11.

 

Quiero hablarte de Pag. No pretendo extenderme, no, pero creo que es necesario contarlo. Pag forma parte de mi historia porque, al final, lo que pasó en Pag hizo que volviera a Gost. De modo que hoy hablaré de Pag. Fui a la isla en busca de algo. Yo era joven y tenía sueños sobre lo que podía ser la vida. Me encontré un lugar rodeado de aguas mansas, una isla de salinas donde casi no crecía otra cosa que salvia, una isla de iglesias blancas en medio de un paisaje vacío y unas serpientes negras y delgadas. Di con la casa que había estado buscando, orientada al mar y con un murete de piedra alrededor de una parcela de terreno y una grada para una barca. Los primeros días me dediqué a reparar la tapia, encajando las piedras con paciencia, edificando mi vida pieza a pieza. Dentro de los muretes construí los panales donde tendría mis abejas. Cada día había alguna novedad: un par de gaviotas jóvenes esperando a su madre bajo el casco de una embarcación puesta del revés; la madre no acudió, yo les di de comer, y en menos de una semana ya me consideraban su padrastro y cuando oían mis pasos se ponían a chillar. Otro día, mientras caminaba entre las rocas al borde del agua, encontré unos zapatos de mujer. Debían de llevar allí mucho tiempo; las suelas estaban alabeadas, la piel agrietada y rota. Que hubiera dos zapatos era extraño. No podía ser que los hubiera arrojado el mar, probablemente su dueña los había dejado allí, como si se los hubiera quitado y, descalza, se hubiera metido en el agua.

Luego, tras seis meses de soledad, durmiendo y despertándome según hubiera luz u oscuridad, solo con alguna que otra vela, mi abeja reina como única hembra en mi vida, conocí a una mujer y ella lo fue ya todo para mí.

Un encuentro bastante cómico, por lo demás. Era la temporada turística y yo me hallaba en Zadar, sentado en una cafetería con la espalda contra la pared, tomando una cerveza. El local estaba lleno de hombres, por la hora. De repente apareció una mujer. Llevaba unas sandalias blancas de suela gruesa, de corcho; cruzó el local pisando fuerte y con parsimonia, agarró una silla, se alisó la falda y se sentó a mi mesa con el bolso sobre el regazo y los dedos en torno al cierre del mismo. Entonces cabeceó con brío mirándome a mí, como si quisiera dar a entender que estaba lista para escucharme. Yo, desconcertado, la invité a una cerveza. Llegó el camarero, la mujer tomó un sorbo y continuó mirándome de aquella manera, a la expectativa. Le pregunté cómo se llamaba y ella me dijo su nombre; yo le dije también el mío y le di un poco de conversación, no recuerdo ya de qué. Se me ocurrió que quizá fuese una furcia especialmente bien educada. Algo que dije la puso nerviosa y de repente cogió el portante, se excusó, dijo que había cometido un error y se marchó de allí. Su cerveza quedó a medias encima de la mesa. «Se habrá equivocado de persona», supuse. Cuando volví a verla en el mismo bar quince días después, me presenté. Se acordaba de mí y se puso colorada, pero aceptó que la invitase a una cerveza. En el tiempo que estuvimos juntos nunca me dijo quién era el hombre con quien supuestamente debía encontrarse aquel día, solo que era algo relacionado con trabajo.

Era mayor que yo y estaba separada. De ahí que buscara trabajo. Su exmarido era subdirector de una fábrica de zapatos. Su familia era de Pag, y al separarse de su marido ella decidió regresar a la isla. Sus padres no me veían con buenos ojos porque había un hijo de por medio, que ahora vivía con su padre. Ellos querían que su hija volviera con el subdirector de la fábrica y el hijo de ambos. Pero ella no, y lo que hizo fue mudarse a mi casita. Para entonces yo había empezado a curar pieles: de oveja, de cabra, de conejo. Unas las utilizaba para cubrir el suelo de la casa, otras las vendía y con el dinero compraba cosas, cosas a las que nunca había dado mucha importancia pero que ahora deseaba porque ella las quería y yo quería regalárselas: platos decorados, sillas nuevas, cacerolas de aluminio...

Ella me amaba, así solía decírmelo. A veces era traviesa como una niña y a veces me tenía días enteros privado de cariño. Yo no le preguntaba por qué; era mi primera relación adulta. Se podría pensar que, al haberme criado con mujeres, debería haberlas conocido un poco, pero una hermana no es lo mismo que una amante. Como la quería, la dejaba en paz. Pero su melancolía fue en aumento. Yo no entendía qué estaba pasando, porque me parecía que llevábamos una vida agradable; y como no lo entendía, pensé que debía de añorar a su hijo, que vivía con su padre en un pueblo lejano.

El olor del cuero curado le recordaba la fábrica de zapatos, dijo un día. Decidí sacar todas las pieles y compré alfombras de lana. Otro día me preguntó que dónde estaban las pieles, que las pusiera otra vez.

Llevábamos juntos tres meses y el buen tiempo había terminado cuando un día tuve que ir a Zadar con un fardo de pieles recién curadas. Fuimos juntos en la barquita hasta el pueblo que había cerca, para que yo pudiera pedirle a alguien que me llevase en barca hasta Karlobag, y de allí en autoestop hasta Zadar. Me volví para decirle adiós mientras ella se alejaba en nuestra barca (le había enseñado a manejarla para que no se quedara aislada si yo tenía que ausentarme durante varios días), y la vi levantar la mano para devolver el saludo. Al día siguiente volvía yo a estar en el mismo sitio, con el dinero de la venta de las pieles en el bolsillo. Vi la barca amarrada al embarcadero, pero de ella no había el menor rastro. Fui a varias casas de por allí y me dijeron que se había marchado, en el transbordador. Volví a mi casa, ahora vacía. Pensé si se habría marchado así por las buenas, o si habríamos pasado algún tipo de crisis. Me pregunté si estaría ahora en la cubierta, a merced del viento, con Pag a su espalda, si seguiría con la vista todas las embarcaciones con que se cruzara el transbordador, preguntándose si iría yo a bordo, o si tal vez se escondería de mí.

Una semana después fui a ver a sus padres, pero no sabían nada o no quisieron decirme nada y no me invitaron a entrar, se quedaron de pie junto al muro de piedra que rodeaba la casa y el jardín de la parte delantera donde plantaban coles, se encogieron de hombros y negaron con la cabeza, mirándome con ojos opacos, como un par de gnomos.

Esperé su regreso durante todo aquel invierno. Fue un invierno de los fríos. Al llegar la primavera fui a mirar las colmenas y vi que todas las abejas habían muerto. Hice una larga caminata por la isla y en un momento dado me detuve, miré hacia las montañas de tierra firme, la roca blanca y los árboles oscuros, y me di cuenta de que durante diez años había llevado una china en el zapato, y que en ella estaba grabada una palabra: Gost.

 

—Volvió con su marido —le expliqué a Laura—. Yo no me lo podía creer. Ahora sé que estas cosas pasan todos los días.

—Volvió por el hijo —dijo ella.

Laura sonrió con gesto compungido y eso me molestó; deseé no haber abierto la boca. Ella sirvió más vino en los dos vasos. Estábamos sentados a la mesa de la cocina y era casi de noche. Yo tenía las manos blancas del polvo de cemento, que se metía en todos los surcos; acababa de enlechar el mosaico de la fuente. Nunca le había hablado a nadie de Pag, salvo a Anka; todavía hoy no sé por qué se lo conté a Laura. Supongo que porque ella me hacía preguntas. A veces era muy insistente, aparte de que yo tenía Pag metido en la cabeza desde la excursión a Zadar. Me había descubierto a mí mismo pensando en cosas en las que no había pensado desde hacía años. Gran parte de esos recuerdos los había puesto a buen recaudo, como hicimos aquí todos, y entonces aparece algo o alguien, como un arado surcando un campo en barbecho bajo cuya corteza hay todo tipo de cosas sepultadas.

—Puede que sí —dije.

Laura no quería herir mis sentimientos, pero probablemente también ella quería creerlo. El caso es que la mujer que yo amaba retomó el tipo de vida que le convenía más, como esposa del subdirector de una fábrica de zapatos, un hombre que olía a cuero como yo, pero de un tipo más caro. Una vez fui al pueblo donde ella vivía y busqué la casa. No me resultó difícil. La seguí al trabajo y luego, por la tarde, la seguí desde allí hasta el colegio. Iba muy maquillada y vestía un traje chaqueta de tela sintética y tacones altos; por la calle iba fumando. El niño llevaba el pelo al rape y tenía un poco de tripa. Cuando brincó en un charco de la calle, su madre le dio un cachete en el cogote con la mano que sostenía el cigarrillo. Unos años más tarde me pregunté qué habría sido de ella, si habría muerto o sobrevivido, si estaría viuda. Nunca se me ocurrió buscarla.

Laura me dio unas palmaditas en la mano que yo tenía apoyada en la mesa. Sus dedos eran suaves y frescos. Dentro de mí, en alguna parte, un nervio soltó una sacudida.

 

En casi diez años Gost ha cambiado por completo y no ha cambiado nada. La familia me organiza una fiesta de bienvenida. Mi madre bebe bambus; en el rabillo de los ojos le han salido unas arrugas como rayos de sol. Mi padre lleva años ocupado en construir cobertizos y el patio de atrás empieza a parecer una pequeña favela, como si una familia de refugiados hubiera atravesado todo el continente para instalarse aquí. Cuando surge el tema de los cobertizos, mi madre resopla y pone los ojos en blanco. Como la casa está llena, me toca dormir en uno de ellos; uso una colcha vieja para taparme y el olor a tablas de pino me acompaña toda la noche, recordatorio de la guarida que compartí con Anka en el pinar. Por la mañana saco agua del pozo para afeitarme. En la fiesta me presentan a niños y niñas que yo ni sabía que existieran; los críos parpadean, se resisten, los obligan a darme besos. Uno se niega y escapa de su madre para ir a esconderse. Durante aquellos diez años yo había vuelto a casa en dos o tres ocasiones y nunca me había quedado más de una noche ni había salido a la calle. Mi padre sí había venido a verme varias veces, una de ellas cuando me mudé a Pag. La isla le había encantado, casi tanto como a mí. Me trajo un motor para la barca; entendió por qué estaba yo allí.

Por la mañana, al resplandor de nuestras respectivas resacas, Daniela y yo vamos andando a Gudura Uspomena. Anka, me cuenta mi hermana, se ha casado con Javor, el hijo del jefe de mi padre en la estafeta. Javor regenta un bar en el pueblo, el Zodijak, un local muy popular. Daniela y yo vamos caminando codo con codo y entonces ella me pone una mano en el brazo, se detiene y vuelve la cabeza hacia mí, buscando mi mirada al tiempo que yo trato de evitar la suya. Más tarde vuelvo a Gudura Uspomena sin Daniela pero con mi viejo rifle, que mi padre ha cuidado bien; al dármelo, me sonríe de oreja a oreja. Había sido suyo durante treinta años, y antes había sido de su padre, a quien se lo habían dado en su estreno como soldado de infantería en la guerra, y que se lo había quedado cuando lo desmovilizaron tras largos meses de combates y de vivir escondido en las colinas.

Como cada atardecer a lo largo de esta última década, los ciervos salen del bosque camuflados en el trampantojo de una luz verde claro. Hace tiempo que no voy de cacería. Pienso si aún seré un buen tirador, si debo arriesgarme a disparar a la cabeza. No llevo perro. Las hembras son cautas como siempre, estiran el cuello y amusgan las orejas como si ya me hubieran olfateado. Un macho joven, de unas cuatro temporadas, echa a trotar adelantándose a la manada. A quién se le ocurre; le meto una bala en la sien. Después mi padre me da palmadas en la espalda y se ríe, hasta que le viene un ataque de tos. Cuelga el cuerpo del venado en uno de sus cobertizos.

Al día siguiente voy en busca de Anka. Se había mudado a la casa azul, herencia de su padre. Por todo el país generaciones de una misma familia vivían en la misma casa. En las ciudades esto se hacía insoportable: pisos compartimentados, divididos y vueltos a dividir, con tabiques como de papel y cortinas cada vez que venía un bebé. En el campo no era tan malo, pero incluso cuando había espacio no resultaba fácil construir una casa; los materiales eran caros. Así que allí estaba Anka, con una vivienda de su propiedad, una pequeña casa propia. A lo mejor Pavic padre había decidido facilitarle a su hija un modo de independizarse de su madre y de su hermano, quién sabe. O quizá simplemente le pareció justo: a fin de cuentas, Krešimir heredaría tarde o temprano la casa en el pueblo. Pavic no contaba con morirse. A pesar de ello, tuvo la previsión de hacer testamento. Eso decía algo de Pavic padre. El viejo había muerto cuando Anka era aún una niña, por lo tanto Vinka Pavic sabía (lo supo durante años) que Anka heredaría la casa azul y sin embargo se la negó hasta que su hija tuvo más de veinte años. Eso decía algo de Vinka. ¿Y Krešimir?, ¿cuándo se había enterado?

Saberlo debió de roerle las entrañas.

Pero, al salir de la curva, todo lo que he pensado decirle a Anka cuando nos encontremos se evapora. En la pared de la casa se alza un pájaro de gran tamaño, las alas extendidas, el pico apuntando al cielo. Glorioso. Vivo. Un pájaro de alas azules, las puntas de color azul cielo. Un pájaro de cuerpo rojo y penacho dorado, luciendo una cola dorada. Tiene la cabeza vuelta hacia la izquierda, como si me mirara con arrogancia. Su aliento forma volutas. Unas manos verdes extendidas debajo; no está claro si tratan de atraparlo o si acaban de soltarlo. Me quedo parado en la carretera, extasiado en la contemplación del pájaro. Yo no entiendo de esto, pero sé que es cosa de Anka, ese hermoso pájaro, porque ella está allí —su alegría de vivir— en todos los detalles. Y en el patio hay una fuente, con peces de brillantes colores nadando en el agua. Parece una casa sacada de un cuento; no hay nada igual en Gost.

Anka abre la puerta; lleva puesto un vestido de algodón y el pelo anudado con un pañuelo. Yo estoy de espaldas a la fuente y a contraluz. Al principio no me reconoce (luego lo negará). Veo que pestañea, se echa el pelo hacia atrás y por último dice: «¿Duro? ¡Duro! ¡Duro!», y luego me echa los brazos al cuello, pega su cuerpo al mío y hunde la nariz en la curva de mi hombro. El pelo le huele a vinagre. Me planta un besazo en cada mejilla.

Después da un paso atrás, se lleva las manos a las caderas, ladea la cabeza y me mira, sonriente. Sopla hacia arriba para apartarse el flequillo de la frente; verla hacer eso, algo que le he visto repetir tantas veces, me llega al alma.

Ella no me culpa de nada, nunca se ha olvidado de mí. Y me ha perdonado. ¿Por qué? Porque ahora es diez años mayor, igual que yo, y los contornos de su cara están compuestos de huecos además de curvas, del mismo modo que hay en la mía surcos y sombras.

Porque ahora tiene diez años más.

Porque ahora quiere a otro hombre.

Nada nuevo en esta historia nuestra, son cosas que pasan. Amor yerra el tiro, llega demasiado pronto o demasiado tarde. No muere nadie, eso es para las novelas.

En Gost muy poca gente supo por qué me marchaba; aquellos que lo sabían parecen haberlo olvidado, porque mis padres nunca hablan de Anka. Él, mi padre, se pasa el día en los cobertizos. Pero esto es un pueblo pequeño, de modo que Anka y yo transformamos nuestro amor en amistad, una amistad lo bastante amplia como para incluir a Javor, el marido de ella. Lo recuerdo bien. Un tipo cabal. Finjo alegrarme mucho de que estén juntos. Dudo que Anka le haya hablado de nosotros. ¿Y para qué iba a hacerlo? El nuestro fue un amor adolescente, un enamoramiento de aquella época en que éramos niños.

Procuro meterme eso en la cabeza.

 

Con Javor y Anka el verano siguiente a mi regreso, de vuelta en la casa después de estar en el Zodijak, donde se celebraba el tercer aniversario del bar. Estamos todos ebrios, pero algunos más que otros. Javor, por ejemplo. Es época de vacas flacas para todo el mundo, salvo para Fabjan y Javor. El Zodijak va viento en popa. Desgracia compartida, menos sentida, y con cerveza mejor aún. Javor le ha comprado a Anka un kiln y un coche. El kiln lo ha montado en uno de los anexos de la casa y estas últimas semanas Anka ha estado trabajando mucho: el asiento trasero del diminuto Fico rojo está atiborrado de cajas con ceniceros, boles, platos, broches, todo en cerámica pintada de vivos colores y envuelto en papel de periódico. Ella lleva uno de sus broches, la huella de una nuez hecha en cerámica azul. Todavía conservo el pequeño corazón que me regaló hace muchos años, apareció entre las cosas mías que mi padre había metido en uno de sus cobertizos. Lo guardo en el bolsillo. Los miércoles y los jueves Anka coge el coche y baja a la costa, hasta Zadar, para vender sus cerámicas a los dueños de las tiendas de souvenirs. Javor la acompaña a veces y vuelven con el asiento de atrás repleto de botellas para el bar.

Llegó el invierno y en el cobertizo hacía demasiado frío para dormir. A mi padre se le ocurrió una solución: reparar la vieja pocilga del campo de más abajo. El terreno pertenecía a nuestra familia y de vez en cuando se utilizaba para pasto. La casita había sido abandonada años atrás, pero cuando empujé la puerta, que estaba medio rota, vi que mi padre tenía razón.

Me tiré dos días limpiando suelos, sacando paletadas de mierda y de heno nauseabundo. Mientras estaba en ello no pensé en otra cosa que en dar manguerazos a las paredes, quitar las manchas de las losas del suelo, rociarlo todo hasta tres veces con desinfectante diluido. Arranqué la puerta podrida de sus goznes y la arrojé a una hoguera. Trabajar duro hizo que me olvidara de Pag; estaba construyéndome un futuro en Gost. Cuando salía de la estafeta, mi padre venía a arrimar el hombro; tener un proyecto entre manos lo hacía feliz y a mi madre también, porque así él no se acordaba de los cobertizos. Trabajando codo con codo, en menos de una semana teníamos aquello a prueba de intemperies, y en otra semana más habíamos colocado un suelo nuevo en lo que había de ser la alcoba. Antes de un mes ya estaba yo instalado allí, y fui arreglando cosas a lo largo de todo el invierno. Por cierto, que mi nuevo hogar se parecía más a la casa azul que a la de mis padres.

En noviembre encontré a Kos atada a un árbol, abandonada a su suerte, y decidí llevármela conmigo a casa.

Anka pone platos en la mesa, Javor quiere echar un cable pero está demasiado borracho, tropieza y se golpea la cadera con el canto de la mesa. El plato sale volando de su mano, Javor intenta cazarlo al vuelo, lo consigue por momentos. El plato se estrella contra el suelo; el propio Javor cae. Se ha quitado los pantalones y lleva una camiseta y unos calzoncillos azules. De rodillas en el suelo empieza a recoger los pedazos, examinando de cerca cada uno de ellos como si fueran pruebas de un horrendo crimen. Anka lo ayuda a levantarse. Javor se tambalea y le ciñe la cintura con sus brazos. «Perdona, nena.» Anka lo hace sentar en una silla y luego sigue poniendo la mesa.

Una vez discutieron y Anka vino a mi casa y se quedó varias horas. Yo me puse a cocinar y ella a hablar, aunque no de Javor. Mientras comíamos, él telefoneó pero Anka no quiso ponerse. «Está bien —dijo Javor—. Dile de mi parte que lo siento». Le expliqué a Anka que Javor parecía estar muy mal y entonces ella cambió de opinión y lo llamó, pero Javor había dejado el teléfono mal colgado, sin querer, y ella pudo oírlo tararear por lo bajo, y el ruido que hizo al morder una manzana; Anka le gritó por el auricular; él no la oyó. Luego él debió de hacerse daño en el pie porque empezó a soltar tacos y eso a ella le dio risa y me pasó el teléfono para que yo pudiera oírlo. Javor no llegó a saber por qué Anka se presentó al cabo de unos minutos, la cara sucia de lágrimas de risa.

La puerta está abierta para que corra el aire tibio de la noche. Llega Fabjan acompañado de su mujer, y detrás una venus rubia de carnes prietas, con aretes de plástico en las orejas y los ojos permanentemente entrecerrados por el humo de sus propios cigarrillos. Javor se pone de pie, sale por la puerta de atrás y regresa con una botella de rakija. Pone una cinta en el equipo que hay sobre el alféizar, selecciona una canción y la toca con una guitarra imaginaria al tiempo que con la boca imita el sonido del instrumento. Tres notas ascendentes, una abajo, luego arriba, abajo. Después otra vez las tres notas ascendentes. Da, da, da-da. Gira sobre sí mismo con gracia sorprendente, como algunos borrachos.

—¿Qué cojones es esta mierda?

—La mejor canción de toda la historia.

—Compuesta después de meterse cinco rayas.

—No, un ácido. Verás, Lucy era una niña que a su hijo le pirraba y el chaval hizo un dibujo de ella. Una cosa de críos, eso es todo. «Lucy in the Sky with Diamonds.»

Fabjan se acerca al magnetofón y aprieta uno de los botones con su dedo regordete. La música se detiene, dejando en el aire una vibración. Javor agarra a Fabjan del cuello y le planta un beso, hace gestos en dirección a la mujer del otro. «¡Fabjan, Fabjan! Amigo mío», ronronea, busca la botella de rakija y sirve copas para todos. Javor es un excelente borracho. Fabjan ha traído cerveza y una botella de Stock 84. Rechaza la rakija y se sirve un brandy, se lo zampa de una vez y se pone otro. Entre brandy y brandy toma largos tragos de la botella de cerveza. Enciende un Morava, un cigarrillo de marca nacional, de olor potente. Entre tragos de cerveza y chupadas al pitillo, observa a Anka: su mirada le recorre la espalda y se posa en las nalgas mientras ella alcanza un plato. Fabjan tiene una forma de mirar a las mujeres que me saca de quicio, más aún si es Anka a quien mira. Me interpongo entre la mirada de Fabjan y el cuerpo de Anka.

—Te ayudo —le digo a ella, cogiendo los platos que tiene en la mano.

Comemos: chuleta de cerdo a la brasa y ensalada de col. Un trozo de comida se le queda a Javor atascado en el gaznate. Anka le da palmadas en la espalda; él se pone colorado y al final lo escupe tosiendo. Después ella le planta un beso en la coronilla. Viéndola hacer estas cosas comprendo lo mucho que lo quiere. Y yo también quiero a Javor, todo el mundo lo quiere salvo Fabjan; claro que Fabjan solo se quiere a sí mismo.

Por lo que a mí respecta, he salido con varias chicas desde que volví a Gost, pero la cosa no dura. He acabado dependiendo de Javor y Anka, la puerta de su casa siempre está abierta para mí. Me han concedido los privilegios que las parejas enamoradas otorgan a los solteros empedernidos. A saber: derecho a comer con ellos sin ser invitado, derecho a emborracharme cuando quiera, derecho a pasar la noche en el sofá cuando estoy demasiado bebido para volver a casa. A cambio yo les llevo un venado para comer, a veces una perdiz o una codorniz. Y un día les construyo una mesa, regalo de bodas tardío. Utilizo madera de la que guarda mi padre en los cobertizos. Trabajo en ella sin que nadie se entere y luego mi padre me ayuda a llevarla a la casa azul cuando están fuera. Resulta complicado meterla dentro, entre él y yo.

Mis privilegios de huésped habitual, soltero y proveedor de caza incluyen el derecho a estar a solas con Anka. Es algo que procuro no hacer a menudo. Lo de Pag me dejó tocado, y al año de mi regreso me persigue el fantasma de un sentimiento que no sabría cómo definir. Sale a la superficie en momentos extraños (a veces cuando estoy a solas con Anka), desaparece gracias a la obstinada buena voluntad de Javor, a sus llaves al cuello, sus bromas, su rakija.

De Pag solo le hablo a Anka. Ni a mi madre, que es muy poco sentimental, ni a mi padre, que lo es demasiado. Daniela se habría inquietado por mí. Anka escucha sin interrumpir; cuando termino extiende la mano y me coge la muñeca con las yemas de sus dedos, como un médico tomando el pulso. Nos quedamos un rato callados. Después ella me suelta, se inclina sobre la mesa, me agarra la cabeza con ambas manos y la sacude, como el niño que agita una hucha.

—La muy idiota —dice finalmente—. Con esa actitud nunca será feliz.

Cuando me pasa algo, sea bueno o malo, la primera persona a quien se lo cuento es Anka. La quiero, pero con un amor casto que el tiempo y la familiaridad han ido blanqueando, como un matrimonio duradero. En mi amor por Anka, incluso de quinceañeros cuando yacíamos bajo una colcha en aquel pinar, no había asomo del dolor que asocio a Pag. Si Javor la abandonara, yo cuidaría de ella; puede que hasta le propusiera casarnos. Porque, más que nada y por encima de todo, lo que quiero es protegerla, no soporto la idea de que Anka lo pase mal. Dormiría toda la noche en el umbral de su casa si ella me lo pidiera. Se podría decir que temo por ella. Y es que Anka ha perdonado a Krešimir y a Vinka, de eso se trata. Algo que yo no soy capaz de hacer; pero Anka ha reconfigurado mentalmente todo ese episodio, se ha esmerado en quitar las manchas, la maldad y los celos y pintar encima motivos distintos, menos hirientes.

Entre trago y trago, Fabjan empieza a perfilar sus planes para el Zodijak: noche de folk, karaoke, chicas. ¿Por qué no? Una vez al mes. Javor le palmea la espalda y sonríe. «Fabjan y sus planes para dominar el mundo.» El otro hace caso omiso y sigue a lo suyo. Son tan diferentes el uno del otro que se hace difícil asimilar que sean amigos. Fabjan tiene una buena pelambrera y mucho vello en los brazos; Javor parece un pajarillo caído del nido, con su largo cuello, su nariz prominente, el pelo castaño claro que forma como una suave pelusilla alrededor de su cabeza.

Javor se pone a cantar, primero flojo y después más alto. Los demás nos lanzamos a hacer coro y Fabjan se rinde. Es una canción que viene sonando en la radio todo el año. «Hajde Da Ludujemo.» Era 1990, el año que organizamos el festival de Eurovisión en Zagreb. Fabjan montó una velada eurovisiva en el bar. Su mujer se parecía un poco a la cantante, al menos iba vestida igual: vestido rosa de falda corta. Ya no recuerdo cómo se llamaba la cantante. El caso es que bromeamos con la canción; uno se pone a cantarla y los demás se van sumando. A Javor le gusta hacerlo especialmente en los momentos más inapropiados, por lo bajini, como la semana pasada durante los votos matrimoniales de su prima.

—Qué capullo eres —dijo Fabjan.

Para que veas de qué va Javor.

 

Quizá te preguntarás por Krešimir.

Según Anka, a su hermano le iba bien eso de vivir en el pueblo con la madre de ambos, tener un buen trabajo, etcétera. Yo al principio sacaba el tema de Krešimir con mucho tiento, pero daba la impresión de que Anka había hecho tabla rasa con el pasado. Lo había perdonado como perdonaba a todo el mundo. No olvidemos que Krešimir y su madre eran familia directa, la única familia que ella tenía, y aquí solemos decir que no es lo mismo sangre que agua.

En la primera Navidad después de mi regreso montaron una fiesta en la sala de actos del antiguo colegio donde siguen expuestos los corazones licitar. Estaba allí la vieja pandilla: Andro, Goran, Miro. Naturalmente, yo ya me los había cruzado por el pueblo. Todos tenían esposa, y todas ellas quedaron embarazadas nada más subir al altar. Seguían haciendo bromas pesadas. Miro había traído un alijo de vídeos porno e intentaba vender cada uno por varios miles de dinares. Eso fue antes de que devaluaran la moneda. El único al que no había visto todavía era a Krešimir, aunque sí vi a Vinka Pavic. Finalmente había renunciado al negro de la viudedad, se había teñido el pelo de rojo e iba por la calle con los cautos y erráticos andares del borracho habitual. Me saludó como si el alcohol le hubiera limpiado el cerebro.

Una corriente de aire que se colaba por la puerta trajo un olor a cera de muebles, a caucho y a pies. Mesas con manteles de papel, bandejas de comida que habían llevado las mujeres, vasos de vino barato y serpentinas hechas en casa. Un grupo musical: antiguos alumnos del centro, no lo hacían mal del todo. Después, un disc jockey. Poca cosa había cambiado, básicamente que ya no eran los años setenta sino el último año de la década siguiente. Llevábamos el pelo más corto que antes: a Goran se le veía la cabezota, de tan corto; ahora era capataz de almacén. Andro había engordado, trabajaba de electricista en el negocio de su padre. Nadie se había marchado de Gost por la sencilla razón de que nadie lo deseaba. Tenían miedo de que, si se marchaban, perderían su puesto en el ranking de coches y motos de segunda mano, de juergas etílicas y felaciones. Algunos me dieron palmadas en la espalda, parecía que de verdad se alegraban de verme, pero el interés por lo que yo había estado haciendo duró muy poco porque a la gente solo le interesaba en serio lo que ocurría en Gost: incluso la costa les parecía otro país.

Krešimir se mantenía aparte de los demás, la espalda apoyada en la pared. Vi que seguía llevando la cazadora de su padre. Tuve un sobresalto al verlo, pero yo estaba relajado, volver a casa me había sentado bien, estaba de nuevo en mi sitio. La única vez que salió el tema a colación, mientras ayudaba a mi padre a mover cosas en su cobertizo y buscábamos la madera para hacerles una mesa a Anka y Javor, él me miró y me dijo, poniéndome una mano en el hombro: «El pasado, pasado está». Capté el significado a la primera; me estaba advirtiendo de que lo dejara estar. Y yo pensé: «Sí, mi padre tiene razón». ¿No me había saludado por la calle la señora Pavic?, ¿no había encontrado Anka la felicidad al lado de Javor? «Son cosas que pasan. Olvídalo.» Me tocó una mejilla, parecía cansado. El tiempo pasaba y ahora mi padre prefería construir cobertizos a beber con sus viejos amigos. Mi madre decía que estaba volviéndose bondadoso. Me acerqué a Krešimir y le tendí la mano. Krešimir me miró un momento y luego apartó la vista. Se separó de la pared y se alejó sin hacerme el menor caso.

Al día siguiente le dije a mi padre que se equivocaba: el pasado no pasa nunca.

 

En la panadería, un hombre y una mujer haciendo cola delante de mí.

—Después de tanto tiempo, ahora va y vuelve. Los vecinos pensaron que era un fantasma.

El hombre que estaba detrás de ella resopló.

—Todo el mundo sabía que era él —continuó la mujer—. Por el labio leporino. Y dicen que iba con su hija, una mujer ya hecha y derecha.

—¿Se han mudado a la casa de siempre?

—Sí. Y discutieron con los vecinos, por un tractor.

El hombre gruñó.

Cada equis meses un artículo en el periódico o cualquier otra cosa removía el asunto, ponía a la gente tensa, la hacía hablar. Podía ocurrir lo mismo en cualquier parte. El saber era un niño tiritando encerrado bajo llave en un cuarto. Ese niño sombrío acechaba nuestros sueños, invadía los recovecos de la mente donde ni siquiera uno mismo osaba aventurarse. La pareja que estaba delante dejó de hablar, no se atrevían a ir más allá. Cogieron el pan y se marcharon.

—¿Dónde? —le pregunté yo a la exmujer de mi primo.

—En K... —me dio el nombre de una población situada cuarenta kilómetros al este, más grande que Gost. No hubo más comentarios. La gente empezaba a ser consciente de lo que podía pasar aquí. Otro arado había roto la corteza del campo en barbecho de la memoria.

Al salir de la panadería se me ocurrió ir a tomar una cerveza al Zodijak. Aún era temprano, el cielo estaba de un azul claro y el sol calentaba todavía. Iba a cruzar la calle cuando el corazón me dio un vuelco. Allí estaba Laura. Sentada con Fabjan a una mesa de la terraza. Laura riendo, como si él acabara de decir algo muy gracioso.

 

Sí, Tatjana no sé qué. La prensa la llamaba Tajci[7]; cantó la canción de Eurovisión el año en que se celebró aquí el certamen. Lo recordé ese mismo día, cuando estaba a punto de acostarme. Me corté las uñas; en verano crecen deprisa. Tenía un callo en el dedo gordo. Cogí un tarro de crema de rosas para manos; así como el olor de aceite de lima para el pelo me recuerda a mi padre, el olor de la crema de rosas me recuerda a mi madre. Se la preparaba ella misma, como hacía la gente entonces, con agua de rosas y un poco de glicerina que compraba en la farmacia, o mejor aún con cera de abejas, cuando podía conseguirla. Cazos llenos de pétalos hirviendo a fuego lento. Una tía mía decía que nada como el aceite de oliva con azúcar. De vez en cuando mi padre le compraba un bote de Atrixo en el mercado. A mí me gusta usar la crema a veces, no, claro está, si salgo a cazar, porque me delataría. El olor de la crema me transportó, como siempre, al pasado, y de ahí surgió el nombre de la cantante. Tajci. No ganamos el concurso. En fin, un recuerdo inútil, sí, pero que formaba parte de una época.

Por curiosidad hace unos días fui a la biblioteca de Gost y busqué en Internet. Tatjana Matejaš, se llama. Ahora vive en Cincinnati y canta en iglesias.

Me fui a la cama. Pensé en Laura, sentada con Fabjan en la terraza. Durante la noche soñé con ella y de repente me desperté, a oscuras, con el vientre húmedo y caliente. Me quedé un rato pensando en ella. Nunca había sido capaz de imaginármela más que como era, nunca enfadada o caliente, ni siquiera sudada, para el caso. Y en el sueño tampoco es que pasase nada, salvo que ella estaba acostada de espaldas y se dejaba follar por mí.