El primer obús cae sobre una casa cerca de los columpios. No hay muertos. Los chavales que estaban allí jugando huyen entre gritos. Luego regresan para contemplar los daños en silencio, como si les preocupara que pudieran echarles la culpa a ellos. La segunda semana, un obús hace pedazos uno de los tinglados de mi padre. Con mi padre dentro. Daniela está en la puerta porque ha ido a llevarle un sándwich de carne que le había preparado mi madre. Mi padre está cambiando tejas en un tejado que no tardará en volar por los aires unos minutos después. Más adelante encontramos en los otros tinglados (él nunca nos dejaba entrar) molinillos de café estropeados, una piscina inflable, calefactores, un tendedero de madera, cazuelas sin asa, una caja con juguetes de mi niñez, dos colmenas y muchos pares de botas de goma viejas. En el más pequeño de los cobertizos encontramos cajas de cartón con latas de comida, sobre todo judías verdes y chucrut. En otro: baterías de coche, todavía útiles. El último es un pequeño almacén de madera: tablones, troncos aserrados, leña menuda.
Mi padre, que sin nosotros saberlo estaba en su primera fase de demencia senil, nos ahorró de esta forma lo más crudo de las semanas de asedio.
Un miércoles, me parece; los días empiezan a confundirse unos con otros. Todas aquellas cosas que antes me ayudaban a diferenciarlos —colegio, iglesia, trabajo, periódico, el estreno de una nueva película en el cine, partidos de baloncesto y de fútbol—, todo eso ha dejado de servir de referencia. Estoy en el lado más lejano del barranco. Más arriba, al final del bosque, acampan los soldados. Aún está bastante oscuro, son menos de las cinco de la mañana. Los soldados, a esta hora, duermen todavía en sus tiendas. Dentro de unas horas —despiertos, afeitados y desayunados— empezarán a lanzarnos obuses, y nosotros, tan pronto suene la primera sirena de alarma, correremos a escondernos en los sótanos. Una vez, de muchacho, di un puntapié a un hormiguero y vi cómo las hormigas, cada una de ellas portando un reluciente torpedo, se afanaban por poner a salvo sus huevos. Mientras miraba se me ocurrió preguntarme si podrían verme, ver al gigante que acababa de reventar su pequeño universo. Ahora, cuando veo correr a una mujer con su hijo en brazos, me acuerdo de las hormigas.
Dos palomas prendidas del cinturón. Tengo que estar de vuelta antes de que los soldados despierten. El estampido de la escopeta les trae sin cuidado; hasta el momento Gost ha ofrecido muy poca resistencia, porque no tenemos más que escopetas y rifles de caza mientras que ellos cuentan con morteros de 120 milímetros, y porque están fuera de nuestro alcance y ocultos entre los árboles en el viejo búnker de hormigón que hay en lo alto del cerro.
Una colonia de cuervos está despertando en el ramaje entre riñas y desperezos; una convención se forma abajo en la hierba, treinta pájaros o más mirando hacia el oeste, de cara al viento. Mi intención es sacar el máximo partido a un solo cartucho. Espero. Y cuando uno de los cuervos que están en tierra cruza por delante de otro, disparo. La bandada alza el vuelo, dos aves yacen en el suelo. Diez minutos más tarde dejo las palomas metidas en una bolsa en el portal de mi madre y me dirijo hacia la casa azul. Últimamente cierran con llave, así que golpeo la puerta con los nudillos y unos minutos después aparece Anka. «Hola, Duro.» Ella hace café mientras yo me pongo a preparar los pájaros. Lleva puesta una vieja chaqueta de punto y sobre los hombros un chal de los que cubren el respaldo de los sillones; con sus pies planos y cara de sueño, la huella de la almohada en una mejilla. Va a buscar dos tazas, se sienta a la mesa y me observa. Yo abro el pecho de cada pájaro por el centro y voy sacando medallones de carne. Lo que queda lo echo al balde que hay junto a la puerta para dárselo a Kos, hervido. Escasea la carne. La gente pone trampas para conejos, pero los ciervos están monte arriba, demasiado cerca del campamento de los soldados.
—Hoy solo dos palomas —digo—. Se las he llevado a mi madre. La próxima te toca a ti.
Anka me sonríe.
—Dáselas a tu madre, las palomas. Por nosotros no te preocupes.
—Tanta paloma no le sentará bien.
—Pero a nosotros nos gusta el cuervo. Nos encanta. Pásate más tarde. Lo haremos con tomillo y tomate. No entiendo cómo no está de moda.
—En París comían elefante.
—¿Sí? ¿Quiénes?
—Los parisinos, durante el asedio. Comían elefante. Bueno, y también ratas y gatos. Y para cenar, filete de elefante.
—Embustero. ¿De dónde iban a sacar los elefantes?
—Pues del zoológico.
—¿En serio? ¿Y a qué sabe el elefante?
—No tengo ni idea. Puede que a tocino.
Anka remete la barbilla e inclina la cabeza hacia un lado. Se arrebuja en el chal y menea lentamente la cabeza, incrédula.
—¿Y Javor? —le pregunto.
Hace un gesto hacia la escalera.
—Durmiendo —dice—. Solo nos bombardean a diario. No es suficiente para que pierda el sueño. La que no puede dormir soy yo —se ríe, y yo también. Javor siempre fue muy dormilón. En ese momento aparece él rascándose la cabeza y se acerca a la mesa—. Hablando del rey de Roma... —dice Anka.
—¿Dónde está la gracia?
—Olvídalo —dice ella, y cuando le sirve café se inclina, pegando la barriga a la espalda de él.
—Oye, Duro, ¿sabes lo de los refugiados y el camión volquete? —dice Javor.
Cuenta la anécdota de un grupo de refugiados del Este que huía en un camión volquete. Entre ellos había una linda chica y el conductor del camión la invitó a ir con él en la cabina. Resulta que se caían muy bien. El camionero encandiló a la chica hablándole de su vehículo, de las medidas y su capacidad de carga, para qué servían todas aquellas palancas y botones. En un momento dado, el camionero hizo una parada para mear. Fue a la parte de atrás del camión para dejar que bajara la gente, pero debía de haber puesto mal el freno de mano porque el camión empezaba a moverse. Entonces llamó a la chica, que estaba aún en la cabina. La chica, que no había prestado mucha atención a las explicaciones del camionero, tocó la palanca que no era, la que accionaba el sistema hidráulico para elevar la plataforma de carga..., y todos los refugiados cayeron encima del camionero.
Quiero decir que a pesar de que mi padre y mi hermana ya estaban muertos, todavía éramos capaces de reír.
—Yo quiero uvas con queso —dice Anka—. Uva verde y queso griego.
—Feta —dice Javor.
—Feta —repite pausadamente Anka.
—A lo mejor puedo conseguir algo de queso. Será como el feta, no vas a notar la diferencia. Podemos pedírselo a Fabjan.
—¿Y uva?
—Eso quizá tarde más.
Anka echa la cabeza atrás y gime.
—Estoy harta de comer cosas en conserva.
Nos hemos comido ya todo lo de nuestros huertos, ahora recurrimos a los tarros de fruta y verdura que habíamos reservado para el invierno. Durarán bastante, eso sí, porque en esta parte del mundo tratamos cada invierno como si fuera el último.
Al anochecer me presento con una bolsa de cerezas. Anka está en el anexo sacando un cacharro del kiln. Es un cuenco hondo con el borde curvado hacia el interior. Hace semanas que la carretera del sur está cortada; los viajes que solía hacer a la costa en su Fico para llevar pedidos a las tiendas de souvenirs ya no son posibles: no hay turistas. La costa vuelve a ser otro país. A mi espalda: pilas de cajas de madera repletas de platos y ceniceros decorados, imanes para nevera, todo ello envuelto en paja. Anka ha dejado de hacer este tipo de cosas. La guerra le ha dado una suerte de libertad y su trabajo le proporciona un entorno donde refugiarse de la locura. Coloca el bol sobre una vieja mesa con superficie de plomo. Al verme, o al ver las cerezas, suelta un chillido y se lanza sobre ellas, coge un puñado y se lo mete entero en la boca. Por las comisuras de sus labios rezuma jugo de cereza; tiene pinta de joven y saludable vampiresa.
—¿De dónde las has sacado, Duro?
—De un árbol.
Anka se detiene y me mira de reojo, suspicaz.
—No, Duro —dice—, no las quiero —coge la bolsa de las cerezas y me la pone en el pecho.
—Quédatelas, no pasa nada —aparto su mano devolviéndole la bolsa.
—Sé de dónde vienen —retrocede un paso, blandiendo un dedo hacia mí.
—Pues no se lo digas a mi madre.
Anka se ríe. Vuelve a coger la bolsa y se mete otro puñado de cerezas en la boca. Después se limpia y veo que se pone seria.
—No hagas esto, Duro. ¿Crees que no me acuerdo de dónde está el árbol? Que sea la última vez.
De repente me abraza. Huele a polvo de cerámica, a vinagre y sudor.
Cuando me suelta le pregunto dónde está Javor. Junto con los otros hombres de Gost hemos engrosado las fuerzas de defensa territorial. Hasta ahora todo ha consistido en asistir a reuniones en el gimnasio de la escuela. Un representante del Centro de Gestión de Crisis nos informó de que la nueva Guardia Nacional estaba controlando la situación. Parece ser que han tomado posiciones al sur del pueblo, frente al ejército apostado en el norte. Y en medio, Gost. El ejército quiere llegar a la costa pero nosotros somos un obstáculo. Cada bando tiene controles de carretera que hay que cruzar, en la que va al norte y en la que parte de Gost hacia el sur. Las mismas preguntas, pero diferentes respuestas en un lado o el otro.
—Ya te alcanzará.
—Déjalo. Nos interesa gente que tenga buena puntería.
Eso la hace sonreír.
—No tira tan mal —dice.
—Tú lo hacías mejor —señalo el bol—. Te ha quedado muy bien.
—Lo voy a decorar.
—A mí me gusta tal cual.
—¿Qué más da? No lo va a comprar nadie.
—Algún día.
—Sí, claro, algún día.
Al fin y al cabo, la clave de cualquier asedio es la duración.
La tormenta sobre el pueblo atruena día tras día. Algunos se han marchado ya de Gost. Al amanecer o al caer la noche, sin decir nada a sus vecinos y dejando en casa sus animales domésticos. ¿Cómo lo han sabido? El resto del pueblo no se lo veía venir. Ahora no hay manera de salir de aquí. Demasiados refugiados. Hay controles de carretera, por un lado y por el otro. Ambos bandos deseosos de meterte un balazo. Un perro o un gato dentro del coche es señal de que intentas largarte y eso significa problemas. Los perros abandonados aguardan frente a sus viejos hogares a que alguien los deje entrar.
Cojo libros prestados de la biblioteca los días que está abierta. Leo cosas sobre asedios. Constantinopla. Delhi. Mafeking. París. Dien Bien Phu. Leningrado.
El asedio a las fuerzas francesas en la guarnición de Dien Bien Phu por parte del Viet Minh tuvo lugar en 1954 y duró exactamente cincuenta y cuatro días. En mitad de la quincuagésima cuarta noche, el brigadier general de la guarnición llamó por radio a su superior solicitando permiso para rendirse. «Lo habéis hecho estupendamente. No lo estropeéis ahora enseñando la bandera blanca», le dijo su superior, a trescientos kilómetros de distancia. «De acuerdo —respondió el sitiado desde su gruta en el valle controlado por decenas de miles de soldados enemigos—. Mi intención era salvar a los heridos». (En aquel momento eran cinco mil, que quede claro.) «Bueno, hasta la vista», le soltó el comandante en jefe.
Los franceses ponían nombres de mujer a sus fuertes: Béatrice, Gabrielle, Isabelle, Élaine. Tomaron la decisión de rechazar todo el tiempo posible la ofensiva enemiga y dejar que los hombres de Isabelle intentaran escapar; eran quienes mejor lo tenían, pero solamente setenta lo lograron, así que de poco sirvió. Diez mil soldados fueron apresados y trasladados a marchas forzadas hasta diversos campos de prisioneros a lo largo del país. La mayoría murió por el camino.
Nadie esperaba que el Viet Minh hiciera uso de tácticas decimonónicas.
En Dien Bien Phu recibían víveres en paracaídas y los hombres se colaban bajo las alambradas para ir a buscarlos en tierra de nadie. El enemigo los hacía picadillo. Los ciudadanos de París se comían a los animales del zoo: a Cástor y Pólux, la pareja de elefantes, hubo que dispararles entre los ojos porque a la sazón era imposible conseguir una escopeta de matar elefantes. Solo se salvaron los grandes felinos, por la dificultad de acercarse a ellos lo suficiente, y también los monos: demasiado parecidos a los humanos, pensó la gente. Los parisinos acabaron encontrándole gusto a la carne de caballo —esto aún perdura—, así como a la de perro, gato y rata —esto no—. Fotografías de París durante el gran sitio: gente sentada en restaurantes con la servilleta anudada al cuello, devorando blanquette de rata regada con las últimas botellas de vino decente.
Una niebla espesa serpentea entre los árboles y barre el terreno en declive. Los troncos son de un negro lustroso; huele a hojas en putrefacción y, mezclado con el aire fresco de la mañana y la penetrante fragancia de los pinos, el chasquido de la cordita. Un silencio sepulcral. Estoy solo. Camino con sumo cuidado, el peso del cuerpo sobre el exterior del pie. La humedad ayuda porque reblandece el terreno; el aire denso amortigua los pequeños sonidos. No se ven ciervos por ninguna parte, pero los presiento más allá de la niebla, huelo su aliento húmedo, veo el destello de una mirada líquida y siento el temblor de una pata al caer, el estremecimiento del pellejo, la sacudida de un anca. Están observando los cambios de forma de la niebla. Al llegar al primer árbol me detengo para escuchar. Atisbo entre los árboles hacia la casi total oscuridad. Avanzando y avanzando, paso a paso.
Transcurren los minutos y no veo ningún ciervo. Será que se apartan conforme yo me acerco, en manada cuesta arriba. Me detengo para mirar por donde he venido. La niebla está empezando a despejar, algún que otro rayo de sol llega hasta el lecho del bosque liberando volutas de vapor. El suelo está tierno, mullido y húmedo. La línea de árboles de más arriba queda a varios cientos de metros de distancia. Nunca me había acercado tanto al campamento de los soldados, aunque todavía estoy a un kilómetro por lo menos y el viento me favorece.
De pronto se me cruza un ciervo en el camino, un macho joven al borde del pánico, desprende olor a almizcle y a miedo. Visto y no visto. Tengo un sobresalto, el corazón me da un vuelco. Espero un minuto o dos antes de seguir la dirección que el ciervo ha tomado. Una hembra madura viene corriendo hacia mí, pasa a unos metros de donde yo estoy, huyendo de alguna amenaza, de lo contrario no se habría acercado tanto. Solo unas pocas veces en mi vida he estado tan cerca de un animal vivo. Instantes después llega un grupo trotando entre los árboles, y un segundo grupo pasa a la velocidad del rayo en dirección contraria. Estoy atrapado en medio de una estampida. La cosa tiene algo de cómica: los ciervos, sus bruscos saltos y sus poco elegantes colisiones, y cuando se detienen lo hacen con un porte que parece denotar vergüenza por su comportamiento. Pero enseguida los invade de nuevo la locura y echan a correr, rebotando en los árboles.
Algo los ha asustado; yo no, aunque es evidente que a estas alturas ya me han olfateado, lo que no hace sino aumentar su confusión. Espero al amparo de un árbol. No tiene sentido que me quede. Ya no va a pasar nada, los ciervos están muy excitados. Hoy no podré acercarme a la manada.
Un movimiento. Hay otro animal en este bosque. Más pequeño, casi tan veloz como un ciervo, las pisadas más suaves. Ahuyenta a un grupo de ciervos y luego describe un círculo antes de dirigirse de nuevo hacia ellos. Es un perro joven, de dos o tres años, con patas enormes, las orejas volando hacia atrás y la lengua fuera, presa de la emoción de la batida; pasa junto a mí a toda velocidad, no ve otra cosa que los ciervos y está embriagado con su olor. No me parece que sea de nadie del pueblo y tampoco tiene pinta de perro extraviado. De raza cazadora, bien alimentado, bien cuidado, sin disciplina alguna.
Sonido de voces. Cánticos y griterío. Soldados entonando canciones de borrachos. Una sesión nocturna que ha degenerado en cacería mañanera, pero ninguno de ellos está lo bastante sobrio. El perro va muy a su aire, lo cual es malo para mí. El gran problema es el perro. Ahora mismo está demasiado absorto en la presa, aunque la cosa cambiará en cuanto yo eche a correr o me mueva siquiera. Y si permanezco en el sitio —no tengo otra alternativa—, el perro podría volver igualmente. Estoy casi seguro de que me ha visto, es solo que habiendo ciervos que perseguir yo no le intereso. Me quedo quieto, contando mis inspiraciones.
Pasan tres minutos, cuatro. Oigo el correteo de los asustados ciervos, veo pasar un lomo entre los árboles. Las voces de los hombres suben de volumen al ritmo de la canción, se pierden, regresan otra vez. Son dos; no, tres, y desafinan tanto que solo a la segunda reconozco la canción. Es «Hajde Da Ludujemo». Yo la había cantado por última vez en casa de Javor y Anka, después de la fiesta en el Zodijak. Pienso en cómo la coreábamos. Pienso en lo que pasaría si lo hiciera ahora. Sonrío.
Y entonces vuelve el perro.
Esta vez me ve, está aburrido de no poder atrapar a los ciervos, viene hacia mí. Un bonito perro, lustroso y fuerte. Imagino que uno de esos soldados se lo encontró, o tal vez lo robara en algún punto a lo largo del frente, alguna de las aldeas donde alguien, que probablemente ya estará muerto, cuidó de él y del resto de la camada.
Le tiendo una mano, que es lo que él desea. Una manera de decir hola. Si consigo que no haga ruido, aún podré salvarme. Hacer como que no lo he visto solo aumentaría su interés; algo tan estúpido como tratar de esconderme solo conseguiría hacerle ladrar. Le acaricio el hocico, las orejas. En voz muy baja le digo que se siente. Lo hace y me mira, a la expectativa. Le ordeno que se eche. Obedece. Ahora espera una recompensa. Cuando entiende que no habrá ninguna, busca a su alrededor una vía de escape y luego se levanta, despacio, confiando en que yo no lo llame. Cuando considera que ha puesto distancia suficiente, parte dando saltos en busca de su amo.
Los cánticos pierden volumen. Son solamente dos los que cantan. Empiezan otra. Se alejan en dirección al campamento, necesitan estar de vuelta a tiempo para que se les pase la borrachera; les espera un largo día de asesinar civiles.
Cuando me parece que ya ha pasado el peligro, empiezo a moverme. No vuelvo sobre mis pasos, sino que parto cuesta abajo en diagonal para aprovechar al máximo la protección de los árboles. Es más tarde de lo que quisiera y hay demasiada luz en el cielo. Este es un nuevo peligro. Tengo que salir del bosque y cruzar la tierra de nadie sin que me vean. Acelero el paso aunque sin llegar a correr, lo bastante lento para estar ojo avizor y lo bastante deprisa para ir ganando terreno.
No he dejado aún el bosque cuando me topo con él. Paro en seco y me escondo detrás de un árbol. Allí de pie, con las piernas separadas y la bragueta abierta, meando contra un árbol, tambaleándose un poco, primero hacia delante y luego hacia atrás, agarrado a su polla como si le sirviera para mantener el equilibrio, mientras contempla el chorro de orina. Es uno de los cazadores borrachos, sus amigos lo han dejado atrás. Dos voces allí donde antes habían sido tres. Error mío, al suponer que estaban todos juntos todavía. Hete aquí al tercero de ellos, justo en mi camino, echando una meada mientras el sol va ascendiendo paulatinamente. Dentro de nada asomará por el horizonte. Siento un pequeño acceso de rabia.
Estoy casi en su campo visual, de modo que me muevo con sigilo hasta salir del mismo. Me preocupa menos que me vea él que lo que antes me preocupaba el perro. Ese tío está como una cuba. Me pongo detrás de un pino y espero a que termine. La meada se eterniza. Me recuesto en el tronco y espero. Por fin se sacude las últimas gotas. Aguardo a que se guarde la polla dentro y se suba la bragueta y se largue, pero el tío permanece allí. Apoya la espalda en el árbol, pisando su propia orina, y empieza a meneársela.
Yo sigo esperando y esperando, porque el tipo está ebrio y tiene la polla tiesa pero no del todo, así que continúa bombeando, cada vez más fuerte, pero no hay manera de que se corra. Le pega dos tirones y se la mira como si no le hubiera fallado hasta entonces. Deduzco que desistirá y se la guardará en los pantalones, pero qué va. Le calculo unos diecinueve años, a lo sumo veinte. Podría estarse horas jugando con su herramienta. Decide cambiar de mano. Y yo pienso: «He aquí a mi enemigo. Estoy mirando cómo se masturba mi enemigo».
El sol está saliendo. Por encima del horizonte, el cielo se blanquea.
Mi enemigo. Podría decir que pienso en el obús que aterrizó sobre los tinglados de mi padre; la explosión lo dejó echando sangre cuando debería haber estado comiéndose el sándwich de carne que le llevó su hija, la cual yace ahora boca arriba sobre la hierba, arrancados de cuajo los brazos que transportaban el plato. Mi padre murió en el acto. Daniela tardó aún cinco horas, su cuerpo entero se sacudía en un larguísimo estertor. La expresión de su cara era la de alguien que ha cometido una equivocación, como el animal pillado en una trampa; lloraba sin emitir sonido alguno. Podría decir que pienso en todas esas cosas, pero no es así. Pienso en el sol y en el amanecer que ya casi termina. Miro al soldado que se pajea. Mi rifle lleva silenciador incorporado. Sus amigos estarán ya en el campamento, que dista un kilómetro. Apunto y aprieto el gatillo: nunca había sido tan fácil disparar.
En cuanto al soldado, muere con la polla en la mano. Yo podría haber esperado a que gozara por última vez, pero, para ser sincero, llevaba demasiado tiempo esperando.