9.

 

El sábado, después de mi gimnasia matutina, fui andando hasta la casa azul. La familia al completo estaba sentada alrededor de la mesa en la parte delantera, desayunando tarde. Grace fue la primera en verme.

—Hola, Duro.

Laura, que estaba de espaldas a mí, volvió la cabeza y borró con una sonrisa el entrecejo fruncido.

—Duro, hoy no te esperaba. Creí que vendrías el lunes.

—Hay mucho que hacer —le dije—. Te dejaste el chal —se lo pasé.

—Duro, te presento a Conor, mi marido. Conor: Duro. Ya te he hablado de él. Gracias a Dios que vino a rescatarnos, ¿no es cierto, Duro?

El marido de Laura me tendió la mano y se la estreché. Era más alto que yo, lo cual no es difícil, pero tampoco es que fuera realmente alto. Llevaba puesta una camiseta y un pantalón corto de sport. Se lo veía raro, con las piernas tan blancas. Tenía el pelo entrecano, corto. Ojos azul claro. Diez o doce años mayor que Laura. Un tipo fornido, me apretó la mano con fuerza. Quizá era su estilo habitual; en cualquier caso, yo hice otro tanto con la suya, y durante unos segundos nos quedamos así, trabados. Conor fue el primero en aflojar y dejó caer la mano al costado.

—Mucho gusto, Truro.

—Duro.

—Du-ro —repitió él. Volvió a sentarse.

—¿Café? —preguntó Laura.

—Sí, gracias.

—Siéntate aquí. Yo ya había terminado —Grace recogió un par de platos y entró en la casa.

—Gracias por todo el esfuerzo —dijo Conor.

Asentí con la cabeza. Laura me sirvió café. Bebimos en silencio hasta que Conor habló.

—Bueno, Duro, ¿y cuánto trabajo dirías que queda por hacer en la casa?

—Un poco —respondí—. El tejado está listo. Ahora me estoy ocupando de pintar y de las paredes de fuera. Ese árbol seco habría que talarlo, antes de que ocasione algún daño. También depende de lo que queráis hacer dentro. Hay una pared que necesita arreglos. He reparado la gotera del techo que fue la causa.

—Pero la estructura es sólida, ¿no?

—Es una buena casa. Construida a la antigua. Dentro de un siglo todavía estará en pie.

—Fantástico. Lo que yo te dije, ¿verdad, Laura? —Conor se relamió, echó el cuerpo hacia atrás en la silla y se cruzó de brazos como si hubiera construido la casa con sus propias manos y acabara de comerse un pedazo.

Laura sonrió y le puso una mano en la rodilla. Luego se volvió hacia mí.

—Tómate el día libre, Duro. Ven el lunes. Has trabajado mucho y hoy seguramente nos quedaremos en casa, para que Conor se vaya aclimatando.

—De acuerdo.

Me terminé el café, di las gracias y retiré la silla. Ya me marchaba cuando oí la voz de Matthew.

—Eh, Duro, si no estás muy ocupado, ¿crees que podríamos ir hoy a disparar?

Pensé un momento. Tenía cosas de sobra para hacer, pero nada urgente.

—Pues claro —dije.

—¡Bien!

—¿Qué quiere decir eso de disparar? ¿Disparar qué? —eso lo dijo Conor.

—Escopetas —respondió Matthew—. ¿Qué si no?

—¿A ti te parece bien, Laura?

—Mattie dice que le gustaría.

—Ah, bueno, pues si Matt dice que le gustaría, yo no me meto —Conor se encogió de hombros.

—No habrá ningún peligro —dije.

—Estoy seguro. De hecho, yo también disparaba, en mis tiempos. Es que no me cuadraba contigo, Laura. Ni contigo tampoco, Matt.

—¿Y qué sabes tú de lo que cuadra conmigo? —Matt lanzó una mirada peligrosa a su padrastro, y este alzó las manos en un gesto de fingida rendición.

—Adelante, hombre. Pásatelo bien. Estoy seguro de que así será.

Necesité tiempo para poner las armas a punto. Al cabo de una hora escasa volví con dos rifles: mi viejo calibre 22, que conservaba desde que era niño, y el calibre 243. La puerta de la casa azul estaba abierta y dentro vi a Laura y a Conor, él de pie detrás de su mujer en mitad de la sala, rodeándole la cintura con los brazos, la nariz sepultada en el cuello de ella. Luego levantó la cara y le plantó un beso en la coronilla. «Hombre de pocas palabras», le oí decir cuando estuve un poco más cerca.

—¿Quién? ¿Duro? —dijo Laura—. Él es así. Le gusta ir a la idea. Normalmente es más hablador. Quizá lo has puesto nervioso.

Conor rio.

—Ha sido un detalle que te haya traído el chal.

—Sí.

—Yo creo que le gustas.

Laura rio pero no dijo nada.

—En serio —prosiguió Conor—. Y es el perfecto Romeo de bolsillo. Con su estatura podrías llevártelo a todas partes.

—¡Ay, calla, tonto! —con una sonrisa, Laura fingió darle un codazo, se soltó de él y lo encaró. Él volvió a agarrarla por la cintura y ella levantó la vista; al hacerlo reparó en mí—. Oh, hola, Duro —no titubeó ni una sola vez; es más, ensanchó su sonrisa como si me la hubiera dedicado a mí desde un principio—. Creo que Matthew está esperándote en la parte de atrás.

Me alejé. A mi espalda oí una risita ahogada.

Yo llevaba las armas, Matthew caminaba a mi lado emitiendo sonidos de detonación y disparando al cielo con los dedos de la mano derecha. Me observó cuando monté las cosas al final del extenso campo que nacía en la parte trasera de la casa. Grapé el blanco a una tabla y la apoyé en la base de un roble grueso. Luego desmonté el arma y le mostré a Matthew los componentes, haciéndole repetir las cosas una por una.

—Mantén el cañón apuntando hacia abajo. Una bala puede llegar a recorrer casi dos kilómetros. Si fallas, matarás a alguien del pueblo, ¿entendido?

Matthew asintió con la cabeza.

—¿Entendido? —repetí.

—Entendido.

—Siempre de cara al blanco. No gires. Si hay puesta una bala de verdad y se te dispara, seguro que me matas a mí —lo miré a los ojos—. ¿Entendido?

—Entendido.

Una vez que hubo aprendido a sostener bien el 22 y hubo hecho unos cuantos disparos en seco, cargué la recámara y le dejé disparar. Es un arma ligera, apenas si tiene retroceso. Matthew agrupó bastante bien los tiros en el blanco, que estaba a veinticinco metros de distancia.

—Buen trabajo.

Él sonrió, satisfecho de sí mismo.

—Sí, parece que le he cogido el tranquillo.

Le dejé tirar varias veces más. Al final, acertaba casi siempre en el centro mismo de la diana. Matthew lanzó un puño al aire.

—Muy bien. Ahora prueba este —le pasé el 243, retrocedí y me crucé de brazos—. Asegúrate de tener la culata bien hincada en el hombro.

Matthew hizo fuego. El retroceso levantó el cañón y la bala erró el blanco, yendo a estrellarse en el tronco del roble.

—¡Hostia puta!

Me reí.

Matthew se giró hacia mí, haciendo visera con la mano para protegerse del sol.

—Tú sabías que iba a pasar esto —dijo.

Sonreí. Matthew se echó a reír.

—¡Eres un cabronazo, Duro!

Cinco intentos más tarde, ya le daba al blanco. Le pasé otros cinco cartuchos. Tenía cierta tendencia a forzar el gatillo, pero por lo demás era bastante bueno. Le hice retroceder otros veinticinco metros y le pasé el 22 para que disparara cinco cartuchos más. Le enseñé a cambiar el cargador. De no haber oído los pasos de Conor a mi espalda, habría adivinado que era él por cómo le cambió a Matthew la expresión: sus facciones se aflojaron, pero tensó la quijada y su mirada se hizo más dura, vidriosa.

—¿Qué tal va todo?

—Muy bien —respondí, al ver que Matthew callaba.

—¿Me lo dejas ver?

Le tendí a Conor el 243. Conor sopesó el rifle con una mano. Dio un paso al frente, levantó el cañón y aplicó el ojo a la mira.

—¿Te importa que lo pruebe?

Le pasé el cargador lleno.

—¿El seguro?

Se lo enseñé y Conor apoyó la culata en su hombro y movió el cuerpo, acomodándose al arma. Finalmente apretó el gatillo. El disparo no dio en el blanco, pero por poco. Disparó otras tres veces y volvió a accionar el seguro.

—¿Qué tal si nos haces una demostración, Duro?

—Matthew estaba a punto de tirar —dije, y le pasé el rifle al chico.

Pero a Matthew no se le había escapado el tono de desafío en la voz de Conor.

—Da igual —dijo—. Venga, tira tú, Duro.

—¿Qué te parece? ¿Al mejor de tres? —dijo Conor.

—Entonces empieza tú —le pasé otra vez el rifle—. Eres mi invitado —di media vuelta y me alejé del blanco otros setenta y cinco metros—. Disparemos desde aquí.

Conor vino a donde yo estaba y se situó a mi lado. Dos tiros erraron por poco: un cuatro casi en la línea de dentro y un tres. La última bala la puso en el centro. Se encogió de hombros al pasarme el rifle, pero se le veía visiblemente satisfecho a pesar de todo.

—Aún estoy un poquito oxidado —dijo.

Coloqué tres tiros en el centro. Matthew, detrás de mí, aplaudió. Pude notar el calor de su entusiasmo. Conor hizo oídos sordos.

—¿Qué dices, Duro? ¿Tres más? —propuso.

—Como quieras.

El primero de sus disparos fue un cinco, dio casi en el exterior del círculo central. Un cuatro a las once en punto. Otro cuatro a las cinco. Se quedó con el ojo aplicado a la mira, comprobando el resultado. Matthew resopló, burlón. Conor me pasó el arma. El chico, que seguía detrás de mí, deseaba que su padrastro perdiera, casi se le podía oír, una vibración en el aire. Apunté, hice tres disparos y bajé el rifle. Matthew corrió a buscar la diana.

Seis disparos. Los tres de Conor: uno en el centro, los dos cuatros a las once y las cinco. Mi puntuación era idéntica: un cinco y dos cuatros. A la una y a las siete en punto. Hasta mi cinco estaba exactamente a la misma distancia del punto central que el de Conor, aunque en el lado opuesto del círculo pequeño. Mis tres disparos eran la perfecta imagen especular de los suyos. Él miró el blanco sin acabar de creérselo. Se apartó el pelo de la frente.

—¡Madre mía! En mi vida había visto nada igual. Qué casualidad. Bueno, creo que esto es un empate —Conor me tendió la mano.

 

Ya me he hartado de Krešimir. El final, cuando llega, es algo insignificante, suelen serlo todos los finales. Tienes que volver la vista atrás para divisarlos, para determinar dónde cambiaron definitivamente las cosas, el antes y el después. Le desafío a un duelo de tiro.

Él se burla de mi estatura, cosa que no había hecho nunca, ha cruzado una línea que permanecía invisible, una frontera no declarada. En aquellos años nos tomábamos el pelo por muchas cosas y por otras no, lo que sin duda es propio de la amistad. Pero lo dice delante de Andro, Miro y Goran. Krešimir disfruta, sobre todo de mi necesidad de aguantar el tipo, de tragar quina, única manera posible de que me dejen en paz. Cuando cejan en sus intentos de torearme, allí está Krešimir con otra chanza, y todos venga a reír de nuevo.

Otro día saca a colación el jabalí, yo ya me había olvidado. Les cuenta que una vez hice como que le había dado a un jabalí, cuando solo le había dado a un árbol. La ira puede conmigo; lo mando a tomar por el culo, le digo que soy mejor tirador que él hasta con los ojos vendados.

Entre Krešimir y yo: oscuros canales de rencor. Nos sentimos incómodos en presencia del otro pero disimulamos; Krešimir me observa y yo evito su mirada. Paso el menor tiempo posible con él, me pregunto si sabe lo de Anka y yo, y en caso afirmativo hasta qué punto. No creo que sea coincidencia que haya resucitado justo ese incidente de muchos años atrás. Yo le había disparado al jabalí. Anka, que estaba practicando ballet encima de una roca, había caído justo en mis brazos.

En el talud que hay más abajo del pinar, el sitio donde abatí mi primer ciervo. Solos, porque no le incumbe a nadie más. Llevo una diana casera. Cinco disparos. Si Krešimir está nervioso, no se le nota; en sus labios una sonrisita desdeñosa. Lo que en el momento de retarlo me había parecido noble, ahora parece patético. Claro, que él siempre ha empleado el truco de la condescendencia.

Cara o cruz. Pierdo. Krešimir dispara primero y se lo toma con mucha calma, cambiando de posición entre disparo y disparo. Me hace esperar aposta. Los cinco tiros son buenos. Krešimir deja su arma en el suelo y cruza los brazos sobre el pecho con cara de satisfacción. La mía es un viejo fusil de cerrojo sin cargador. Cuatro tiempos para expulsar el cartucho, introducir y correr el cerrojo sobre una nueva bala. El quinto para disparar. Los voy contando, tengo esa costumbre. Llego a veinticinco en otros tantos segundos.

Vamos hacia el blanco y cuanto más cerca estamos mayor es el asombro de Krešimir: debería haber diez agujeros de bala, pero solo hay cinco.

Comprende al instante lo que yo he hecho: poner las cinco balas allí donde él había puesto antes sus cinco. Tras un momento de inmovilidad, la rabia se apodera de Krešimir. Tiene muy mal genio, a veces explota, sin previo aviso. Sabe disimularlo y suele pillar desprevenida a la mayor parte de la gente, pero yo he aprendido a verlo venir; me sé los prolegómenos, por decirlo así. Krešimir detesta perder, y más aún que se burlen de él. Supe lo que iba a pasar.

Krešimir, por ser como es, se decide por el blanco más fácil: Sonja, la amiga de Anka de cuando hacían primaria, que ha venido a ver a su familia a Gost. Pelo ensortijado, cintura y pechos pequeños, muslos gruesos. Tiene labios de ángel y ojos de color avellana y pobladas pestañas, cuya mirada contiene el atisbo de un conocimiento: está a un paso de convertirse en una belleza y ella lo sabe. Krešimir ronda por la casa cuando ella va a ver a su amiga.

Hubo un tiempo en que pensé que Krešimir era marica y no había salido del armario. De chavales era su insulto favorito: maricón, sarasa, gay. Yo creo que ahora simplemente desprecia a las mujeres como desprecia a todo ser vivo. Me cuesta imaginarlo tolerando la suciedad inherente al sexo, la necesidad de darle gusto a una mujer. Pero también es cierto que tenía cierto éxito con las chicas, mejor dicho, con determinada clase de chicas, las que se dejaban impresionar por sus aires de superioridad y su arrogante sonrisa incluso cuando él las menospreciaba. Sonja es de esas. Krešimir se cita con ella. Imagino lo contenta que se pone, el punto que eso le da sobre su amiga Anka. La lleva a una cafetería, la invita a chocolate caliente, juega con sus rizos dorados. Una tarde Anka y su madre salen y Krešimir lleva a Sonja a casa y se la tira en la cama de su hermana. Al llegar Anka ve la manchita de sangre en la colcha y le extraña, porque esos días no tiene la regla. Lava la colcha cuando no mira nadie y la cuelga a secar. Después de ese día, cada vez que Sonja aparece, Krešimir se marcha de casa; en la calle hace como que no la ve.

Sonja se va de Gost sin despedirse; nunca más vuelve a escribir.

 

Cementerio de Gost: hileras e hileras de muertos, dormidos al pie de los cipreses. Grande como un campo de fútbol, casi lleno: el municipio está buscando otro emplazamiento e intentando convencer a la gente de que es preferible la cremación. Pero aquí nos va el luto, y, por otro lado, ¿quién es el guapo que se postra delante de una urna o se abraza a un jarrón? Nosotros preferimos erigir colosales tumbas de granito negro, adornarlas con velas votivas y estatuas de la Virgen, sembrarlas de claveles. El que graba las lápidas en el pueblo tiene en su jardín, a modo de publicidad, una lápida tan alta que llega hasta las ventanas del primer piso. Le van muy bien las cosas. En el cementerio de Gost los viejos héroes tienen estrellas grabadas en sus tumbas, aunque ahora muchas de ellas están arrancadas, cuando no disimuladas por unas flores estratégicamente colocadas por la viuda en cuestión. Ahora hay héroes nuevos. En algunos casos los familiares se han gastado un dineral en hacer grabar el perfil de su allegado en el propio granito, pero por regla general son fotografías de jóvenes, con uniforme y gorra, fijadas en la lápida. Todas las fotos están retocadas de la misma manera, casi con seguridad en el mismo estudio fotográfico: los héroes aparecen todos con mejillas y labios muy sonrosados y el pelo claro.

En la zona ortodoxa, situada en el lado este del camposanto, hay algunas estrellas pero ningún héroe, con o sin labios sonrosados. Aquí no cuidan las tumbas. De cortar la hierba se encargan los operarios del cementerio, probablemente los mismos que años atrás retiraban los jarrones viejos y las flores marchitas. El cementerio es igual que Gost, con hileras de tumbas en vez de casas y senderos en vez de calles. Hay diferentes barrios para los ricos y para los pobres, para gente que va a una iglesia y gente que va a la otra. Todo cuanto uno necesita saber de Gost lo encontrará en el cementerio.

Aquel domingo de agosto había allí mujeres limpiando las lápidas y colocando flores. Llené el jarrón que había llevado conmigo y fui derecho hasta Daniela y mi padre. Había salido un poco de moho en los resquicios entre las letras; saqué un paño del bolsillo y me puse a limpiar hasta que la inscripción quedó como nueva. Dejan Kolak. 1.2.35 - 5.7.91. Daniela Kolak. 6.4.59 - 5.7.91. Mi madre quería poner más. Danica y yo nos resistimos. Ya no recuerdo por qué, pero me huelo que tenía que ver con el exceso: el exceso de las exequias y del llanto, el exceso de la pérdida. Mi padre, además, y en eso era un caso insólito en Gost, odiaba los funerales: la estudiada lentitud de los allegados, la lascivia de los mirones, la piedad de las viudas. Siempre que le preguntaban de qué había muerto alguien, él respondía (con gran seriedad y empaque): «De no respirar». Pero su chiste favorito era: «Una mujer va a ver a un adivino y este le dice que antes de un año se quedará viuda. Que su marido tendrá una muerte violenta. La mujer, acongojada, se lleva la mano al corazón, inspira hondo y pregunta al adivino: “¿Me absolverán?”».

Pegamos obituarios en postes de electricidad y farolas a lo largo y ancho del pueblo, y después del entierro fuimos a casa y nos bebimos una botella de Chivas Regal que había traído el jefe de mi padre, el director de la estafeta de correos. En un rincón el televisor sin volumen pasaba imágenes en directo de un partido de fútbol que se jugaba en la otra punta del planeta; los presentes desviaban de vez en cuando la mirada hacia la pantalla. Un semigol hizo que alguien lanzara un grito y se pusiera a mirar, como hicieron a continuación otros dos o tres hombres: un velatorio, no por los muertos sino por el deporte rey.

Nadie preguntó de qué había muerto mi padre; Danica y yo no tuvimos oportunidad de responder: «De no respirar». Siguió muriendo gente. Al cabo de un año los funerales eran cada vez menos lujosos; eso a mi padre le habría parecido muy bien.

Yendo hacia la salida vi otras tumbas de gente que conocía: un chico de mi clase, muerto de meningitis en 1970. Sus compañeros aceptamos el luctuoso hecho sin derramar una sola lágrima; no era un chaval muy popular que digamos; tenía la manía de enseñarnos sus forúnculos. El celador del colegio, que se electrocutó intentando reparar el generador durante un apagón. Un amigo de mi padre, que se ahogó en un estanque de agua helada (borracho como una cuba, según mi padre). La tumba del señor Pavic, donde muchos años atrás Vinka Pavic, Krešimir y Anka acudían una vez al mes a llevar flores: claveles amarillos, lirios stargazer anaranjados. Las preferidas de Vinka: chillonas, prácticas y de plástico. Un par de cabizbajos girasoles en un tarro de cristal, guirnaldas de margaritas coronando la lápida, un manojo de acianos mustios; eso quería decir que Anka había venido sola. En ocasiones le daba por leer en el cementerio, se sentaba en la hierba con la espalda apoyada en la tumba de su padre y se chupaba el pulgar, absorta en la lectura.

Aquel año, el primero y el último de felicidad para mí, el verano nos pareció eterno. Anka y yo nos veíamos a menudo. No se repitió el fuego en el bosque, pero yo a veces tenía la impresión de que nos observaban. No se lo comenté a Anka. Cuando me cruzaba con Krešimir por la calle él me miraba serio y guardaba silencio. Delante de otros se comportaba como si nada hubiera ocurrido y más de una vez llegué a convencerme de que todo volvía a ser como antes, pero al día siguiente nos encontrábamos por la calle y él me lanzaba otra de sus miradas. Pasado un tiempo dejó de preocuparme: me dije a mí mismo que Krešimir no podía hacerme nada malo.

Ese año, como he dicho antes, hubo mucha sequía en Gost; si tienes edad suficiente es posible que lo recuerdes igual que nosotros; empezó en abril y se prolongó hasta semanas después de terminar el verano. El cielo estaba de un azul brillante, un calor abrasador reinaba en el pueblo, la gente se movía a cámara lenta. Los ciervos bajaron de las colinas en busca de agua. Anka y yo nos adueñamos de la poza de nadar. Allí, el aire seco del barranco traía un aroma a romero e hinojo. En el lecho del río truchas y leuciscos nadaban pausadamente en un espacio cada vez más reducido, lo que me permitía capturarlos con la mano. Los asábamos y nos los comíamos con los dedos, apartando la piel y la carne chamuscadas, las espinas que casi se deshacían. Una tarde, sentados junto a la poza, una serpiente que había bajado del monte, huyendo del calor que despedían las piedras, se arrastró por la espalda de Anka y se deslizó entre sus pechos, a tal velocidad que ni ella ni yo tuvimos tiempo de reaccionar. La vimos meterse en la poza y nadar con la cabeza fuera del agua: parecía un pequeño, oscuro signo de interrogación.

Anka es aficionada a hacer figuras con barro, que luego regala o pone encima de su tocador: pequeños corazones coloreados, discos con la huella que ha dejado una cáscara de nuez, un botón o la espiral de un caparazón de caracol, una flor abierta. En el reverso pega con cola un accesorio especial y hace broches. Me regala uno de sus corazones y yo lo llevo en el bolsillo.

Los cabellos de Anka huelen a vinagre. Dice que el vinagre les da brillo. Tiene el pelo de un castaño muy oscuro, color de tierra buena. Levanto un mechón y lo dejo caer entre mis dedos como agua oscura. Lo lleva cortado a lo paje y tiene la costumbre de soplarse el flequillo cuando hace mucho calor. Está tumbada de espaldas y con un brazo alzado escribe mi nombre en el cielo. Aquel día me enseñó una foto de su padre cuando era joven, la había encontrado en un cajón. Pavic padre —que era por lo menos quince años mayor que su mujer— erguido en la hierba al borde de un lago, con bañador negro, detrás de él lo que queda de una merienda campestre. Conozco el lugar, es cerca de Šibenik, una zona de lagos conectados por rápidos y saltos de agua. Agrupaciones de obreros de la ciudad pasan allí sus vacaciones en cabañas, todo el día sentados en tumbonas medio sumergidas en el agua o bien pescando, bebiendo cerveza y atiborrándose de salchichas de hígado.

En un islote en mitad de uno de esos lagos, detrás de una cortina de cipreses, hay un monasterio. Los monjes que allí viven conservan un antiquísimo ejemplar de las fábulas de Esopo, que suelen enseñar a los visitantes. Una vez, hace años, fui en peregrinación para ver el libro. Llegué en un bote de remos alquilado y estuve paseando por el recinto ajardinado. Los monjes seguían allí; la barrera de agua —así como, imagino yo, su vocación— los había protegido de la locura general. Esperé, pensando que alguien me daría el alto; al ver que no, busqué la puerta principal del edificio. Todo estaba en calma, era hora de rezar. Un monje encargado de recibir a los visitantes me condujo a la biblioteca donde guardaban el valioso manuscrito. Se puso unos guantes blancos de algodón y fue pasando una por una todas las páginas para mostrarme las ilustraciones. El avaro y el envidioso, cada cual rogando a Júpiter para que les conceda su mayor deseo. Júpiter accede pero a condición de que el otro reciba el doble del regalo. El avaro, con pinta de enano y vestido con túnicas oscuras, pide una habitación repleta de oro y queda consternado al ver que su enemigo recibe el doble de esa cantidad. Pero el envidioso, hombre flaco y de larga nariz, ha quedado abrumado por la visión del otro contemplando su habitación llena de oro; así pues, pide quedar tuerto, a fin de que el otro quede ciego de los dos ojos. «Hay gente que es así —le comenté yo al monje—. Y Dios no los castiga». Vino conmigo hasta donde había dejado yo atada la barca y me lanzó el cabo. Mientras me alejaba, contando los golpes de remo, vi cómo se perdía de vista tras los cipreses.

En la fotografía, Pavic padre está recostado en un quiosco de bebidas, flexionando los músculos para la cámara. Lleva el pelo engominado y con raya en medio, se nota el rastro de los dientes del peine. Mirar fotos de tus padres cuando eran felices juntos tiene algo que incomoda. Es esta una fotografía que Anka y yo no deberíamos haber visto, porque transmite lo que Vinka, en un principio, vio en su marido, algo que no desea que se le recuerde. No es extraño que la tuviera escondida en un cajón. El suyo fue un matrimonio típicamente infeliz. A Pavic le habían ido bastante bien las cosas, pero ella lo culpaba de su infelicidad. Vinka, que de joven era toda una belleza, podría haberse casado con quien hubiera querido, pero desperdició esa oportunidad (así lo expresaba ella) casándose con Pavic, y luego él va y se muere, dejándola viuda y joven en un pueblo donde las viudas son como muertos vivientes. Y como el dinero empieza a escasear, Vinka tiene que ponerse a trabajar en la fábrica de fertilizantes, llevando los libros. Diplomada en contabilidad, habla de mudarse a Split, o quizá a Sarajevo, se da a la bebida. He conocido gente que bebe, algunos amigos de mi padre son bebedores habituales. Prueba de ello, en el caso de Vinka, son sus cautelosos movimientos, los arrebatos de ira, los moratones que Anka luce en el antebrazo.

Vinka Pavic es una mujer airada y la ira se le nota en los dientes apretados, en las arrugas en torno a la boca donde se le corre el pintalabios, también en su manera de cruzar los brazos. Cuando ríe es para mofarse, en eso tiene por aliado a su hijo. Anka, por el contrario, nació alegre de espíritu, una alegría que según ellos no le compete mostrar. En el fondo, como ocurre con tantas cosas en la vida y en la muerte, lo que hay es envidia. Al final la envidia puede con ellos.

Vinka en uno de sus arrebatos: una carta que le envían a su lugar de trabajo, una carta que habla de Anka y de mí. Anka alega: «Pero si nadie lo sabe...».

Vinka tuerce el gesto, le pasa la carta por las narices. «¡Lo sabe alguien! ¡Lo sabe alguien! ¡Todo el pueblo lo sabe!» Estira el brazo libre pero, en lugar de abofetear a su hija, la araña y le levanta la piel del cuello. Krešimir, que a todo esto estaba observando desde lo alto de la escalera, calla y da media vuelta.

Mi madre trabaja en la fábrica de fertilizantes, no en las oficinas sino en la planta de venta al público. Vinka apenas le dirige la palabra, pero ese día, cuando mi madre termina la jornada, ve que Vinka la está esperando. Vinka ha traído a Krešimir. Mi madre no sabe de qué va la cosa, pero no se atreve a preguntar y van andando a casa los tres para hablar con mi padre. El trayecto es una tortura para sus venas varicosas. En la colina que queda más arriba de la casa, Anka me enseña los arañazos que tiene en el cuello.

Mi padre no se enfada, pero algo hay que hacer. Cuando termina la charla dice: «Vete a la costa. Busca un trabajo hasta el final del verano». Se ofrece incluso a llamar a su hermano, el que vive fuera. Danica se ha casado ya con Luka y no vive en Gost. A Daniela se le corre el rímel de tanto llorar. Mi madre es de las que aceptan todo según viene. Ciertos actos tienen consecuencias. Vienen Danica y Luka. Luka está de acuerdo con la decisión de mi padre. «La chica es menor de edad. Si quieren, te pueden complicar mucho la vida.» En la costa parece ser que se vive bien, Luka sabe muchas cosas. «Olvídala durante un par de años o tres, amigo —me guiña un ojo—. Después vuelve, y si aún te gusta, cásate con ella».

 

Al lado de Pavic padre hay un sitio para Vinka, y junto a este la tumba de Krešimir. Su fecha de nacimiento está grabada en el granito. Septiembre 1961 a 20--. Dos espacios en blanco para el año de su defunción. Las tumbas están en una de las mejores zonas del cementerio, aunque quizá no la mejor. Aun así, bastante apartadas de la pared oriental donde se produjo la explosión hace tres años. La policía dijo que se trató de una granada abandonada y eso fue todo. La onda expansiva dañó unas cuantas lápidas, pero no eran más que lápidas de muertos cuyas familias se habían marchado ya de Gost.