Primero cavé un hoyo, en la parte de arriba del campo largo. Un metro de lado y metro y medio de hondo, por los zorros, que como bien sabes son implacables. Después ajusté la mira del 243. Tengo mi propio montaje al final del campo largo, con un banco y una diana, y en esta ocasión todo tenía que estar bien medido. Pasé allí una media hora, verificando la alineación de los hilos cruzados sobre la diana y ajustando la mira en pequeños incrementos. Coloqué el rifle en el lugar elegido y luego medí cien pasos e hice una señal en la hierba.
Levanté a Kos de las mantas donde llevaba echada los dos últimos días, junto a mi silla. Debió de dolerle, pero apenas si se quejó. Como no podía llevarla en brazos todo el camino, la deposité en una vieja carretilla que tenía en el patio, de esas que te da el ferrocarril, que es como yo había conseguido la mía. Hacía dieciocho años, cuando transformé la vieja cochiquera en una vivienda propia, la había utilizado para transportar sacos de cemento; fue en noviembre de aquel mismo año cuando encontré a Kos. En edad humana sería casi centenaria, así que en el fondo no estábamos haciendo más que adelantarnos un poco a los acontecimientos. Encerré a Zeka en casa, algo que nunca había hecho y que sin duda lo desconcertaría, pero era inevitable. Le di un pedazo de hígado frito que llevaba en el bolsillo y me puse en camino con Kos en la carretilla, primero por la calzada y después en brazos hasta la parte de arriba del campo. La coloqué donde yo quería y le di un pedazo del hígado frito. Kos levantó la cabeza para cogérmelo de la mano y lo mordisqueó, quién sabe si para complacerme, pues hacía mucho que había perdido el apetito.
Después de que Krešimir la atropellara, yo había llevado la perra a casa para examinarla. Tenía la cadera dislocada y, aunque lo intenté dos veces, no hubo manera de colocársela bien. Tuve que ponerle un bozal para que no me mordiera, furiosa de dolor como estaba. Tras mi segundo intento frustrado me quedé pensando, recostado en la pared, y luego le quité el bozal y le limpié los colgajos de espuma que tenía en las comisuras de la boca. Un tercer intento habría sido inútil: a su edad las probabilidades de curarse ya eran escasas.
Le planté un beso en la coronilla, me incorporé y fui hasta el lugar donde una hora antes había montado el rifle. Noté que empezaba a sudar, tenía las palmas de las manos húmedas. Me las sequé en el pantalón. No quería que Kos captara el olor de mi miedo, deseaba que muriera con la confianza puesta en mí. Mi padre había ejecutado a nuestros perros en el campo largo, con su escopeta, cuando no hubo más remedio. Él solo, con gran solemnidad, y jamás nos comentó nada al respecto. A veces, si era uno de sus favoritos, ya no volvía a pronunciar su nombre. Yo había meditado a fondo sobre las diversas maneras de matar a Kos, incluido asfixiarla. Ella se habría dejado tapar la cabeza con la almohada, no habría empezado a soltar coces hasta que el instinto la hubiese alertado, y habría muerto sabiéndose traicionada.
En cambio Kos estaba ahora tendida al sol, en un sitio que ella conocía. Yo la había colocado de espaldas, no para evitar que me viera, por supuesto —de todos modos era ciega—, sino para que no le fuera tan fácil olfatear mi miedo y también porque de ese modo quedaba a la vista la parte superior de su cabeza, que Kos levantó apenas un instante cuando me alejé. Se hallaba a la escucha, pendiente de que yo volviese a por ella. Los sonidos del rifle —la bala entrando en la recámara, el cerrojo en su recorrido, el clic del fiador al quitarlo— eran familiares para ella, incluso es posible que le trajeran a la memoria alguna cacería; si iba a ser lo último que oyera, por mí bien.
Estaba echada de costado, una oreja al viento, y la cruz del retículo reposaba en el centro de su cráneo. Me temblaban las manos, menos mal que había montado el arma sobre un trípode. Había previsto asimismo poner el silenciador. Era el momento de disparar. Quité el fiador con el dedo gordo, inspiré, expulsé el aire despacio, apreté el gatillo y le metí a Kos una bala en la cabeza. Después la enterré en el hoyo que había cavado junto al pinar. Volví a la casa y dejé salir a Zeka. Giró un par de veces en el patio, el hocico en alto, olfateando, y volvió a entrar. Yo agarré una silla y me senté a la mesa. Por primera vez en muchos años no sabía qué hacer.
Puede que pasaran unos quince o veinte minutos. No lo sé, la verdad. Llamaron a la puerta. Me incorporé, me froté la cara y fui a abrir. Era Grace. Estaba en la calle, a cierta distancia de la puerta. Me tendió una mano con la palma hacia arriba, en la cual había un trocito de hilo trenzado. Los acontecimientos del día, Kos, mi cerebro no funcionaba.
—¿Qué pasa? ¿Qué quieres?
Grace sonrió, quizá un tanto insegura porque yo había hablado en un tono más áspero que nunca. Levantó un poquito más la mano.
—¿Qué es? —volví a preguntar, en un tono diferente.
—Una pulsera de la amistad. La he hecho para ti. En agradecimiento por que me ayudaras con la fuente.
Se la cogí de la mano.
—Muchas gracias —dije. Tenía ganas de que se marchara.
—¿Puedo pasar?
—Hoy no —respondí—. Estoy ocupado.
La sonrisa le flaqueó.
—Te agradezco este... —dije. No estaba seguro de qué era. Sin darme tiempo a cerrar la puerta, Zeka se había asomado y empezó a restregar el hocico en la mano de Grace, exigiendo unas caricias.
—Puedo llevarme a los perros de paseo, si te sirve de algo. ¿Y Kos, dónde anda? —miró hacia el interior de la casa y se puso a llamarla.
—Kos ya no está.
—¿Qué quiere decir que ya no está?
—Ha muerto.
Grace me miró como si la hubiera abofeteado.
—¿Kos ha muerto? Pero ¿cómo? ¿Qué ha pasado? —a cada frase sus ojos estaban más brillantes.
—Fue un accidente. Un coche.
—Pobre Kos. Duro, cuánto lo siento.
Sin previo aviso, Grace se adelantó y me echó los brazos, un abrazo extraño puesto que yo estaba sobre el escalón del umbral y ella unos cuantos centímetros más abajo, de modo que tenía los brazos en torno a mi cintura y la oreja pegada a mi pecho. Estuvimos así varios segundos. Yo no sabía qué hacer, lo que deseaba era estar solo. Le di una palmadita en el hombro, creo. Grace sorbió por la nariz y se apartó. Se enjugó una lágrima con el dorso de la mano.
—Gracias, Grace —dije—, te agradezco mucho esto —mostré la cinta de colores. Luego me metí dentro y le cerré la puerta en las narices.
Al día siguiente me levanté muy temprano. Hice café y luego mi gimnasia, añadiendo diez veces a cada ejercicio. Me sentía agotado y pesado. Llevé a Zeka de paseo por el monte. Los perros tardan más que los humanos en darse cuenta de la muerte; naturalmente Zeka no sabía que Kos había muerto, solo sabía que no estaba y se había aprovechado de ello ocupando los mejores sitios donde echarse en el patio y en la casa. Pero mientras caminábamos se me hizo evidente que el perro empezaba a echar de menos a Kos. Siempre habían actuado y pensado como una pareja, ya fuese corriendo, rastreando u hocicando. Zeka estaba acostumbrado a tomar la delantera en parajes desconocidos y a seguirla a ella en los conocidos. Salió brincando de la casa y otro tanto hizo cuando entramos en el campo largo, aunque luego perdió el ritmo. En un par de ocasiones echó a correr al olfatear algo, pero luego se le pasaron las ganas. A cada momento volvía a buscarme; al final había acabado rindiéndose y correteaba a mi lado en silencio.
Si una cosa sé, es que siempre he sido capaz de concentrarme en el trabajo, de modo que cuando consideré que no era demasiado temprano me dirigí a la casa azul. Al doblar la curva desde la que se ve ya la casa, me detuve. Estaba orgulloso de mi trabajo: los canalones limpios, las tejas rotas del tejado cambiadas; todo, la carpintería, ventanas y puertas, pintado en su tono original, el árbol muerto retirado, la mampostería de la fachada debidamente encalada. Y por supuesto allí estaba, restaurado, el mosaico del pájaro. La primera vez que lo vi, muchos años atrás, apenas le hice caso. Me pareció simplemente un pájaro, capricho de Anka, quizá una manera de hacer la casa más suya, lo mismo que con la fuente. Ahora me parecía más vivo y más espléndido que nunca: daba casi la impresión de que echaría a volar como un ser mítico salido de las páginas de un libro infantil, un ave que cobra vida para sobrevolar los montes y las casas, exhalando fuego sobre los vecinos.
Encontré a Grace lavando las cosas del desayuno. Al verme, dejó lo que estaba haciendo y vino a darme un abrazo. Yo me senté a la mesa con el café que me preparó, respondí a sus preguntas e intenté evitar sus encharcados ojos. Le hablé en cambio de mis planes para aquel día: podar los árboles de la parte delantera y el seto de espino de la parte de atrás, para lo cual había llevado conmigo la motosierra. Había que cortar algunas ramas bastante grandes. Eché un vistazo alrededor. Apenas había tocado nada del interior de la casa, aunque sí había arreglado el tejado para que la mancha de la pared no fuera a más. Me ocuparía de ello más tarde, o al día siguiente. En cuanto al resto, Laura proponía deshacerse del revestimiento de madera de pino y arrancar las baldosas del suelo, y había hablado de rehacer totalmente la cocina. Eso solo en la planta baja. Pero yo no tenía ninguna prisa; la casa azul estaba como yo la conocía de siempre y como a mí me gustaba, ya me ocuparía yo de que no hubiera más reformas, sobre todo si comenzábamos nuevos proyectos. Lo demás quedaría aparcado.
Entró Matthew, como siempre con cara de sueño, y fue a la nevera a paso de sonámbulo. Sacó un envase de leche y bebió a morro. Luego se sentó pesadamente a la mesa, enfrente de mí y de espaldas a Grace. Ella, cuando pensó que yo no miraba, le atizó un puntapié. Matthew levantó la vista, confuso, miró primero a Grace y luego a mí. Dejó el envase en la mesa y dijo:
—¡Joder, tío! Siento lo de tu perro. Qué pasada.
—Gracias, Matthew —dije.
Con el rabillo del ojo vi a Laura en la puerta de atrás. Dudó un momento y luego se alejó.
—Pues sí —continuó Matthew—, como te decía, cuando Grace nos contó que... —perdió el hilo—. ¿Cómo era que se llamaba?
—Kos —respondí.
Matthew se inclinó sobre la mesa y me dio una fuerte palmada en el hombro. Fue un detalle por su parte, tratándose de alguien que solo pensaba en sí mismo. Volvió a sentarse, meneando la cabeza como si le afectara la tragedia.
Más tarde, con Laura, hablamos de la altura del seto y de las ramas de los árboles que yo tenía pensado podar. Poco después de apartarse de la puerta de atrás, había entrado por fin en la casa y su comportamiento había sido más o menos como el de ahora. Gesticulaba con las manos, su sonrisa era radiante y no paraba de mirarme. Durante el almuerzo la ayudé a abrir un tarro de encurtidos, cosa que Laura me agradeció un número excesivo de veces. Luego me fue ofreciendo por separado todo lo que había sobre la mesa, como si estuviera nerviosa, no de que yo pudiera quedarme con hambre sino de dejar un vacío en nuestra conversación, una brecha en la que pudiera colarse alguna otra cosa. No es que me importara demasiado, la verdad. Que Kos estuviera muerta era un hecho, nada podía cambiarlo. Incluso podría haber llegado a pensar que Laura procuraba no herir mis sentimientos, de no ser por el modo en que evitaba mis ojos como si el dolor fuera una enfermedad de la que podía contagiarse.
Más tarde subí al monte con Zeka, estuve allí demasiado tiempo y cuando bajé era ya casi de noche, acababa de dejar atrás los últimos árboles, no lejos del lugar desde el que había divisado el coche de Laura a su llegada a Gost. Un poquito más adelante queda ya a la vista la casa azul, y cuando la tuve a mi alcance me pareció distinguir la silueta de un hombre en la parte de atrás, al pie del nogal y más allá del seto de espino que yo había podado por la mañana. Tengo buena vista incluso con poca luz, como he dicho ya muchas veces, pero era tarde y casi noche cerrada. No podía estar seguro. Me detuve, esperé y observé, aguardando a que hubiera algún movimiento, y eso fue lo que ocurrió. Había alguien allí, en efecto, y acababa de encender un cigarrillo: primero sacó la cajetilla del bolsillo de su chaqueta, cogió uno, se lo puso entre los labios y luego lo encendió. Yo apenas si le vi el perfil y la mancha blanca de la cara, iluminados por la llama al prender. Llevaba una chaqueta de color claro y unos pantalones o tejanos oscuros y estaba allí fumando y mirando hacia la parte de atrás de la casa, la cocina donde yo suponía que los ingleses estarían cenando. En el piso de arriba se encendió una luz y el hombre levantó la cabeza hacia la ventana. Luego la luz se apagó y él volvió a vigilar la cocina. Estaba con las piernas separadas y una mano en el bolsillo, como podría haber hecho cualquiera en la esquina de una calle de cualquier ciudad del mundo, llevándose sin prisa el cigarrillo a los labios y bajándolo otra vez, mirando a los transeúntes como si estuviera en su perfecto derecho, sin molestarse siquiera en mirar hacia los lados o a su espalda. Casi podía haber estado esperando el momento propicio para ir a llamar a la puerta; quizá cuando hubiera terminado de fumar. Al menos podría haber sido así, de no ser por el hecho de que estaba detrás de un seto en la parte posterior de una casa, y no delante. Era interesante el modo en que se había situado: medio escondido pero como dando a entender que le daba igual que lo vieran.
Desde donde yo estaba no podía ver si había algún coche aparcado cerca de allí. Di un ligero rodeo a fin de acercarme por detrás. La cuestión es que lo había reconocido más o menos al momento, en todo caso al encender él un cigarrillo. En ese instante le vi tirar la colilla de un capirotazo que no pudo resultarme más familiar. No era Krešimir, a quien habría reconocido también por su estatura y la pequeña curva de sus hombros. Era un hombre más fornido y corpulento, y además fumador, chaqueta clara y tejanos. La chaqueta era de ante color mantequilla y el coche, dondequiera que lo hubiese dejado, sería un BMW. Porque el hombre que estaba allí de pie era Fabjan.
A una distancia de cien metros ordené a Zeka en silencio que se echara y no se moviera de allí. A una distancia de cincuenta metros me detuve y esperé. Fabjan no me había oído pero, como he dicho, daba la sensación de que le importaba un comino que lo vieran, incluso me atrevería a decir que casi parecía que lo deseaba, al menos en lo que se refiere a los ocupantes de la casa. Encendió otro cigarrillo y yo seguí observando. Cuando hubo terminado de fumárselo, lanzó la colilla con el pulgar y el índice, y la colilla sobrevoló el seto cual malévola luciérnaga amarilla para aterrizar en el patio trasero de la casa azul. En total se fumó tres cigarrillos. Sin volverse en ningún momento. Después del último, rodeó la casa por donde está la escalera de mano. Al cabo de un rato oí un motor de coche, y unos segundos más tarde aparecían los faros y el BMW se alejaba de allí.
Llamé a Zeka y subí hasta el seto de espino, el lugar donde había estado Fabjan y donde, al otro lado del seto, la hierba apelmazada mostraba la roja punta de un ascua. Estuve como un minuto donde él había estado, observando a Laura, Grace y Matthew sentados a la mesa con los restos de una cena: una nueva Laura, con el cabello más corto y oscuro, flequillo, la piel bronceada, un jersey sobre los hombros, jugueteando con la cera que derramaba una vela y cuya llama iluminaba su perfil.
Hace dieciséis años tuvimos que apañarnos con luz de velas durante meses. Después, cuando todo terminó y pudimos encender la luz eléctrica, unos ya estábamos acostumbrados a la penumbra, mientras que otros desdeñaban todo lo que tuviera menos de cien vatios. He oído decir que en el hotel los turistas se quejan de la iluminación de las habitaciones y del vestíbulo, pero sobre todo de la del restaurante. Dicen que es demasiado fuerte, les gustaría más eso que se llama luz ambiental. Los turistas no podrían entenderlo y nadie quiere dar explicaciones, de modo que les cuentan que aquí a la gente le gusta ver bien lo que come.
Unos empiezan a volver a Gost, otros se marchan. La madre de Javor viaja al norte del país para operarse. Javor la acompaña al autobús, que está hasta los topes. La familia que llevaba la panadería coge el portante y se va del pueblo. La tienda está cerrada, y tapiada la ventanilla desde la que despachaban devrek y pastel de carne. El pan de ayer todavía sigue en los estantes de la trastienda. Pronto ya no es el pan del día anterior sino pan de tres días o de una semana. Sin explicaciones de ninguna clase, sin una nota en la puerta, solo un viejo aviso en descolorido rotulador negro pidiendo a los clientes que hagan sus pedidos para el día siguiente a las diez. Alguien tacha la palabra hleb y escribe kruh. Ambas palabras significan lo mismo, «pan», pero hay quien utiliza una y hay quien utiliza la otra. Los que empiezan a marcharse son los hlebs. Ahora hay una sola panadería en el pueblo. Es un inconveniente para todo el mundo, pero a la vez es así como queremos que sea. En la tienda clausurada el pan se vuelve azul detrás del mostrador. Como todo el mundo, conozco a la familia, a las dos hijas: la mongólica a quien los chavales solían seguir e incordiar al salir del colegio, y el putón del jersey de angora. Mi padre y el de ellas siempre estaban prestándose cosas, y yo había estado a menudo en su casa. Aparte de eso, el padre había sido monitor de kárate en el club deportivo, y yo estuve yendo una temporada porque mi padre pensó que eso me iría bien. En la sala tenían una alfombra redonda de tonos rojo oscuro y dibujos estilo persa. La recuerdo bien porque solía sentarme en ella con la vista fija en mis pies y en el dibujo, por el engorro que me causaba la presencia de la mongólica, mientras la pelirroja de su madre me ofrecía pastas del día anterior traídas de la tienda y el padre iba a buscar lo que fuese que hubiera de dar o devolver ese día.
Es por eso por lo que cuando me cruzo en la calle con un hombre y una mujer, a los que también conozco, que llevan sobre los hombros precisamente aquella alfombra, sé muy bien de dónde ha salido. El hombre pasa de largo y me saluda briosamente con la cabeza, pero no dice nada y se me queda mirando un instante más de lo que haría uno normalmente. Detrás de él, su esposa, que todavía va en zapatillas (son de esas con un poquito de tacón), se tambalea bajo el peso de la alfombra. Me dedica una sonrisa avergonzada, baja la cabeza y se aleja a toda prisa. La osadía del marido no se me va de la mente durante un buen rato. Una pareja de ladrones de mediana edad desafiándome a darles el alto.
La puerta de la casa donde vivían está abierta, hay una ventana rota en la planta baja. La televisión ya no está, y tampoco la alfombra, claro. En semanas sucesivas el resto de las pertenencias de la familia va a parar a casas de vecinos y antiguos amigos. Reconozco sus cortinas adornando ahora la vivienda del ayudante del entrenador de kárate, dos calles más allá. Alguien ha bajado un colchón de una de las habitaciones de arriba y finalmente lo abandona en un portal. Alguien más le prende fuego. Una pegajosa cagarruta aparece sobre el chamuscado relleno. Gatos callejeros se mudan a la casa y ocupan el lugar del minino de la familia: los machos lo hacen picadillo.
Reunión en el Centro de Gestión de Crisis unos meses después, o así nos lo parece, de que la parte que más nos atañe del conflicto haya terminado. Los que estábamos en los voluntarios nos personamos en la oficina del alcalde, donde se nos dice que ya no somos necesarios, de modo que nos vamos otra vez. Han invitado a Fabjan, compruebo al cruzarme con él a la salida. Están también allí el tipo de las cejas claras y su séquito. Voy camino del Zodijak cuando veo aparecer a siete u ocho de esos individuos, ya te he hablado de ellos, los que hacen el ganso con sus motocicletas en el aparcamiento de detrás del supermercado y suelen jugar al millón en la máquina del Zodijak. Son un poco como nosotros años atrás, aunque Andro, Goran, Miro y yo ya hemos cumplido los treinta. Estos son diez años más jóvenes. Admiran a Fabjan. La reunión dura tres horas; lo sé porque aunque tengo otras cosas que hacer, me quedo todo ese rato en el bar y aún estoy allí cuando Fabjan entra y se mete directamente en la trastienda. Pocos minutos después aparecen los del millón, solo que esta vez no se congregan alrededor de la máquina con las manos en los bolsillos, turnándose para jugar, comparando puntuaciones, tomando cerveza. No, esta vez van derechos a la barra, donde algunos se plantan de espaldas a ella, mirando hacia la calle con gestos de renovado aplomo. Y cuando Fabjan sale de la trastienda sirve bebidas para todos ellos. En días sucesivos me los encuentro a menudo en el Zodijak. De repente corre el dinero.
La Guardia Nacional se marcha. Los chicos del Zodijak toman posiciones en los puestos de control. Hay uno en la carretera que sale de Gost y pasa por delante de mi casa. Nunca se molestan en comprobar mis papeles, me dejan pasar siempre. Javor deja de aparecer por el pueblo, ni siquiera las pocas veces que lo hacía antes.
Transcurren los días sin muchos cambios. En los tejados de todo Gost el rojo de las tejas nuevas destaca entre las viejas y descoloridas. Vuelve a haber correo, cartas de familiares en la ciudad o en el extranjero, algunas con dinero dentro. No hay nuevos avisos de fallecimientos, salvo de gente muy anciana, cuyos corazones no han podido soportar el conflicto.
Empieza oficialmente la temporada de caza del jabalí. Por lo general eso significa visitantes, hombres de la ciudad, en grupo, que suelen quedarse todo el fin de semana. No ocurre así este año. Uno de esos días de octubre Anka y yo vamos al monte. Estamos solos. Conversando de camino al pinar, ella frunce el entrecejo y habla midiendo mucho las palabras como si le preocupara el efecto que puedan tener, como si esto, lo que sea que la tiene asustada y que ahora mismo es de humo y de polvo, pudiera cristalizar y compactarse por el hecho de ser verbalizado, pudiera convertirse en algo real, como la enfermedad o la defunción anunciadas por el médico. No habrá vuelta atrás. Anka elige con cuidado sus frases: «es solo cuestión de tiempo», «de momento» o «cuando las cosas vuelvan a la normalidad». En Gost mucha gente habla así, eso cuando se deciden a comentar lo que ocurre, pero Anka lo hace porque tiene miedo de que Javor y ella puedan verse obligados a marcharse, como el panadero y sus hijas, y no quiere irse de Gost porque, como todos nosotros, como Javor, este pueblo y estas colinas, el barranco y el pinar son todo lo que conoce en el mundo.
Más tarde, a solas en mi cama, pienso en el primo de Javor, el que entró aquel día en el Zodijak. Han pasado ya varias semanas. Pienso en el letrero en la puerta de la panadería, el hleb tachado y sustituido por kruh en grueso rotulador negro, y en cómo la palabra kruh, escrita de ese modo, adquiere el peso de una obscenidad. Pienso en el matrimonio ladrón y la alfombra del panadero, en cómo me miró el hombre retándome a pararle los pies por ladrón. No sé qué significado tiene todo esto. Pienso en los dibujos de la alfombra redonda en casa del panadero y en cómo los miraba yo sentado en aquel salón —primero destacaba el negro, después el rojo, las formas aparecían para desaparecer de nuevo—, y en cómo (si te quedabas mirando el tiempo suficiente) las líneas y los puntos parecían brillar y disolverse. Los dibujos conocidos palidecían dando paso a dibujos nuevos donde antes no los había, y en un abrir y cerrar de ojos estos desaparecían también.
Aquella tarde, durante tres horas, nos olvidamos de ello cazando juntos por primera vez desde que éramos críos. El aire es cálido, los árboles están cargados de fruta. Llevamos a Kos, que casi inmediatamente olfatea algo. Al llegar a los árboles ya hemos parado de hablar, no solo para dejar que la perra tome un rumbo sino porque la conversación, tan salpicada de escollos y arenas movedizas, nos mete a los dos el miedo en el cuerpo. Dejamos, pues, que Kos tome la iniciativa.
Anka lleva el más pequeño de los dos rifles; yo, el que unos meses atrás utilizaba para cazar soldados del Ejército Nacional. Anka está rodilla en tierra y yo de pie a su lado. Kos nos ha conducido hasta un grupo de solteros, no más de diez ejemplares. Están jugando, ensayan embestidas, intentan trabarse con las cuernas. Dentro de unos años pelearán por la manada, y a veces por sus vidas también. Recuerdo que en una ocasión, yendo de cacería con mi padre y unos amigos suyos, nos topamos con un macho grande que arrastraba el cadáver de otro, casi tan grande como él. Sus cuernas se habían trabado durante una pelea y el ciervo muerto tenía el pescuezo torcido y roto: su adversario, incapaz de desengancharse, se enfrentaba a su propia muerte. Lo vimos empujar, arrastrar y tirar de aquel cuerpo sin vida hasta que se quedó parado, entre extenuado y perplejo. Casi debió de agradecer la bala que alguien de nuestra batida (puede que fuera incluso mi padre) le disparó.
Hay un vareto; su cornamenta es poca cosa: las ramas poco desarrolladas, un par de puntas en cada una, medio metro la más larga, suficiente para causar un daño no definitivo. Nos va a ser más útil a nosotros que a su grupo. Observo atentamente al varetón y, cuando bajo un momento la vista, advierto que Anka está haciendo lo mismo, esperar a que se ponga a tiro. Muy despacio, apoya la culata en su hombro, espera un minuto más, cierra el ojo derecho (recuerdo bien esa pequeña peculiaridad suya) y dispara. Conserva su buena puntería, y fugazmente me pregunto qué habría pasado si Anka hubiera sido chico. ¿El preferido de Vinka habría seguido siendo Krešimir?
Desollamos el venado allí mismo. Anka me echa una mano para tirar de la soga con que izamos el cadáver, que pesa casi tanto como ella. Sin la menor indecisión, saca su cuchillo y de un tajo abre al animal desde el esternón hasta el vientre. Anka goza del trabajo físico, de la libertad tras tantos meses de confinamiento. Se enjuga la frente con el dorso de una mano y le queda una leve mancha de sangre encima de una ceja. Sonríe. Yo entierro las tripas y envuelvo el corazón y el hígado para Kos, corto la soga para que caiga el venado y me lo echo sobre los hombros. Empezamos a bajar los tres.
Anka va cantando.
Desde la casa azul me dirijo a casa de mi madre con un anca del venado. Hoy toca comer. Mi madre se pone contenta y empieza a rebuscar en la alacena algo con que acompañar la carne. «Mañana —le digo mientras le doy un beso—. Mañana todos aquí para cenar. Tú, yo, Danica, Luka». Ella apoya una mano en cada una de mis mejillas y me planta un beso en la frente. No soy alto, pero me siento alto a su lado; mi madre siempre fue menuda, y ahora que no está mi padre lo parece más todavía. Las manos le huelen a rosa y al partir me llevo esa fragancia conmigo, en las ventanas de mi nariz, en la piel de mi cara. Decido ir hasta el pueblo. Tuerzo a la derecha y cuando estoy cruzando el puente veo a un hombre al que reconozco, un antiguo compañero de trabajo de mi padre. Le recuerdo de mis visitas a la estafeta de correos y también del funeral. Es fornido, de brazos musculosos, y se balancea al andar como todos los patizambos. Viene de Gost caminando bastante deprisa, con un ligero bamboleo que podría deberse a sus piernas o a que ha estado empinando el codo, porque observo que va dejando una estela de cartas. Lo extraño es que él no parece darse cuenta, o quizá le da lo mismo. Va caminando con la cabeza echada hacia atrás, los brazos cargados de fajos de cartas, los bolsillos atiborrados de cartas, el del pantalón y también los de la chaqueta de su uniforme de cartero. A cada momento se le cae una carta, o varias, que se suman a esa estela que va dejando a su paso.
—Hoi —grito desde el otro lado de la calzada—. ¡Señor Buneta! —pues así se llama.
Corro y empiezo a recoger las cartas del suelo. ¿Qué hace?, ¿dónde tiene la cabeza? Se habrá vuelto loco. Retrocedo cien o quizá doscientos metros, corriendo y recogiendo las cartas. Pero él no parece apercibirse de mis desvelos, desde luego no me lo agradece tampoco, ni siquiera aminora el paso para que yo pueda devolvérselas. Tengo que recoger del suelo como una veintena de cartas y, aunque soy treinta años más joven que él, con tanto parar y agacharme la distancia entre nosotros crece. Entre una carta y otra, aprieto el paso para no rezagarme y examino las que tengo en la mano. Son cartas para gente de Gost, veo sus nombres y direcciones, el matasellos, correspondencia lista para su entrega. Sin embargo, no creo que ese hombre piense que las está entregando. Hay algunas para personas que conozco: el panadero ya no vive en su casa, no tiene sentido dejar la carta en su buzón; y luego Javor. Javor y el panadero. No puede tratarse de una coincidencia.
Me echo a correr para darle alcance. Grito otra vez «¡Hoi!», agitando las cartas con el brazo en alto. Esta vez se detiene. Cuando llego a su altura veo que el hombre está llorando, mejor dicho, berreando como un niño: un niño grandote, patizambo, rubicundo. Deja caer todas las cartas, aprieta los puños y pone los brazos rígidos a los costados. Sorbe por la nariz, solloza, habla entrecortadamente. Lo que saco en claro es esto: los hombres que llegaron a Gost hace unos días se han llevado al director de la estafeta, que es el padre de Javor. Buneta lo ha visto con sus propios ojos, cosa que ilustra llevándose un dedo a uno de ellos, enrojecido y húmedo. Ha visto cómo lo metían en una furgoneta gris, dentro de la cual había ya otros hombres: el dueño de un restaurante, el director del hospital, el tipo que regentaba las ferreterías. Él vio lo que pasaba, y cuando aquellos hombres quisieron ver los archivos de la estafeta para conseguir la dirección de los otros nombres que tenían en lista, a él se le ocurrió llevarse las cartas e impedir así que los encontraran. Su plan, hasta el momento, consiste en llevarse a casa tantas cartas como pueda y una vez allí quemarlas.
Todos los destinatarios son personas que van a la iglesia ortodoxa; el nombre del sacerdote consta en una de las cartas. Personas que para decir «pan» dicen hleb. Me agacho y recojo del suelo tantas cartas como puedo. Me las meto a la fuerza en los bolsillos, y cuando los tengo todos llenos recojo más y las tiro al río desde el pretil del puente. El hombre me ha contagiado su locura; cuando doy media vuelta lo veo alejarse despacio con el aire de un niño pequeño que se hubiera extraviado.
Y entonces empiezo a correr. Corro. Hacia la casa azul.
Sacudí la cabeza. Me aparté de la ventana. Era ya de noche y tenía en el estómago el nudo de un mal presentimiento. Lo había sentido durante todo el verano, pero en ese momento, al ver a Fabjan en la penumbra delante de la casa azul, pensé: «Ya es una realidad, las cosas están cambiando». No soy religioso, pero tuve la sensación de que Laura nos había sido enviada por algún motivo. No digo que fuera el caso, sino que así me lo pareció entonces, esa noche en particular, estando en el lugar exacto donde antes había visto a Fabjan. Me llegó el olor a hierba chamuscada por su cigarrillo.