13.

 

La restauración del mosaico y de la fuente causó un enorme revuelo en Gost. El que no conozca Gost tal vez no sepa que somos gente de sentimientos apagados, salvo cuando estamos ebrios. Entonces, claro está, puede pasar cualquier cosa. Pero eso es algo que ocurre en todas partes. El lunes a mediodía, estando yo en la cola de la estafeta de correos para pagar la factura de la luz, un hombre con un mono azul se volvió para preguntarme si lo había visto con mis propios ojos. Era el capataz de una empresa de construcción para la que había trabajado algunas veces y apestaba a tabaco. Sin darme tiempo a responder a su pregunta, añadió:

—Esta mañana he pasado en coche por delante y he podido verlo bien. Ese gran pájaro vuelve a estar en la pared. Había desaparecido y está otra vez allí —se encogió de hombros.

En la panadería no había nadie salvo la mujer que atendía —la que había estado casada con un primo mío— y pareció mucho más contenta de verme que de costumbre. Cuando iba a entregarme el pan, dijo:

—Bueno, Duro, ¿qué me cuentas de la casa?

Respondí que no tenía nada que contar. La exmujer de mi primo reaccionó pasándose la barra de pan de una mano a la otra, como un matón jugueteando con un bate de béisbol. Luego inclinó la cabeza a un lado y esbozó una sonrisita malévola.

—Pensaba que ella era amiga tuya.

—Le he echado una mano —dije, encogiéndome de hombros—. Si por eso somos amigos...

—Eres su vecino más próximo.

—Vale, te he mentido. Somos superamigos. ¿Qué más quieres que te cuente?

—¿A qué se dedica?

—A nada. Son ingleses y les gustan las casas antiguas.

La ex de mi primo levantó las cejas. Luego repitió la sonrisita glacial y me dio la barra. Salí de la panadería. Me dio lástima mi primo: con razón se había divorciado de ella.

Más habladurías, esta vez en el Zodijak, donde había entrado a tomar un café. Dos tipos; uno al que había visto anteriormente en el bar, el hombre de las orejas grandes que trabajaba en el ayuntamiento, el que la semana anterior había confirmado allí mismo, en el Zodijak, la venta de la casa azul, un chupatintas que se aprovechaba de su situación.

—No haría falta permiso de obras, ¿sabes? Ahora bien, si quisieran hacer una ampliación, pero incluso así... mucha gente no se toma la molestia de pedirlo. Ahí es donde empiezan los problemas.

Su compañero lo interrumpió:

—¿De dónde has dicho que eran?

—De Inglaterra.

—Parece ser que en Inglaterra hay mucha gente de aquí —dijo el otro, un poco para sí mismo, pues el primero seguía hablando de permisos municipales.

Esperé la reacción de Fabjan, pero no hubo tal. Reconozco que tiene mérito. Debía de haber sentido un escalofrío. Unas semanas atrás a Fabjan le dolía un diente. Creo, si no recuerdo mal, que ya he comentado lo horrible que tiene la dentadura. Yo no me acordaba nunca de preguntarle cómo se encontraba, pero le dije:

—¿Cómo tienes ese diente? ¿Has ido ya al dentista?

—Déjame en paz —me espetó.

Hizo crujir los nudillos. Fea costumbre. Si seguía así, acabaría sufriendo de artritis. Me lo imaginé ya viejo, vulnerable, mangoneado por esos hijos a los que había educado para ser tan implacables como él. Reconozco que sentí un leve cosquilleo de alegría.

 

Laura y yo estábamos en el viejo patio de la casa; ella de pie con una mano en la cadera y haciendo visera sobre los ojos con la otra. Había ido a la peluquería y tenía un aspecto diferente. Llevaba el pelo mucho más corto, rizado bajo las orejas, y también bastante más oscuro, un color como de tierra buena. Pero el cambio más importante era el flequillo, que la hacía parecer mucho más joven. Yo la había ayudado a descargar el coche. Laura contempló su reflejo en la ventanilla y Grace, que estaba sentada en la cocina examinando el ala desprendida de una libélula, alzó la vista y exclamó.

—¡Uau, mamá!

—¿Qué tal estoy?

—Yo creo que te queda muy bien —dije.

Matthew, que en ese momento bajaba por la escalera, levantó admirativamente el pulgar.

—Duro tiene razón —dijo—. Estás guapa. ¿Cómo se le llama a eso?

—Melenita —dijo Grace.

Laura se alisó el pelo por los costados y se tiró levemente del flequillo.

—¿No parezco demasiado jovencita?

—Estás preciosa, mamá —dijo Grace.

—¡Pues gracias a todos! —Laura hizo una pequeña reverencia.

De eso hacía dos horas. Ahora estábamos hablando del futuro de los anexos. A Laura se le habían ocurrido varias ideas mientras estaba bajo el secador en la peluquería. Dijo que era un buen sitio para pensar.

—Uno podría servir para invitados que se queden a dormir. También podríamos instalar allí a Matthew. A él le encantaría tener un sitio propio. Ya es lo bastante mayor —dijo—. Podríamos tener un estudio, o algo por el estilo. Convertir este espacio en un pequeño jardín —me mostró una revista llena de fotografías. Grandes ventanales. Suelos de ladrillo visto y vigas de madera. Cojines por todas partes, como le gustaba a Laura—. Hay muchas decisiones que tomar. Claro, que no podemos hacerlo todo de una vez. Quería preguntarte, Duro... Estaba pensando si podríamos establecer algún tipo de remuneración. ¿A ti te interesaría organizar el trabajo? Me refiero a que, aparte de lo que puedas hacer tú solo, quizá necesitaríamos más operarios para algunas cosas.

—Creía que tenías pensado vender la casa —esto lo dije mirando a Laura.

Era media tarde todavía y a la luz del sol sus cabellos se veían más oscuros aún que dentro de la casa. Es curioso que un cambio de peinado pueda variar tanto el aspecto de ciertas personas y no así el de otras. Un tío mío se afeitó el bigote después de años y años de llevarlo y nadie se dio cuenta, ni siquiera su mujer, o eso contaban. Con Laura era algo más que el pelo. Estaba totalmente cambiada; al sol y con el cielo azul reflejándose en ellos, sus ojos brillaban mucho y toda ella parecía envuelta en un nimbo. Con lo morena que estaba ahora, podía pasar por una mujer de Gost.

Laura continuó hablando:

—Había pensado en utilizar esta casa como campamento base e ir eligiendo proyectos desde aquí. En esta zona hay muchas posibilidades. Tantas casas, tantos pueblos preciosos. Y tantos veranos por delante, claro está. Es justo lo que mucha gente anda buscando. Quería esperar a comentártelo, pero ya que ha salido el tema, me preguntaba qué te parecería la idea de trabajar juntos. Habría que sentarse a hablarlo con calma, discutir a fondo los detalles, pero en principio contaba contigo.

No me lo esperaba en absoluto. Me quedé sin saber qué decir, cómo tomármelo. Comprar casas en otros pueblos, reformarlas, venderlas a gente del extranjero que vendría aquí de vacaciones. Gente con dinero tan ansiosa por gastar que escudriñaba el continente europeo en busca de casas; gente que se quedaría embobada al llegar aquí y contemplar la belleza de nuestros montes y ríos; que llegaría a una pequeña ciudad como Gost y pensaría que los campos de alrededor siempre han estado cubiertos de flores silvestres. Personas como Laura. Laura me caía muy bien, pero su idea se me atragantó.

Ella estaba esperando a que yo dijera algo. Levanté la vista, pero el sol me dio en la cara y no pude ver cómo me miraba. La sangre me latía en las sienes. Me fastidiaba aquella conversación. Me fastidiaba el calor. El nuevo peinado de Laura. Todo me fastidiaba. Algo que había oído en el Zodijak me tenía en vilo desde que había vuelto del pueblo. El tipo orejudo... No, él no, sino el hombre con quien estaba hablando; sus palabras giraban y giraban en alguna parte de mi cerebro, como esa canción que uno recuerda a medias pero no consigue atrapar. Me ocurría cada vez que miraba a Laura. Y, de repente, allí mismo, me acordé de lo que había dicho aquel hombre. Algo como: «Hay muchos compatriotas nuestros viviendo allí». Se refería a Inglaterra.

—¿Después de lo de anoche te sigue gustando esto?, ¿este pueblo? —le pregunté a Laura.

—Seguro que eran solo unos borrachos, como dijiste tú.

No supe qué más añadir. Solo tenía ganas de marcharme y de pensar. Quizá no debería haberlo hecho, pero dije:

—De acuerdo.

Laura me tendió la mano. Se la estreché.

 

Invertir horas de trabajo en la casa azul significaba ir retrasado con respecto a las tareas en mi propia casa. Aquella tarde, después de la conversación con Laura, fui a sacar a Kos y Zeka de su caseta. Me saludaron como de costumbre y rápidamente salieron a la carretera para iniciar su ritual de olfatear el seto y mear en puntos determinados del mismo. Por lo general pienso con claridad, pero ese día me sentía muy lejos de mi yo habitual. No sé cómo explicarlo. Quizá es que no estaba acostumbrado a tener tanta compañía, a charlar tanto. A veces me pasaba días enteros sin hablar con nadie. Y eso durante años. Lo mismo le ocurría a Gost. No había habido grandes cambios. La gente iba a sus cosas, ordenaba la casa, colgaba jardineras en las ventanas; así era como habíamos aprendido a vivir, ¿entiendes?, así habíamos continuado viviendo: queríamos asegurarnos de que nos dejaran tranquilos.

A mí siempre me había funcionado salir de caza: luego veía las cosas con mucha claridad. Podía llevar conmigo un problema y a la vuelta de la cacería lo tenía ya resuelto. Pero como era demasiado temprano, desenrollé la manguera y me puse a regar el pequeño huerto. Algunos de los brotes de acelga de la casa azul los había replantado en el huerto. Pensé en cómo año tras año la planta había ido germinando por sí sola; esta en concreto era descendiente de las plantas que crecían aquí desde hacía dieciséis años. Luego limpié la caseta de los perros, hecho lo cual terminé de remover la tierra del último arriate. Mientras estaba en la cocina pelando cebollas para la cena, se me vinieron a la mente retazos de la conversación con Laura. Visto desde otra perspectiva, naturalmente, su plan ofrecía oportunidades que cualquiera habría agradecido. Yo podía ganar dinero, podía ser tan rico como la gente que viniera a comprar las casas. Por cierto, ¿cómo se hacía rica la gente? Solo conocía a una persona que hubiera ganado mucho dinero: Fabjan. Bueno, Laura y Conor tenían dinero, eso era obvio, y lo que pretendían eran tener más. Intenté definir mentalmente mis sensaciones, pero acabé hecho un lío, me esforcé un rato y al final lo dejé correr.

 

En el lindero del bosque junto al barranco. Una luz plateada sembraba dudas en los contornos de las cosas. La calma era absoluta. Ni pizca de viento. Sin señales de los corzos, que a esta hora del día solían dejarse ver paciendo entre los árboles. Incluso los pájaros estaban callados; solo se oía la voz como tos de fumador de una paloma torcaz. Zeka se había adelantado unos metros y apuntaba al cielo con el hocico. A mi lado, Kos miraba sin ver hacia los árboles. Los tres quietos, inmóviles. Estábamos a la espera, aunque no sé muy bien qué estábamos esperando. Sin previo aviso, una lechuza pasó volando perseguida por una bandada de palomas. La lechuza se lanzaba en picado, moviendo su cabezota a un lado y al otro, acosada por las palomas, que se turnaban en la labor pero carecían del coraje suficiente para atacar, como perros hostigando a un buey. Alejaban a la lechuza de sus propios nidos. Kos siguió con el hocico el perfil que dibujaba el sonido en el aire.

Nos adentramos en el bosque. Ni Kos ni Zeka habían olido un rastro todavía. Cada treinta pasos me detenía y miraba a mi alrededor. Al rato llegamos a un claro donde yo confiaba en ver la manada, pero allí no había nada. Tampoco el menor movimiento entre los árboles. Aún quedaban uno o dos sitios donde les gustaba congregarse: al otro lado de los árboles, donde el terreno bajaba y había un pequeño estanque. Mantuve a los perros cerca. Zeka avanzaba a paso firme, mientras que Kos iba con el hocico pegado al suelo, tocando casi la hojarasca. En un momento dado vi que olfateaba varias veces, rápido, y salía disparada, pero enseguida daba media vuelta. Luego empezó a avanzar en breve zigzag sobre el mismo terreno. Zeka se le acercó, nervioso, casi haciendo cabriolas, pero Kos no le hizo caso. Ahora que había encontrado el rastro se puso a trotar y Zeka y yo la seguimos. La manada debía de estar entre los árboles, que era donde solían refugiarse cuando se sentían amenazados. Probablemente algún otro cazador había estado por allí. Agucé la vista, atento al menor movimiento. Zeka también había encontrado el rastro y adelantó a Kos, pero al perderlo volvió a situarse detrás de ella. Kos continuó impertérrita, el morro pegado al suelo. Tropezó con una raíz, siguió adelante. Avanzábamos más deprisa, pues ambos perros habían localizado el rastro otra vez. De repente, Kos se detuvo en seco. Alzó la cabeza para olfatear el aire y se quedó inmóvil. Un poco más adelante, Zeka se plantó y se puso a ladrar. Empezó a armar mucho alboroto, saltando sobre sus patas, la cola tiesa, ladrando en señal de advertencia. A todo esto, era ya casi de noche. Calmé al perro y escruté la oscuridad. Todavía llevaba la escopeta baja. Tengo buena vista, creo que ya lo he mencionado. De no ser así, dudo que lo hubiera visto porque estaba allí sin moverse, la cabeza baja, sin patear el suelo ni resoplar, como si no tuviera intención de dignificar nuestra presencia embistiéndonos o haciendo siquiera amago de ello. De su quijada nacían unos colmillos enormes y pálidos. Zeka gimió y dio varios pasos atrás. Kos no se movió de donde estaba. Y entonces vi el fulgor de un ojo al moverse la bestia hacia un lado.

Regresamos juntos por entre los árboles en dirección al barranco, valle abajo hasta la carretera. En todos los años desde mi vuelta a Gost no recordaba haber visto más de un par de jabalíes. En tiempos habían abundado en la zona, pero prácticamente se extinguieron de tanto cazarlos. Hombres venidos de Zagreb. Extranjeros. Hombres de manos pálidas y rifles caros. Después vino el caos, cuando los hombres empezaron a cazar hombres.

Ahora los jabalíes, como las flores silvestres, habían vuelto.

 

Con la fuga del jabalí habían desaparecido también las ganas de cazar, y por otro lado apenas si quedaba luz. Al doblar el último recodo hacia la casa azul vi el coche de Krešimir, un Saab negro de unos cuantos años, aparcado con dos de sus ruedas sobre el margen herboso. Estaba yo pasando por delante con los perros cuando vi que volvía hacia el coche con las llaves en la mano. Había ido, sin duda, a ver la fuente por sí mismo. Me acordé de que ya había estado allí cuando descubrimos el mosaico, y los aspavientos que le había hecho a Laura, quien, ajena a todo, pensó que Krešimir solo quería charlar un rato. Eso me hizo sonreír. Y ahí estaba ahora de nuevo. No se dio por enterado pero bajó la cabeza, y al ver que daba un paso al frente con mucha determinación me pareció que se aprestaba a pegarme un puñetazo.

—Buenas noches, Krešimir —dije. Él levantó la barbilla como si le sorprendiera verme, fingiendo que no se había percatado de mi presencia.

—Buenas noches —murmuró, fijándose en el rifle que llevaba yo en la mano.

Kos había olido a Krešimir y lo evitó dando un rodeo y gruñendo por lo bajo. Zeka, que nunca se enteraba, excitado tras la experiencia del jabalí, brincó hacia Krešimir. Este dio un paso atrás.

Yo podría haber retenido a Zeka, pero no me dio la gana. Oí maldecir a Krešimir en voz baja.

—Le caes bien —dije.

Krešimir sorbió aire entre los dientes.

—¿Qué tal se están instalando tus nuevos inquilinos?

—¿Qué sabes tú de eso?

—Paso por aquí de vez en cuando —dije—, como veo que haces tú.

Por si no lo he mencionado, debo hacer constar que Zeka tiene la costumbre (común a muchos perros de su especie) de tomar la mano de ciertas personas con la boca. Lo hace con suavidad, jamás le ha marcado los dientes a nadie, y mucho menos rasgado la piel. Así pues, tomó la mano de Krešimir mientras hablábamos. Yo siempre he interpretado esta conducta canina como una muestra de amistad, aunque lógicamente hay personas que no se sienten nada a gusto en semejantes circunstancias. Fui yo, esa vez, quien fingió no darse cuenta.

—¿Qué tal van tus planes? —le pregunté.

—¿Planes?

—Te mudabas a la costa, ¿no? He oído decir que está todo muy caro por allí, más aún que antes. Se ha puesto muy de moda.

Krešimir recuperó la mano de las fauces de Zeka y juntó las dos a la altura del pecho, fuera del alcance del perro.

—Bueno —dijo—, ya me preocuparé cuando llegue el momento.

—Y tu casa, la de ahora, ¿vas a venderla también? ¿Adónde piensa ir tu madre? A propósito, ¿qué tal está?

Sin duda alguna, le estaba tocando las narices. Cuando éramos chicos, de repente me daba cuenta de que había traspasado una línea invisible entre su buen humor y su mala leche. Sin saber cómo. Entonces él se ponía de morros o me atizaba. No olvidemos que era mucho más alto que yo. Últimamente me daba gusto provocarle. Sigo siendo mucho más bajo que él, pero no se atreve a levantarme la mano. Krešimir me miró. Aunque se había cruzado de brazos para eludir las muestras de cariño del perro, consiguió de alguna manera dar a su pose un sesgo de superioridad; un gesto desdeñoso se dibujó en su cara al tiempo que levantaba el mentón, exagerando su necesidad de mirarme desde arriba. Iba bien afeitado. Pequeñas manchas oscuras en cada mejilla justo debajo del pómulo. Arrugas dibujando sendas curvas desde la nariz hasta las comisuras de la boca. Soltó una carcajada falsa.

—Muy gracioso, Duro.

Si pensaba que Krešimir no podía sacarme ya de quicio, estaba equivocado. Noté como un reguero de furia entre los omóplatos. Sacudí la cabeza y me encogí de hombros, silbé a los perros y eché a andar. Al cabo de unos segundos oí cerrarse la puerta del coche y el motor al arrancar.

Calculo que estábamos unos sesenta o setenta metros más adelante. Zeka se había adentrado en el campo para perseguir un último conejo. Llegamos al trecho de gravilla, unos cuantos metros más allá de la casa, y Kos empezó a cruzar la calzada en dirección a nuestra casa, pensando en la cena. En cuanto oí que el coche se acercaba a mucha velocidad, grité a Kos que volviera. La perra dudó, desorientada ante una orden que no tenía sentido. Que ella supiera, estábamos ya en casa. Empezaba a quedarse sorda, no se fiaba del oído. Y Krešimir no frenó. El parachoques delantero del Saab golpeó a Kos en la cadera. El impacto la lanzó por los aires. Por un momento quedó flotando de costado, la cabeza torcida, antes de derrumbarse a plomo sobre la calzada.