18.

 

Éramos ladronzuelos, contrabandistas, estraperlistas. Teníamos destilerías ilegales, cazábamos fuera de temporada porque podíamos. Detestábamos pagar impuestos, hacíamos trapicheos y aceptábamos dinero siempre que era posible; éramos el tipo de gente que ningún gobierno quiere: cabezotas, tercos, tan difíciles de controlar como una jaula de grillos. Resultó que éramos la clase de gente que roba en las casas de los que han huido, cosa que hacíamos. Sin la menor vergüenza.

Veo a la mujer de Goran por la calle: lleva un abrigo largo de piel que nunca le había visto. Bicicletas para los dos chicos de Andro, una mecedora que antes no estaba allí en la galería de delante. Miro va al volante de un coche diferente, sé que no es suyo porque conozco el coche. Él simplemente se encoge de hombros como diciendo ¿qué más da? Si vuelven les devolverá el coche, eso por descontado, pero para que esté muerto de asco delante de la casa o se lo lleve otro... Miro ya no se molesta en vender esos vídeos guarros con los que sacaba unas perras. Tiene la casa repleta de cosas de segunda mano para vender, desde relojes de cocina hasta candelabros.

Sí, señor, somos ladronzuelos, contrabandistas, estraperlistas, fabricamos licor ilegal, evadimos impuestos, hacemos chanchullos en la contabilidad de nuestros negocios y traficamos con porno, y cuando nuestros vecinos abandonan sus casas, les robamos todo lo que podemos.

No somos asesinos, eso que quede claro. Odiamos que nos gobiernen, somos rebeldes, testarudos, nos gobernamos solos y lo único que nos gobierna es el tiempo, el paso de las estaciones, la tierra.

Por eso nos envían lo que no tenemos.

Llegan y se encuentran con un hatajo de pillos de poca monta y de chavales que se dedican a dar vueltas en sus motos en el aparcamiento del supermercado: bigotes de pelo escaso y endeble, uñas mordidas y cicatrices de acné; chicos enamorados de su polla, chicos que se creen hombres.

Pronto hay una lista de nombres sacados del archivo de la estafeta de correos. Ciertas personas son obligadas a presentarse en el Centro de Gestión de Crisis. Se producen arrestos, las nuevas autoridades insisten en que se trata de detenciones por motivos de seguridad. Dos alumnos delatan a su profesor, que les había puesto mala nota. Un agricultor, loco de celos desde hace diez años, se venga del examante de su esposa. Cualquier rencilla se toma en consideración. La codicia florece. Hay gente que denuncia por lo bajini a sus vecinos con la vista puesta en aquel diván, aquel congelador (y en aquel televisor, cómo no). Otros dan nombres a cambio de dinero en efectivo. «Mi papá está escondido en el desván», les dice un niño a los hombres que acuden para llevarse al padre.

La furgoneta gris hace la ronda. Siempre deambulando por Gost.

 

Javor se traslada a los cobertizos de mi padre, al fondo del huerto de mi madre. Sabemos que está allí: mi madre, Anka, yo y nadie más. Anka viene a verme cada día y a veces se queda a dormir; las noches todavía son cálidas. Cenan con nosotros en la casa y por la noche se van al cobertizo. Un día reciben en su casa la visita de la furgoneta gris. Anka está allí y les dice a los hombres que Javor se ha ido a cazar, no se le ocurre mejor excusa. Le piden que le diga a él que se presente en el Centro de Gestión de Crisis, nada importante, algo relacionado con su padre. Hay un momento en que nos olvidamos del asunto y nos entra la risa, porque Javor es un pésimo cazador. Siento lástima de él, Javor está asustado, me pide que averigüe qué le ha sucedido a su padre.

Pregunto a Fabjan, porque Fabjan conoce a todo el mundo y está al tanto de todo. No me fío de él, pero es amigo y socio de Javor. Fabjan me promete investigar y hace como que se lo toma en serio. Al día siguiente nos vemos y me dice que no me preocupe, que le diga a Javor que no se preocupe: a su padre lo pondrán en libertad tan pronto como las autoridades estén convencidas de que es leal. Tiene que ver con su empleo, que en fin de cuentas es un puesto importante, muchas personas en situación parecida están pasando por lo mismo. No habrá ningún problema. Incluso me explica dónde tienen a los detenidos: en nuestra vieja escuela.

—Fíjate —dice—, no están en la comisaría, sino en las aulas de un colegio. Hasta un crío podría escaparse si quisiera —se encoge de hombros, coge un vaso y empieza a sacarle brillo—. Es una puta mierda, todo esto, pero dile a Javor que yo estoy aquí velando por nuestros intereses. Lo único que se puede hacer en épocas así es ganar dinero. La gente se vuelve gilipollas; eso sí, gilipollas con ganas de beber, menos mal —deja el vaso—. Bueno, ¿y dónde para Javor? —pregunta cogiendo otro vaso.

—En su casa —respondo, encogiéndome de hombros como si la pregunta no tuviera importancia, aunque el corazón empieza a latirme un poco más deprisa. Mantengo la vista fija en la barra ante mí, pero lo observo con gran atención, pendiente de cualquier indicio o señal.

Fabjan saca brillo al vaso con sumo cuidado.

—Claro —dice, y lo deja sobre el mostrador. Se produce un breve silencio. Luego, se pone a hablar de una idea que ha tenido, siluros criados en vivero, dice que lo vio en la tele y está pensando si aquí podría funcionar.

Delante de la escuela hay una furgoneta gris, modelo antiguo. La imagen es más o menos la de otro tiempo: hay un par de tipos, los del Zodijak, pero adecentados y con gorra. Más tarde les digo a Javor y Anka: «Tampoco es que sea Fort Knox». Anka me observa y asiente sin sonreír. Javor dice «Okey» por toda respuesta a cada nueva información que le doy. «Okey. Okey. Okey.» Está sentado con una pierna encima de la otra y encorvado sobre sí mismo como si tuviera mucho frío, chupando humo de un cigarrillo liado a mano; antes fumaba de tanto en tanto, pero ahora no para. El pie de la pierna cruzada se mueve arriba y abajo continuamente mientras él me mira de hito en hito. Ojalá pudiera ofrecerle algo más; no tengo claro si está satisfecho con lo que he podido aportar; él venga a mover el pie, pestañeando, sacudiendo la cabeza como un pájaro carpintero en busca de larvas. «Okey. Okey.»

—¿Queréis que os compre algo? —pregunto al levantarme.

—Podrías pedirle a Fabjan mi parte de los beneficios. Necesitamos dinero. Anka no ha vendido nada últimamente. Eso Fabjan lo sabe. Dile que solo necesito lo justo para pasar unos días más.

—De acuerdo. ¿Algo más?

Javor sonríe y lanza la colilla por la puerta de la barraca.

—Sí, joder. Tráeme un helado.

Anka me acompaña hasta el pueblo en su coche. Pasamos frente al Centro de Gestión de Crisis y ella mira el edificio, que en tiempos había sido una oficina municipal donde se gestionaban pequeños asuntos burocráticos. Ahora es el cuartel general. Anka va a visitar a su madre. Le digo que tengo cosas que hacer, que hay trabajo por ahí para alguien como yo, aunque paguen poco. Pero, bueno, un trabajo es un trabajo. No estoy en situación de rechazar nada. Después iré a mirar lo del helado, si es que encuentro algo. Maraschino. Y si no encuentro de eso, compraré un bote de leche condensada y un paquete de obleas, que es lo más parecido.

Dicen que el mejor momento para visitar esta zona es el mes de octubre, pasada la temporada turística pero cuando la temperatura del agua y del aire todavía es alta. El sol está bajo. Anka se entretiene en recoger sus cosas antes de bajar del coche. Deja su cesto sobre el techo para buscar algo en su bolso. En el último instante levanta la cabeza y me saluda. Lleva un sombrero rojo, el que se ponía el verano anterior y también a principios de este, antes de que empezara el bombardeo. Durante varios meses nadie llevó colores, nada que pudiera convertirlo a uno en un blanco fácil, y mucho menos un sombrero rojo. Pero desde hace unas semanas veo que se lo pone a menudo. Una especie de desafío.

 

Qué recuerdos guarda uno de las personas. Me acuerdo de mi padre cuando limpiaba los lentes de sus gafas de montura negra y miraba por ellos antes de colocárselas sobre la nariz. Me acuerdo de que hacía eso, naturalmente, pero siempre que lo recuerdo es para acordarme de esa vez que lo hizo un momento antes de abrir un libro de pájaros que yo había traído del colegio y ponerse a identificar cada especie sin leer los nombres. Archibebe claro, archibebe común, andarríos. Me acuerdo de su olor en Navidad y en las bodas, aquel aftershave cítrico. Me acuerdo de cuando a Danica le picaron abejas dos veces durante una merienda campestre. Mi madre le frotó el brazo con perejil picado. Me acuerdo de mi padre con unas tijeras de podar en la mano, golpeando el cristal de la ventana de la cocina para ahuyentar a un gato que se disponía a defecar entre sus hierbas. Recuerdo como si fuera ahora, una vez más, el olor de mi madre: a crema de manos con aroma a rosas. Si había estado cocinando, olía a sudor y a cebolla. Me acuerdo de Anka subida a una roca, una pierna estirada al frente, el pie en punta. De Anka cazando un conejo. Haciendo bailar una moneda sobre los nudillos de su mano derecha. Levantando del suelo a un Javor borracho. De nuevo el recuerdo más vívido tiene que ver con el olfato: el olor al vinagre con que Anka se había aclarado el pelo el día en que me abrazó y me clavó la nariz en la mejilla al besarme, el día de mi regreso a Gost. Aquel olor. Es posible que el recuerdo de los sentidos físicos —el gusto, el tacto y el olfato— sea más fuerte que el de las imágenes o los sonidos, no lo sé. Quizá depende de cada persona. Sea como sea, el recuerdo de Anka con su sombrero rojo, y su coche rojo, no era de los que yo conservaba... hasta que un verano dieciséis años más tarde me vino de repente a la memoria. No fue mi último recuerdo de ella.

El último de verdad era de otra época, no muy posterior.

 

Una vez, mucho tiempo después de habernos acostado y de habernos hecho amigos, Anka me dijo que el sitio que más le gustaba de mi cuerpo era la nuca. Yo estaba sentado a la mesa en la casa azul, la mesa que yo mismo había hecho cortando un pedazo de linóleo con un cuchillo bien afilado. Anka pasó por detrás de mí y me acarició con el dedo.

—Me gusta cómo crece el pelo —dijo—. Y la piel, tan suave. Os volvéis ásperos por todas partes, salvo aquí —me tocó la parte superior de la columna—. En este trocito nada cambia. Seguís siendo niños. Tu nuca la veo idéntica a cuando éramos unos críos. Si te hiciera una foto y la enseñara por ahí, nadie podría decir si eres niño o niña.

Creo que fue la única vez que hizo alusión al hecho de que en el pasado hubiéramos sido algo más que amigos de infancia. Aquella noche intenté mirarme la nuca, con el pedazo de espejo que utilizaba para afeitarme y mi propio reflejo en la ventana.

Dos años más tarde, en el umbral de la cocina de mi madre, mirando cómo Anka se lava el pelo en el pozo. No lo hace bien. Primero coge agua del cubo con las manos y va echándosela sobre la cabeza. Ve que así no hay manera e intenta verter directamente el agua sujetando el balde en una postura incómoda, el codo muy levantado. El agua cae de golpe y la deja chorreando. Me echo a reír.

—Vete a cagar al lago, Duro —exclama entre sus cabellos mojados.

¿Dónde estaba Javor? Durmiendo todavía en el cobertizo. Ella no quiere despertarlo pero tampoco marcharse mientras él está dormido, por eso sale a lavarse el pelo junto al pozo de nuestra casa aunque ella tenga pozo y un cuarto de baño en la suya.

Voy a ayudarla, le sujeto el balde. Estoy comiendo una zanahoria y arranco un trozo de un mordisco y le doy el resto a ella. Anka se incorpora para comérsela, echando toda su melena hacia atrás. Está de cara al sol y la luz le da en los pómulos. Sus ojos tienen la pupila y el iris separados, de dos colores distintos, cuando por regla general son casi del mismo. Su belleza cambia según la hora, según la cualidad de la luz. Se ríe, da un mordisco a la zanahoria y se pone a masticar despreocupadamente con los labios ligeramente entreabiertos, de vez en cuando se ve el destello de un diente, un toque de naranja. Anka traga lo que le queda de zanahoria, se dobla por la cintura y lanza la melena en cascada de atrás para adelante.

Me siento en el brocal del pozo y dejo caer un chorrito de agua de forma que vaya resbalando sobre sus cabellos. Ella coge una pastilla de jabón (el champú escasea) y se frota el pelo y yo observo el movimiento de sus dedos y la magia de la espuma que se va formando, sin escuchar lo que ella me dice hasta que los dedos de su mano libre buscan mi muñeca y entonces grita:

—¡Para, para!

—Perdona.

—Espera, ya te diré cuándo tienes que echarme más.

Mientras espero, cruzo los brazos y me pongo a contemplar los montes. Mis pensamientos se alejan de la operación de lavado; algo hace que me pregunte adónde vamos. La gente no se atreve a pensar más allá del día siguiente; la semana próxima, el mes próximo, el año que viene se antojan muy lejanos. Pero tampoco hay nadie que piense en la guerra o que la nombre. Ni la prensa ni la clientela del Zodijak. Guerra es una palabra demasiado gruesa.

—¡Duro, tira!

Así lo hago. El agua del pozo está fría, helada. Lo sé por las puntas contraídas y casi blancas de sus dedos. Por primera vez reparo en su nuca y me doy cuenta de que probablemente no se la he mirado nunca, al menos desde que dejamos de ser niños, porque lo normal es que esa parte quede cubierta por los cabellos. En ese momento me viene a la memoria lo que ella había comentado sobre mi nuca no hacía mucho tiempo, y hete aquí la suya ahora, pálida como la luna, el vello ligeramente erizado sobre la carne de gallina. Adelanto los dedos y le toco la nuca. Ella levanta un poco la cabeza.

—¿Qué?

—Nada. Un poquito de jabón.

Le echo un poco más de agua y al alzar la vista me encuentro a Javor junto a la puerta del anexo donde duerme; descalzo, vestido con unos tejanos y fumando un cigarrillo de liar. Observándonos, sin ira. Le tiendo el cubo del agua y él apaga la colilla aplastándola contra la pared de la endeble construcción, avanza hacia mí y agarra el cubo. Vierte el resto del agua sobre los cabellos de Anka y entonces ella ve que es Javor, alarga un brazo hacia atrás y le da un ligero apretón en el tobillo.

Entro en la casa y vuelvo a salir con el frasco de vinagre de mi madre.

Después, Anka se restriega el pelo con una toalla y la deja al sol para que se seque. Su nuca vuelve a quedar tapada por el velo. Voy a preparar café y cuando salgo de nuevo Anka está sentada en el borde del pozo, donde yo había estado antes; detrás de ella, Javor juega con sus cabellos y de vez en cuando, de una manera ociosa y sin pensarlo, le acaricia la nuca con el dedo pulgar. Cuando le paso el café, aparta la mano del cuello de Anka para coger la taza. No lo envidio. Son dos personas tan queridas para mí como puedan serlo el uno para el otro. Javor y Anka. Mis amigos.

La imagen que mejor recuerdo de aquel día es simplemente esto, una instantánea: Anka doblada hacia delante, la nuca expuesta a la luz, los filamentos de fino pelo erectos sobre sus pequeños montículos de carne de gallina.

 

Al día siguiente voy al pueblo, al Zodijak, enviado por Javor. Nada más llegar veo a Krešimir charlando con Fabjan en el despacho. La puerta ha quedado entreabierta. Estoy pensando si no será mejor volver a casa, pero en ese momento Krešimir sale y, al pasar a mi altura junto a la barra, en vez de ignorarme como suele hacer, me sonríe, me saluda con un gesto de cabeza y me pregunta por mi madre y mi hermana. Yo le digo que están bien. Él se marcha. Nada más. Todo ello bastante raro, pero tampoco tanto. A Krešimir no le gusta que la gente sepa que le caigo mal, de modo que me saluda cuando ve que no tiene otra alternativa, en esta ocasión porque Fabjan ha salido también del despacho y está unos pasos detrás de él. A Krešimir, ya te lo he dicho, le gusta impresionar a Fabjan. Tal vez pretende que Fabjan le ayude en alguna aventura empresarial. Krešimir nació para hacer dinero, pero de hecho nunca lo ha conseguido, al menos no tanto como todo el mundo suponía al principio, pese a su puesto en la fábrica de fertilizantes y a todas las oportunidades que se le presentan. Yo creo que es porque le asustan los riesgos; Krešimir prefiere agarrarse a lo que tiene, como todo buen tacaño. Por el contrario, a Fabjan jamás se le podrá echar en cara que le asuste el riesgo. Fabjan es un empresario nato. Sea como sea, hay algo en la sonrisa de Krešimir que hace que me ponga en guardia, como siempre que lo veo sonreír.

Fabjan me saluda antes de situarse detrás de la barra. Yo tomo un café, hay otros clientes en la barra. Espero a que el local se vacíe y entonces le paso a Fabjan el mensaje de Javor sobre el dinero. Fabjan no levanta la vista de lo que está haciendo, darle a los números en una calculadora de tamaño extragrande, pero asiente como si escuchara y sigue dándole a los números. Luego mira las cifras que aparecen en la pantalla.

—Dile a Javor que mañana tendré algo para él. ¿Cuánto dinero quiere?

Le digo que lo suficiente hasta que esto termine. Aventuro una cifra.

—Puedo conseguirle más. Tal como está la inflación, va a necesitar bastante dinero. Pero tendrá que aguantar unos días: la liquidez, ya sabes. Todo se arreglará. ¿Cómo le van las cosas?

Le digo que bien. Su madre se marchó para ver si la operaban en el hospital del distrito; había tenido que aplazarlo pero ya no podía esperar más.

—Pues dile que no se dé prisa en volver, ¿me explico?

Después le cuento todo esto a Javor. Él frunce los labios, el entrecejo. Está preocupado por su padre y quiere verlo a toda costa. Le digo que no me parece buena idea, pero que lo intentaré. Anka y yo salimos del pueblo, ella camino de la casa azul y yo de la mía; Anka está callada e inquieta a la vez. Me cuenta que Vinka y ella han discutido en su última visita.

—¿Sobre qué?

—Ahora bebe más. Le dan arrebatos. Yo le había pedido un poco de dinero, solo hasta que Javor consiga algo. Vinka se metió con Javor y discutimos. Bueno, discutió ella..., yo solo intenté explicarle la situación, no tenía ganas de discutir.

—Puedo pasarte dinero, si quieres.

—Tranquilo. Krešimir me ha dado un poco. Pronto se arreglarán las cosas. Fabjan lo tiene claro.

—¿Krešimir estaba allí?

—Sí. Estaba.

 

Empieza a llover de repente aunque el cielo sigue despejado. Es como una tormenta de verano, pero el año ya está un poco avanzado para eso. Estoy en la montaña, más arriba de los últimos árboles. Llueve con tantas ganas que, a pesar de la claridad, apenas si veo dónde pongo el pie. Es como mirar a través de una cascada. Los relámpagos me hacen cambiar de idea y en vez de regresar por el pinar me dirijo hacia Gudura Uspomena.

Ese mismo día, unas horas antes, además de ir a ver a Fabjan por lo del dinero para Javor, había ido también a preguntar por el padre de Javor. La escuela tenía el mismo aspecto que la otra vez, con la furgoneta gris aparcada delante. Me acerqué a uno de los tipos que había fuera. Yo lo reconocí y él me conocía de vista. Me dijo que no se permitían visitas pero que dejara el mensaje. Le di las gracias. Le dije que esperaría, por si el señor Barac tenía algún mensaje que darme. El chico se encogió de hombros. «Como quieras», dijo, y se metió dentro. Transcurrió un cuarto de hora y cuando ya me disponía a ir en su busca, volvió a salir.

—A Barac lo han puesto en libertad.

—¿Estás seguro?

—¿Es que no me has oído? —replicó con chulería.

—Sí, y te he preguntado si estabas seguro —lo miré de arriba abajo.

—Es lo que me han dicho —hosco, esta vez.

De modo que pasé por casa de los Barac. La encontré cerrada, tal como estaba desde que la madre de Javor se había marchado camino del hospital y desde que se habían llevado al padre. De vez en cuando paso por delante de la casa, para asegurarme de que no la desvalijen. Hasta el momento nadie se ha atrevido. Llamé a la puerta, por si acaso. Una mujer que pasaba por allí me observó con el rabillo del ojo. Al llegar a la esquina se detuvo y se volvió para mirar. Al principio no hice caso, pero luego le devolví la mirada y al cabo de un instante, pero no enseguida, ella siguió lentamente su camino. Antes me aguantó la mirada durante cuatro o cinco segundos, esbozó una sonrisita, bajó la cabeza y me dio la espalda. Nadie se había atrevido a robar nada hasta la fecha, pero eso no quería decir que no fuera a ocurrir. ¿Qué era lo que estaban esperando?, me pregunté. ¿Solo el momento propicio para entrar, o alguna otra señal? Volví a la escuela y allí estaba el mismo chico con quien había hablado media hora antes. Lo saludé con el brazo desde cierta distancia. Él levantó la vista pero no devolvió el saludo. Pisó la colilla del cigarrillo que estaba fumando, y se disponía a volver adentro cuando lo agarré del brazo. Le dije que en casa de los Barac no había nadie.

—¿Y qué? ¿A mí qué me importa? Ellos dicen que lo han puesto en libertad.

—¿Ellos, quiénes?

Señaló con el pulgar hacia el interior del edificio.

—Pues alguien se ha equivocado —le solté el brazo.

Pasaron unos veinte minutos antes de que volviera a salir. Murmuró algo y no le oí bien.

—¿Qué?

—Deportado.

El padre de Javor había sido deportado, pero ¿cómo se deporta a alguien de este país?

—¿Adónde? —pregunté.

El padre de Javor quería reunirse con su mujer y se había ido al norte.

—Pero acabas de decir que lo han deportado.

Si un minuto antes no había querido mirarme, ahora lo hizo, el labio superior levantado para dejar ver sus dientes amarillentos, como una rata acorralada.

—Es todo lo que sé, joder.

—¿Te han dicho cuándo lo soltaron o se lo llevaron, o lo que sea? —me preguntó Javor cuando se lo expliqué luego.

—No —respondí—. ¿Tu madre no te ha llamado?

Javor negó con la cabeza, pero parecía decidido a no perder la esperanza.

—Ha estado ingresada. No ha sido mucho tiempo, unos días después de que a él lo detuvieran. Quizá hay algún centro de tránsito, no sé, cosas del papeleo.

Yo lo había olvidado por completo. Tenía la sensación de que llevábamos mucho más tiempo en este mundo nuevo.

Aquí arriba en el monte es agradable sentir la lluvia en la cara. Levanto la cabeza con la boca abierta para que entre el agua, que es dulce, pura y dulce. Hago visera con la mano y miro en la dirección del pueblo, ahora invisible tras la tupida cortina de agua. Que inunde las calles, pienso para mis adentros, que corra por las zanjas y se cuele en las alcantarillas hasta que el río se la lleve. Que se lleve toda la mierda, el pus y la sangre, las cosas que se pueden lavar. Pero que se lleve también el miedo, la maldad y el resentimiento, las cosas que son más difíciles de borrar. Ojalá todo eso que está pasando ahora mismo no nos estuviera pasando, ojalá estuviera pasándoles a otros, en alguna otra parte. Me daba igual a quién. Apreté los puños. Dejadnos tranquilos.

A Kos le enloquece la lluvia; corre en círculos con la cabeza gacha, luego atraviesa charcos a la carrera con la cabeza bien alta, dejando que el rabo y el trasero se arrastren por el agua.

La lluvia cesa tan rápido como empezó; el tamborileo del agua va menguando y los hilos de lluvia se adelgazan hasta desaparecer. Queda un aire sin fragancias, puro. Cuando el cielo vuelve a estar despejado, el sol aprieta de firme. Los tejados y las calles de Gost relucen y titilan, el calor extrae de las tejas y los adoquines finos efluvios de vapor. Entre el lugar donde me encuentro y las casas de Gost, el barranco bosteza y se estira cual dragón soñoliento, la cola en Gost y el cuerpo prolongándose hacia el norte. En las márgenes superiores, los árboles están empezando apenas a mudar el color. Enfrente de mí las nubes se han ocultado tras las colinas, nubes con el centro oscuro y los cantos resplandecientes, y por los resquicios entre una y otra caen columnas de luz en diagonal procedentes de un sol escondido, iluminando trechos de monte y de campo, algún tejado aquí y allá.

A esto mi padre lo llamaba luz de dios.

Una colonia de cuervos ha hallado refugio en un árbol en el borde del barranco y al cesar la lluvia se lanzan a alborotar, a dar saltos en las ramas y de una a otra mientras algunos permanecen encorvados y vigilantes de cara al barranco. Hay unos cuarenta o cincuenta. No hace tanto tiempo yo los cazaba para comer. Sin venir a cuento, porque me apetece hacerlo, levanto el rifle y disparo hacia el cielo. El aire vibra de movimiento. Bajo el rifle. Qué estupidez, hacer esto, pero qué más da. Hay algo en esos cuervos que me molesta. Quizá me recordaban a la mujer que vi rondando la casa de los Barac, a la espera tal vez de una muerte. Lo que no quita que sean unos pájaros bellos, de un negro lustroso: pico, ojos y plumas; cuando están derechos e inclinan el pescuezo hacia el cielo, tienen un cierto aire noble. De niño solía coleccionar las plumas de cuervo que encontraba por ahí y las examinaba con una lupa: cada filamento, cada hebra, todas las variedades de lo negro. Incluso ahora siento la tentación de agacharme cuando veo una pluma de cuervo en el suelo, nada más que para tenerla un momento entre los dedos y luego dársela a Zeka, a quien le gusta jugar con ellas y llevárselas a su cama. Los agricultores odian a los cuervos, les ponen trampas o les disparan, dejan los cadáveres pudrirse colgados de los cercados, a modo de advertencia para sus congéneres. Un método contrastado: el viento y la lluvia los hacen girar sobre sí mismos, la cabeza les queda colgando, claras víctimas de una ejecución. Las puntas de sus plumas se alzan y ondulan como las prendas de los ahorcados. Sin embargo, de no ser por los cuervos las carreteras estarían sembradas de animales arrollados por los vehículos, y el bosque, el campo y las colinas lo estarían de cadáveres putrefactos de todo tipo de animales. Observo las evoluciones de los cuervos cuando sobrevuelan el barranco aprovechando las corrientes de aire ascendente. Tardan en volver menos de un minuto, hasta el último de ellos. Debe de haber algo en el fondo del barranco, tal vez un ciervo que ha caído desde arriba, posiblemente esté aún con vida y los cuervos aguardan a que ya no tenga fuerzas para entonces rematarlo con sus mortíferos picos. Apoyo el arma en mi hombro y me acerco un poco al borde. Kos, que está mi lado, nota que estamos haciendo algo interesante y tira de la correa.

A escasos metros del borde empieza el olor: un animal en descomposición, sin duda. Penetrante, inefable, dulzón; tiene algo especial que solo se me ocurre calificar de una manera: es un olor vivo. Un olor que bulle, que se te mete en la nariz como un enjambre de pequeñísimos insectos. La lluvia ha limpiado el aire y ahora el calor del sol libera toda la hediondez, a la que se suma el olor a tierra, hojas putrefactas y algo más: ceniza mojada.

Las lluvias de otoño han dejado el suelo blando. La tierra cede bajo mis botas. Veo huellas de neumático. Alguien ha estado aquí arriba, cazando desde la trasera de un pickup, aturdiendo a los ciervos con sus faros para perseguirlos después, seguramente hasta hacerlos despeñarse barranco abajo. En la herbosa pendiente que limita el borde escarpado del barranco, un par de piedras se han soltado dejando en su recorrido unas franjas de tierra. Un cuervo se abate, y luego otro: defienden su hallazgo ante el intruso, que soy yo. Esperaba ver un ciervo con el pescuezo partido, pero no hay nada. Allí donde el barranco desciende de manera menos abrupta, parte de la capa superior del suelo ha sido arrastrada. Inicio el descenso, no es difícil y Kos me adelanta. Tiene el pelo erizado y el hocico bajo, de repente algo le interesa mucho, avanza en zigzag sin dejar de olfatear el suelo. Sea lo que sea, estaba bajo tierra y los zorros han dado cuenta de ello, y ahora la lluvia ha hecho el resto. Kos ladra. Ladra y brinca como hace siempre que encuentra algo y quiere que yo le haga caso. Lo sé por el tono de los ladridos, a la vez una llamada y una advertencia: quiere decir que se ha topado con algo que no puede manejar sola, como un jabalí grande, o que no alcanza a entender.

Un cuerpo humano. Lleva jersey azul de lana y un cuello polar, con manchas que al principio me parecen de tierra o sangre, pero que son quemaduras. Me acuclillo para verlo de cerca, para verificar la increíble verdad de lo que estoy mirando. La cara completamente quemada, no hay nariz, los orificios nasales sendos agujeros negros, los labios desaparecidos, las encías encogidas y los dientes al aire como los de un animal, negros en algunos puntos. El pelo rojizo, chamuscado, como pelo de muñeca. Los dedos de la mano cerrados en torno a un puñado de tierra. Dedos color de cera. Una mujer espatarrada y rígida, boca arriba, las piernas abiertas, las rodillas dobladas.

Todo lo demás se desvanece.

Me incorporo. Tengo el corazón desbocado, la sangre se me sube a la cabeza. Cuando quiero llamar a Kos mi garganta no responde, tengo la boca reseca. No me sale apenas sonido, silbar es imposible. Doy unos pasos y la agarro por el collar. Miro a mi alrededor pero nadie nos observa salvo los cuervos. Siento un mareo, mi visión periférica se va encogiendo. Noto que he dejado de respirar, y cuando lo hago de nuevo es con una honda inspiración, llenando mis pulmones de ese olor espantoso. Los pensamientos se agolpan cuando intento racionalizar lo que estoy viendo. Llego incluso a pensar si no se tratará de un excedente del cementerio, donde hacía relativamente poco no daban abasto con los entierros. Sepultureros sin escrúpulos, quizá, deshaciéndose de cadáveres por cuyo sepelio han cobrado un dinero. Pero yo sé que no; tengo vista, y olfato, para la maldad.

No me equivocaba con los zorros. Hay más cadáveres, sepultados en menos de un metro de hondo; los animales y los elementos los han desenterrado. A escasa distancia asoma una pantorrilla medio devorada, se ven marcas de dientes, la carne desgarrada y el hueso roído. Hay ropa, hecha trizas y quemada. Cojo un palo del suelo para dar la vuelta a una prenda: tela tejana, quizás una cazadora. También está medio quemada.

No llevan mucho tiempo aquí, esos cadáveres. Mi estómago se rebela y noto cómo sube la bilis. Doblado por la cintura, vomito, todo seco a excepción de un fino chorro amarillo. Siento una sed horrible. Me subo el cuello de la camisa para cubrirme la boca y hurgo en la tierra con el palo, en la hojarasca y la ceniza mojadas con el palo. Una pierna torcida. El talón de una zapatilla de deporte. Una mano amarillenta formando un ángulo extraño con la muñeca. Tiene mugre bajo las uñas. Las tripas, oscuras, desparramadas, supongo yo que a picotazos de cuervo, trozos colgando de las ramas bajas de un arbusto. El vientre en sí es un hoyo oscuro y reluciente y las moscas, que la lluvia había ahuyentado, están volviendo en tropel, moscardones tan ruidosos como abejas. A cada momento me incorporo para tomar aire, sopla un poco de brisa por el oeste y vuelvo la cara en esa dirección hasta que me atrevo a mirar otra vez. Tengo un deber que cumplir. Los cuento. Al menos hay cinco personas, pero podrían ser más.

Un cuervo desciende en picado desde una rama y remonta después con un trozo de intestino en el pico. El imprevisto movimiento me sobresalta y al enderezarme suelto el rifle sin querer y el arma aterriza en el cadáver del vientre abierto. Al agacharme para cogerlo mi mano roza la carne helada y la retiro al instante; reprimo las ganas de huir. Me asalta de nuevo la idea de no estar solo, de que quien hizo esto pueda estar observándome. Me quedo quieto, aguzando el oído, conteniendo la respiración. Nada. Estoy solo, en un barranco. El paisaje que tan bien conozco se ha vuelto peligroso. Ahora el silencio me aterroriza. Doy media vuelta y echo a correr. Una vez lejos del barranco, al amparo de los árboles, me detengo. Entre las ramas los otros cuervos empiezan a pelearse por el pedazo de intestino. Yo trato de pensar qué puede haber ocurrido. De una cosa estoy seguro: no son los hombres que yo maté y cuyos cuerpos arrojé a la poza de nadar. Esos, los soldados, ya han desaparecido. Yo sé lo que es la muerte. Me ocupé de las muertes de esos hombres, me deshice de sus cadáveres. Pero lo de ahora es diferente. Estos muertos son diferentes. Son personas que conozco. Una de ellas, la del pelo como de muñeca, es una mujer.

Me parece que sé quién es: la esposa del panadero, la madre de la hija mongólica. Puede que la mongólica esté enterrada aquí también, la familia entera. No lo sé.

No lo sé.