10.

 

Conor salió de la casa. Llevaba una bolsa de viaje y fue a dejarla en el asiento trasero del coche de alquiler. Era lunes, hacía apenas dos horas que estaba yo allí trabajando. Se acercó a la escalera.

—Estás haciendo maravillas, Duro —dijo, tendiéndome la mano desde abajo—. No sabes cuánto te lo agradezco.

Bajé de la escalera, apoyé en un alféizar la sierra que estaba utilizando y nos estrechamos la mano. Conor hizo visera para mirar hacia lo alto del árbol seco.

—Buena suerte con eso. Ojalá pudiera quedarme y colaborar un poco. Quizá Matthew te ayudaría. Pregúntale, nunca se sabe. Al fin y al cabo, le has enseñado a disparar.

Asentí sin más.

Conor meneó ligeramente la cabeza. Parecía que iba a añadir algo, pero cambió de opinión y se metió en la casa. Volví a subir y continué con lo que estaba haciendo: quitar todas las ramas secas del árbol antes de abatirlo. Diez minutos más tarde salía la familia al completo. Grace y Laura besaron a Conor, Matthew le dio la mano y murmuró un adiós. No bien el coche hubo arrancado, Matthew giró sobre sus talones y se metió otra vez en casa. Laura y Grace permanecieron allí, agitando el brazo, hasta que el coche se perdió de vista. Esa fue la primera y última vez que vi a Conor en todo el verano.

Una hora más tarde, cuando fui al campo de la parte trasera (más fácil mear allí que subir al cuarto de baño de los ingleses), encontré a Laura sentada al pie del nogal; estaba fumando un cigarrillo y con el índice de la otra mano pinchaba una raíz del árbol. Se sobresaltó al verme y luego dijo:

—Ah, Duro, menos mal. Pensaba que quizá era uno de los chicos.

Guardé silencio. Laura se puso de pie, dio una última calada, tiró el cigarrillo al suelo y se sacudió el polvo de las manos. Yo me acerqué y pisé la colilla a fondo. Al mirar hacia donde ella había estado hurgando con el dedo vi una hilera de hormigas que partía de la tierra suelta en la base del árbol y se encaramaba al tronco, hormigas ahora muertas, que sus compañeras todavía vivas esquivaban asustadas.

—No sabía que fumaras —dije.

—Y no fumo. Bueno, sí, ya lo ves. De vez en cuando. No pasa nada, pero prefiero que Grace no me dé la lata con eso. Mira, la verdad es que ahora mismo estoy un poco pachucha.

—¿Pachucha?

—Sí, fastidiada. Bueno, no —y añadió—: Digamos decepcionada, harta incluso. Cuando compramos esta casa no me imaginé que estaríamos todo el tiempo solos, los chicos y yo.

—¿Tu marido ha tenido que irse a trabajar otra vez?

—Yo solo quería pasar unas vacaciones en familia por una vez en la vida. Para que Conor y Matthew tuviesen la oportunidad de hacer las paces. Pensé que si estaban unos días juntos... Qué sé yo —dijo—. A la mierda.

No dije nada. Lo sentía por Laura, pero al mismo tiempo creí entender por qué Conor estaba siempre tan ocupado. Laura le hacía un hueco a su lado como esposo, pero no como padre de sus hijos. Matthew era un adolescente y necesitaba mano dura. ¿Qué podía hacer Conor? Pero todo eso me lo callé.

—Me gustaría enseñarte algo —dije en cambio.

Fui a abrir las puertas del anexo. Empujé las dos hojas y coloqué un par de ladrillos en cada lado para que no se cerraran. La luz inundó el interior. Me acerqué al Fico y retiré la funda de plástico. Había ido invirtiendo ratos perdidos en ponerlo a punto y, de momento, estaba bastante satisfecho. El coche tenía una mecánica sencilla y había aguantado los dieciséis años extraordinariamente bien, gracias a estar bajo techo. Le había sacado brillo a la carrocería a pesar de que aún había mucho que hacer en el motor. Lo hice porque me gustaba ver el coche como en sus buenos tiempos, y porque sabía que a Laura le iba a impresionar. He trabajado en muchas casas y sé que lo que marca la diferencia es la primera capa de pintura o de escayola.

—No está listo pero poco le falta —dije—. Tengo que cambiar los cables y los manguitos y luego probarlo. Quizá podrías conducir tú.

Laura se volvió hacia mí con una sonrisa.

 

Kos está echada en el suelo junto al hornillo frío, los ojos abiertos pese a que duerme profundamente. Dieciocho años atrás era un cachorro de cinco meses atado a un árbol, esperando a que volviera su dueño. Así es como entró en mi vida. La tenía ya en mi casa cuando entendí por qué la habían abandonado a su suerte: la perra era ciega. Pensaron que un perro ciego sería una nulidad para la caza, pero estaban equivocados. En sus mejores momentos, Kos era la mejor rastreadora que yo haya conocido. Su hijo Zeka, por ejemplo, es un gran compañero de cacería pero en otro estilo. Le encanta ir a cazar y corre por el bosque con el hocico levantado. Al principio, cuando hay que localizar una manada, es el mejor. Pero Kos podría seguir la pista de un animal y acecharlo durante toda una noche, aun después de que Zeka se hubiera aburrido de dar vueltas. Es lo que diferencia a los sexos, según dicen algunos: el sistema sensorial del macho está pensado para captar el olor de una hembra, mientras que la hembra puede seguir el rastro de un cachorro extraviado. En el caso de Kos, la ceguera había doblado la eficacia de su sentido del olfato.

Así se lo expliqué a Grace. Nos había visto venir por la carretera durante nuestro paseo vespertino y nos acompañó un trecho. Algún labriego había dejado su remolque junto a la cuneta; avisé a Kos, que aminoró el paso al tiempo que movía la cabeza de lado a lado en ese gesto tan suyo, hasta que localizó el obstáculo. Cuando se lo conté, Grace no se creía que la perra fuese ciega, de modo que llamé a Kos y cuando la tuve delante moví un dedo frente a sus ojos; Kos no parpadeó una sola vez y tampoco sus ojos se movieron.

—Pero, entonces, ¿cómo sabe por dónde va?

—Conoce los caminos, los campos, el monte. Ha vivido aquí desde antes de que tú nacieras —en ese momento, Kos saltó una zanja y pasó bajo el alambre de espino que delimitaba un campo. Se lo expliqué a Grace—: Por ejemplo, ella sabe que ahí, justo después de la curva, hay un buen sitio para meterse en el campo, donde espera detectar el olor de algún conejo. Nunca ha atrapado ninguno, pero la vida es más interesante así. Y más adelante hay un trecho de calzada con gravilla suelta; eso quiere decir que estamos casi en casa. Ella recurre a sus sensaciones, a su olfato. A veces se deja guiar por Zeka. A veces me sigue a mí.

Llegados a la siguiente curva, Grace dijo:

—Tengo que volver. Mamá ha hecho lasaña.

—Hasta mañana entonces.

Grace se detuvo nada más dar media vuelta.

—¿Por qué no vienes a cenar? —dijo—. Seguro que a mamá no le importará.

—Otro día. Kos y Zeka necesitan correr un poco.

—A la vuelta puedes hacer que corran, ¿no?

A pesar de su insistencia, dije que no. Los últimos días, con la visita de Conor, habían variado la situación. Me apetecía estar solo otra vez.

—Hasta mañana —dije.

—Bueno, vale... —cabizbaja, arañó el pavimento con la puntera del zapato.

—¿Te pasa algo, Grace?

Levantó la vista, se encogió de hombros.

—No —dijo, pero luego oí que tarareaba de aquella forma extraña, señal de que no estaba contenta. La vi alejarse unos pasos y la llamé. Grace se detuvo y se volvió.

—Un día de estos —dije— podemos ir a la costa a buscar teselas para tu fuente, ¿de acuerdo?

Asintió con la cabeza, esbozó una sonrisa y se marchó a la carrera.

Kos apareció en mi vida a mi regreso de las islas. Yo llevaba diez años lejos de casa. No había podido hacer los dos últimos cursos de formación profesional, perdiendo así la oportunidad de entrar en la universidad, caso de que hubiera querido intentarlo. Primero un año trabajando en el barco de mi tío y después el servicio militar. El primer año me tocó en Voivodina. Maizales y trigales donde la nieve lo cubría todo durante muchos meses seguidos. Hacíamos instrucción a pecho descubierto y en los barracones la calefacción era escasa. Para descansar y relajarnos íbamos a Novi Sad, había un cine donde todo lo que echaban era en húngaro y donde una vez me refugié del frío y de mis ebrios compañeros. Es de lo que mejor me acuerdo. Después me reenganché para seguir en el ejército tres años más. Cambié los llanos del norte por los frutales del sur. Y pasado ese tiempo no volví a Gost, sino que me fui a las islas de las que tanto había oído hablar. La gente me había dicho que allí se vivía bien y, por otra parte, ya no sentía el menor deseo de estar en Gost; yo había cambiado mucho en esos años.

El ejército me había cambiado.

Allí la fuerza física lo era todo. Si te faltaban agallas lo disimulabas, y si eso no era posible entonces procurabas no llamar la atención de nadie, no fuera que a alguno le diera por fijarse en ti. Yo, que siempre había sabido controlarme, más o menos, di un paso definitivo hacia el dominio de mí mismo. El truco estaba en el autocontrol. Estaban los típicos matones, y sus víctimas, y luego la gran mayoría. En el ejército uno no podía hacer nada por los que sufrían vejaciones. Algunos incluso parecía que lo pasaban bien. Unos cuantos aprendieron a defenderse solos; eso funcionaba en todo caso al principio, antes de que la jauría empezara a meterse contigo. O bien podías ir siempre a lo tuyo. Había un tío que se pasaba el tiempo tocando una flautita metálica. Se la robaron y sacó otra; cuando le robaron esta, sacó otra más, como un prestidigitador (en alguna parte tenía una caja llena). Nunca dijo palabra, nunca se quejó de que se las robaran, y al final quienquiera que la había tomado con él decidió dejarlo en paz. Uno o dos consiguieron echar mano de recursos que tenían en el exterior, fueran cuales fuesen. Los demás simplemente nos limitábamos a esperar. Hacías lo que fuera necesario para sobrevivir.

Escribí a Anka por mediación de Danica, pero Krešimir registró las pertenencias de su hermana y le enseñó las cartas a Vinka. Hubo lío. Danica me escribió diciendo que la situación era muy complicada. Dejé de escribir, por el bien de Danica, por el bien de Anka, por el mío propio. La última carta de Anka me llegó varios meses después, un puñado de ellas escritas a lo largo de varias semanas, siempre con su redondeada letra de colegiala. Las conservé durante el año que estuve en Voivodina y luego, cuando llegó el momento de irse a otro sitio, las quemé. Hasta ese punto había cambiado yo.

Cambié a fin de sobrevivir. Podría incluso decirse que me fue bien. Me quedé en el ejército. Pero, incluso durante aquellos años, Krešimir no dejó de incordiarme. Una parte de mí, la que yo no había sido capaz de reprimir, estaba aún en guerra con él. No quise de ningún modo darle el gusto de saber que yo lo estaba pasando mal y así continué durante años, alistándome en el ejército, manteniéndome apartado. Lo hice para mortificar a Krešimir; él seguía teniendo las riendas de mi imaginación y en ese sentido yo era su marioneta.

A salvia y romero, diésel para barcos, pescado putrefacto, aceite de cocina, brisa salobre: a todo esto olía la costa. Me fue fácil encontrar trabajo. Primero serví mesas, así aprendí inglés y un poco de italiano y también de francés. Resultó que se me daban bien los idiomas. Me saqué unas perras traduciendo cartas de restaurante, anuncios y folletos. Podría haber ganado más haciendo este tipo de trabajo, pero me gustaba el bar, los turistas, el ajetreo. El jefe me preguntó si le daría clases de inglés a su hijo y le dije que sí. Leíamos libros en inglés, ejemplares que los turistas dejaban olvidados en las mesas. La mayoría eran basura, pero había alguno decente. Al cabo de unas semanas me harté. Cambié de isla y volví a los barcos.

Anka dejó de escribirme; o si escribía, sus cartas llegaban a una dirección antigua. A mí no me enviaron nada.

La vida en los barcos parecía hecha para mí. Me gustaba madrugar, el silencio, los días al sol y el aire libre, la pureza del cielo azul y de la oscuridad que seguía, las tormentas de verano, el sonido de la lluvia sobre el mar. Una vez trabajé a bordo de un viejo queche —ya te lo he contado—, en Hvar; llevábamos a los turistas de recorrido por las islas pequeñas y parábamos para que se bañaran e hicieran submarinismo. Por las mañanas me levantaba antes que nadie para dejarlo todo a punto, regaba las cubiertas, preparaba los cabos y el aparejo aunque el patrón apenas si se molestaba por otra cosa que por el motor. Después de una temporada, acabé cansándome también de aquel tipo de vida. Tenía ganas de estar a solas. Invertí mis ahorros en una barca y trabajé de taxista acuático llevando turistas a las playas. Aquello me gustó. Si no me apetecía hablar, fingía que no entendía lo que me decían los pasajeros. Solía ocurrir que los turistas se dejaban olvidados libros, aceite bronceador y gafas de sol, como en los restaurantes, y yo me dedicaba a leer durante el almuerzo. Hacía siempre el mismo recorrido con la barca y soñaba con vivir en una cabaña, como un pastor, al borde de los acantilados. Después vendí la barca, me fui a dedo hasta Zadar y luego en transbordador hasta la isla de Pag. Pag era exactamente lo que yo andaba buscando. Encontré una casita rodeada de una tierra estéril, arenosa, salitrosa, adonde no llegaba ninguna carretera; solo una pequeña grada y una barca. La sal lo había corroído todo, hasta las mismas rocas. Planté tomates, construí un par de colmenas y tuve abejas; se volvían locas con la salvia que crecía por doquier.

 

El martes iba a llamar a la puerta de la casa azul cuando oí hablar a Grace y Laura.

—Aquí no fue, cariño.

—Entonces ¿dónde?

—Mucho más lejos, donde había musulmanes. Fíjate que ni siquiera es el mismo país. En esta zona no pasó nada, de lo contrario no habríamos comprado esta casa, ¿entiendes? Además, de eso hace un montón de años. Tú acababas de nacer; todo aquello es agua pasada.

Llamé. Laura dio media vuelta.

—Mira, aquí tienes a Duro —dijo—. Pregúntale, si no me crees.

—¿Qué quieres saber?

—Grace se está imaginando un montón de cosas. Yo solo digo que aquí no hubo combates de ninguna clase, que todo sucedió muy lejos, en otro país. Aquí todo es buena gente, personas como Dios manda, tú misma has podido comprobarlo.

Grace guardó silencio. Me miró a mí.

—Gost es un lugar seguro —dije sin un momento de vacilación—. No tienes de qué preocuparte.

—¿Lo ves, cariño? Hasta él lo dice. Deja ya de preocuparte. Que esto no es África, caray.

—Si yo no he dicho que estuviera preocupada —contestó Grace. Y luego a mí—: ¿Dónde pasó?

—Más al este. Muy lejos de aquí, como ha dicho tu madre.

Grace asintió, fiándose de mí.

—Perdona, Duro —dijo Laura—. ¿Querías algo?

—El árbol —le recordé.

Laura se puso de pie y le dijo a Grace:

—Venga, vamos a mirar.

El viejo árbol cayó sin un gruñido siquiera; el impacto hizo temblar la tierra bajo nuestros pies. Yo lo había asegurado con una cuerda, y en cuanto hube terminado la mayor parte del trabajo con una motosierra, le concedí a Matthew el hachazo final. El chico se echó atrás la gorra de béisbol y sonrió feliz. El árbol quedó tirado de través sobre la cuneta, la copa en el asfalto. Yo no quería que cayera demasiado cerca de la casa, pero ahora estaba cortando la calle.

—Vamos —le dije a Matthew.

—¿Qué vais a hacer con toda esa madera? —preguntó Laura.

—Leña —respondí—. Podemos guardarla en el anexo.

—No, quédatela tú. Bueno, toda la que necesites.

Asentí con la cabeza y miré al chico.

—¿Qué? ¿Listo?

Además de guantes de faena, le di unas gafas protectoras y unas orejeras, aunque de hecho era yo quien iba a trabajar con la sierra. Me puse yo también unas orejeras y desaparecieron los cantos de los pájaros, las voces de Laura y Grace. Tiré del cable de la motosierra y el motor arrancó; dentro de mi cabeza no hubo espacio ni aire para otra cosa que el aullido de la herramienta. Ordené a Matthew que se mantuviera apartado mientras yo cortaba, inclinándome, retorciéndome, moviéndome todo el rato, con la peligrosa máquina bien apartada del cuerpo; lo que puede llegar a hacerte una motosierra nunca está lejos de tu pensamiento. Pero yo adoro sentir cómo los dientes se hincan en la madera, ver salir volando el amarillo serrín, el olor aséptico de la resina, el ritmo del trabajo en sí, tan satisfactorio. Primero serré las ramas grandes y luego fui cortándolas a trozos; los grandes servirían para leña y los pequeños, junto con ramitas y hojas, los quemaría en una fogata, tal vez en invierno cuando los ingleses se hubieran ido. Serradas las primeras ramas, le hice una señal a Matthew para que las llevara al campo de detrás de la casa. El chico lo estaba pasando en grande, se le notaba. Después corté el tronco en varios trozos. Cuando apagué la motosierra, el día se impuso de nuevo, apacible: el cielo azul claro, el zumbar de los insectos, el sonoro aleteo de las palomas torcaces, la carcajada de una urraca burlándose de lo que hacíamos. Por último hicimos rodar los enormes leños hacia la cuneta y nos sentamos encima a descansar. Tomamos un vaso de agua cada uno y luego le di una palmada en el hombro a Matthew.

—¿Terminamos?

—A la orden —dijo el chico.

 

Fuimos a Zadar a primera hora de la mañana siguiente. Pensar en la ciudad me había dado ganas de visitarla otra vez. Cuando vivía en Pag solía ir a Zadar, muchas veces sin más motivo que descansar de mi propia compañía, sentarme en la terraza de un bar y que me sirvieran un café. El interior del coche olía a cuero. Salimos de Gost por la carretera que se dirige al oeste, hacia la costa, y luego sigue paralela al litoral hasta Zadar. Laura conducía muy segura por la sinuosa carretera, que dejaba atrás el aserradero donde yo había trabajado un día y se encaramaba a la montaña. Ya en la cumbre se pasa por un túnel corto y al salir del mismo se ve por primera vez el mar, y la isla de Pag: lisa, pálida y alargada, medio sumergida en el agua color turquesa. Hay un sitio donde se puede aparcar el coche para admirar el paisaje, y eso fue lo que hicimos. Laura leyó en voz alta lo que ponía en un letrero, sobre los karrens y las tobas, las dolinas, grutas y hoyas que había más abajo. Yo me aparté unos metros y contemplé Pag. Hacía tantos años que no la veía, que me había preguntado qué sentiría llegado este momento, pero no fue como yo había imaginado. No sentí nada.

Subimos otra vez al coche y continuamos hacia Zadar. El verde de las montañas se transformó en roca y romero. Se veían aldeas aferradas a la base de los acantilados como nidos de golondrinas. Había gente que vendía tarros de miel y aceite de lavanda junto a la carretera.

En el puerto de Zadar bajamos a tomar un café y comimos burek mientras paseábamos por el muelle mirando los barcos. El olor a diésel, sal y pescado era el mismo de siempre y el estómago se me contrajo con el aroma de los recuerdos. Noté una presión en los intestinos. Me pregunté si vería a algún conocido, y en tal caso si estarían como siempre o habrían cambiado, si les faltaría un brazo, una pierna, o quizá una parte del alma.

Transbordadores de costados empinados zarpaban torpes rumbo a las islas. Habían restaurado los viejos edificios de estilo italiano del malecón; los árboles estaban cuidados, y en los alcorques había flores. La ciudad vieja ya era otra historia: pintadas de tema futbolístico mancillaban la piedra antigua de la entrada. En algún lugar pitó la alarma de un coche. Música desde una ventana abierta: la voz de un crooner de los años cincuenta. Dentro de las murallas, las calles estaban sucias, las fachadas deterioradas y descoloridas, las fuentes secas. Frente a las ventanas de los pisos altos, la colada ondeaba como banderas. Algunos comercios tenían los escaparates cubiertos de papel, había varias tiendas de regalos abiertas. Muchos gatos. Huesudos, cubiertos de cicatrices, lanzaban miradas aviesas desde debajo de los coches, nos observaban desde alféizares altos. Tiré el envoltorio de mi burek a un contenedor y vi que estaba lleno de gatos callejeros picoteando en la basura. Uno salió de un salto y me pasó rozando el hombro. Los gatos siempre me han producido una ligera inquietud, sobre todo cuando hay muchos; será por sus sigilosos movimientos, por esos maullidos que suenan como llanto de bebé.

Durante un tiempo, Gost se pobló de gatos y perros callejeros. La gente abandonaba a sus mascotas y los animales se volvieron salvajes. Los gatos follaban, se reproducían, sobrevivían. Los perros lloraban a sus amos, mendigaban a desconocidos, cada vez más flacos. Al cabo de un tiempo los perros empezaron a juntarse y formaron jaurías: atacaban a los gatos.

Una vez vi a un gato acorralado por dos perros: un pastor alemán y creo que un spaniel, este con el rubio pelaje apelmazado de mugre. Los gatos, cuando están enojados o asustados, tienen una pinta sencillamente ridícula. Este que digo estaba con las orejas chatas sobre la cabeza, los ojos entornados, los dientes asomando, y advertía a los perros con un gemido gutural y muy agudo que subía y bajaba como una máquina que falla. Los perros no se dejaban intimidar y se turnaban para lanzarle dentelladas. A uno le sangraba el hocico.

Laura estaba muy relajada, disfrutando del día. Se detuvo para contemplar un patio pintado de un rojo fuerte. Había columnas y escalones de piedra, y en el centro un monumento que parecía una urna. Alguien había dibujado un pene en la pared roja. Le pregunté a un camarero que estaba sirviendo mesas en una plaza dónde podíamos encontrar una tienda de baldosas y tejas y el hombre me indicó cómo llegar con gesto serio, cosa que me inspiró confianza. En una calle detrás de una de las plazas pequeñas, entre dos comercios que vendían cerámica y souvenirs, localizamos una tienda de baldosas. Grace se sacó del bolsillo las teselas y el cuarzo rojo, pero no dimos con nada que se les pareciera en ninguno de los estantes. Hablé con la dependienta. Me dijo que esperara un momento, hizo una llamada telefónica. No paraba de asentir con la cabeza. Da. Da. Luego colgó y nos hizo pasar a la trastienda, donde almacenaban las existencias, y señaló las cajas de material descatalogado. Entre capas y capas de polvo, encontramos lo que andábamos buscando.

En la zona portuaria, Laura vio una elegante pizzería que le gustó: sillas y mesas fuera bajo un gran toldo a franjas amarillas, con vistas al puerto. Yo había servido mesas en un sitio parecido, pero no en Zadar. Cuando nos sentamos Grace se puso a hacer y deshacer formas con las teselas; Matthew leyó la carta sin quitarse las gafas de sol.

—¿Conoces bien Zadar, Duro? —me preguntó Laura después de pedir.

—Antes venía bastante.

—Está muy lejos de Gost.

—Entonces no vivía en Gost, sino más allá —señalé hacia el mar.

—¿En una de las islas? ¿Y eso?

—No sé, me dio por ahí —dije—. Tenía una casita muy cerca del agua.

—Debía de ser bonito. ¿Y venías aquí en el transbordador?

—Sí. En las islas no hay mucho que hacer, y menos aún en invierno. Y para comprar según qué, tenías que venir a Zadar. De hecho, hay un puente. Entonces estaba en muy mal estado, pero creo que lo han restaurado hace poco. Antes se podía pasar en coche, lo mismo que ahora. Se tarda una media hora.

—Tendríamos que ir.

—Otro día.

Para cambiar de tema me puse a hablar del puente, les expliqué que la sal y el viento royeron el hormigón y el acero hasta que la estructura entera casi se vino abajo. Grace había dibujado un pájaro con las teselas; Matthew, cuyo humor había mejorado bastante desde la partida de Conor, parecía enfurruñado y apenas si había abierto la boca. Paseando por Zadar, se había tirado casi todo el tiempo encorvado sobre su teléfono móvil, y durante la comida volvió a sacarlo para seguir jugando con él. Hizo caso omiso cuando Laura le sugirió que esperara a haber comido; vi que ella dudaba, temerosa de pedírselo por segunda vez. Matthew estaba de un humor un tanto peligroso, como si anduviera buscando camorra. Al cabo de un rato el chico se levantó, fue hasta el borde del muelle y empezó a tirar migas de un panecillo a los peces.

Dejaron tres pizzas gigantes encima de la mesa. Nos servimos. Grace comía con verdadero apetito, fijos los ojos en la comida, como dispuesta a saltar sobre ella si se le escapaba. Entre bocado y bocado sorbía ruidosamente su refresco por una pajita. Por lo demás, callaba; estaba tan absorta en el acto de comer que no levantó ni una sola vez la vista del plato. Cuando ya estábamos todos llenos, ella cogió el último trozo de pizza que quedaba.

Después del café fuimos a dar un paseo por el otro lado del puerto. Hojas de una revista flotaban en el agua: una mujer desnuda, abierta de piernas. El sol caía a plomo desde un cielo sin nubes y las venas de mi cuero cabelludo palpitaban. El aire seco y contaminado de humos incoloros me produjo un poco de náuseas tras la comida y el café, demasiado fuerte. Laura y Grace se probaron sombreros de un puesto frente a una tienda del muelle y yo me senté a esperar en un noray. Intercambiaron los sombreros, mirándose en el pequeño espejo montado en lo alto del puesto. Grace escogió uno de paja, de color rojo, con un ala que bajaba por delante, y se lo dio a probar a su madre. Laura, que estaba de espaldas a mí, se lo puso en la cabeza y eligió ese momento para volverse. Tal vez buscaba a Matthew, pero a quien encontró fue a mí, mirándola. Sonrió, separó los brazos del cuerpo e inclinó la cabeza a un lado, como preguntando: «¿Qué te parece?».

Me quedé sin habla: quizá fue la pose, o cómo le daba el sol, o sobre todo el sombrero rojo. Inspiré hondo y volví a sacar el aire, con fuerza. Tenía la boca seca y, durante unos segundos (o así me lo pareció), mi corazón dejó de latir. Luego, el corazón se puso en marcha otra vez, con violencia, y lo mismo mi respiración. Capté todos los sonidos: el chillido de una gaviota en lo alto, el crujir de la gravilla bajo los pies de los transeúntes, el gemido de una polea en alguna parte, el runrún de la sangre dentro de mi cerebro. Me puse de pie y caminé hacia Laura; las piernas casi me temblaban. Le dije, de sopetón:

—Deja que te lo regale.

—Qué tontería.

—No, en serio —insistí, quizá con excesiva firmeza, porque Laura pestañeó, sorprendida. Entonces añadí—: En agradecimiento por el almuerzo y este día tan agradable. Solo son cincuenta kunas. Si quieres, me invitas tú al helado.

Laura sonrió y se encogió de hombros.

—Bueno, si me lo pones así, ¿qué puedo decir?

—Puedes decir que sí.

—Vale, «sí» y gracias.

Es curioso lo que uno recuerda y lo que uno olvida, y lo que de pronto vuelve del pasado sin que uno lo espere. ¿Cómo funciona eso? No lo sé. En todos estos años no había vuelto a pensar una sola vez en el sombrero rojo de Anka, el que tenía durante el último año que vivió en la casa azul. Lo había llevado dos veranos seguidos, era su prenda favorita. Cuando Laura se volvió fue, un momento nada más, como si hubiera visto a Anka.

Pagué el sombrero y reanudamos el paseo por el puerto. Llegaron unas nubes y el sol desapareció; eso hizo que Laura se quitara el sombrero y lo metiera en la cesta, cosa que yo de repente agradecí. Matthew iba detrás de nosotros dando puntapiés a una botella de plástico; la botella rodaba sobre los adoquines y se quedaba quieta, él la pateaba de nuevo. Sonó otra alarma de coche, esta vez en el aparcamiento que había en el lado opuesto del puerto, y el alarido se propagó, amplificado, por el agua. Caminábamos sin rumbo fijo.

Habíamos parado a comprar helados y cada cual tenía su cucurucho salvo Laura, que dijo que aún estaba llena de la comida, y entonces ella vio algo que le gustaba en una tienda y los demás esperamos fuera. Algo ocurrió entre Grace y Matthew. Grace estaba disfrutando del helado, meciéndose un poco, lamiendo sin parar la bola de su cucurucho, ajena a todo. Un hombre con cazadora negra intentó que Grace se apartara para poder entrar en un comercio. «Perdón», dijo, pero Grace, tan ensimismada en el acto de lamer el helado, no lo oyó. El hombre volvió a excusarse. Grace no se movió. Y Matthew dijo: «Apártate de una puta vez, gordinflona». La cabeza de Grace dio una sacudida como si hubiera recibido un puñetazo, la expresión muy dolida, y automáticamente se hizo a un lado para que pasara el hombre. Sin pensarlo dos veces, me acerqué a Matthew y lo agarré del brazo y el cuello. En la periferia de mi ahora reducido campo visual vi que el hombre nos miraba un instante y luego entraba en la tienda.

—¡Pídele disculpas a tu hermana!

—¡Joder, tío! Me estás haciendo daño. Suéltame ya.

—Que te disculpes —apreté más fuerte, sentí en mis dedos el latir de sus venas. Lo zarandeé un poco.

—Lo siento —le dijo Matthew a Grace, que estaba allí quieta, boquiabierta.

Solté al chico y lo aparté de un empujón. Fue un visto y no visto. Laura salió de la tienda y reanudamos el paseo. Yo jadeaba, el corazón todavía desbocado. Apreté y aflojé varias veces los puños, haciendo todo lo posible por serenarme. Matthew tiró su cucurucho a una papelera. Se frotó el cuello pero sin levantar la vista del suelo. Grace caminaba despacio detrás de nosotros; noté que nos miraba, a mí y a Matthew. Laura iba delante, distraída con los escaparates de las tiendas de regalos.

Volvimos en coche por la autopista, montaña arriba, atravesando la serie de túneles por donde los coches desaparecían como barcas en una gruta encantada. Pasados los dos primeros hay otra colina, y luego otra más; después del tercer túnel ya estás en plena montaña, el calor de la costa ha quedado atrás, rodeas un pico aislado y ya vienen los trigales, el puente que cruza el río y las primeras casas rosas y azules en los aledaños de Gost. El viaje de regreso transcurrió más o menos en silencio. Laura habló un poco, ya no recuerdo de qué, pero sí que me esforcé en responder. Ella no parecía dar importancia al silencio; supongo que estaba acostumbrada a los adolescentes y su conducta. En un momento dado me pidió que condujera yo, cosa que me dio una excusa para no hablar. Estaba furioso conmigo mismo por haber perdido el control, aunque no puedo decir que lo sintiera. Matthew era un chulo y estaba pidiendo a gritos que alguien le diera un sopapo. Además, presentí que no se lo iba a contar a su madre.

 

Grace se esmeró en completar el mosaico del pájaro con las teselas. Aguantaba la respiración cada vez que colocaba una, la punta de la lengua apoyada en el labio superior. Su cara brillaba de sudor y el pelo se le pegaba a la frente, sus mejillas y sus hombros estaban sonrosados. Después de apretar un rato para que la cola prendiera, apartaba los dedos con cuidado. Yo estaba sentado a la mesa y con un cuchillo daba forma a las teselas según ella me decía. Y cada vez que una había quedado bien puesta, Grace me miraba con aire triunfal.

En menos de una hora el mosaico quedó restaurado. Luego pasamos a la fuente, donde los daños eran mucho más importantes. Grace había despejado ya el terreno de hierba y maleza, pero muchas de las teselas estaban flojas y bastante deterioradas. Días atrás las habíamos levantado todas para reparar el lecho de cemento. Antes de retirarlas, Grace fue a por su cámara e hizo varias fotos. Después empezó a colocar las piezas una por una, guiándose por la imagen digital en el respaldo de la cámara para recrear el pez y las algas tal como estaban originalmente. El proceso le había llevado horas. Una vez colocadas las teselas que habíamos traído de Zadar, ya solo quedaba el enlechado.

 

Algo más que debería mencionar. Cómo encajó todo aquel verano, con la venta de la casa azul y la llegada de Laura trayendo consigo a Matthew y Grace. Yo empecé a trabajar para Laura: necesitaba dinero y conocía bien la casa. Pasaron cosas, detalles, que no me sorprendieron. Por ejemplo, que Krešimir viera los mosaicos destapados. Su rabia. A mí me daba igual, o, si acaso, me animó a seguir, contento de tenerlo cabreado. Ahora bien, el sombrero rojo sí que fue pura casualidad; se lo regalé impulsivamente a Laura porque no podía hacer otra cosa.

El mismo día que estuve ayudando a Grace con los mosaicos vi a Laura en el pueblo por la tarde; ella salía de comprar comestibles y llevaba una cesta. El sol se estaba poniendo y daba sobre los tejados y entre las casas. Laura llevaba puestas unas gafas de sol y el sombrero —el sombrero rojo— calado hasta las cejas. Iba sola y caminaba sin prisas, nada cohibida. No sé por qué digo esto, ella no tenía por qué sentirse cohibida, será que otros en su situación —extranjeros en un pueblo pequeño— tal vez se habrían sentido así. Creo que Laura nunca conseguía verse a sí misma desde fuera, hacerse una idea de lo que otros pudieran pensar de ella, o imaginar siquiera que pudieran pensar.

No se dio cuenta de lo que pasó a continuación.

Una mujer fue hacia ella, una mujer mayor, de esas que suelen ponerse una bata para hacer la limpieza o incluso la compra, una mujer como mi madre. La cabeza gacha, ocupada en sus tareas cotidianas. Alzó los ojos, vio a Laura y casi se detuvo en seco. Bajó la vista, la levantó, la bajó otra vez, cabeceando repetidamente durante un par de segundos. Luego aflojó el paso y se volvió para mirar a Laura mientras se alejaba; meneó la cabeza, levantó la mano y se dio como unos golpecitos en el pecho; al final bajó la cabeza una vez más y siguió su camino a paso vivo.

Me fui a casa. Reviví el momento en que Laura se había vuelto hacia mí en el puerto de Zadar, el vuelco que me dio el corazón. Y ahora esa mujer en la calle.

Y pensé para mis adentros: no soy el único que lo ve.