15.

 

El bol que había visto a Anka sacar del kiln unos días atrás ahora es azul oscuro, el color del mar cuando el agua alcanza una determinada profundidad y el sol está alto, cuando navegas sobre rocas. Peces de diferentes tamaños nadan mordiéndose la cola unos a otros por el interior del bol, pálidos y delgados. Nunca había visto a Anka hacer nada parecido; el bol es muy diferente de las piezas gruesas y de vivos colores que elabora para las tiendas. Con su pequeña herramienta en la mano, Anka raspa cada pez y le va dando agallas, escamas. Un ojo. De vez en cuando tiene que soplar para eliminar el polvo que se acumula dentro del bol.

Observo en silencio. Cuando termina soy yo quien entra con el bol en la casa azul. Cartón y tela cubren las ventanas; los espejos están atravesados de cinta adhesiva. Los platos que solía haber en el aparador están guardados a buen recaudo. Encima de la mesa, el bol azul tiene de repente un aspecto inmensamente frágil.

Unas horas después le pregunto a Javor:

—¿Qué tal la familia?

—He ido allí esta mañana. El tejado necesita algunos arreglos. Ellos están bien.

—¿Cayó un obús?

—Metralla.

Le preocupa su madre, que debería haber ido al hospital del distrito para que la operaran. El de Gost es demasiado pequeño. La intervención estaba programada y luego se canceló en vista de que viajar era problemático. El padre de Javor es director de la estafeta de correos. Ya te lo había dicho. Lleva diez años o más en ese puesto. Yo le había visto por última vez hacía cinco semanas, en el funeral de mi padre. Había llevado Chivas Regal y pronunciado unas palabras en la iglesia; era la primera vez que lo veía allí, porque su familia suele asistir a la ortodoxa. Mi padre siempre decía que como jefe no había otro más decente que él. Mucha gente conseguía un buen puesto gracias a sus contactos. A mi padre le gustaba que su jefe hubiera pasado un tiempo en la planta, seleccionando correspondencia, como todos los demás.

Llevamos cinco semanas sin correo.

He traído una alondra y una paloma. Anka las ha cocido enteras, hay como una salsa oscura de sangre. Anka le dice a Javor que no vuelva a subir los precios del Zodijak nunca más.

—Eso díselo a Fabjan —contesta Javor—. A él le da igual. Dice que nosotros servimos rakija y cerveza, no leche infantil.

Yo había estado en el bar aquella misma mañana. Krešimir andaba por allí también. No me devolvió el gesto de saludo, como hace siempre a menos que alguien esté mirando. Cuando se despidió de Fabjan le dio la mano y una palmada en el hombro. Fabjan está convirtiéndose en un personaje importante del pueblo, así de simple. Krešimir se comporta con Javor igual que con Fabjan, pero alguna vez le he visto mirar a Javor con la misma altivez con que me mira a mí. Y Krešimir no para nunca por la casa azul. Que yo sepa, Anka va sola a visitar a su madre y su hermano. Puede que no tengan otra manera de mantener vivo el orden jerárquico. Fabjan, que apenas si se había molestado en levantar la vista al marcharse Krešimir, me pidió que le echara una mano con unas cajas que había que subir del sótano. Todos los bares de Gost están cerrados o a punto de cerrar, pero en el Zodijak no parece que se terminen las existencias de cerveza, vodka y brandy. Seguro que esto está relacionado con los soldados de la Guardia Nacional que veo allí por las noches. Fabjan procura que sus vasos nunca estén vacíos. Cuando se marchan les estrecha la mano a todos, y esta vez es él quien da palmaditas e intenta convencerlos para que se queden a tomar otra copa. La última, para el largo camino hasta el puesto de control.

Javor y Fabjan comparten la propiedad del Zodijak, pero es Fabjan quien toma las grandes decisiones y eso a Javor le parece bien. Hay dos cosas que odia: los conflictos y el trabajo duro. No es que sea holgazán, sino que nunca ha tenido que esforzarse demasiado. Su padre es un hombre muy influyente, y su socio es lo bastante ambicioso para los dos. De joven recorrió una línea recta entre el amor de su madre y el amor de su esposa. Javor no miente porque no necesita hacerlo. Nunca lo han traicionado; nunca le ha asustado nadie.

Sentados a la mesa, dejamos limpios de carne los huesos de pájaro, huecos y marfileños. Anka está más delgada, se han acentuado las sombras bajo sus pómulos, tiene la piel pálida a pesar de que estamos en verano. Aun con toda su robustez exterior, hay en ella una nueva delicadeza. Es más hermosa que antes. Limpia con el dedo índice un resto de salsa en su plato y se lo lleva a la boca. Hace una semana que no hay pan. Cenamos alondra y pájaro carpintero, como los reyes de antaño, como los parisinos que se alimentaron de carne de elefante, de aquellos Cástor y Pólux. El único placer que nos queda es comer; hablamos todo el rato de comida.

—Espárragos, saltimbocca de ternera —digo, describiendo la carta del restaurante de un hotel donde trabajé unas semanas—. Con mozzarella y jamón de Istria —el chef era italiano y además bueno, pero los pasillos del hotel donde se hallaba el restaurante apestaban a moho y a desinfectante: el enorme local cada vez estaba más vacío. Sin embargo, que apenas hubiera comensales no parecía importarle lo más mínimo: llevaba a cabo cada pedido como si estuviera cocinando para un duque—. Una vez, por compasión, le pasé un falso pedido. En el restaurante no había un alma y el gerente del hotel estaba dormido en su despacho junto a la recepción. Cogí el plato una vez preparado, me lo serví y me lo comí. Saltimbocca de ternera. Espárragos. Otro día cocinó risotto a la tinta de calamar para él y para mí, me dijo que era su plato estrella. Lo servían en muchos de los restaurantes donde he trabajado, pero nunca lo encontré tan sabroso.

Como ves, supimos agarrarnos la mar de bien a la mentira de la civilización.

—Tendrías que cortarte el pelo —le digo a Javor. El suave cepillo que adorna su cabeza se ha puesto lacio.

—Se lo vengo diciendo yo también —dice Anka—. ¿Y sabes qué me responde?

—Me lo dejo largo como gesto de protesta —dice Javor—. Cuando seamos libres iré a cortármelo. También iré al cine, comeré puto helado de maraschino y pediré una audiencia con el Papa de Roma.

Mientras escucho la lista de cosas que Javor nunca supo que deseaba, miro a mi alrededor. En lo alto del pasamanos está el sujetador de Anka, puesto a secar; la foto de sus abuelos sobre el tocador: la abuela con zapatos de hombre sucios de barro, un traje de novia, el cabello enmarcado por las puntas de una estrella, en el diván un gato gris haciendo ademán de tocar el aire con una pata.

—No te vayas —dice Anka cuando me levanto.

—Es tarde, tengo que irme.

—¿Adónde? Quédate —Javor me da con el puño, suave, en un brazo—. Está oscuro. Es peligroso.

—Tanto como quedarse aquí.

—Es verdad.

Los postigos bien cerrados para resguardarse de la noche, o quizá también del ojo negro de la mira de un rifle apostado allá arriba. Javor se levanta para apagar la solitaria lámpara que cuelga sobre la mesa antes de ir a abrir la puerta.

Regreso a casa despacio. Más allá de los campos, las casas de Gost se esconden en la oscuridad: ni una sola luz, ni un solo sonido, nada salvo el susurro y el olor de los árboles, ningún movimiento excepto un par de murciélagos abandonando sus perchas. Camino escuchando el sonido de mis pisadas. Imagino el arco que describe un obús disparado desde las colinas, la casa azul explotando a mi espalda: los esbeltos peces en los costados del bol, una estrella dorada y el gato gris volando por los aires.

 

Sostengo en alto el pedazo de espejo que utilizo para afeitarme y me paso una mano por la cabeza. Agarro las tijeras y corto el pelo a ciegas, con una hoja de afeitar elimino el resto. Toda la operación a la luz de una vela, son algo más de las tres, falta una hora y media para que amanezca. Meto los dedos en un bote de pintura y me paso dos de ellos por la nariz y los pómulos, primero un lado y luego el otro, y me acuerdo de Anka anoche pasando el dedo por su plato para rebañar lo que quedaba de salsa. Como en los viejos tiempos cuando íbamos por ahí antes de entrar en el cole: Anka, Krešimir y yo. Qué bien me lo pasaba en aquellas cacerías matutinas.

Apago la vela de un soplo. En la planta baja me encasqueto un gorro de lana, descuelgo el rifle del armero, el viejo calibre 7,62 que mi padre cuidó tan bien durante los años que estuve fuera. Salgo y Kos se yergue dentro de la caseta, para saludarme. Le rasco la coronilla con dos dedos prometiendo que le daré de comer tan pronto regrese. Hoy parto yo solo de cacería.

El aire es tibio y los grillos se han quedado mudos. Más tarde habrá niebla, lo que no viene mal. Respiro a pleno pulmón, noto cierta tensión en las tripas. Mis latidos son lentos y acompasados. Tengo la cabeza completamente despejada. Casi enseguida dejo la carretera y me meto por el campo largo, procurando ir pegado al seto; avanzando a buen ritmo subo en línea recta hasta que diviso el pinar. Las últimas filas de árboles dibujan una frontera no declarada entre los habitantes de Gost y los hombres de las colinas. Ellos no bajan más si nosotros no subimos más. El trecho de unos doscientos metros que hay antes del pinar es tierra de nadie.

Tardo cuarenta minutos, avanzando de árbol en árbol, en situarme a medio kilómetro del viejo búnker donde Krešimir y yo solíamos ir a jugar.

Han cambiado la posición del centinela; me cuesta unos minutos dar con él. Está despierto, y sin duda agotado, se tambalea a punto de dormirse. Para el centinela este es el peor momento de la guardia, a solas en un bosque oscuro, pensando nada más que en la hora que falta, luego media, después un cuarto..., el final del servicio ya a la vista. Veo que consulta su reloj, para lo cual enciende y apaga una linterna. Mi reloj, el que fue de mi padre y que he llevado puesto todas estas últimas semanas, lo he dejado en la mesita al lado de mi cama; en una mañana con tanta quietud como la de ahora, hasta el tictac del reloj podría delatarme. Es muy temprano y decido ir a espiar qué pasa en el campamento. Doy un rodeo para evitar al centinela y tiro cuesta arriba.

El olor que despiden: a ceniza y a resina de pino quemada, a tierra, a aliento nocturno, a lona y petróleo, y de fondo ese pestazo a sudor y amoníaco. Al dar el siguiente paso pongo el pie en una capa de tierra que cede a algo blando debajo. Retiro el peso apoyado, pero demasiado tarde. El efluvio asciende y se me mete hasta el fondo de la garganta. Intento no tomar aire. Además de las raciones, a los soldados se los obliga a tragar muchas cosas más, todo el tedio, la ira, la añoranza y la frustración inherentes a hacer lo que ellos hacen; el rancho les revuelve las tripas de mala manera, de ahí que su mierda apeste tanto.

Cuatro piezas de artillería. Me choca su tamaño. Aunque en su momento recibí instrucción sobre este mismo tipo de arma, mentalmente las veía grandes como obuses, cuando en realidad son mucho más pequeñas. El cañón me llega al hombro, las ruedas un poco más arriba de las rodillas, pero eso es todo. Hay munición para un mes y pico. Deben de ser unos veinte los hombres que duermen en sus tiendas.

Seguro que ninguno de ellos se imaginaba así la guerra, apostados en una colina, intentando acojonar a la población que vuelve del trabajo o va camino del colegio, matando gente a bombazos. Primero los asquea, poco a poco se van habituando y luego viene el aburrimiento, que es cuando empieza el rencor y llega la parte divertida. Lo comprobé durante la breve temporada que estuve trabajando en un matadero. Había tíos que las primeras semanas vomitaban por menos de nada, y un mes más tarde le enchufaban a un cerdo por el culo la pistola paralizadora o le rajaban el pescuezo a un cordero delante de la oveja. No todos, que conste, solo unos cuantos. Y puede que algunos de estos soldados hayan disfrutado desde el principio eso de pegar el ojo a la mira y decidir a quién se cargan hoy. Un tipo en una motocicleta. Una pareja saliendo de un bar. Una chica llevando un sándwich de carne a su padre, que está en un cobertizo al fondo del jardín.

El pestazo que echan. No lo soporto.

«¿Qué estás haciendo?» Me quedo quieto. La voz, alta y clara como cuando alguien habla en sueños, viene del interior de una de las tiendas. Hay ajetreo, oigo gruñidos, sonido de cuerpos en movimiento. «Follarme a tu madre.»

Silencio otra vez.

Es el momento de tomar una decisión. Puedo volver a donde el chico colina abajo, o esperar a su relevo. Después de pensarlo, decido esperar. El chico está de suerte. Quizá porque ha mirado su reloj y tal vez ese reloj se lo regaló su padre. O porque no tiene mucha pinta de estar aquí por su propia voluntad haciendo esta clase de trabajo: era más bien menudo y bastante joven, difícil decir hasta qué punto, a la luz de la linterna. Demasiado joven pero lo bastante mayor. Contando algo más que los minutos que aún faltan para terminar la guardia: contando las semanas y los días para volver a casa.

Cambio de opinión.

Empieza a posarse la niebla, que tal como me imaginaba cada vez es más densa. Encuentro al chico enseguida. Está sentado de espaldas a un árbol, una mano en el rifle vertical, la cabeza apoyada en el tronco, los ojos cerrados. Parece que está dormido, pero entonces abre los ojos y escudriña la niebla que lo rodea. Yo estoy a unos cien metros y sé que no me ha visto ni oído: está mirando si llega el soldado que va a sustituirlo. Quiere largarse cuanto antes de aquí, ahora que sigue con vida. El comandante debería poner centinelas por parejas, pero no quiere quedar mal ante los demás. En cuanto a mí, he intentado ser poco predecible. Pero a ese tío, cuyos ojos no dejan de moverse en la dirección de donde espera ver llegar a su compañero, bueno, digamos que sería una pena no decepcionarlo.

Avanzo hacia él. Setenta metros.

Inclina la cabeza como los perros, se vuelve hacia un lado y el otro. Luego bosteza, y aunque intenta abortar el bostezo me da tiempo a mí para aproximarme más. Sesenta metros. Tengo una buena línea de visión entre los árboles. Me encajo el rifle en el hombro y aplico el ojo a la mira. A la granulosa luz del nuevo amanecer lo veo escrutar la niebla con la mirada inexpresiva y de ojos muy abiertos de alguien que intenta mantenerse despierto. A lo lejos un susurro de hojarasca. Se pone en guardia. Ah, piensa, o vienen a relevarme o alguien se propone pegarme un tiro. Error tanto en lo uno como en lo otro. Son ciervos moviéndose por el bosque, pero la niebla amplifica el sonido y parece que estén más cerca. En cuanto a que alguien se proponga matarlo, yo ya estoy aquí.

Agarra su rifle con fuerza y va mirando a su alrededor. Hace ese gesto de entrecerrar los ojos y adelantar la barbilla típico de la gente miope. Se pasa la lengua por los labios y las comisuras de la boca. Transcurren varios minutos. Coloco diferentes partes de su anatomía en el centro de mi retículo: el ojo izquierdo, luego el derecho, la nariz (tendría que sonarse), la boca. Los ciervos se mueven. El hombre que tengo enfrente se derrumba, sus hombros y su pecho caen y su vientre se hunde, afloja el rifle, retrocede en cuclillas hasta apoyar la espalda en un árbol. Luego hace algo que jamás he visto hacer a un hombre hecho y derecho: se lleva el pulgar a la boca y chupa.

La niebla serpentea entre los árboles, el agua acumulada en las ramas se desprende en gotas que tienen una pauta de sonido. Dejo pasar los minutos. Estoy tan cerca de él que puedo oírlo respirar. Al cabo de unos diez minutos o así, sucede lo que he estado esperando. El soldado bosteza y esta vez no se reprime, va haciendo inspiraciones cortas con la boca cada vez más abierta. Tiene los ojos cerrados con fuerza y la cabeza le cae hacia atrás. No se molesta en taparse la boca.

Es el momento. Inspiro y expulso lentamente el aire. Una buena manera de morir, desde luego que sí.

Es menudo, tenía yo razón. Le quito la guerrera y la utilizo para vendarle la cabeza a fin de no dejar rastro de sangre, porque en la nuca tiene un agujero. Luego me lo cargo a los hombros sin demasiado esfuerzo. El cuerpo está tibio y flácido. Cuando llegamos al borde del barranco lo deposito en el suelo y le desenvuelvo la cabeza. La mandíbula le queda abierta. Se la cierro. Tiene un hoyuelo en el mentón y las pestañas largas y oscuras. La mandíbula se le abre de nuevo. Lo empujo barranco abajo. El cuerpo produce un golpe sordo al rebotar en una roca, un crujido al engancharse momentáneamente en las ramas de un árbol pequeño, y luego cae. Un chapoteo al sumergirse en la poza de nadar. Cae boca arriba y veo cómo él mismo se corrige poco a poco, girando despacio en la corriente. Recojo mi arma y la suya y vuelvo a casa.

Así están las cosas desde hace semanas. El primero de todos, claro está, el cazador ebrio. Ha habido otros. Tres, o quizá cuatro. Una de las veces me demoré y como ya amanecía tuve que atar el cadáver por los tobillos, subirlo a un árbol y esperar a que fuera más tarde para volver. Se le había soltado una parte del cráneo y los sesos habían resbalado hasta el suelo. Los tapé con tierra. Después pensé que el perro quizá los detectaría, pero eso no sucedió.

El número de desertores crece por toda la región; el comandante no deja que sus hombres inviertan demasiado tiempo en buscar a los que han desaparecido. ¿Sabe él acaso que están muertos? De todos modos, el perro se ha largado, porque no hay rastro de él ni se lo oye ladrar o gimotear. Quizá se marchó corriendo.

 

Septiembre, todo un día sin el chillido y el silbido de los obuses. Me gustaría decir que salimos de nuestras casas y que paseamos por las calles estrechando manos y contemplando el despejado cielo azul, pero no fue así. Un mes antes la Guardia Nacional cumplió su promesa e inició la ofensiva; habían estado esperando a que el gobierno les suministrara armas y munición. Durante meses la iglesia de Santa María sobrevivió a las bombas. La gente decía que era un milagro, pero yo, que lo había leído en un libro en la biblioteca municipal, sabía que los artilleros corrigen la puntería en función de torres de iglesia y otros hitos del paisaje. Cuando, ya en los últimos días, los soldados apostados en la colina nos rociaron de obuses, la iglesia de Santa María recibió varios impactos; esta vez apuntaban al templo, querían que nos acordásemos de ellos. Paso por allí el día que cesa el bombardeo y veo al capellán (había dado muestras de coraje en los últimos meses, encabezando funerales camino del cementerio): está retirando una gran cruz de plata, por aquello de la intemperie y los ladrones. En la calle, un perro subido a un tejado de poca altura ladra a las cabezas de los transeúntes. El olor a ladrillo chamuscado y a polvo se mezcla con la fragancia de las adelfas. Paso unos veinte minutos ayudando al cura a mover de sitio escombros y estatuas rotas y luego atravieso Gost como no lo había hecho durante semanas.

En días sucesivos aparecen avisos conmemorativos en postes de telégrafo y farolas de todo Gost, tal es así que los postes agitan papeles blancos como en días de feria; unos avisos son nuevos y de un blanco reluciente, otros están arrugados y sucios de agua, la tinta corrida. Algunas hojas de papel quedan en blanco, lavadas por la intemperie; anuncios de nuevos fallecimientos cubren los antiguos. Me detengo y leo. Jelena Rukavina. La vi, su propia casa le había aplastado la cara, una mejilla hundida y también parte del cráneo. Parecía ni más ni menos que una muñeca rota, como si la cabeza estuviese hueca por dentro. Joso Cacic[8]. Murió de quemaduras. El gas de una tubería. Quedó atrapado y no pudo escapar de las llamas. No conseguimos llegar a tiempo. Karlo Klanac no dejó de contar chistes mientras retirábamos los cascotes. Pero se murió. Risueño. Dicen los médicos que tiene que ver con una insuficiencia renal. Karlo Klanac se fue entre sonrisas y chistes malos. Bernarda Zorica. Metralla. Radmila Štimac. Metralla. Ivan Maras-Brico. Fui al colegio con él. Le volaron la cabeza. Al hermano de Miro, que estaba cogiendo patatas en su patio trasero, le cayó un obús encima. Imagina lo que puede ser eso. Su mujer, que estaba junto a la ventana, parpadeó un momento y él ya no estaba. ¡Paf! Antun Ratkovic[9] se estrelló con su coche volviendo a casa sin luces por el toque de queda.

Más tarde subo hasta el viejo búnker donde habían acampado los soldados. Rectángulos de hierba blanqueada, una vieja brocha de afeitar y un cepillo de dientes rosa, de plástico, con las cerdas torcidas; un encendedor con forma de barco de vapor, que ya no funciona; un cortaplumas con la hoja oxidada y el mango sucio de rocío, pero me lo guardo, y una billetera vacía a excepción de una foto de dos chicos mellizos de pelo oscuro. Un montón de desperdicios: latas vacías, cartones de tabaco, envoltorios de raciones. Y un pozo negro lleno de mierda.

 

La tercera semana de octubre llegan los hombres. El alcalde convoca en el gimnasio de la escuela a los que hemos servido en los voluntarios y nos da las gracias por nuestra valentía y dedicación. Se nos ha instruido en el manejo de armas de fuego, aunque todos nosotros aprendimos a disparar cuando éramos niños de teta. Básicamente nos hemos dedicado a retirar escombros tras un bombardeo, a llevar cadáveres al depósito. Hemos asistido a reuniones nocturnas. Ninguno de nosotros ha presenciado combates, eso quedó para la Guardia Nacional. El comandante de la Guardia Nacional preside el acto junto al alcalde y al final nos estrecha la mano a algunos. Luego agita el puño en alto y se oyen vítores, poca cosa.

Dos hombres de la nueva unidad flanquean al alcalde, que procede a presentarlos. (Quizás te suene uno de los nombres. Siete u ocho años después se habló de él con frecuencia en la prensa. Había una foto que salía muchas veces; se lo ve con un gorro alto de pieles y una chaqueta con brocados; supongo que se la hicieron en una boda. Por pura coincidencia, el otro día vi una foto de él en el periódico. Iban a trasladarlo a una prisión abierta por buen comportamiento, prueba de que el gobierno se tomó muy en serio su penitencia. Había sido condenado a quince años de cárcel, algo insuficiente, y aun así se molestaron en cambiarlo de penal. No insuficiente, en realidad, sino lo suficiente para que gente con secretos que ocultar se pusiera nerviosa. Estuve mirando la foto un buen rato: no había cambiado mucho, aunque ahora estaba calvo. Con ese aspecto podría pasar completamente desapercibido por la calle. Encontrarás la fotografía en la caja con los otros recortes de prensa.) Tiene el cabello corto, oscuro, entradas profundas que dibujan un pico de viuda muy pronunciado, nariz con la punta hendida, ojos grises y cejas pobladas, de un tono claro que no casa con el del pelo; viste ropa de faena, gorra de plato con la insignia del nuevo país y botas militares, y está de pie con las piernas separadas y las manos a la espalda, estilo miliciano. Su porte transmite la impresión de que nos encontramos ante un hombre decidido, que sabe muy bien lo que quiere, empezando por lo que va a desayunar. Su sonrisa deja ver una dentadura sorprendentemente pareja. En comparación, el alcalde, con su blazer de poliéster, se ve gris y como arrugado. El alcalde nos explica que estos hombres han venido de Zagreb para ofrecernos su ayuda. El de las cejas pálidas da un paso al frente y agita el puño en alto. Lanza un grito de guerra que tiene un punto de desafío, y esta vez la gente sí responde. Grita de nuevo y todos jaleamos a coro, una vez, dos, tres. A la tercera los hombres están ya enardecidos.

Los recién llegados dicen que están aquí para protegernos.

Después de la reunión unos cuantos nos dirigimos al Zodijak para tomar una copa. Fabjan está limpiando la máquina de millón. No hay señales de Javor, que últimamente aparece poco por el local. Imagino que Fabjan y él han decidido que es una situación incómoda, ya que el Zodijak sigue siendo el bar preferido de la Guardia Nacional. Rechazar el dinero que aportan sería de locos. «El negocio es el negocio», dice Fabjan. Así que Javor se encarga de ir a recoger suministros y de poner las cuentas al día. Le he visto sentado a la mesa de la cocina trabajando en los libros de contabilidad donde constan los beneficios del Zodijak.

Estamos allí bebiendo como una hora. Se habla de la reunión y de otras cosas. Alguien pregunta en voz alta quién cojones son esos mariquitas que se presentan aquí ahora que la fiesta ha terminado, pero se hace el silencio cuando entran cuatro de los mencionados: los dos que acabamos de ver en la reunión y otro par más. Fabjan va a saludarlos y les ofrece una copa por cuenta de la casa, siempre el negocio lo primero. Después de servirles toma asiento con ellos por invitación de los recién llegados. Desde la barra los veo reír y bromear entre trago y trago de cerveza. A Fabjan se lo ve muy a gusto: los está conquistando como conquista a todo el mundo.

Hacia las nueve ya estoy borracho. El bar empieza a vaciarse; los hombres vuelven a sus casas destrozadas, donde los esperan sus mujeres. Entran dos o tres clientes más, no hay mucha animación. Uno de ellos es un primo lejano de Javor, viene a tomar un trago porque beber es prácticamente lo único que se puede hacer aquí. Saluda con un gesto de cabeza a varios parroquianos, yo entre ellos, y se acoda en la barra encorvando la espalda. Fabjan, que sigue con los milicianos, ve al primo de Javor pero no se levanta para servirle. En cuanto al primo, no tiene ninguna prisa; se inclina sobre la barra y da golpecitos en el suelo con la puntera del zapato. Al cabo de un rato decide que ya ha esperado suficiente y que quiere ese trago, y gira en redondo para ver qué pasa. «¡Eh, Fabjan!» Fabjan hace caso omiso. El primo de Javor insiste. «¡Fabjan!» El aludido sigue sin responder, aunque es del todo imposible que no lo haya oído, en vista de lo cual el primo se cuadra y adelanta el mentón, como hace la gente cuando cree estar siendo insultada. Mira en derredor pero nadie se da por aludido. Estamos asistiendo a una demostración de fuerza y la mayoría preferiría no verse en el bando contrario a Fabjan. En situaciones así es crucial calcular bien el momento. Con que otro cliente hubiera pedido una copa, solo con eso, Fabjan habría podido ir a la barra, romper la barrera, pero el momento ha pasado. Y el motivo de ello tiene que ver con la presencia de los recién llegados.

El hombre del pico de viuda y las cejas claras se lleva el vaso a los labios y bebe despacio. Está observando, aunque su mirada no se detiene en nada en particular. Deja el vaso encima de la mesa, alcanza el cigarrillo que reposa en el cenicero, da una calada y vuelve a dejarlo allí, todo con la misma parsimonia. Luego pone las manos sobre la mesa y separa los dedos, como hace la gente en las películas.

Yo, por mi parte, estoy allí de pie y observo. La borrachera hace más lentas mis reacciones. A mí también se me ha pasado el momento, y tengo la sensación de que lo único que se puede hacer es esperar acontecimientos. Como todo el mundo, quiero saber si el primo de Javor pedirá a gritos por tercera vez que le sirvan, y en ese caso qué hará Fabjan. Pero el primo no es ningún primo. Maldice por lo bajo, se aparta de la barra impulsándose con ambas manos y se marcha. Por el cristal le veo hacer un gesto, casi para sí mismo, una sacudida de la mano, como si tuviera algo pegado en los dedos.

El hombre de cejas claras y pico de viuda fuma un poco más y pide otro Johnnie Walker. Fabjan va a la barra. El filtro del cigarrillo que el hombre que está a mi lado ha dejado en el cenicero se quema y produce un olor desagradable; al final se da cuenta y lo aplasta.

A la mañana siguiente no recuerdo absolutamente nada del episodio. Tengo otras muchas cosas en la cabeza. Necesito cazar, llevar algo de carne a la mesa. Hace demasiado tiempo que pasamos hambre. Por la tarde, cuando veo a Javor, el asunto de su primo me viene a la mente otra vez, pero está Anka y de pronto me doy cuenta de que no sé muy bien qué les voy a contar. No digo nada. Hablamos de la comida. Yo no digo nada. Es el mayor error que cometeré en mi vida.