CAPÍTULO 5
«LA EXTINCIÓN DE LAS IDEAS DE AYER»:
EUGENESIA Y «EUTANASIA»
A veces se compara a los regímenes totalitarios con «Estados jardín» que pretenden transformar la sociedad erradicando a aquellos considerados «extraños» o «no aptos», de manera que los «aptos» puedan florecer. En la imagen, Heinrich Himmler, jardinero supremo del Tercer Reich, admira un tulipán premiado en un mercado floral a finales de los treinta.
«El Estado de la jardinería». (© Bildarchiv Preussischer Kulturbesitz, Berlín)
LA CRÍA DE LOS MEJORES
Décadas antes de los años treinta, médicos, psiquiatras, científicos y lumbreras de muchos países pensaban que la sociedad industrial urbana estaba produciendo una degeneración biológica. Cohortes crecientes de individuos defectuosos cuyo alcoholismo, cuya conducta antisocial, delincuencia o deficiencia mental se multiplicaban con la herencia, estaban debilitando las naciones. La culpa se atribuía no al entorno o a la pobreza, sino al «plasma germinal» deficiente. «Plasma germinal» fue la expresión que utilizó el biólogo celular August Weismann para denominar lo que nosotros llamamos genes. La medicina y la asistencia social modernas actuaban en contra de la selección natural y perpetuaban esos problemas, por lo que cada avance científico benéfico representaba una victoria pírrica. Estas preocupaciones no eran algo exclusivo de las sociedades predominantemente industriales. En sociedades mayoritariamente rurales, como Islandia o Suecia, el interés por el cultivo de las plantas y la cría de animales se fundió con la preocupación por fenómenos como la sordomudez producida por la consanguinidad, o las supuestas actividades antisociales de los tártaros, cuya apariencia o forma de vida no se ajustaban al decoro social y a los ideales estéticos nórdicos.
Por el exterior las sociedades parecían amenazadas por pueblos más prolíficos, como si el potencial de una nación sólo dependiese en realidad del tamaño de la población. Los franceses temían la prolífica tasa de natalidad de sus beligerantes vecinos del Este, y los alemanes temblaban pensando en las «hordas eslavas». La migración representaba una fuente de angustia eugenésica en diversas sociedades. A los eugenesistas les preocupaba que se estuviese perdiendo el tipo de gente buena o acumulando la mala. En la América del Norte, los anglosajones dominantes estaban preocupados por una parte por la afluencia de europeos orientales y meridionales pobres a los barrios bajos urbanos y por la fecundidad de la «basura blanca pobre» indígena, que estaba debilitando la vitalidad de la raza blanca frente a los negros afroamericanos. Parece ser que los reformadores norteños introdujeron estas concepciones «progresistas» entre los sureños menos instruidos. Los escandinavos lamentaban la pérdida de tipos nórdicos que se iban a América del Norte. Como sería engañoso considerar que se trataba de una preocupación exclusivamente europea, conviene mencionar que en China los eugenesistas achacaban los males del país al mestizaje y pedían que se eliminase a los «elementos no aptos»; y que la eugenesia era tema de actualidad en Brasil y en la India.
Los dispersos adelantados de la eugenesia adquirieron bases institucionales y se inició entre eugenesistas de diversos países una «carrera genética» bastante parecida a la posterior carrera espacial o a la de la cura del sida. La primera cátedra de eugenesia se creó en 1909, en el University College de Londres, ese bastión de progresismo educativo y de inconformismo religioso; la primera institución centrada exclusivamente en este campo fue el Instituto de Biología Racial de Uppsala, Suecia, que se fundó en 1922. El tema atrajo a una amplia gama de personalidades progresistas, como Keynes y los Webb en Inglaterra, estos últimos fundadores de la London School of Economics, otra institución de vanguardia. Pero los iniciadores ingleses de la eugenesia no tardaron en quedar desbordados por los estadounidenses y los alemanes, aunque tanto el New Statesman como el Manchester Guardian siguieran manifestando un interés favorable durante los años treinta. Treinta y cinco estados de los Estados Unidos, empezando por Indiana, acabaron permitiendo la esterilización eugenésica de individuos mentalmente discapacitados. Californa fue el estado que efectuó más esterilizaciones. Filántropos ricos corrieron con los costes del laboratorio de eugenesia de Cold Spring Harbor, y también del Departamento de Genealogía y Demografía del Instituto Káiser Guillermo de Múnich cuando la República de Weimar padecía escasez de fondos. Los eugenesistas alemanes por su parte se entusiasmaron con las leyes de esterilización estadounidenses y la Ley de Limitación de la Inmigración de 1924, indicando que una legislación similar permitiría impedir la entrada en Alemania a los judíos orientales y a los europeos meridionales. Estudios estadounidenses de familias pobres de la llamada «basura blanca», como la de los Juke, o de los descendientes genéticamente buenos y malos de los Kallikak, pudieron incorporarse sin problema al repertorio visual de los nacionalsocialistas. Tanto los eugenesistas estadounidenses como sus admiradores de Alemania destacaban lo mucho que le costaban al contribuyente las familias antisociales como los Juke y los manicomios públicos.
La eugenesia, además de ser una tendencia científica internacional, desbordaba las divisorias políticas convencionales y atraía a entusiastas de ambos sexos. Aunque se incluían entre los eugenesistas sectores periféricos de un antisemitismo extremo, que tendían rutinariamente a querer producir gente nórdica rubia y de ojos azules, había también entre ellos socialistas, e incluso judíos socialistas. En Inglaterra, donde un parlamentario laborista intentó introducir en 1931 legislación que permitiese la esterilización voluntaria, el socialista fabiano Sidney Webb descubrió las cartas que había tras ese entusiasmo cuando proclamó que «ningún eugenesista coherente puede ser un individualista del laissez-faire a menos que abandone la partida desesperado. ¡Debe intervenir, intervenir, intervenir!». Aparte de la credulidad doctrinaria en los poderes profilácticos de la ciencia moderna, algunos socialistas antiliberales querían controlar y reformar las formas de vida de aquellos «lumpenproletarios» que no se ajustaban a su ideal de lo que debía ser la clase obrera. A lo que los izquierdistas autoritarios responderían probablemente que los partidarios del laissez-faire no tienen que vivir al lado de los deliberadamente antisociales.
Pero es importante recordar que la política no se compone sólo de la divisoria izquierda-derecha. La eugenesia era multifacética, presentaba alternativamente rostros duros y blandos según la atmósfera pública del periodo, o a la medida de las circunstancias nacionales. Si a los cristianos no les gustaba el tono de las nuevas éticas progresistas —o la idea de reducir el coste de las instituciones públicas de asistencia mediante la esterilización, sobre todo cuando tenían redes impresionantes de manicomios y residencias de beneficencia como alternativa a la esterilización—, difícilmente podían discrepar mucho de la insistencia de los eugenesistas en que había que tener muy en cuenta las condiciones del futuro cónyuge, la preservación de la familia y las virtudes de una forma de vida morigerada. Había campo para la cooperación en ese ámbito.
Tanto los eugenesistas de derecha como los de izquierda consideraban posible que especialistas y profesionales como ellos planeasen y dirigiesen el futuro de las colectividades biológicas a través de medidas eugenésicas positivas o negativas incorporadas a unos sistemas de sanidad y unos servicios sociales en crecimiento. En el caso inglés el poder y el estatus de los funcionarios frente al de académicos y científicos, y un desdén hacia los sabelotodo «listos», pueden explicar en parte por qué se abordó la eugenesia con más escepticismo que en Alemania, donde el profesorado disfrutaba de aclamación acrítica. En el país de Burke y Hare, de los tristemente célebres «ladrones de cadáveres», había aversión cultural a que se «despiezara» a la gente, mientras que personalidades como G. K. Chesterton exponían con eficacia las objeciones de dos millones de católicos ingleses. La posición de los conservadores tradicionales era compleja y no debería amalgamarse con la de la extrema derecha ni, en este caso, con la de la izquierda «progresista». Los conservadores, que criticaban los costes crecientes de la ayuda social, hablaban también de la tendencia intrínseca de esa ayuda al anonimato y a la burocratización, y de los efectos moralmente corruptores que causaba entre los pobres que dependían de ella, destacando las responsabilidades en vez de los derechos, incluido el deber de individuos y comunidades de practicar la ayuda mutua. Al conservadurismo tradicional lo separaban de las obsesiones del nazismo con la futura salud colectiva de la raza ariogermánica su crítica de la dependencia de la ayuda social, una dependencia que consideraba nociva, y el que hacía hincapié en las obligaciones de los individuos, fuesen ricos o pobres. La eugenesia encajaba mejor en el Estado grande ya que dependía en la práctica de que existiesen ejércitos de «hacedores del bien» profesionales.
Podría hacerse una última observación sobre las relaciones entre la eugenesia, el racismo nazi y la ciencia en general, dado que entre los moralistas con veleidades artísticas circula un talante anticiencia bastante irreflexivo. Como se ha destacado repetidamente, el nazismo invistió de autoridad religiosa las leyes naturales, así que es una ingenuidad culpar de la política inhumana de la Alemania nazi a algo tan nebulosamente hegeliano como el «espíritu de la ciencia», o incluso al carácter tecnocrático de la medicina moderna. Después de todo, no se puede reducir la ciencia a la biología hereditaria, así que criticar su «espíritu» parece ser generalizar demasiado. El nazismo adaptó sin problema la medicina homeopática y holística, y símbolo de ello fueron los cultivos de hierbas medicinales de Dachau y la monopolización de la producción de agua mineral por la SS, y no careció de elementos de moda y de reforma de la vida, relacionados con los efectos perjudiciales del tabaco o con la necesidad de comer pan integral. Esto no sólo era indicio de un interés más general, y mucho menos benigno, por la autenticidad y la pureza, sino también de una forma de pensar que se oponía a la industria capitalista de la alimentación.
La «ciencia» en que se apoyaban las políticas eugenésicas era predominantemente una cuestión de fe, como se hacía evidente cuando científicos responsables y con conciencia ética utilizaban el razonamiento científico convencional para poner en entredicho los principios pseudocientíficos que defendían con tanto celo los eugenesistas. Se destaca más el hecho de que los psiquiatras maltratasen a soldados traumatizados por la guerra que el de que hubiese científicos que dedujesen de la neurosis de guerra que la enfermedad mental podía deberse a un trauma externo y que era curable. En el entusiasmo que manifestaban algunos eugenesistas, y en realidad el propio Hitler, por las supuestas prácticas de sociedades primitivas o antiguas, como los espartanos, no había tampoco nada específicamente científico y eso no nos lleva sin embargo a condenar rotundamente a los clásicos. Se fustigaba rutinariamente el humanitarismo «moderno» por los problemas del presente, y por el desastre a largo plazo al que supuestamente se enfrentaba la colectividad racial si hacía caso omiso de los dictados de la naturaleza. Los vínculos entre esta extraña mixtura y la ciencia moderna no son en modo alguno algo evidente por sí mismo.
Tampoco el internacionalismo de la eugenesia ni el entusiasmo estadounidense o escandinavo por la esterilización explican adecuadamente la escala ni la perversidad sistemática de la política higiénico-racial nazi, por la que no sólo se esterilizó a unas cuatrocientas mil personas en una década, sino que se asesinó premeditadamente también (partiendo de un punto de vista muy distinto) a unas doscientas mil en el programa de «eutanasia» del periodo de guerra. Estas medidas políticas tenían su hinterland, parte de la cual era lo que algunos contemporáneos consideraron un cambio en el clima moral.
En Alemania la I Guerra Mundial produjo una brutalización del sentimiento, una sensación intensa de agravio nacional y de resentimiento por el coste económico y por la pérdida de vidas humanas. A esto último se sumaron las crisis económicas de la República de Weimar, debido a lo cual el equilibrio fue desplazándose gradualmente de las medidas de ayuda social positivas a la opción preventiva más barata de la esterilización. Hubo una reacción similar a la Depresión entre los eugenesistas de otros muchos países. La preocupación esporádica de antes de la guerra por el hecho de que se protegiera, contraviniendo las normas de la selección natural, a individuos que eran una carga económica y que eran además biológicamente nocivos para la salud del organismo racial colectivo, se intensificó con las pérdidas humanas de la I Guerra Mundial, pese al hecho de que en Alemania figuraban entre los muertos unos setenta mil internos de manicomios, que murieron por abandono y subnutrición durante la última parte del conflicto. Observadores perspicaces comprendieron que la propia guerra había cambiado las cosas para peor. Los cambios de estrategia en el campo de batalla, donde las ametralladoras y los gases asfixiantes habían hecho superflua la caballería, tuvieron sus equivalencias en el frente interno. Karl Bonhoeffer, padre del teólogo Dietrich, decía en mayo de 1920 dirigiéndose a la asamblea plenaria de la Asociación Psiquiátrica Alemana, de la que era presidente:
«Casi podría parecer como si hubiésemos sido testigos de un cambio en el concepto de humanidad. Quiero decir simplemente que nos vimos forzados por las exigencias terribles de la guerra a atribuir a la vida del individuo un valor distinto al que se atribuía antes, y que en los años de hambre de la guerra tuvimos que habituarnos a ver cómo nuestros pacientes morían de desnutrición en gran número, aprobándolo casi, sabedores de que quizás a través de esos sacrificios se pudiese mantener con vida a los sanos. Pero al resaltar el derecho de los sanos a seguir vivos, que es una consecuencia inevitable de los periodos de necesidad, se corre el peligro de ir demasiado lejos, el peligro de que la subordinación abnegada de los fuertes a las necesidades de los desvalidos y enfermos, que se halla en el fondo de toda preocupación sincera por los enfermos, deje paso a la exigencia de que los sanos vivan.»
Los debates sobre la eutanasia empezaron antes de 1914 y giraron inicialmente en torno a cuestiones relacionadas con la autonomía individual. No tardaron en convertirse en debates sobre disminución de costes. Así en 1910 el doctor Heinz Potthoff, que era miembro de la asociación liberal progresista Freisinnige Vereinigung, expuso la idea de que sería mejor gastar el dinero de la ayuda social de la nación en los sanos que en «lisiados e idiotas» improductivos. La retórica progresista de esos liberales no era muy distinta de la que utilizarían más tarde los nacionalsocialistas.
Después de la I Guerra Mundial dio considerable prominencia a estas ideas el breve tratado Permiso para la destrucción de vida indigna de vida de Karl Binding y Alfred Hoche, que se publicó en 1920. Binding era un distinguido jurista y profesor universitario que murió antes de que se publicase el tratado. Hoche era un psiquiatra, cuyos méritos para alcanzar la fama incluían una poesía un tanto rimbombante y macabros experimentos con la columna vertebral de víctimas de la guillotina. Destacaban los dos en su tratado la relatividad histórica y espacial del respeto judeocristiano por la santidad de la vida humana en relación con sociedades antiguas o primitivas. El libro instaba a los alemanes del siglo XX a emular a los espartanos y a los inuits, que mataban respectivamente a sus niños enfermizos y a sus padres ancianos. Más o menos por esa misma época, un distinguido psiquiatra estadounidense, el doctor Alfred Blumer ensalzaba a los «bárbaros escotos» que mataban a los recién nacidos deficientes y a sus madres. El progreso parecía hallarse en la regresión a las costumbres de los tiempos antiguos, un indicio seguro de hombres a los que el mundo contemporáneo les resultaba desconcertante. La simple piedad se consumía en vano, ya que «donde no hay sufrimiento no puede haber tampoco piedad alguna». Los autores, tras haber identificado «las vidas indignas de vivir» en un lenguaje correspondientemente morboso y emotivo, afirmaban que a los «idiotas incurables» se les debería matar, lo mismo que a los enfermos terminales o a los heridos incurables, cuyo deseo de morir podía determinarse o presuponerse.
Las preocupaciones elevadas sobre los sistemas morales o sobre la carga emotiva de los parientes de los enfermos no tardaban en quedar desplazadas por las relativas al coste material. Hoche calculaba la carga directa e indirecta que significaban veinte o treinta «idiotas» que viviesen hasta los cincuenta años de edad. Gran parte de la indignación que se hacía patente cuando comparaba a gente apta que perecía en el campo de batalla o en accidentes en las minas con las supuestas vidas sin sentido en los manicomios de «existencias que son un lastre» se puede atribuir al dolor que experimentó al perder a su único hijo en Langemarck más que a la mentalidad que se supone que acompaña a alguien cuyo trabajo científico incluía el andar merodeando por detrás de las guillotinas. Ambos autores se mostraban displicentes en su análisis del método a seguir para obtener el consentimiento o de la forma de aplicar esas medidas sin cometer errores. Se había roto un tabú: se animaba a los médicos a quitar la vida. Siguió un debate que ocupó a un número creciente de profesionales, muchos de los cuales rechazaban inequívocamente esos argumentos, siempre por el margen que otorgaban para los abusos, pese al visible respeto que mostraban los autores por las salvaguardas jurídicas. Entre los adversarios figuraban varios eugenesistas radicales, que argumentaban que el interés por una buena cría selectiva no tenía nada que ver con la cuestión independiente de una buena muerte, pues la finalidad era impedir que naciera «vida indigna de vivir» más que matar a esas personas una vez nacidas. Estas complejidades elementales suelen también pasarlas por alto los que pretenden condenar el aborto, la genética, la eutanasia, etcétera, con las «lecciones» de la Alemania nazi.
No ayudó precisamente a mejorar el destino a largo plazo de los vulnerables Ewald Meltzer, defensor de la esterilización y crítico acérrimo de Binding y Hoche, cuyo estudio informal de padres con niños «idiotas» a su cargo indicaba que muchos de ellos no verían con malos ojos que el Estado los matase encubiertamente. En los comentarios de los que informaba algunos padres esbozaban modos posibles de hacerlo que eran un anticipo de lo que harían los nazis una década después. Meltzer, que escribía en 1936, tampoco desechaba por entero las muertes por «eutanasia», aunque en el caso concreto de la selección por grados de urgencia que se había aplicado durante la guerra y que su generación había experimentado ya. La encuesta sobre opinión paterna que realizó Meltzer a mediados de los años veinte estaba destinada a que la utilizara la propaganda de la «eutanasia» nazi. El hecho de que se hiciese ese mal uso de ella no invalida la veracidad de las opiniones que se manifestaban en ella, opiniones que expresan a veces hoy día los padres de esos niños.
Aparte de los debates sobre eutanasia entre docentes del medio universitario, médicos y juristas, militaban en favor de soluciones radicales otros acontecimientos que marginaban aún más a una gente ya aislada. En primer lugar la crítica de la psiquiatría, tanto desde la izquierda como desde la derecha, como una pérdida de tiempo cara y represiva, y la preocupación del Gobierno de Weimar por reducir costes se unieron para galvanizar a unos cuantos reformadores psiquiátricos como Gustav Kolb y Hermann Simon, abatidos los dos por el abandono terapéutico de los grandes manicomios provinciales. Tras pasarse varios años clamando en el desierto, acabaron consiguiendo que se produjese una reacción profesional y política más favorable a sus actividades locales de asistencia comunitaria y terapia ocupacional, sobre todo porque las reformas ahorraban dinero y medicalizaban la psiquiatría. Entre esas reformas figuraban la atención a pacientes externos y el acogimiento familiar pagado, o la introducción en los manicomios de terapia ocupacional (o trabajo no retribuido). Los beneficios económicos estaban claros y a la vista de todos. Mientras costaba 1.277 Reichsmarks mantener a una persona en el manicomio de Eglfing-Haar de Múnich, los gastos generales por año de una clínica de pacientes externos de Múnich que cubría las necesidades de miles eran de 2.000 Reikchsmarks. Se conseguían también reducciones sustanciales de costes en los manicomios en que trabajaba un 80 por ciento de los pacientes, en la agricultura o en labores industriales livianas como liar cigarros puros o hacer recados y contestar al teléfono, a menudo por salarios mínimos. Estos hechos desmentían las afirmaciones nazis de que los manicomios albergaban «cargas» y «existencias que eran un lastre», un peso muerto que recaía sobre los «camaradas nacionales» que trabajaban duramente. Las publicaciones psiquiátricas profesionales no tardaron en exudar optimismo ante estas diligentes instituciones, e innumerables individuos, como Valentin Faltlhauser de Erlangen, adoptaron estrategias similares estableciendo servicios externos con pacientes no internados en Erfurt o en Núremberg. Esto no tenía nada de sorprendente si consideramos que las reformas servían para medicalizar la asistencia psiquiátrica, haciendo los manicomios más parecidos a hospitales y menos a almacenes, y prometía una mayor tasa de éxito en casos agudos.
Estas reformas tenían, como es natural, sus inconvenientes, aunque eso no las invalidase automáticamente. Muchos psiquiatras, al hacer el seguimiento de sus pacientes libres en el mundo exterior, comprendieron que aquellos pacientes eran sólo la punta del iceberg, cuya masa sumergida estaba compuesta de anormalidades de familia ramificadas. Los psiquiatras (y sus colegas científicos), al ser de una tendencia crecientemente hereditaria empezaron a cartografiar esa información en primitivos bancos de datos. Un número creciente de ellos, llenos de pesimismo ante las dimensiones del problema, empezó a pensar en la esterilización como una salida. Se trataba también de una tendencia internacional. En Inglaterra el Comité Woods sobre Deficiencia Mental informaba en 1929 de que había un cuarto de millón de deficientes mentales viviendo fuera de los manicomios, un hecho que indujo a la Asociación Eugenésica a crear el Comité para la Legalización de la Esterilización Eugenésica y a apoyar el proyecto de ley de los miembros presentado por el mayor Church en 1931, que permitía la esterilización voluntaria. Conviene tener presente también que la encíclica papal Casti connubi de 1930 condenaba primordialmente a unos treinta estados de los Estados Unidos que habían introducido la esterilización de los mentalmente incapaces.
La introducción de terapia ocupacional en manicomios atrajo indirectamente la atención hacia el resto de pacientes crónicos que se resistían a la terapia, cuya existencia en los pabellones traseros constituía un recordatorio permanente de las limitaciones intrínsecas del proyecto psiquiátrico. Es decir, la reforma psiquiátrica situaba en primer plano a miembros submarginales de un colectivo ya aislado. Mucho antes de que los nazis llegasen al poder, algunos psiquiatras abogaron por la esterilización de los no aptos, aunque pocos pensaban que matar a los mentalmente incurables o a los físicamente discapacitados fuese una opción deseable o factible. Entusiastas como Heinrich Boeters de Zwickau pusieron a prueba los parámetros legales existentes realizando, y luego divulgando, operaciones ilegales. También figuraron entre los entusiastas empleados de los servicios de auxilio social cristianos, como Hans Harmsen de la Misión Interior protestante, para el que la esterilización era «un deber moral que se puede explicar por el amor al prójimo y el sentido de la responsabilidad con las generaciones futuras». Se preparaba un futuro nebuloso con la retórica del amor, el sacrificio y el deber en vez de con el lenguaje del odio.
Hubo unos cuantos psiquiatras que se opusieron a estas tendencias. En 1923 el respetado Ordinarius de Berlín Karl Bonhoeffer escribió para el Comité sobre Política de Población e Higiene Racial del consejo sanitario provincial prusiano un informe sumamente crítico sobre el proyecto de ley de Boeters para la esterilización obligatoria de los nacidos ciegos o sordos, de los idiotas, los epilépticos, los pacientes mentales, los delincuentes, los infractores sexuales y los padres de más de dos hijos ilegítimos. Bonhoeffer no creía que el Estado tuviese derecho a entrometerse en la esfera personal, y ponía en entredicho lo que decía Boeters de que había habido un aumento notorio de las enfermedades mentales y que las afecciones y comportamientos en que se centraba su proyecto de ley fuesen hereditarios. En 1932, cuando el consejo sanitario provincial prusiano debatió un proyecto de ley sobre esterilización voluntaria, Bonhoeffer planteó una serie de objeciones técnicas. Otro eminente psiquiatra, Oswald Bumke, de Múnich, fue más allá cuando previno que:
«Si llevásemos el debate de la esterilización al terreno de la lucha política actual, lo más probable es que no tardásemos en oír hablar menos de los enfermos mentales y más sin embargo de arios y no arios, de la rubia raza germánica y de los cráneos redondos de menos valor. Desde luego, es improbable que surja alguna cosa positiva de esto; por el contrario, tanto la ciencia en general como la genealogía y la eugenesia en particular saldrían perjudicadas de tal modo que no se recuperarían fácilmente.»
Bumke advertía también que convertir el coste en un fetiche conduciría a la idea de que «no debemos limitarnos a matar a todos los psicópatas y enfermos mentales, sino a todos los lisiados, incluidos los heridos de guerra, a todas las solteronas que ya no trabajen, a todas las viudas que ya no tengan hijos que criar y a todos los inválidos y viejos pensionistas». Los debates sobre la esterilización eugenésica y sobre la eutanasia procedían de orígenes distintos y no todos los que abogaban por la primera estaban a favor de la segunda, pero algunos contemporáneos estaban empezando a analizarlas al mismo tiempo.
Los intentos de introducir la esterilización voluntaria eugenésica son anteriores al gobierno nacionalsocialista y hubo además iniciativas regionales que contaron con un apoyo general de los partidos en 1924, 1928 y 1932. Según los estudios más recientes, los eugenesistas (es decir, una coalición de médicos y mujeres) del partido socialdemócrata fueron los que más se esforzaron por introducir tales medidas. A finales de julio de 1933 los nazis promulgaron la Ley para la Prevención de Progenie con Enfermedades Hereditarias, que entró en vigor el 1 de enero de 1934. Aunque esta norma reproducía en muchos aspectos proyectos de ley anteriores, la diferencia crucial era que la esterilización podía ahora ser obligatoria. Se enumeraban ocho supuestas enfermedades hereditarias: debilidad mental congénita; esquizofrenia; enfermedad maniacodepresiva; epilepsia; corea de Huntington; sordera y ceguera hereditarias y malformación física grave, cuyo carácter hereditario hubiese sido «suficientemente establecido por la investigación». Esto era preocupantemente impreciso.
En los años treinta es indudable que este último punto era patentemente falso, siendo la clave la ausencia del prefijo «hereditaria» en la esquizofrenia o en la enfermedad maniacodepresiva, un malabarismo destinado a cubrir casos en que la causa era exógena. La ley, que es evidente que estaba concebida como un modesto principio, permitía también esterilizar a los alcohólicos crónicos, una categoría bastante elástica también. Enmiendas sucesivas sancionaron la esterilización de niños de más de diez años, aunque sólo se aplicase el uso directo de la fuerza a los mayores de catorce; la obligación de comparecer ante inspectores médicos públicos; la privación del derecho a representación legal de las personas que debían comparecer ante los nuevos tribunales de sanidad hereditaria; y, en 1935, se introdujo el aborto eugenésico hasta el sexto mes de embarazo inclusive. En 1936 se modificó la ley para incluir la esterilización con rayos X de las mujeres de más de 38 años.
La esterilización solían instigarla los médicos de la sanidad pública que actuaban desde el interior del millar aproximado de consultorios del sistema sanitario del Estado, creado por la Ley de 3 de julio de 1934 para unificar el sistema público de salud, o por los directores de los manicomios y residencias en el caso de la gente que estaba viviendo en instituciones. El aumento del control estatal era el prolegómeno indispensable para la puesta en práctica de la utopía eugenésica. Porque uno de los aspectos de estas cuestiones que suelen pasar desapercibidos es que mientras los psiquiatras de los Estados Unidos dejaron los manicomios por la práctica privada, cortando así los vínculos con el Estado, en Alemania parece haber sucedido lo contrario, ya que se convirtieron en realidad en «centinelas que guardan la corriente hereditaria de la nación». En un sentido más general, todos los relacionados con el cuidado de los enfermos estaban obligados ahora a informar (un término suave para indicar denunciar) de lo que supiesen sobre una persona a las autoridades de la sanidad pública, que investigarían luego la historia de su vida, incluidos los antecedentes familiares, las calificaciones escolares, las relaciones con los organismos del auxilio social, la trayectoria laboral y la opinión profana de policías y vecinos. La solicitud de esterilización dirigida a los tribunales de salud hereditaria solía ir precedida de una entrevista con un médico de la sanidad pública. En Francfort eran organismos independientes los que se ocupaban del traslado físico de cojos, alcohólicos, ex presidiarios, vagabundos y mendigos a la nueva Oficina Sanitaria de la Ciudad para fomentar la cooperación interdepartamental del nuevo colectivo unificado de los biológicamente deficientes. En 1938 este organismo disponía de 280.000 fichas y un cuarto de millón de expedientes en su Archivo Hereditario. Y se compilaron bases de datos semejantes en otras partes de Alemania, debidas a menudo al entusiasmo fervoroso de profesores universitarios como Karl Astel, Rainer Fetscher y Heinrich Wilhelm Kranz. En 1938 Astel y su equipo habían reunido datos sobre una cuarta parte de la población de Turingia, «de manera que a partir de ahora a los menos valiosos, los asociales y delincuentes se les pudiese excluir más fácilmente que antes». Kranz, veterano de una asociación estudiantil de Marburgo que había apoyado el golpe de Kapp, dirigía un centro de investigación de biología hereditaria dentro de la Universidad de Giessen, de la que pasó a ser rector en 1940. Kranz, junto con su gran número de ayudantes, recopilaron grandes bancos de datos hereditarios de la población de Hessen, potenciando al mismo tiempo el nuevo papel de los médicos como «soldados políticos» del Führer mediante conferencias, discursos y una serie de artículos.
La intromisión no se limitaba a los pacientes de instituciones, que constituían del 30 al 40 por ciento de los esterilizados, ya que sus posibilidades de reproducirse se hallaban muy limitadas entre ellos. La rigurosa segregación de sexos más bien contradecía la idea expuesta en la propaganda eugenésica de que estaban produciendo nuevas generaciones de individuos deficientes dentro de los manicomios. Pero el razonamiento lógico no era el fuerte de una propaganda que amalgamaba tranquilamente a niños de diez años ciegos con violadores y asesinos. La esterilización basada en enfermedades hereditarias, practicada fuera de los manicomios, entrañaba inevitablemente una investigación de antiguos pacientes y, al mismo tiempo, una inspección de hasta relaciones de familia muy remotas. Se examinaban los historiales de antiguos pacientes para informarse sobre familias enteras, quebrantándose con ello todas las normas habituales de la confidencialidad médica. Un individuo tratado por un trastorno psicopático en 1921, que se había convertido luego con los años en un pequeño empresario próspero, era objeto catorce años después de una solicitud de esterilización, pese al hecho de que no se mencionase en la legislación aquella «psicopatía». A otros se les hacía pasar por un calvario similar por su parentesco con gente a la que apenas conocían, como cuando Hermann Pfannmüller aprovechó la oportunidad que le brindaba el examen de una joven para descubrir veintiún «degenerados» más en la familia, recomendando la esterilización de diez de ellos. En algunas zonas los psiquiatras animaban a los maestros a pedir a los niños que elaborasen árboles genealógicos, con el fin de que colaborasen en la esterilización de sus propias familias.
Como los trastornados y los que padecían graves enfermedades mentales tendían a estar internados en instituciones, los organismos de inspección se concentraban en los «débiles mentales» del resto de la comunidad, una categoría de individuos que constituía hasta el 60 por ciento de los esterilizados. Pero, ¿qué era la «debilidad mental» congénita? La Asociación Psiquiátrica Alemana hablaba de idiotez (un índice de inteligencia de 0-19) o imbecilidad (un índice de inteligencia de 20-49). Sin embargo, los hombres cuya tarea era delinear el ámbito preciso de la ley de esterilización deseaba incluir la «debilidad mental media», es decir individuos con un índice de inteligencia de 50-70. No se trataba de una cuestión académica, ya que mientras que había cien mil personas susceptibles de esterilización en el primer grupo, este segundo afectaba a casi un millón, cifra en la que se incluía aproximadamente un 10 por ciento de los reclutas de las fuerzas armadas. Estaba también la cuestión del número no desdeñable de miembros del partido nazi que podían incluirse en el grupo, entre los que figuraban fornidos peones agrícolas camisas pardas, que eran brutos como arados. Los funcionarios del partido se apresuraron a echar la culpa al sistema educativo en vez de a los factores hereditarios. En 1936 Bartels, adjunto del máximo dirigente de Médicos del Reich, manifestaba un escepticismo medioambientalista atípico:
«Cuando un muchacho campesino de Masuria, que apenas ha tenido experiencia escolar porque ha tenido que trabajar siempre en el campo, llega a Berlín y se incorpora a una u otra formación del partido, y luego comete alguna estupidez estando borracho, a ese hecho no tarda en seguir una solicitud para que se le examine con vistas a su posible esterilización. Aparece entonces el famoso cuestionario, se le pregunta por ejemplo “¿Cuándo nació Colón?” y el muchacho contesta “no” a todo diciendo “Yo de eso no sé nada”, porque es muy posible que nunca haya tenido la oportunidad de aprender esas cosas. Un médico que le ha examinado sólo una vez no puede, desde luego, sólo con eso, emitir un veredicto definitivo de que el muchacho sea de valor inferior, porque tal vez sus dotes no hayan podido llegar nunca a fructificar.»
Esto era sólo una ironía menor del entusiasmo nazi por la aptitud eugenésica y la pureza racial. La mayor la captó el escritor Samuel Beckett, que estuvo en Alemania durante los años treinta. La definición final de un ario, escribió, era «Tiene que ser rubio como Hitler, delgado como Goering, guapo como Goebbels, viril como Röhm [...] y debe llamarse Rosenberg». Raras veces podrá haber tenido tanto que decir sobre aptitud física y pureza racial un grupo de individuos tan poco agraciados.
Los contemporáneos sabían que las pruebas de inteligencia tenían un valor limitado, ya que estudios de alumnos normales y atrasados de escuelas de Samland, Prusia oriental, indicaban porcentajes idénticos de ignorancia respecto a Bismarck o a Cristóbal Colón. Sólo el 7 por ciento de los niños normales fueron capaces de establecer la diferencia entre un fiscal y un abogado, y entre ellos había dos del grupo de los atrasados. Sin embargo, en la primera de muchas situaciones sin salida, cuando los individuos eran capaces de superar sin problema las pruebas de inteligencia, se echaba mano de conceptos como «locura moral» para esterilizarlos basándose en su modo de vida, conceptos que revelaban un grado inquietante de subjetivismo diagnóstico. Preguntas como quién era Lutero o por dónde sale y se pone el sol se sustituían por por qué reza la gente o por qué dice la verdad, como si la capacidad de contestar a esas preguntas correctamente fuese prueba de probidad moral. A un nivel menos rarificado, podía efectuarse la esterilización si los hijos existentes no estaban atendidos, si no estaban hechas las camas o la colada. Y luego estaba el caso de los que se habían recuperado de una enfermedad mental o que habían pasado con éxito por un tratamiento contra el alcoholismo o contra un trastorno visual. Como los legisladores se planteaban las cosas sobre todo a largo plazo, los que se habían curado, habían dejado de beber o habían sido operados con éxito de cataratas eran esterilizados de todos modos porque el objetivo era erradicar una posible patología subyacente. Las revistas eugenésicas y médicas (por entonces entidades indistintas ya) estaban llenas de artículos sobre si en la deformidad física grave se incluían la dislocación congénita de cadera, una mujer que medía 1,40 de estatura, gente con labio leporino y paladar escindido, o si los sabios autistas podían ser débiles mentales. Aunque esta literatura es demasiado tediosa para considerarla con detalle, su rasgo más llamativo es la minuciosidad implacable con que se investigaban incluso anormalidades raras. Absurdos debates sobre la esterilización de enanos o si podían tener relaciones sexuales los parapléjicos podían servir para ascender profesionalmente.
La decisión de esterilizar a una persona la tomaban los nuevos Tribunales de Sanidad Hereditaria, de los que había 220, con un segundo nivel de dieciocho Tribunales de Apelación. Estaban formados por un juez, un médico de la sanidad pública y un «especialista» médico más (cuya especialidad solía corresponder a campos no relacionados con la enfermedad que especificaba la ley) y podían solicitar más testimonios o documentación, o actuar basándose sólo en la solicitud original de esterilización. Sucedía a menudo que el médico o psiquiatra que instigaba la actuación figuraba también en el Tribunal de Sanidad Hereditaria, como en el caso del psiquiatra de Kaufbeuren, Valentin Fatlhauser, que actuó como juez en el Tribunal de Sanidad Hereditaria de Kempten. Esto por sí solo contravenía los usos jurídicos civilizados, antes incluso de pasar a considerar el precepto preponderante: «El juez debe tener en cuenta siempre las palabras de Hitler de que “por encima del derecho a la libertad personal está siempre el deber de preservar la raza”». Muchos de estos jueces tenían la misma mentalidad que uno de los jueces-médicos de Bremen, que instaba a todos sus colegas médicos «a acabar con las ideas de ayer» solicitando fervientemente la esterilización de sus pacientes. Dicho de otro modo, eran a menudo fanáticos de la eugenesia, cuya característica más sobresaliente era la parcialidad en estos mismos asuntos. Su fervor mesiánico por esta pseudociencia se expresaba a menudo en lenguaje pseudorreligioso, con las víctimas «sacrificándose» por el bien de la colectividad. Carl Schneider, que en tiempos se había opuesto a la esterilización por razones científicas, la describía ahora como «una tentativa responsable ante Dios de proporcionar nueva gente a un tiempo nuevo». Esto tenía un tono bastante solemne, pero su vacuo altruismo era deprimente.
Los procesos de los tribunales de sanidad hereditaria eran a menudo extremadamente acalorados, no sólo por los individuos cuya salud o forma de vida estaba en juego, sino también por sus familias, dado el carácter supuestamente hereditario de las enfermedades. Las audiencias eran además de una brevedad extrema. En Francfort el tribunal de sanidad hereditaria se reunía una vez por semana para considerar entre quince y veinte casos. Se deliberaba sobre cada uno de ellos entre quince y veinte minutos. Esto se ampliaba a media hora cuando se consideraba necesario incluir a los que eran objeto de esas deliberaciones para una valoración cara a cara. La apelación al tribunal superior debía tener lugar en el plazo de un mes. Si ésta no prosperaba, debía efectuarse la operación en un plazo de quince días, con uso de la fuerza en caso necesario. Realizaban esas intervenciones unos 140 médicos elegidos que trabajaban a pro rata. En el caso de las mujeres se ligaban las trompas de Falopio y en el de los hombres se practicaba una vasectomía. Murieron por complicaciones quirúrgicas unas cinco mil personas; la mayoría de ellas mujeres, debido a la mayor complejidad en su caso de la intervención. Cuando el fallecimiento se debía a una grave negligencia médica, por ejemplo un error en la anestesia, simplemente se echaba tierra sobre el asunto. Aparte de los que se suicidaron como consecuencia de la operación, muchos de los esterilizados padecieron un traumatismo duradero, y siguen padeciéndolo hoy siempre que se les recuerda el hecho de que no tienen hijos ni nietos. La esterilización no sólo era una grave violación de la dignidad humana, o de las creencias básicas si la persona era católica, significaba también convertirse en un ciudadano de segunda clase. Que esto era especialmente gravoso se puede demostrar por el número de personas que insistieron con indignación en la aportación que habían hecho a la comunidad, a menudo con la ayuda de testimonios de sus patronos. Sus familiares se veían obligados a destacar la salud impecable de sus familias, o las circunstancias exógenas que afectaban a un individuo concreto. La sociedad, como otras sociedades totalitarias, valiéndose del sentimiento humano de culpa, hacía recaer sobre el individuo la responsabilidad psicológica de demostrar su valor para la colectividad, como si la gente tuviese que justificar por qué está viva o por qué debería tener hijos.
Hay muchas cuestiones relacionadas con la introducción de la esterilización forzosa que merecen comentario. Había que exponer a la población en general esta nueva política. Que mucha gente estaba inquieta por estas medidas es algo que puede apreciarse en un intercambio epistolar entre el Oberpräsident de Wiesbaden y la Oficina de Sanidad Urbana de Francfort. El primero estaba horrorizado por el hecho de que individuos con enfermedades hereditarias estuviesen boicoteando a los médicos «arios» y acudiendo a los médicos judíos que se resistían a instigar las esterilizaciones. Había que recordar a los médicos judíos cuál era su deber. También había que hacerlo con los médicos «arios» de Francfort, comunicando públicamente una vez al mes quiénes estaban cursando el número apropiado de solicitudes de esterilización y quiénes no.
Como la práctica eugenésica afectaba a tantos alemanes, se hicieron considerables esfuerzos para convencer al público de que se trataba de una política necesaria. Los manicomios, después de décadas de puertas cerradas y de altos muros, se hicieron transparentes, desfilando por ellos miles de visitantes en visitas con guía, acompañadas de conferencias, películas y sobre todo terribles exposiciones humanas. Entre 1933 y 1939 visitaron sólo el manicomio de Eglfing-Haar de Múnich unas veinte mil personas, incluidos seis mil miembros de la SS de Bad Tolz. Aunque a veces los visitantes sentían piedad, o indignación, por el tratamiento brutal que dispensaba el equipo médico a las «piezas de la exposición», la reacción de un oficial de la SS que salió proponiendo que se instalasen ametralladoras en las entradas es de suponer que no fuese excepcional entre los miembros de ese cuerpo. La propaganda político-racial florecía: la Oficina de Política Racial de Berlín adiestró hasta 1938 a 3.600 personas para difundirla. Como la colaboración de los médicos era crucial, se organizaron cursos especiales para ellos; y se creaban al mismo tiempo cátedras de higiene racial en las universidades, pasando a ser obligatorio para los estudiantes de medicina asistir a clases sobre esta materia y examinarse de ella. Karl Bonhoeffer parece que utilizó esos cursos impartidos bajo la égida de la Asociación de Neurología y Psiquiatría de Berlín para recordar a los asistentes que enfermedades como la esquizofrenia eran amorfas y lábiles. En 1936 las autoridades prohibieron estos cursos y la publicación de las lecciones de Bonhoeffer destinadas a ellos.
Los organismos nazis, apoyándose en propaganda eugenésica anterior, sometieron al pueblo alemán a una descarga global de gráficos, diapositivas y documentales que defendían la esterilización forzosa. La nación estaba amenazada por hordas de idiotas congénitos en rápida proliferación. Gráficos de publicaciones como Neues Volk o Volk und Rasse comparaban los vástagos anormales de alcohólicos y prostitutas con lo que se esperaba de los «camaradas nacionales» decentes. Se mostraba a estos últimos literalmente cargados con «criaturas» simiescas, pues el plan incluía en este caso discutir la personalidad humana de los afectados. Se dibujaban bolsas de dinero para cuantificar las cantidades que se gastaban en las diferentes categorías de discapacitados. En realidad, no se desperdiciaba ocasión de contraponer las enormes sumas supuestamente derrochadas con los incapacitados físicos y mentales, o las condiciones confortables de que disfrutaban los internados en los manicomios o en las cárceles, con los modestos niveles de vida pos-Depresión de muchos trabajadores alemanes. ¿Por qué jóvenes sanos debían tener que jugar en patios urbanos fríos, húmedos e insalubres mientras pacientes mentales disfrutaban de lujos, luz y aire fresco en castillos barrocos reformados? ¿Por qué niños y niñas sanos debían tener que andar corriendo descalzos por la nieve mientras se gastaban «millones» en tullidos e idiotas?
Películas como Erbkrank, hecha en 1936, fusionaban insistentemente a los enfermos con los delincuentes, en este último caso de forma invariable delincuentes sexuales o asesinos, mientras se hacía hincapié en el número de casas de familia que se podían construir con las sumas que se gastaban en manicomios y cárceles. Víctima del pasado, que se proyectó en todos los cinco mil cines alemanes, se valía de entrevistas con locos, mientras un comentario apremiante indicaba que: «La raza judía se halla particularmente bien representada entre los locos y también se ha de hacer provisión para su cuidado. Camaradas nacionales alemanes sanos tienen que trabajar para que se les alimente y limpie. Cualquiera que visite uno de los grandes manicomios puede comprobar este hecho». En una sociedad bien versada en la localización de judíos, pocos de los que viesen las entrevistas adjuntas con pacientes habrían pasado por alto las claves verbales y visuales emitidas por un paciente judío «burlón» a una médico a la que le hablaba por detrás del hombro de una forma tal que estaba casi garantizado que disgustase e irritase a todos.
Estas películas, además de acumular resentimiento entre las masas contra individuos vulnerables, pretendían subvertir los valores morales tradicionales que pudiesen impedir una aplicación tranquila de las nuevas medidas políticas. El director se valía de todos los trucos visuales que tenía a su alcance y guionistas de labia progresista cubrían todos los ángulos posibles. Se utilizaban a menudo científicos y médicos para aportar a las tesis eugenesistas un elemento de autoridad irrefutable, en una sociedad en la que académicos y profesionales aún sesteaban plácidamente en la estima pública acrítica del «Herr Doktor» o «Herr Professor», en vez de identificárseles con los científicos locos de Hollywood o Pinewood. Como nadie puede ser malo con las enfermeras, estas películas contrastaban el «desperdicio» de su «idealismo» y sus energías juveniles (muchas de ellas se habían incorporado a la tarea a raíz de la Depresión) con los supuestos objetos inertes e insensibles a los que se consagraban. Los comentarios tópicos sobre la naturaleza («Todo lo que no tiene fuerzas suficientes para la vida será inevitablemente destruido») estaban destinados a hacer que las nuevas medidas parecieran el cumplimiento de lo inevitable, o algo análogo en realidad al destino de las hierbas de un jardín. Se denigraba la ayuda social moderna como contraria a la selección, o más bien como un «pecado» (pues había muchos préstamos no reconocidos del cristianismo) contra la «ley de la selección natural». Apropiándose el lenguaje moral de sus adversarios y dándole la vuelta, palabras como deber, liberación, piedad y sacrificio brotaban de la lengua de unos individuos para los que compasión, humanidad o piedad eran anatema, parte de un orden moral liberal o cristiano que pretendían conscientemente reemplazar.
La propaganda política se desdeña a veces considerándola algo así como predicar para los conversos. En realidad, tiene también la función de sembrar confusión moral, o de abrir perspectivas insospechadas, de un modo bastante parecido a como la publicidad moderna tienta a la gente a comprar bebidas empalagosas asociándolas con yates y muchachas seductoras en las islas Seychelles. En este caso, la propaganda animaba e incitaba a la gente a dudar de preceptos religiosos venerables o a albergar pensamientos de los que en circunstancias normales podrían haberse mantenido beatíficamente ignorantes. Pues había aquí un propósito de abrir la mente a posibilidades transgresoras. El hecho de que estas películas indignasen o inspirasen piedad a algunas personas era su único (y pequeño) inconveniente. Para movilizar a las masas y que apoyasen su programa, los nazis tenían que debilitar a los que propugnaban valores rivales, a veces sólo practicándolos. Las dos Iglesias principales resultaron afectadas por estas políticas en muchos sentidos: sobre todo por el hecho de que dirigían amplias redes de fundaciones benéficas, especializadas a menudo en el mantenimiento a bajo coste de incurables o niños retrasados, lo que significaba que tendrían que decidir si cooperaban en la esterilización de los que estaban a su cargo, o que solicitar consejo como mínimo a sus respectivas jerarquías.
Ninguna de las iglesias se oponía en redondo a llegar a un acuerdo con el nuevo pensamiento científico de la época, sobre todo porque coincidía con los valores tradicionales de la familia y hablaba de una mejora moral. Ambas estaban preocupadas por la supervivencia institucional y compartían parcialmente un lenguaje común con los nazis de antisemitismo, nacionalismo y antibolchevismo, aunque se hiciese hincapié en puntos distintos. La Misión Interior protestante disponía de centenares de instituciones para los físicamente impedidos, los enfermos mentales, epilépticos, pacientes geriátricos y menores con problemas. Su Conferencia Permanente sobre Eugenesia se reunió por primera vez en Treysa en mayo de 1931 bajo la presidencia de Hans Harmsen. La invitación decía: «Las medidas protectoras exageradas para los antisociales y menos valiosos, consecuencia de un humanitarismo descarriado, han llevado a un aumento cada vez mayor de los grupos antisociales en la población». La subsiguiente Resolución Treysaer proponía que se proporcionase ayuda social diferencial y se despenalizase la esterilización eugenésica. Aunque la conferencia rechazó los argumentos de Binding y de Hoche respecto a la despersonalización de los idiotas plenos, e hizo hincapié en el Quinto Mandamiento, indicaba también que prolongar artificialmente la vida era una intromisión en la obra de Dios similar a acortarla con cualquier tipo de «asesinato compasivo».
Algunos teólogos protestantes legitimaban el abandono de la ayuda social universal argumentando que Dios había creado entidades supraindividuales, como las familias, las naciones o las razas, cuyo bienestar futuro estaba por encima de los derechos de los individuos, que en tiempos recientes habían venido a considerarse absolutos. La Iglesia protestante, que había apoyado los términos del proyecto de ley prusiano sobre esterilización voluntaria, aceptó las medidas obligatorias de los nacionalsocialistas, limitándose a indicar que no debería utilizarse la fuerza en sus propias instituciones y que la esterilización de sordos y ciegos debía de seguir siendo voluntaria. En 1934 se realizaron 2.399 esterilizaciones de internos de manicomios protestantes, y en la primera mitad de 1935, 3.140.
Sería engañoso decir que todos los manicomios se resistían a participar, ya que su personal solía ver con buenos ojos el advenimiento de un gobierno nacional autoritario. Informes anuales de manicomios como Schwäbisch Hall o Stetten mostraban una satisfacción evidente por cómo el personal había sabido convencer a los pacientes para que se prestaran «voluntariamente» para la esterilización eugenésica, o como habían afrontado virilmente la carga de trabajo suplementario que significaba. Unos cuantos médicos de manicomios protestantes estaban dispuestos a aceptar remedios aún más radicales para la carga que significaban los enfermos. Adolf Boeckh, médico jefe del manicomio luterano de Neuendettelsau, Franconia central, se las arreglaba para confundir la eutanasia eugenésica con la obra de Dios:
«Aunque es indiscutible que el Creador ha vinculado la enfermedad al destino del género humano, las formas más graves de imbecilidad y la desintegración totalmente grotesca de la personalidad no tenían nada que ver con la sanción de Dios [...] el Creador puso en nuestros corazones como un aviso nuestro sentimiento de afirmación de la vida, de que no deberíamos mantener a estas parodias de seres humanos por un tipo de compasión exagerado, y por tanto falso, sino que deberíamos más bien devolverlos al Creador.»
La Iglesia católica, con su red paralela, la Asociación Cáritas, no fue tampoco inmune del todo a la moda eugenésica. La eugenesia nazi atacaba las bases mismas de la doctrina católica sobre la santidad de la vida humana, de una forma que el antisemitismo nazi lamentablemente no lo hacía. La estructura jerárquica ultramontana de la Iglesia y su hostilidad hacia el darwinismo aportaban ciertas ventajas salvadoras bastante concretas, aunque ningún liberal quisiese apoyarse en ellas. Entre los pocos católicos que abogaban por medidas eugenésicas figuraba el antiguo jesuita Hermann Muckermann, que dirigió la sección de estudios eugenésicos del Instituto Kaiser-Wilhelm hasta su destitución, en teoría por haberse referido a Hitler calificándole de «idiota». Muckermann, que había empezado como eugenésico pronatalista, acabó aceptando gradualmente la esterilización eugenésica como una necesidad. Hizo proselitismo de estas ideas, tanto en círculos católicos influyentes como a través de sus publicaciones más populares.
Había también teólogos individuales del medio universitario, en especial Joseph Mayer de Paderborn, que sostenían que era más importante el bienestar de la comunidad que la integridad física de los individuos; y que estaban dispuestos por ello a aceptar tanto el aborto como la esterilización eugenésica, en contra de lo establecido por el derecho canónico sobre la función procreadora del matrimonio, de acuerdo con la reciente encíclica de 1930 Casti connubi de Pío XI. Pero esto era una posición notoriamente disidente, que sólo era importante porque los nazis querían hacer uso de ella. La mayoría de los teólogos católicos se mostraban críticos con la idea nazi de la raza como el bien supremo e insistían en que el género humano no tenía ningún derecho a interferir en la obra de Dios, incluidas sus creaciones menos perfectas. Sin embargo, los escritos teológicos eran sólo una parte de la reacción de la Iglesia.
La Conferencia de Obispos Católicos que se celebró en Fulda en mayo de 1933 analizó y rechazó el proyecto de ley de esterilización, cuya promulgación se pospuso hasta finales de julio de ese año para no perturbar las negociaciones en curso del Concordato con el Vaticano. Pero cuando los obispos volvieron a reunirse en agosto su oposición había enmudecido. Más concretamente, en negociaciones subsiguientes con el Ministerio del Interior los obispos limitaron sus manifestaciones de inquietud a las cuestiones de conciencia que podría plantear la esterilización al personal católico de los manicomios, a médicos, jueces y enfermeras. El ministro del Interior llegó a una solución de compromiso eximiendo a los católicos del deber de aplicar esterilizaciones (o de solicitarlas activamente), aunque no de comunicar los nombres de las personas cuyas enfermedades estuviesen incluidas en la legislación eugenésica. La casuística católica dio con una útil diferenciación entre «información» moralmente neutral y «cooperación formal» o petición activa. Cartas pastorales subsiguientes desaprobaron la esterilización de una forma inconcreta. No se emitieron instrucciones uniformes de cómo deberían actuar los confesores con los funcionarios, médicos o enfermeras que tuviesen problemas de conciencia por su participación en la política racial nazi.
Algunos de estos últimos no estaban satisfechos con el silencio que siguió. En 1934 una empleada de los servicios de asistencia escribió al obispo de Limburg explicando que en el desempeño de su trabajo se veía obligada a participar en la aplicación de la Ley para la Prevención de Progenie con Enfermedades Hereditarias, y consideraba que no podía colaborar con «una intromisión tan violenta en el derecho de Dios como creador y los derechos personales del individuo, por no hablar de las consecuencias para ellos, especialmente psicológicas, que pueden preverse». La idea de hacer algo contrario a la voluntad de Dios horrorizaba literalmente a su «alma más íntima». El obispo contestó el 19 de agosto, ratificando que su actitud era sin duda alguna correcta. Pero estaba en juego su trabajo. El obispo decía que si bien estaba de acuerdo con ella en que no se debía influir en los pacientes para que se ofreciesen voluntariamente a la esterilización, le aconsejaba que cumpliese con el resto de sus obligaciones relacionadas con la esterilización, es decir que debía informar de los casos o investigar sus antecedentes familiares, «para que de ese modo pueda usted seguir desarrollando su importante tarea de profesional de la asistencia social dentro de los servicios municipales».
Oponerse a las medidas eugenésicas nazis o socavarlas no era algo equiparable a la denuncia de abusos institucionales dentro, por ejemplo, del sistema educativo o sanitario de las sociedades democráticas modernas, donde son bastante reales las sanciones coercitivas por «dar el chivatazo». Como el despido era el menor de los problemas que uno podía tener, resultaba aconsejable una circunspección extrema. Las jerarquías eclesiásticas de ambos credos, siendo como eran parte del orden establecido residual, preferían resaltar el común interés por la preservación del orden moral, o las apelaciones al buen fondo de aquellos dirigentes nazis con los que aún era posible algún tipo de diálogo. Procuraban distinguir entre individuos en un gobierno de composición política y social mixta y sondear para ver si había un margen de maniobra entre la retórica y la práctica. Esto prometía más dividendos que el enfrentamiento airado, por muy convincente que pudiese ser esta actitud para el profesor Hindsight.
Los directores y el personal de las instituciones religiosas para enfermos o deficientes, si damos por supuesto que no estaban de acuerdo con la esterilización eugenésica, tenían a su disposición una gama más limitada de estratagemas. Conviene tener presente que los que trabajaban en esas instituciones solían hacerlo precisamente porque el mundo exterior les parecía un lugar desagradable y estaban por tanto mal equipados intrínsecamente para lidiar con un gobierno de gangsters. Hacía falta valor auténtico hasta para discrepar de la política nazi, ya que los nazis eran muy capaces de modificar sin el menor escrúpulo la exención fiscal de que gozaban las fundaciones privadas o benéficas para arruinarlas, o presentar acusaciones falsas de abusos deshonestos o malos tratos a menores (una distribución de chocolate facilitaba las cosas) contra el personal para desacreditarlo y acosarlo. La sensación de que había informadores y espías por todas partes contribuía también a desactivar cualquier protesta organizada. No obstante, instituciones como el asilo para ciegos de Pfaffenhausen, Suabia, consiguió proteger a sus internos de la ley de esterilización segregándolos por sexos y cortando los contactos con el exterior, haciendo así innecesaria una medida tan drástica. En otras partes de Alemania el personal católico de las secciones de enfermería informó a los internos a su cargo sobre cómo debían responder en la prueba de inteligencia regularizada (es de suponer que la respuesta a «¿quién fue Lutero?» no sería «un hereje») que tenía tanta importancia para decidir en los casos de esterilización.
Las Iglesias no eran las únicas organizaciones reconocidamente interesadas por los pobres y discapacitados. Lo mismo que la tradicional ambivalencia cristiana hacia los judíos condujo a una reacción demasiado tibia frente al antisemitismo nazi, así también el entusiasmo socialista por la ciencia y el colectivismo autoritario condujo a algunas reacciones extrañas ante la política eugenésica nazi. Los «Informes desde Alemania» del Partido Socialdemócrata daban cuenta regularmente de casos de esterilización forzosa, sobre todo si la intervención provocaba la muerte de la víctima o tenía una motivación política evidente. No obstante, los médicos socialistas que escribían en el International Medical Bulletin eran más equívocos en este tema, y en realidad en la eutanasia. En 1934, el Bulletin socialista publicó un grandilocuente apoyo a las ideas de Binding y Hoche, que concluía: «El estudio de este folleto del profesor Binding, médico jurista, y el doctor A. Hoche se recomienda encarecidamente a los que deseen familiarizarse con cuestiones que han pasado a ser de palpitante actualidad, sobre todo a médicos y abogados, suponiendo que la edición no haya sido destruida por los que están en el poder en el Tercer Recih».
La crítica socialista de la inhumanidad de la esterilización obligatoria estaba atemperada por la creencia de que era absolutamente necesario aplicar medidas eugenésicas bajo la dirección del Estado, y porque criticaba en realidad la legislación nazi por no ir lo suficientemente lejos. Un médico sueco escribía lo siguiente en 1934: «La idea de reducir el número de portadores de malos genes es perfectamente razonable. Será tenida en cuenta como es natural dentro de las medidas sanitarias preventivas en la vida comunitaria socialista». Asimismo, otro médico socialista opinaba que «las condiciones previas, científicas y sociales, de la eugenesia real sólo las creará una revolución social». La legislación nazi, «que en muchos aspectos se corresponde con las iniciativas que políticos culturales y médicos de pensamiento socialista postularon contra la oposición reaccionaria», tendrían poca eficacia en la resolución del problema de los genes recesivos: «la ley es por una parte demasiado ambiciosa, pues incluye cosas que la psiquiatría y la biología hereditaria aún no han aclarado, y por otra demasiado limitada respecto al objetivo oculto, ya que sólo incluye genes dominantes».
Los hombres y mujeres afectados por estas medidas procedían en general de los medios más pobres, pero no era siempre así, pues ninguna clase social era inmune a la enfermedad mental o a las deficiencias físicas. En otras palabras, no nos podemos limitar a apostrofar la eugenesia como la solución a un supuesto «problema social». Ni eran los afectados únicamente del sector de los pobres urbanos, puesto que hasta en una remota aldea de la Frisia oriental como Moorsdorf repercutieron estas medidas, uno sospecha que en gran medida porque el 60 por ciento de sus «antisociales» habitantes habían votado a los comunistas. Independientemente de quiénes fuesen esas gentes, no es correcto pintarles como objetos pasivos de estas medidas, ya que los desfavorecidos encontraban sorprendentes reservas de inventiva, mientras que los acomodados movilizaban verdaderos ejércitos de profesionales. Algunos de ellos daban con medios de retrasar, si es que no de eludir, el escalpelo del cirujano. Cuando los tribunales de salud hereditaria se hicieron menos displicentes a la hora de tomar decisiones, los que eran objeto de sus deliberaciones hallaron medios de alargar el proceso solicitando segundas opiniones y convocando testigos. Casos que duraban minutos podían prolongarse así meses.
Otra alternativa era la fuga. Una mujer de Francfort parece ser que huyó del país diciendo que volvería después de que cumpliese los cuarenta y cinco, cuando la esterilización fuese ya innecesaria. Otra se ofreció voluntariamente para ingresar en un manicomio a su propia costa. Todo fue bien durante cuatro años, en los que su pequeña pensión de 58,20 Reichsmarks al mes cubrió los gastos del manicomio de Valentinus. Pero en 1940 la trasladaron a Eichberg, que costaba 2,50 Reichsmarks mensuales más. No tardó en llegar una solicitud de esterilización, ya que la diferencia la pagaba la Oficina de la Seguridad Social de Francfort. En 1943, se sobreseyó el proceso porque después de siete años en un manicomio la mujer había alcanzado una edad en que la esterilización resultaba superflua. Había otros que, ante una esterilización que no deseaban, se limitaban a no acudir a las citaciones o a escapar de la sala de espera del hospital, hasta que acababa deteniéndoles la policía. Un astuto marino mercante de Bremerhaven consiguió ir saltando de un barco a otro durante todo el Tercer Reich.
Había otros que movilizaban, de una forma no tan espectacular, abogados o médicos favorables para que intercedieran en beneficio suyo, o señalaban ellos mismos que «la investigación sobre la herencia aún está en su infancia» («wenn ich annehmen darf steckt der Erbforschung noch in Kinderschuhen»). Abogados que actuaban como tutores legales planteaban a veces problemas embarazosos. Cuando el director de Hadamar intentó esterilizar a una chica de dieciocho años que tenía gonorrea, basándose en que padecía «daños hereditarios, debilidad intelectual, incontinencia sexual y no tiene sentido del trabajo ni sentimientos de familia, lleva una forma de vida antisocial y lo más probable es que tenga descendientes con las mismas características genéticas dañadas», su abogado señaló que ninguna de aquellas cosas figuraba en realidad entre las enfermedades que justificaban la esterilización. El director de Hadamar no se arredró y replicó que la ley «debía» de incluir los casos de «debilidad mental superficial», porque los que la padecían tendían a tener hijos con personas similares, provocando así «un grave daño hereditario». La muchacha fue esterilizada en 1936.
La esterilización era preceptiva en el sentido de que interrumpía linajes eugenésicamente indeseables, pues la propaganda nazi hablaba de ejércitos, clanes y hordas más que de individuos. No hacía nada por corregir la conducta de las familias «antisociales» que ya existían. Los datos de que disponemos indican también una atmósfera de mayor dureza, en que además del tipo de sanciones que se utilizan contra los individuos díscolos en las sociedades democráticas acechaban las torres de vigilancia de los campos de concentración. Los alcohólicos de Hamburgo caían dentro de la jurisdicción del doctor Hermann Pfannmüller, que luego se convirtió en director de Eglfing-Haar y en asesino eutanásico. Pfannmüller, que trabajaba con un sanatorio católico para bebedores problemáticos, parece que era partidario de la psicoterapia, y no era contrario a las explicaciones ambientales del alcoholismo. Su actitud menos indulgente hacia los obstinados e incurables se hace patente en tres casos que se cruzaron en su camino en 1937.
Un tal Flick (no es su verdadero nombre) vivía con su esposa Franziska y tres hijos en una habitación en Augsburgo. Era pequeña pero limpia, y los niños iban bien vestidos. Él era un trabajador auxiliar mal pagado de la Autobahn. Ganaba 38 Reichsmarks a la semana y le daba a su mujer de forma intermitente entre 15 y 25 Reichsmarks, pese al hecho de que sólo de renta tenían que pagar 22 Reichsmarks al mes. Lo más frecuente era que Franziska no recibiese nada en absoluto, pues el día de cobro Flick se metía en el bar más próximo y hasta la mañana siguiente no volvía a su casa, donde pegaba y escupía a su mujer y luego se desplomaba en la cama con la ropa y los zapatos mojados puestos. La iniciativa en este caso fue de la propia Franziska, que quería que se hiciese algo con su marido borracho. No podemos limitarnos a ignorar su «aporte», ni la conducta grosera de Flick. Pfannmüller recopiló minuciosamente los historiales de la pareja. Flick tenía una serie de pequeñas condenas, la mayoría por mendicidad o por alteración del orden público. Luego los entrevistó a los dos, llegando a la conclusión de que Flick era «desvergonzado, totalmente irracional, frío y tosco. Defectos de carácter: voluntad débil, sin control, no tolera el alcohol, sexualmente activo pese a sus defectos ético-morales y pese a la existencia de sífilis terciaria». Recomendó esterilización, exclusión de toda ayuda social en base a que eran «una familia grande antisocial» y «a pesar de su problema orgánico de corazón es recomendable el ingreso para tratamiento obligatorio en un campo de concentración en caso de que continúe siendo una carga para la seguridad social».
Otro borracho que se cruzó en el camino de Pfannmüller fue Schmidt, de nuevo un nombre ficticio. La situación doméstica de Schmidt era un tanto peliaguda. Según él su esposa y su hijastro le agredían periódicamente con agua hirviendo, cuchillos y un atizador. Forzado a defenderse, admitía que siempre acababa apareciendo en sus manos no sabía cómo un hacha. Pfannmüller, que no se dejó convencer por esto, le hizo firmar la siguiente promesa:
«Juro que en el futuro me mantendré sereno y no amenazaré nunca a mis familiares. Si alguien me encuentra en estado de embriaguez, estoy de acuerdo en que intervenga inmediatamente la policía. He sido informado de que en caso de que quede demostrada la embriaguez, así como actos o amenazas contra mis familiares, se cursará una solicitud para enviarme al campo de concentración de Dachau. Acepto también cosupervisión policial. Acepto tratamiento como paciente externo y acudiré a recibirlo todos los miércoles por la noche.»
Esta declaración no tuvo los efectos disuasorios previstos. Unas semanas después, Schmidt llegó a casa borracho perdido y empezó a chillarle a su mujer: «No quiero volver a verte, lárgate o cogeré ese cuchillo y te cortaré el cuello». Pfannmüller le hizo enviar a un campo de concentración.
Un último caso es el de Oegg, de nuevo un nombre inventado. Oegg era un borracho que había vivido muchos años a costa de la Cruz Roja, el Ejército de Salvación y la asistencia pública. Pegaba a su mujer y sus hijos parecían desnutridos y desatendidos. En 1933, aunque a la familia le habían dado una nueva casa, los dos cónyuges bebían ya en exceso, hasta el punto de que la mujer iba haciendo eses por la calle en un estado de embriaguez extrema. En las navidades de 1936, hasta los niños se emborracharon, puede que para olvidar que no tenían zapatos ni nada que comer. Oegg se gastaba en bebida la prestación por enfermedad; a su esposa la condenaron por agredir a un inspector de la ayuda social. Pfannmüller, con la colaboración de una serie de llamadas telefónicas de las autoridades de la ayuda social y de protección de menores, recomendó: «Es imposible y completamente inútil el tratamiento. Oegg es un bebedor débil mental y antisocial, un personaje deficiente y desenfrenado al que se debe internar en el campo de concentración de Dachau con vistas a tratamiento y corrección integrales. Parece que se ha solicitado ya la esterilización. Será necesario privarles de la patria potestad de los hijos [...]; solicitamos que se le envíe allí [a Dachau] lo antes posible».
Es algo natural que tendamos a tener una visión de esas personas a través de la documentación de sus perseguidores, o convenientemente recicladas por historiadores que las ven como víctimas, cosa que eran, sin duda. Raras veces disponemos de los relatos personales autónomos de la gente que se consideraba que había sido antisocial. Elvira Hempel, una taxista retirada de Hamburgo, ha escrito una relación autobiográfica, sorprendentemente nada sentimental, de la vida en una familia antisocial de Magdeburgo en los años treinta. Clasificada como «débil mental», fue una de las pocas personas afortunadas que eludieron la muerte en la aplicación del programa de «eutanasia».
El padre de Elvira Hempel era un ladrón y estafador para el que las necesidades de sus hijos figuraban en último lugar. Le nacían a razón de uno por año (Elvira en 1931) y sobrevivieron seis de ellos después de haber muerto nueve prematuramente. Los niños no iban a la escuela; se pasaban el día escarbando en un basurero local en busca de chatarra y otras cosas que vender y ropa para ponerse. Siempre tenían hambre y no tenían calzado ni siquiera en invierno. Eclesiásticos que iban a visitarles les llevaban paquetes con comida. Convirtiéndose periódicamente y reconvirtiéndose, pasando cada poco del catolicismo al protestantismo, los niños de los Hempel acababan consiguiendo una muda de ropa y una bicicleta. Los policías eran visitantes frecuentes: iban en busca del padre de Elvira o de uno de sus hermanos, que se habían dedicado también al robo. Como no podían pagar la renta, les echaron a la calle. Acabaron encontrando un piso de una sola habitación en un sótano para dormir y la madre acudió pidiendo ayuda a los servicios de protección de menores, que no tardaron en hacerse cargo de tres de los hermanos. Luego a Elvira su madre la llevó con los abuelos.
En el verano de 1936 Elvira cayó enferma y fue hospitalizada. Los servicios de protección de menores, valiéndose del pretexto de que el abuelo tenía tuberculosis, ingresaron a Elvira en un hogar para niños. Como se orinaba en la cama persistentemente, la castigaban desnudándola y duchándola con cubos de agua fría después de las comidas. En 1938 la declararon débil mental y la trasladaron junto con su hermana de tres años a la sección pediátrica del manicomio de Uchtspringe: «Allí estaba rodeada de gente que no era propiamente gente, y no había visto nunca antes nada parecido. Un niño tenía sólo un ojo, otro tenía una cabeza muy pequeña, como si la cabeza no hubiese crecido. Otro tenía media cara contraída, muchos tenían ataques epilépticos. Y había también idiotas, idiotas de verdad». Las palabras elegidas son interesantes en sí. Elvira mantuvo la cordura en esta deprimente institución haciendo cosas y ayudando al personal sanitario. En 1939 supo que a los niños de pecho con deficiencias les dejaba morir de hambre o les mataba en el manicomio un personaje al que ella llamaba «Totenmann».
El 28 de agosto de 1940, pues hay documentación independiente que corrobora la historia de Elvira, se llevaron a su hermana (a la que ella había cuidado como si fuese una muñeca animada). Luego las enfermeras fueron también a buscarla a ella. La entrevistó una mujer desconocida que estaba evidentemente intentando determinar su cociente intelectual con preguntas como «¿Puedes nombrar las cuatro estaciones?» o «¿Cuántos meses tiene un año?». Luego Elvira se hizo un lío con un ejercicio en el que había que poner juntas tarjetas en que estaban dibujados un jarrón y un ramo de flores. Después de eso la llevaron en un autobús a lo que resultó ser el centro de exterminio T-4 de la prisión de Brandemburgo. Le dijeron que se desvistiese (esto llevó mucho tiempo porque casualmente el vestido tenía muchos botones) como medida preliminar antes de unirse a otros niños a los que habían hecho cruzar una pesada puerta. Finalmente un hombre que había estado estudiando un expediente le dijo que volviese a vestirse. La enviaron con los otros dos niños que habían sobrevivido de su remesa. Al cabo de unas cuantas semanas la trasladaron a Brandemburgo-Gorden, desde donde la llevaron en marzo de 1941 a Altscherbitz.
Hubo también muchas iniciativas locales y regionales contra los «antisociales» como grupo. Aunque es bien sabido que los nazis introdujeron medidas que alentaban y recompensaban a las madres prolíficas, como medallas, préstamos por tener cuatro hijos y viajes y espectáculos con descuento, no hay que olvidar que distinguían entre familias racialmente deseables «ricas en hijos» y «familias numerosas» eugenésicamente indeseables. Como la calidad contaba más que la cantidad, nunca era cuestión de niños a cualquier precio. Deseosos de fomentar un crecimiento demográfico saludable entre los profesionales o las clases trabajadoras respetables, los nazis estaban decididos también (como hemos visto) a reducir la fertilidad de los eugenésicamente indeseables. Como, dado que los científicos raciales, como hereditaristas, enseñaban que la gente de ese tipo creaba ciertos entornos insalubres o se sentía atraída por ellos, la solución era o borrar del mapa literalmente esos entornos o sacar a las familias de ellos. En Hamburgo un grupo de profesores universitarios en paro elaboró una geografía de los antisociales de la ciudad, con las incidencias más elevadas felizmente localizadas en una de las zonas donde más abundaban los votos comunistas. Estos barrios pobres, que estaban al lado del muelle, fueron demolidos a continuación para dispersar a sus habitantes, a los que se calificó de «bolcheviques biológicos». Aparte de reducir las prestaciones sociales para obligar a los antisociales a cambiar de conducta en la dirección deseada, en algunos sitios se crearon colonias especiales para controlar a las familias problemáticas.
Otto Wetzel, alcalde de Heidelberg, era firme partidario de esas colonias, que representaban un progreso (desde el punto de vista del control biológico) respecto a la práctica imperante de descargar a tales personas en míseros albergues temporales en los arrabales de la ciudad universitaria. En Heidelberg las autoridades crearon una colonia para los antisociales en un lugar próximo a la fábrica de gas de la población. No tardó en adquirir el nombre neutral de «asentamiento Wichern». A los antisociales asentados allí, con libertad para ir y venir, les dieron huertos para cultivar y conejos con los que alimentarse. Luego los funcionarios de la ayuda social empezaron a investigar a las familias, trasladando a las redimibles o a las refractarias a otras instituciones.
Las autoridades de la ayuda social de Bremen ensayaron un proyecto más riguroso de ingeniería social. El Senador de Empleo, Tecnología y Ayuda Social promovió una colonia innovadora en Hashude que era una institución a medio camino entre una urbanización basura municipal y un campo de concentración. Las autoridades de Bremen, copiando una «urbanización municipal controlada» construida en La Haya en 1923, pues debemos tener en cuenta también el carácter internacional de estos proyectos, gastaron 600.000 Reichsmarks en el suyo. Consistía en ochenta y cuatro casas de formato en L, proyectadas para potenciar el control desde un punto de observación central localizado en el ángulo. Las casas no tenían puerta de atrás y el doble seto de alrededor ocultaba una valla de alambre espinoso. Sólo había una entrada, o salida, a través de un cuartel con guardia permanente. Se hizo un uso abundante de piedra y acero, que eran materiales con los que a los habitantes les resultaba más difícil destruir el entorno. Se enviaba a las familias a Hashude por un año, durante el cual tenían que mostrar indicios de una mejora en la conducta. Muchos eran morosos que no pagaban la renta de su casa o haraganes, con problemas familiares crónicos. En Hashude los hombres trabajaban para pagar la renta, mientras que las mujeres hacían las tareas domésticas vigiladas por la vista de águila de los empleados de la ayuda social que controlaban su limpieza y orden. Había un parvulario para niños pequeños. Abundaban las normas minuciosas, con sanciones colectivas y celdas para los que se negaban a trabajar o creaban problemas. Las infracciones graves se castigaban con un periodo en Teufelsmoor o con el traslado a un campo de concentración. Como la reincidencia antisocial entre los sometidos a este costoso experimento en viviendas controladas resultó ser alta, se abandonó en 1940 y no se repitió en ninguna otra parte de Alemania.
Las iniciativas locales de carácter coercitivo fueron también muy notorias en el caso de sintis y romas, o gitanos, que quedaron excepcionalmente atrapados en el fuego cruzado de los intereses raciales, eugenésicos y penales de los nazis. Aunque la ley de esterilización, la ley de noviembre de 1933 sobre los delincuentes habituales y las Leyes de Núremberg de 1935 no iban dirigidas concretamente contra ellos como delincuentes «natos» proclives a la «debilidad mental social», caían con frecuencia dentro del ámbito de las dos primeras de esas leyes. Asimismo, los comentarios sobre las Leyes de Núremberg ampliaron el concepto de extranjeros raciales incluyendo a los gitanos y a los descendientes de los soldados franceses árabes y africanos que habían estado ocupando zonas de la Alemania occidental. Ambos grupos quedaron por tanto excluidos del matrimonio con «arios». El espinoso problema que planteaba el hecho de que los gitanos procediesen del norte de la India, y fuesen por ello impecablemente «arios», lo resolvieron científicos raciales como Robert Ritter, que postuló que durante su migración a Europa se habían cruzado con «asiáticos» y delincuentes, dando origen a una población que era en un 90 por ciento antisocial y anormal. La investigación de Ritter ayudaría a aislar a la minoría de gitanos «puros» de la mayoría bastarda. Heinrich Wilhelm Kranz abogó vehementemente por la esterilización de sintis y romas. En un artículo titulado «Gitanos, cómo son realmente», los describía como «nómadas [...] de otra raza, que debido a sus parásitos, su suciedad y su hedor se han mantenido ajenos a nosotros hasta hoy».
Mientras Ritter y su equipo de jóvenes ayudantes seguían tranquilamente con la tarea de evaluar y registrar a sintis y romas de acuerdo con estos criterios, las autoridades nacionales y locales aprovecharon el nuevo clima para deshacerse de lo que se consideraba una molestia social. Se trata de un tema difícil y no conviene estudiarlo a la luz refulgente de la corrección política contemporánea. Digamos por hablar de lo más anodino que las diferencias culturales generaban a veces problemas reales, que no se esfumaban hablando de prejuicios populares o de raza. Así en 1930 los vecinos de varias calles adyacentes de Francfort se quejaron de los «gitanos». Ensuciaban la zona con desechos humanos y molestaban a la gente con alarmas y peleas nocturnas. Sus hijos tenían hábitos extraños. Las propiedades estaban depreciándose y los inquilinos pedían que se bajasen las rentas. Como las autoridades de la ciudad dejaron correr el asunto, asumió la defensa de los vecinos el partido nazi. En Berlín las Olimpiadas proporcionaron el pretexto para acorralar a seiscientos sintis y romas en un terreno de Marzahn insalubre y apartado, que fue adquiriendo gradualmente todas las características de un campamento cerrado. De hecho, fueron las autoridades locales las que dieron la lata insistentemente a la SS para que reclasificara Marzahn como un campo de concentración para no tener que correr con los costes. Dos retretes y tres grifos provisionales al aire libre no tardaron en contribuir a la difusión incontrolada de infecciones. En Berlebug, Renania, el alcalde consideró estos campamentos herméticamente cerrados como un medio de fomentar el incesto entre los gitanos, que podía producir el tipo de enfermedades hereditarias incluidas en la ley de esterilización.
En Düsseldorf las autoridades estaban preocupadas por un gran poblado de ocupantes ilegales llamado Heinefeld en el que vivían unas mil doscientas personas, de las que sólo eran sintis o romas unos setenta o así. El poblado había brotado como un hongo en un antiguo campo de tiro que habían utilizado los militares franceses. Al pintor local Otto Pankok se le brindó la oportunidad de pintar a sus pintorescos habitantes, pero para las autoridades era un problema: hubo una epidemia de tifus en 1932, luego una agresión a un funcionario municipal de la vivienda a manos de tres gitanos tres años después. No tardaron en echarse abajo las cabañas de lata y las casas prefabricadas de Heinefeld. Luego se concentró a todos los gitanos de la ciudad en un campo construido con ese fin en Hoherweg, complementado con una guardia armada que lo patrullaba de noche con antorcha, perro y látigo. En vez de vivir a costa de la ayuda social, los habitantes del campo tenían que pagar al municipio 6 Reichsmarks de renta mensual. Pese a que los gitanos tenían derecho a llevar una vida independiente como artesanos o como músicos, se les presionó para que se incorporaran a planes de trabajo obligatorio, tendiendo vías férreas o realizando tareas fabriles en la fábrica de vidrio de Gerresheim. Se construyeron campos similares en Colonia, Francfort y Salzburgo. Estos campos solían ser una respuesta a las quejas por los gitanos de residentes ordinarios, respuesta que se adecuaba también sin duda al deseo de las autoridades locales de descargarse de los gastos imprevistos en educación, sanidad, servicios y ayuda social de gente que tendía a aparecer de pronto en sitios inesperados.