, Noruega, los Balcanes y el Báltico, para defender Alemania. Estas tropas podrían resultar un instrumento de negociación útil si los Aliados occidentales reñían con los soviéticos, que era la única gran estrategia de que disponía Hitler. El jugador más tristemente célebre de la historia había agotado su reserva de trucos. Concentrado en deshacer las coaliciones enemigas, carecía por lo demás de una estrategia creíble para la defensa del propio Reich, aparte de un deseo nihilista de no dejar nada en pie tras de sí, si sucedía lo peor.
Los que tenían ideas para aplazar la derrota se veían frustrados por la falta de recursos. Por ejemplo, en marzo de 1944, el mandamás de los tanques, Guderian, recomendó la formación de una reserva blindada de ataque, pero eso quedó en nada porque ya no estaban disponibles las máquinas, aunque sí los hombres, en las cantidades requeridas. En mayo de ese mismo año, se contaba con que hubiese mil cien tanques nuevos y piezas de artillería móvil disponibles, de acuerdo con la producción prevista; el número que acabó entregándose a fuerzas sumamente dispersas fue de un centenar. Un Ejército cuya movilidad había sido legendaria se desplazaba cada vez más frecuentemente a pie o en bicicleta, en la medida en que podía desplazarse, estando como estaba sometido el país a ataques imprevisibles de cazabombarderos que volaban muy bajo. Al cabo de un año, Hitler se vio reducido a dirigir los movimientos de tanques individuales. Su régimen, en vez de reconocer la superioridad absoluta de la potencia de fuego aliada, recurrió a la subversión interior como clave de las desdichas de Alemania. La solución instintiva fue reforzar la coerción. La moral del Ejército regular se mantenía cada vez más mediante tribunales militares itinerantes, que dejaban a desertores y desilusionados muertos de un tiro o ahorcados al borde de un camino. A los cadáveres les ponían letreros que decían: «Soy un desertor». Espectáculos corrientes desde hacía tiempo en los Balcanes, Ucrania y Rusia, y que se habían filtrado últimamente hasta Italia y Francia, empezaron a ser moneda corriente en las calles de Alemania. A partir de marzo de 1945, Hitler, emulando a Stalin, excluyó de la ayuda económica del Estado a las familias de los que habían sido capturados sin estar gravemente heridos. Estas medidas no hicieron gran cosa para mejorar la moral de los soldados. Según un informe del general Ritter von Hengl, mientras los veteranos en el combate y los jóvenes luchaban con valor, muchos soldados estaban cansados y se mostraban apáticos o eran cobardes y desertores que se dejaban capturar. La marea de los que se rendían a los Aliados occidentales pasó de poco más de medio millón de hombres en el primer trimestre de 1945 a 4.600.000 un mes más tarde. Estos hombres consideraban que tenían menos que temer como cautivos de los estadounidenses o de los británicos que expuestos a la violencia aleatoria que se aplicaba en su propio bando. Hasta la disciplina draconiana de la Wehrmacht había perdido su poder disuasorio. Con su cinismo característico, Goebbels lamentaba que Alemania no hubiese abandonado la Convención de Ginebra.