8.

 

Anka. Junto a la poza de nadar, a la sombra de Gudura Uspomena. Para ella, como para mí, la primera vez. En el momento Anka se tensa bajo mi peso y después se pone en cuclillas al borde del agua para limpiarse la sangre de entre los muslos. Yo miro, enfadado por ser tan torpe. Anka se incorpora, me mira. Es el principio del verano y el agua está helada. La piel de Anka brilla, tiene los pechos pequeños y sus pezones apuntan al cielo. Se sacude el pelo, se rodea con los brazos y se frota para quitarse la carne de gallina. Regresa a donde yo estoy, se acomoda bajo mi brazo y me da un beso en la barbilla.

En el pinar hago un refugio para los dos, como las madrigueras que solíamos construir Krešimir y yo. Llevo una colcha vieja y unos cojines. Anka coge unas flores silvestres y las remete por el techo de paja. Nos tumbamos en la colcha sobre nuestro jergón de agujas de pino e imaginamos que en el mundo solo estamos ella y yo. Miro cómo Anka duerme en mis brazos y la veo reírse en sueños; cuando despierta le pregunto de qué se reía y ella me dice que a veces sueña cosas divertidas. Ese verano no llueve, no llueve ni una gota, nunca, como si el dios Perún se apiadara de nosotros y de nuestro improvisado hogar. De vez en cuando me llevo la escopeta, para que mi familia no haga demasiadas preguntas. Nos vemos al salir del cole, y cuando acaba el curso nos vemos cuando podemos. Ese verano entro a trabajar por horas en el taller mecánico. Me quedan dos años de formación profesional. A varios de mis profesores les disgustó que no fuera a la gimnazija; dicen que podría haber hecho estudios superiores o incluso universitarios. Pero yo no quiero. Todo lo que sé, y todo lo que quiero, está aquí en Gost.

Para Anka ya no tiene mucho interés eso de cazar conejos, pero yo a veces mato un conejo o un pichón. En casa creen que he perdido facultades. Al caer la tarde Anka recoge su ropa, se viste y sale antes que yo. Es algo que no comentamos, estas tardes son un secreto, sabemos que nuestra relación misma es secreta; sobre todo para una persona en especial, aunque nunca pronunciemos su nombre.

Me tumbo de espaldas, cierro los ojos y oigo alejarse los suaves pasos de Anka en dirección al lindero del bosque. Espero. Después, en el crepúsculo azul sigo el camino que ella ha tomado, guiándome por su olor, cerrados los ojos.

 

Viernes, cuatro de la tarde, en el Zodijak: no había nadie aparte de Fabjan, embobado mirando la tele al fondo de la barra. Me saludó con un gruñido y siguió con la televisión. En la pantalla se veía a una mujer africana ataviada con una larga toga y sentada en una silla sobre una tarima. Lucía peluca de juez y unos auriculares en la cabeza.

La cámara enfocaba a tres hombres sentados juntos; los tres llevaban puestos auriculares. Uno estaba encorvado en el asiento, los codos sobre las rodillas, mirando al frente. El segundo estaba retrepado contra el respaldo y tenía los brazos cruzados detrás de la cabeza. El tercero parecía querer llamar la atención de alguien que había en la sala: sonreía y movía las cejas arriba y abajo repetidamente. De pie detrás de ellos había dos hombres con uniforme azul. La imagen cambiaba otra vez: varias hileras de hombres con toga sentados frente a terminales de ordenador. Todos con auriculares puestos. La cámara volvía a la tarima del magistrado y la juez procedía a leer un papel en voz alta.

—Hija de puta —Fabjan apuntó al televisor con el mando a distancia, cambió de canal y se fue a la trastienda sin decir palabra.

Deja que te hable de Fabjan. Fabjan no era de Gost. Llegó al pueblo hace veintidós años trayendo consigo esposa y un hijo. Tenía un tío aquí, que vivía solo. Fabjan y su mujer se mudaron a casa del tío y cuando el viejo murió se quedaron la casa. Corría el rumor de que el hombre había hecho fortuna trabajando en las minas de ópalo en Australia, pero lo cierto es que nadie sabía nada. Yo entonces ni siquiera vivía en Gost, y cuando volví Fabjan era ya un personaje importante, el copropietario del Zodijak. A su socio, Javor Barac, lo conocía yo desde hacía muchos años. El padre de Javor era director de la estafeta de correos, por lo tanto el jefe de mi padre. Cada año nos veíamos en la fiesta que se celebraba en la estafeta por Navidad, ambos obligados a ponernos nuestras mejores galas: pantalón negro de los de raya y camisa con volantes, tanto Javor como yo. Hombres de muy distinta índole: me refiero a Javor y a Fabjan. Javor era muy campechano, Fabjan un fardón, pero formaban un buen equipo. Fabjan era el único del pueblo que conducía un BMW, cuando yo volví a Gost. Los dientes los tenía mucho mejor entonces.

Javor respetaba a Fabjan porque en aquella época de escaseces su socio se las apañaba para conseguir todo lo que quería: café, azúcar, incluso una máquina de millón. Más adelante un reproductor de vídeo, por desgracia Betamax, pero eso fue lo de menos porque ningún otro bar tenía. En aquel entonces era necesario conocer a alguien o saber qué hilos mover, ya fuera para montar tu propio negocio, para comprar una máquina de millón o para conseguir reproductores de vídeo en el mercado negro. Yo me preguntaba a veces qué falta le hacía Javor a Fabjan; tal vez lo utilizó de intermediario para que lo aceptaran en Gost, habida cuenta de que el padre de Javor era el director de correos y un hombre importante en la comunidad. La máquina de millón, desde luego, sirvió para que el bar estuviese lleno todas las noches. Lleno de chavales con cazadora tejana y vaqueros acampanados, pasados de moda en todas partes excepto en Gost. Ponían turbo-folk de día como de noche, se hinchaban a cerveza y jugaban al millón.

La mujer de Fabjan lleva un abrigo con cuello de pieles y joyas ostentosas. Se perfila la boca con lápiz de labios y fuma cigarrillos mentolados muy finos. Se podría decir que es guapa, aunque le está saliendo papada; si sabe que Fabjan se mete con mujeres en la trastienda del Zodijak, hace como que no se entera. Tiene dos hijos varones ya crecidos y un salón de peluquería. El año pasado Fabjan le organizó una fiesta de cumpleaños: reservó toda la zona para banquetes del hotel y contrató a una banda tributo de la ciudad.

Mucha gente se pregunta cómo es que Fabjan, teniendo el dinero que tiene, no se marcha de Gost y prueba suerte en otra parte; en alguna ciudad de la costa podría poner un bar más grande, si no un hotel, y entonces sí que sería alguien. Gost es demasiado pequeño para un hombre de su talento. Yo, si alguien me preguntara —cosa que nadie ha hecho—, le diría: será que a Fabjan le gusta mucho este pueblo.

 

Les pedí a Laura, Grace y Matthew que vinieran a cenar a mi casa, para devolver la invitación. Faltaban sillas: por la mañana estuve arreglando la que tenía una pata rota. Saqué una pierna de venado del congelador que tengo fuera y cogí unas patatas del almacén y otro puñado de acelgas de la parte trasera de la casa azul. En mi almacén tenía un poco de ajvar que había hecho el año anterior con berenjenas y pimientos de mi propia cosecha. Después fui al pueblo a por pan y vino. La mujer que atendía el mostrador de la panadería —ya he explicado que estuvo casada con un primo mío— preguntó mientras me envolvía la barra de pan:

—Y tu amiga, ¿dónde anda?

—¿Quién?

—La engleskinja.

Me encogí de hombros.

—Si apenas la conozco; solo le he echado una mano.

Me miró entornando los ojos, las manos en las caderas, y se encogió de hombros dando a entender que le daba igual. Luego miró imperturbable al siguiente cliente.

Una vez en casa, hice un flan de caramelo y lo metí en la nevera. Después de preparar el resto de las cosas para la cena, subí a lavarme y me cambié de camisa (la otra buena). Volví a bajar, puse un casete de Johnny Cash y luego la mesa. Tengo mucha vajilla. Mi hermana no quiso llevarse todas estas cosas a Zagreb, pero mi madre no estaba dispuesta a deshacerse de las fuentes, ensaladeras y salseras que le habían regalado al casarse, de modo que me las dejó a mí para que las llevase cuando fuera a vivir con ellas; de este modo se daba permiso a sí misma para marcharse. Me dejaron también un par de cabras. Tres días después las maté en el patio y congelé toda la carne. Me duró dos inviernos.

Estaba fuera cogiendo unos acianos del arcén después de recordar que a Laura le gustaban las flores, cuando apareció ella. Llevaba puesta una camisa anudada en la cintura, una falda larga con volantes y unas alpargatas. Se había hecho un moño y sobre los hombros llevaba un chal azul cielo. Me dio un ramillete.

—Mira, te he traído unas cuantas.

—Gracias —dije. Miré a mi alrededor—. ¿Vienes sola?

—Digamos que soy la avanzadilla.

Al entrar en casa Laura se quedó en mitad de la estancia y giró sobre sí misma.

—Muy austero, ¿no?

—Esto era para los cerdos —le expliqué—. Hasta que lo convertí en mi casa. A los cerdos no les gusta tener mucho espacio, prefieren estar juntos y calentitos. Yo tampoco necesito demasiado.

—Me encanta eso de ahí —dijo, señalando las botellas que yo había incrustado en el yeso de una pared, con la base hacia fuera—. Muy ingenioso. ¿Podrías hacer lo mismo en nuestra casa? ¿Es tu familia?

Ahora estaba mirando la foto que tenía sobre el alféizar. Fui hasta la ventana, cogí la fotografía y se la pasé. En la foto yo tengo unos diez años y llevo unas gafas enormes de montura muy gruesa. Eran de mi padre y me encantaba ponérmelas, para hacer el payaso. Mi padre está de pie detrás de mí, una mano apoyada en mi hombro.

—Daniela y Danica —señalé respectivamente a mis dos hermanas.

—¡Y Duro!

—El mismo.

—Todos los nombres empiezan por D.

—Una tradición familiar. Mi padre se llamaba Dejan.

—¿No teníais miedo de quedaros sin nombres?

—¿Por qué? Nueva generación, mismos nombres otra vez.

—¿Lo de la D era por algún motivo especial?

Contesté que no lo sabía. Son cosas en las que uno no piensa hasta que alguien de fuera se las hace ver. Aun así, las más de las veces no hay un motivo concreto, simplemente se ha hecho así toda la vida. Laura dijo que mi familia parecía buena gente, me devolvió la foto y siguió curioseando. Como ya he dicho, la casa en sí es muy parecida a la casa azul, solo que en pequeño: paredes de piedra, suelo embaldosado, estufa de leña. Mi butaca delante del televisor. Al lado, una mesita encima de la cual están las gafas de mi padre (ahora tengo que ponérmelas siempre para leer) junto con el libro que estoy leyendo: en estos momentos es uno sobre las islas Galápagos que saqué de la biblioteca. Como muchas personas, conocía quién era Charles Darwin y la gran variedad de especies animales que encontró en las islas, pero ¿sabías que allí también vivía gente? Esclavos, presidiarios, marineros en dique seco, piratas. Una vez dentro era muy difícil abandonar las islas, ¿sabes?, y ni que decir tiene que la vida era un continuo sobresalto, habida cuenta de los numerosos crímenes en que incurrían tan violentos habitantes. El libro incluía la historia de un tal Patrick Watkins, marinero irlandés dedicado a la caza y la agricultura en las Galápagos. Aquel Patrick Watkins me llamó mucho la atención. El hombre robaba una piragua y se hacía a la mar. Iban con él otros fugados, pero al llegar a Guayaquil solamente quedaba un hombre a bordo: Watkins. ¿Qué fue de los otros? Nadie lo sabe. Traté de imaginar lo que podía haber ocurrido durante la travesía. ¿Acaso Watkins había tirado a los otros por la borda? ¿Acaso alguno mostró instintos asesinos, enloquecido por la falta de agua, el horizonte infinito o la ineludible compañía de los demás? ¿Los había matado Watkins, con sus propias manos, uno a uno? ¿Qué sucedió entre ellos cuando ya solo quedaban tres hombres?

Junto a la mesa hay una cómoda donde guardo mis papeles y donde, cuando lo haya terminado, meteré este manuscrito. Al otro lado de la estancia: la mesa donde suelo comer, puesta por primera vez para cuatro comensales. En el rincón un hornillo de gas, fregadero de porcelana, mesa de madera. Un escurreplatos de madera colgado de la pared. Una despensa pequeña. Al lado, el almacén de madera y los anexos. En el alféizar, olvidadas, las teselas que me había traído de la casa azul. Al ir a dejar la foto en su sitio, las tapé con la mano y me las metí disimuladamente en el bolsillo. Al pasar un paño por el cristal del marco antes de dejar la foto, eché un vistazo a mi padre. Recordé el olor de la brillantina —fragancia de limón— con que se peinaba en las ocasiones especiales, como ahora la boda de Danica y las de mis primos, bautizos y días festivos y todas las navidades desde que tengo memoria. Gost se pone muy bonito por Navidad. Luces en las fachadas de los edificios. Flameantes carrozas sobre el río. Dunas de nieve moldeadas por el viento. Le expliqué esto a Laura.

—Un invierno como es debido.

—Supongo que sí, pero muy frío. Tan frío que las ratas se vuelven locas. Intentan colarse allí donde hay un poco de calor, y tienes que impedir que lo mordisqueen todo para meterse dentro.

—Qué espanto, ¿no?

Continué:

—En el pueblo no ocurre tanto, pero aquí sí. Los nidos no les sirven para sobrevivir. De noche se oye cómo arañan las paredes.

Advertí que Laura me estaba mirando fijo, tenía las mejillas pálidas, ya no sonreía. Dejé de hablar. Matt y Grace acababan de llegar.

—¡No veas! —dijo Matt—. ¿Y qué hacéis?

—Atraparlas.

—¿Con qué?, ¿con una ratonera gigante? ¡Muy grande tendrá que ser!

—Ese tipo de ratonera no. Harían falta demasiadas, y es un poco peligroso habiendo perros en la casa. Utilizamos jaulas. Así puedes atrapar muchas de una sola vez.

—¿Y después no tenéis que matarlas?

—A la mañana siguiente están congeladas.

—Uf, qué asco —Matt hizo una mueca.

—¿Cómo mueren? —preguntó Grace—. Quiero decir, ¿lentamente o rápido? ¿Cómo es morirse de frío?

—No seas morbosa, Grace —dijo Laura—. Hablemos de algo más agradable.

—Desde luego —dije yo—. Os traeré algo de beber.

Fui a la cocina y volví con un vaso de vino para Laura. A Matthew le pasé una Karlovacko.

—¿Matt? —Laura lo miró fijamente, las cejas levantadas.

—Tengo diecisiete años.

—Una sola —dije—. Así los chicos aprenden a aguantar la bebida. Es como mi padre me enseñó. Una cerveza por mi cumpleaños. Una cerveza por Navidad. Más un brandy de ciruela.

Laura lo dejó estar. Volví a la cocina en busca de una Coca-Cola para Grace. La chica me siguió.

—Duro. ¿Cómo mueren las ratas?

—¿En serio quieres saberlo?

Asintió con la cabeza.

—La noche es muy fría, diez bajo cero por lo menos. Su metabolismo se va ralentizando y les entra sueño. Mueren dormidas.

Grace se me quedó mirando.

—Es mentira, ¿verdad que sí?

Normalmente no se atrevía a mirarme a los ojos, pero ahora lo estaba haciendo sin pestañear. Fue eso sobre todo lo que me impulsó a decirle la verdad. Porque Grace ya no era una niña. Y porque Grace no era la hija de su madre. Aquella tarde, en la cocina con ella, capté algo de su personalidad que solo acabaría entendiendo más adelante. Su manera de examinar hasta el último resquicio de cuanto la rodeaba iba más allá de la curiosidad infantil. Grace quería comprender de qué estaba hecho el mundo, igual que yo cuando era niño. Grace observaba y escuchaba. Hacía preguntas.

—¿Cómo mueren las ratas? —dijo por segunda vez.

Al principio se apiñan para darse calor. El frío les va afectando el cerebro y empiezan a sentirse confusas, dan tumbos alrededor de la jaula, chocan las unas con las otras. El frío las vuelve agresivas. Pelean a muerte, con las pocas fuerzas que les quedan. Buscan una vía de escape en la tela metálica del suelo. Cuando ya no tienen energías, pierden el conocimiento. A veces el hielo convierte sus cuerpos en un amasijo gris. Por la mañana vacío las jaulas; cojo las ratas por la cola y las voy tirando al río.

—¿Es eso lo que querías saber?

Grace asintió despacio.

 

—¿Gost quiere decir algo? Hoy hablábamos de eso —habíamos terminado de comer el venado y estábamos en plena sobremesa. Grace, creyendo que nadie miraba, les pasaba trocitos de comida a los perros por debajo de la mesa.

—Significa «visitante» —le dije a Laura—. No, espera, seré más exacto. En inglés dirías guest, ¿verdad?

Guest y visitor significan más o menos lo mismo. Huésped suena como más especial. Visitante puede serlo cualquiera. Un desconocido puede serlo, alguien que no está invitado también. Un huésped sería aquel que recibe un trato especial, como cuando invitas a una persona a tu casa. Se supone que a un visitante también lo tratarías así, aunque no necesariamente. Pero el nombre, ¿sabes de dónde viene?

—Gost, aunque cueste creerlo, fue una población importante en su momento, la capital provincial del distrito en tiempos del Imperio austrohúngaro. Aquí venía o se instalaba gente de muy diferentes regiones. Además, está cerca de las montañas, que son las más altas de la zona, y atravesarlas es arriesgado, sobre todo en invierno. Los montañeses tienen una larga tradición de hospitalidad. De ella depende a menudo la supervivencia del viajero. Encima, en aquella época había guerras y bandoleros; supongo que la gente pensaba que los desconocidos no les harían daño si recibían trato de huéspedes. Todavía ahora, para cruzar el país de norte a sur o de este a oeste, hay que pasar por Gost. Ese es también el motivo de que hayan venido tantos extranjeros.

—Mi marido dijo que era fácil llegar a Gost desde la ciudad y el aeropuerto, o desde la costa, y esa fue una de las ventajas.

—Y como puedes ver, sois mis huéspedes o invitados.

—Gracias. En inglés Gost suena a un cruce entre guest y host, huésped y anfitrión.

—O ghost, fantasma —intervino Grace.

—En croata eso se dice duh.

Grace repitió varias veces la palabra.

—Exacto. O también prikaza, aunque eso sería más bien una especie de visión. Lo último que uno ve antes de morir, algo así.

—Ya, como un ángel, o alguien que ya murió y te está esperando.

—Eso pasa en las películas. A saber qué ve la gente en realidad.

—Me gustaría aprender croata. Estoy tomando clases de francés y de alemán. Según mis profes tengo buen oído —dijo Grace—. ¿Tú me enseñarías?

Iba a decirle que sí cuando Matthew, que había ido al lavabo, volvió a entrar.

—¿Esas armas son tuyas? —preguntó.

—Claro. ¿Quieres ver alguna? —fui al armero de detrás de la puerta y cogí el rifle calibre 243 que tenía desde hacía unos diez años.

—¿Para qué son?

—Para cazar —descorrí el cerrojo, comprobé el mecanismo y le pasé el rifle a Matthew.

—¿Cazar? ¡Venga ya! —se lo llevó al hombro y giró apuntando hacia diferentes lugares. Levanté la mano, agarré el cañón y se lo hice bajar.

—Eso no lo hagas nunca.

Le enseñé a sujetar el arma, apoyando con firmeza la culata en el hombro, la mejilla pegada a la madera, y a sostener la caja suavemente con la mano izquierda. Matthew lo hizo y luego aplicó el ojo a la mira.

—¿Puedo acompañarte el próximo día que vayas a cazar?

—No es temporada de caza, pero si quieres te enseño a disparar; lo otro lo dejamos para más adelante —le cogí el arma.

—Primero quizá tendríamos que hablarlo —dijo Laura.

—¿Hablar de qué? —le espetó Matthew.

—Estamos en el campo, Laura. No es como en la ciudad —dije—. No te preocupes. Además, Matthew ya casi es un hombre.

—Es que si no me aburro, aquí no se puede hacer nada —dijo Matthew—. Oye, ¿y este? —había cogido mi viejo 7,62 y estaba empezando a levantarlo, pero se lo impedí.

—Ese no —dije—. No te iría bien —se lo arrebaté.

—Bueno —dijo Laura—, pues allá tú, Matt.

—¿Qué dices, Duro? —me preguntó el chico.

—Vale.

Mirándolos a los dos, a Matthew y a Laura, vi que se parecían mucho. La piel y el pelo dorados, que casi brillaban a la luz del atardecer. Los ojos rasgados, que en Laura tenían un aire felino pero a Matthew le daban un toque de apatía, una cara de sueño. Frente alta, largas cejas. Matthew llevaba el pelo casi tan largo como su madre y su rostro tenía un aire de femenina delicadeza. En cambio, Grace era más pálida de piel, sus cabellos más oscuros y en conjunto más corpulenta. Su nariz era larga y un tanto afilada, el porte muy diferente del de Laura. Dudo que haya conocido nunca a una hija que se pareciera tan poco a su madre. En ese momento estaba inclinada dándole un beso a Zeka en el hocico. Levantó la vista, me miró como si hubiera sentido el tacto de mis ojos.

—¿Puedo sacarlos para que corran?

 

Laura y yo nos quedamos solos. Grace estaba con los perros, y Matthew mirando las estrellas con un viejo telescopio mío que había encontrado por ahí. Me levanté para traer más vino, llené los dos vasos y me volví a sentar. Laura tenía un codo apoyado en la mesa y se aguantaba la barbilla con la palma de la mano, la cabeza ligeramente ladeada. Durante un rato ninguno de los dos dijo palabra; me gustó que Laura estuviese tan relajada en mi compañía. Finalmente se enderezó y tomó un sorbo de vino.

—La verdad es que Matthew me preocupa —empezó—. Todavía no sabe muy bien quién es, si se puede decir así. Es el polo opuesto a Grace, ella enseguida se entretiene —por el modo en que dijo esto último, cabía pensar que lo consideraba un defecto—. ¿Tú qué tal lo pasaste aquí, de chico?

—Bien —dije, encogiéndome de hombros—. Podíamos estar fuera todo el día. Libertad total.

—Yo me crie en ciudades. Cambiábamos de casa a menudo. En el colegio siempre era la nueva y no me enteraba de nada. Y luego, cuando ya había hecho amigas, teníamos que volver a mudarnos.

—¿Por la profesión de tu padre?

—Sí y no. Mi padre trabajaba fuera del país, era ingeniero. Antes había sido militar, vivíamos en Alemania. Cuando se licenció volvimos a Inglaterra y se puso a trabajar para contratistas independientes. Cada dos por tres se marchaba: a Nigeria, Abu Dabi, sitios así, para asesorar proyectos. Después aceptó un encargo en Tailandia. Fuimos una sola vez. A mi madre no le gustó nada y regresamos. Yo tenía catorce años y me pareció un sitio estupendo; me habría quedado, pero la decisión no dependía de mí. La idea, creo, era que mi padre iría y vendría, pero debían de estar ya a punto de separarse y al final él casi nunca venía a vernos. En Tailandia los hombres lo tienen muy fácil, en todos los sentidos. Al principio mi madre redecoraba casas para tener alguna ocupación mientras mi padre estaba ausente, una especie de hobby. Pero después del divorcio empezó a hacerlo por el dinero. Compraba una casa, vivíamos allí un par de años mientras mi madre la ponía a punto y luego buscaba un comprador. Siempre he vivido en casas a medias. En cuanto una estaba más o menos lista y yo por fin tenía el dormitorio a mi gusto, mi madre la ponía en venta y vuelta a empezar otra vez. Luego nos mudamos a Gales y ella comenzó a restaurar casitas de campo para venderlas como casas para las vacaciones, pero cuando la gente de allí empezó a quemar viviendas de ingleses, el mercado se fue a pique y a mi madre le costó lo suyo vender la casa donde vivíamos. Así que vuelta a la casilla de salida, como en el juego de la oca. Es la única vez que he vivido en el campo. Estábamos ella y yo solas, creo que jamás tuvimos invitados, y a mí ni se me pasaba por la cabeza llevar amigas a casa. Mi madre, aunque podíamos permitírnoslo, nunca quería comer fuera. Total, ya me ves a mí, de quinceañera, todo el día por ahí con mis amigas. Me teñí el pelo, pasaba la mayor parte del tiempo en el centro del pueblo. Supongo que para ella fue duro. Me fui a Bristol a estudiar y durante ese tiempo mi madre cambió. Había recibido una oferta por la casa, pero decidió que no quería mudarse más. Era feliz. Y allí vive todavía... con aquel huerto enorme. Te envidio, Duro. Me encantaría haber crecido en el campo, ¿sabes?, como debe ser... ¿Tú siempre has vivido aquí?

—Pasé unos años en la costa.

Laura suspiró. Le brillaban los ojos, estaba un poco ebria.

—Crecer en un mismo sitio, donde todo el mundo te conoce y tú conoces a todo el mundo. Entrar y salir de las casas sin que haya puertas cerradas. Imagino que sería algo así, ¿no? —apuró el vaso.

—Algo por el estilo.

Grace entró precipitadamente; jadeaba, estaba sin resuello.

—¿Qué ocurre? —preguntó Laura.

—¡Es Conor!

—¿Ha llamado?

—¡Está aquí!

—¿Qué?

—Ha venido Conor. ¡En serio! —dijo Grace—. He visto el coche aparcado delante de la casa cuando volvía con los perros. Se había marchado y ha vuelto.

—¡Dios mío! —Laura se puso en pie de un salto—. Perdona, Duro. Tenemos que irnos. Ha sido una velada encantadora.

Yo no sabía qué decir.

—Tranquila, no pasa nada —dije.

Ya en la puerta, Laura se volvió a Grace.

—¿Y cómo es que no ha esperado dentro?

—No ha visto que la puerta no estaba cerrada con llave.

Y se marcharon.

Me quedé unos minutos allí sentado, entre los pecios de la cena. Habían transcurrido menos de dos horas desde su llegada. Me levanté, recogí la mesa y eché los restos de comida en los cuencos de los perros. El chal de Laura estaba sobre el respaldo de una silla, con las prisas se le había olvidado. Lo doblé y lo puse encima del alféizar.

Cuando hube terminado de recoger, fui a la nevera y la abrí. Allí estaba el flan de caramelo. Me había salido bien, por no decir perfecto. Volqué el plato directamente en el cubo de la basura.

 

Me desperté soñando con un barco de madera y una tripulación de hombres. La piel reseca por el salitre, un calor húmedo, la terrible quietud del mar en calma. No nos movíamos. Seis hombres varados en un barco, rodeados de agua, y la anarquía —el séptimo hombre— arrimada a nosotros en el reducido espacio. Permanecí tumbado boca arriba unos minutos viendo esfumarse las imágenes y colores oníricos. En el sueño, como ocurre solamente en los sueños, yo era a un tiempo Patrick Watkins y yo mismo, a veces miraba a los otros sabiendo lo que él sabía, y en otras yo era uno de ellos y observaba a Watkins, pendiente de sus movimientos. Pero ¿qué era lo que sabía Watkins? Lo que en el sueño parecía incuestionable se había desvanecido por completo. Me quedó un sabor a sal en la boca.

Un recuerdo se cuela en el espacio dejado por el sueño.

Despertar con el olor a borrajo quemado: Anka y yo. Nos habíamos quedado dormidos en nuestro pequeño albergue improvisado, allá en el pinar. En lo alto, una brisa se cierne sobre los árboles y desciende valle abajo hacia Gost, a primera hora de la tarde: tiendas cerradas, la calle principal en silencio. Horas antes le había enseñado a Anka a hacer rodar una moneda sobre los nudillos, y luego ella se había metido esa misma mano entre las piernas para enseñarme cómo hacer algo que ella ya domina. Cuando arquea la espalda y grita, aparto la mano pensando que he hecho algo mal, pero ella la devuelve a donde estaba. Después nos dormimos y la moneda, un punto frío, queda perdida entre nuestros cuerpos y la colcha. Pasado un rato, algo nos despierta. Una semicircunferencia de fuego de unos cinco o seis metros de largo, como si alguien hubiera dibujado a nuestro alrededor un círculo de llamas. No tan cerca como para que suponga un peligro; además, el borrajo está húmedo y el fuego arde despacio, solo de vez en cuando la explosión de una piña al partirse. Cojo la colcha, corro desnudo hacia las llamas y las apago a pisotones. De vuelta en el refugio, Anka está tiritando. La colcha ha quedado chamuscada y no nos sirve. Sobre las copas de los árboles, un cielo azul, un sol lleno de fuego: ese mismo sol furioso que arde ahora frente a mi casa, colándose poco a poco por el espacio que dejan los postigos.