20.

 

He descubierto los cadáveres en el barranco.

Bajando del monte, la cabeza y el corazón me retumban, noto un sabor metálico en la boca, también a amarga bilis. Me ha entrado frío de repente. Y sed, estoy muerto de sed. Bebo agua de un arroyo cercano, sabe a hojas podridas, trago como alguien que hubiera naufragado en el mar. El hedor de los cadáveres se me ha pegado a la nariz, a la ropa, al pelo. Cuando me pongo de nuevo en marcha no corro, atravieso el bosque como alma en pena. Lo que aminora mi paso es la inmensidad del crimen y lo que hubo de pasar para que esos cadáveres terminaran allí, arrojados al barranco y mancillados. ¿Cuántas personas hicieron falta? ¿Quién más está al corriente? ¿Cuánta gente de Gost ha intervenido? En algún momento me siento observado, imagino que me siguen y que alguien me dará el alto. Un par de veces me detengo y escucho. Cuanto más me alejo, más inverosímil parece que esos cadáveres estén allí enterrados de cualquier manera, sin nadie que los custodie, abandonados a los animales: el panadero y su familia, la hija mongólica. ¿Qué otros muertos habrá, de quién más se habrán deshecho de ese modo? Pienso en la otra gente que se marchó, en las casas vacías. Pienso en el compañero de mi padre en correos, cuyo jefe es el padre de Javor, aquel hombre que caminaba con los bolsillos repletos de sobres por entregar. ¿Qué sabía o qué se imaginaba? Tenía sesenta y tantos años, había visto mucho más que yo, puede que hubiera estado en una guerra. Me intriga la suerte del padre de Javor. Sigo andando y mis ideas van aclarándose poco a poco. Primero, Javor. Javor tiene que irse de Gost. Me pongo a pensar en cómo se podría hacer, no me fío de las carreteras, hay muchos controles, están llenas de milicianos y de soldados. Quizá atravesando las montañas. Javor es poco deportista, pero yo podría acompañarlo. Para el invierno, cuando los puertos estarán cubiertos de nieve, aún falta bastante. Más al norte, que es hacia donde se trasladó la cosa después de Gost, hay combates. Bueno, entonces a la costa. Cruzando los llanos, a pie. Que no nos vieran sería muy difícil. Vuelvo a la idea de hacerlo por carretera y pienso en cómo pasar a Javor. ¿Con quién podía yo contar? Ahora, tras descubrir esto, ¿cómo sé de quién fiarme?

No me cruzo con nadie. Anochece. A esta hora todo el mundo está en casa, sobre todo en estos tiempos en que la gente pasa muchas más horas puertas adentro. Pienso en ellos, apiñados sobre sus platos de comida —una lata de carne con patatas requisada de la despensa del vecino—, vestidos con la ropa del vecino, quién sabe si quemando también leña del vecino en sus estufas. No hay rastro de luna. Un viento del norte trae consigo más viento y con él lluvia que a medida que avanzo empieza a caer con fuerza, a ráfagas. Me enjugo el agua de los ojos y sigo adelante. Al llegar a la curva tomo el atajo que conduce a la parte trasera de la finca de mi familia, detrás de los cobertizos que construyó mi padre. Allí, de pie junto a la puerta de atrás de la casa, veo a mi madre. No lleva chaqueta ni paraguas, simplemente está allí, aguantando, dejando que la lluvia empape su ropa, la vista dirigida hacia la carretera. Y allí, arrancando en ese momento, está la furgoneta gris. La reconozco de inmediato: la furgoneta gris, modelo antiguo, que había visto aparcada frente a la escuela. Acabo de enterarme de lo ocurrido y sin embargo es demasiado tarde. ¡Javor! ¿Llego a gritar su nombre? No lo sé. Veo que mi madre se vuelve y alza los brazos, uno en dirección a mí y el otro en dirección a la furgoneta que se aleja.

Creía haber visto lo peor, pero lo peor está por llegar. He estado perdiendo el tiempo.

Echo a correr. Atajo hacia la carretera y sigo al vehículo. Como una furgoneta de reparto que acabara de recoger un paquete, no va muy deprisa, pero enseguida gana velocidad. Se dirige colina abajo hacia la casa azul. Y yo pienso: Anka. Sigo corriendo. Por un instante tomo conciencia de que mi madre me llama. Atravieso el campo largo a la carrera, metiéndome entre trigo listo ya para la cosecha, levantando a mi paso nubes de insectos. Por mi izquierda los faros de la furgoneta gris se apartan momentáneamente de mí y regresan de nuevo al tomar la curva, y aunque he acortado distancias atajando por el campo y avanzando lo más deprisa posible, empiezo a quedar rezagado. La furgoneta está acelerando. Esto me da ciertas esperanzas y, en efecto, el vehículo pasa de largo la casa azul. Yo aflojo la marcha. Con la saliva que se me encharca en la boca vuelve aquel gustillo a cobre. He corrido sin parar durante casi un kilómetro. Una punzada en el costado hace que me detenga. Me doblo por la cintura, mis rodillas ceden y me vengo abajo. Quedo a cuatro patas durante unos segundos; huele a flores y a tierra mojada.

Cubro el último trecho andando, mientras pienso que lo más probable es que se lleven a Javor al edificio de la escuela. Quizá aún hay tiempo, quizá se puede hacer algo. Barajo mentalmente posibilidades, vuelvo a pensar en quién podría echarme una mano, pero no se me ocurre ningún nombre. Estos últimos meses todo ha cambiado, todos han cambiado. Gente a la que uno creía conocer. Están Danica y Luka, de ellos me fío, desde luego. Anka y yo. Pero ¿qué podemos hacer nosotros? La única persona que conozco con cierta influencia es Fabjan. Fabjan tiene trato con los milicianos, son clientes de su bar, él los invita a rondas. A cambio ellos le suministran whisky de estraperlo. Llego a la casa azul. Veo el coche de Fabjan aparcado fuera. Por un momento respiro aliviado sabiendo que Fabjan está ya allí, que se me ha adelantado, pero antes de que la idea misma haya cobrado forma, sé que estoy en un error.

Fabjan ha estado al corriente desde el principio. Él es parte implicada.

Veo que se abre la puerta de la casa. Allí está Fabjan. Y Anka también. Él la tiene sujeta con fuerza por el antebrazo y la está arrastrando hacia el coche. Con la puerta de atrás abierta los espera un hombre de uniforme, uno de los recién llegados. Junto a él está el chico con quien yo había hablado en la escuela; le veo limpiarse la nariz con los dedos, la cabeza gacha mientras observa a Fabjan y Anka. Su postura, su mirada, tienen algo de animal. Anka va anudándose un pañuelo a la cabeza, se da prisa. ¿Qué estará pensando?, ¿que Fabjan ha venido a ayudarla, que la lleva a un lugar seguro o tal vez a un sitio donde tratar de convencer a alguien para que suelten a Javor? Ella ha depositado su confianza en Fabjan y sus movimientos denotan apremio, quizá por eso parece no notar la fuerza con que él le aprieta el brazo.

Empiezo a correr otra vez. Separado de ellos por unos doscientos metros, grito el nombre de Anka pero el viento y la lluvia, la tela del pañuelo que ciñe su cabeza, impiden que le llegue mi voz. Fabjan, en cambio, oye algo. Levanta bruscamente la cabeza y atisba en la oscuridad. Yo puedo verlo a él pero él a mí no. Hace gestos a los dos hombres, le dice algo a Anka, sigue metiéndole prisa. Ya están subiendo al coche. Portazos. Fabjan arranca el motor.

 

Transcurre el tiempo.

Estoy frente a la casa azul, bajo la lluvia, y cuando empiezo a moverme otra vez lo hago con un trote estable. Estoy completamente empapado pero no noto nada, tan solo un pulso en la frente, los latidos del corazón, la culata del rifle golpeando mi hombro. Para cuando llego al edificio de la escuela ya es de noche. Ni luces ni furgoneta gris, tampoco hay rastro del coche de Fabjan. Desando el camino. Una idea me atormenta, y es que en un momento dado puedan llevarse a Javor o a Anka, o a los dos, al barranco; si no puedo hacer ninguna otra cosa, iré al barranco y esperaré allí. Kos sigue conmigo, aguantando el paso, a ella apenas le ha afectado la carrera. Tengo la creciente sensación de que sé lo que debo hacer.

La puerta de la casa azul está cerrada. Busco la llave y entro. Todo está a oscuras, huele a comida y a esmalte para cerámica; encima de la mesa hay dos platos recién vidriados. Cojo un paño que hay allí, he visto a Anka usarlo para secarse las manos. En la parte de atrás de la puerta hay pañuelos y bufandas, chaquetas y abrigos. Cojo una bufanda que es de Javor. En la cocina encuentro un currusco de pan y un par de manzanas. Me lo guardo todo en los bolsillos. Añado un trozo de salami que veo por allí. Lleno mi cantimplora con la jarra metálica de agua de pozo que hay en el rincón.

De vuelta colina arriba, corro a un ritmo lento hasta que llego a los primeros árboles. Solo entonces me detengo para recobrar el resuello. No hay señales de la furgoneta gris ni del coche de Fabjan. Ningún sonido aparte de la lluvia y el viento. Me pongo en cuclillas al lado de Kos, le hablo hasta que se queda quieta. Una detrás de otra, le ofrezco las cosas que me he llevado de la casa azul: primero el paño de cocina, luego la bufanda. Otra vez, el paño y la bufanda. Le doy un pedacito de salami y guardo el resto en el bolsillo. Me incorporo, vuelvo a colgarme el rifle del hombro y seguimos adelante, Kos con el hocico a ras de suelo. El bosque es todo oscuridad; una diferencia de densidad en la negrura es la única separación entre los árboles y el aire mismo. Los árboles son de un negro compacto. El aire está moteado de negro y gris: titila.

Kos va moviendo la cabeza de izquierda a derecha pegada a la tierra, y, de vez en cuando, levanta el hocico hacia el cielo. La lluvia, aunque ha arreciado, no encuentra fácilmente el camino entre las copas de los árboles. El sonido de las gotas al chocar con el ramaje produce un ruido blanco que absorbe todo lo demás. Continuamos cuesta arriba sin detenernos. Voy todo el tiempo pendiente de los sonidos, atento a posibles voces de hombres, al motor de una camioneta, forzando la vista por si aparece alguna linterna entre los árboles. Aunque ha bajado la temperatura y tengo la ropa empapada, no siento frío ni hambre ni sed como hace un rato; en cambio, me siento vivo y alerta. Me he descolgado el rifle y ahora lo llevo en una mano, los dedos en torno al cajón de mecanismos. Trato de repasar mentalmente los acontecimientos y prever posibles consecuencias, pero solo se me ocurre una. El camino me parece más largo que nunca y cuando por fin llego al borde del barranco, todo está en silencio. El cielo está oscuro. La luna, en su último cuarto, no ha salido todavía. Un sarpullido de estrellas y las luces de Gost. No hay nada ni nadie. Medito sobre qué hacer. Me dejo caer de rodillas y pego la frente al cañón del rifle. Es imposible que hayan llegado antes que yo sin que los haya visto u oído. Kos no ha olfateado nada. Aguanta pacientemente a mi lado, pendiente de que yo le ordene algo. Pero no tengo ningún otro plan.

No tengo ningún otro plan.

Eso es todo.

Al cabo de un rato me levanto y voy a esperar entre los árboles, sentado en cuclillas con la espalda apoyada en un tronco. No estoy hambriento; como una manzana por si necesito energías. Entera, corazón y todo. Luego aparto con los pies las agujas de pino saturadas de humedad y hago un hueco para la perra y para mí entre las que están secas. Me dedico a escuchar la lluvia. Me convenzo de que nadie podrá bajar al barranco sin pasar por delante de mí. Espero. De vez en cuando me levanto para estirar las piernas. Sale la luna. La lluvia amaina. Creo que dormito; no soy consciente de soñar y sin embargo parece que estuviera soñando, como si todo lo que ocurre estuviera teniendo lugar dentro de un sueño. Rezo para que así sea. Sigo esperando, desorientado de espacio y de tiempo.

Pasan las horas y no viene nadie. Son más de las doce cuando decido desistir. Con Kos a mi lado inicio el descenso a través del bosque, atajando por la ladera. Los pensamientos sobre qué hacer a continuación vuelan; no lo sé todavía, pero ya no estoy en el mismo estado que cuando descubrí los cuerpos en el barranco y corrí por el campo largo hacia la casa azul. Entonces el miedo me pisaba los talones. Ahora lo llevo enroscado en el corazón, mi pulso no corre tanto y tengo la mente despierta y fría.

Hemos llegado casi al punto donde terminan los árboles cuando advierto un cambio en Kos, una tensión nueva. Se adelanta unos pasos y empieza a correr en círculo, moviendo la cabeza de lado a lado. Respira entrecortadamente. Voy hacia ella y vuelvo a mostrarle el paño y la bufanda. Kos se aleja, corre de nuevo en círculos, dibujando ochos hasta que se detiene, olisquea el suelo y sin dudarlo un instante parte en la dirección contraria a aquella por la que veníamos, cuesta arriba y alejándose del barranco. Está apretando el paso y va con el hocico pegado al suelo. Corro detrás de ella. No es fácil, porque las piernas me pesan y tengo las botas empapadas. Kos no se detiene más que una vez, cuando pierde el rastro y tiene que retroceder unos metros para asegurarse; luego sigue la misma línea. Me lleva colina arriba hacia el viejo búnker de hormigón. A unos cientos de metros de donde terminan los árboles, en la parte de arriba, veo el haz de una linterna serpentear entre los troncos. Aflojo el paso, me detengo y muevo una mano para tocar a Kos, que se detiene también. La hago esperar allí mientras yo avanzo.

 

Es un grupo. Cuento cuatro personas. Allí está Fabjan, con los dos que lo acompañaban hace un rato. Y Anka. Lo primero que observo es que ya no lleva el pañuelo en la cabeza como al subir al coche; me pregunto qué habrá pasado. Otra cosa: va descalza. ¿Por qué? ¿Dónde han estado todo este tiempo? ¿Qué le ha hecho Fabjan? Me invade la rabia y a punto estoy de abalanzarme sobre él. ¿Es Anka la recompensa de Fabjan por un trabajo bien hecho? No, no puede ser, pero ¿cómo se explican si no estas horas de ausencia?

«Anka, ¿qué te ha hecho?»

Miro a la izquierda y a la derecha. Nada. Avanzo un poco hasta llegar a la altura de la última hilera de árboles. Los oigo hablar. No alcanzo a oír lo que dicen, pero hablan en un tono normal, como si intentaran decidir alguna cosa. No oigo a Anka. Y luego Fabjan lanza una exclamación. «¡Dios!» Se tapa la nariz con la mano. Una ráfaga de viento trae consigo la pestilencia de las letrinas. Caminan un poco más, alejándose del hedor. El chico hace avanzar a Anka empujándola por detrás con el codo. Qué fanfarrón se lo ve ahora. Los sigo sin hacer ruido, en paralelo al grupo, por detrás de la línea de árboles.

Cien metros más allá se detienen. Empieza a llover otra vez, cada vez más fuerte, la luna ha alcanzado toda su tenue potencia y la luz capta la cortina de lluvia sesgada. Ahora que hay un poco más de claridad veo que dos de los hombres portan rifles; el del joven es un viejo rifle de caza con culata de madera; el hombre uniformado lleva uno del ejército y remetida en la cintura una pistola. Parece que Fabjan va desarmado; está plantado delante de Anka, visible en toda su verdadera naturaleza. Y Anka lo mira a través de la lluvia. No me es fácil ver su semblante. Hay miedo, sin duda, pero también, incluso desde esta distancia y con tan escasa visibilidad, cierta perplejidad. Cuando alguien se encuentra a un paso de ser asesinado sin que venga a cuento, debe de preguntarse cómo ha llegado a semejante situación si no ha hecho daño a nadie, si no se lo merece. Anka habrá pensado que Fabjan la odia y se preguntará por qué. Pero lo que Fabjan siente por ella no es odio, porque Fabjan no odia, él no necesita odiar para hacer lo que hace. Es esto lo que tienes que entender. Para Fabjan, y la gente como él, no resulta difícil.

Él quiere lo que quiere, eso es todo.

 

—Continúa —dijo Grace.

 

Tengo que matarlos antes de que ellos maten a Anka. Pero son tres y yo solo uno. Aunque parece que Fabjan va desarmado, podría muy bien llevar escondida una pistola. Tendré que correr ese riesgo. Antes de matar a Fabjan voy a tener que matar a los que van claramente armados. ¿Por cuál empiezo? Puedo intentar cargármelos a los dos en rápida sucesión, están todos muy juntos, pero es obvio que el primer disparo cambiará la situación. Todas estas cosas las pienso en una fracción de segundo mientras permanezco oculto entre los árboles. Y entonces pienso otra cosa: Anka no lleva los brazos atados. Como es mujer y no va armada, ellos no la consideran una amenaza. Cuando empiece el tiroteo lo más probable es que, de entrada, no se preocupen por ella, que traten de ponerse a cubierto. Podría intentar ahuyentarlos y de este modo darle a ella la oportunidad de escapar. Ahora es casi noche cerrada. Levanto la vista hacia la escueta rodaja de luna: hay un jirón de nube delante, pronto la dejará totalmente a la vista y ese poco de claridad extra me permitirá apuntar mejor. Levanto el rifle. Decido acabar primero con el de uniforme, calculando que el chico será peor tirador.

Pero entonces sucede algo. Anka se abalanza sobre Fabjan. Si va a morir, quiere demostrarle antes lo que piensa de él, escupirle, pegarle, lo que sea. Hay un forcejeo, Anka logra soltarse del apretón del joven y corre unos pasos. De repente resbala, cae en el barro y se levanta más furiosa aún. Fabjan recibe un golpe en la boca, tal vez de Anka, lo más probable del cañón o la culata de un rifle. Fabjan maldice y veo que se lleva una mano a la boca. Escupe algo: saliva y un trozo de diente. La pelea dura muy poco, visto y no visto. El más joven ha sujetado a Anka y espera como un perro la orden de su amo. Le meto una bala en la frente. Se tambalea un instante, muerto de pie. Y luego cae de bruces. El de uniforme es el primero en reaccionar. Grita algo y Fabjan y él corren a ponerse a cubierto. Yo me lanzo rápidamente a por ellos; lo que quiero, por encima de todo, es matar a Fabjan.

Se separan y toman diferentes rumbos. Persigo al que estoy seguro de que es Fabjan, todavía puedo ver lo bastante bien para eso. Sin linterna, Fabjan va dando tumbos entre los árboles y más de una vez tropieza y cae. Le estoy acortando distancias cuando suena el primer disparo. Dos tiros disparados por la pistola del miliciano, no parece importarle si le da a Fabjan. Me agacho, quieto. Pienso en Anka, que estará cerca del búnker, ha huido corriendo. Necesito darle más tiempo. No puedo permitir que la atrapen. He matado a un hombre y volveré a matar si hace falta para que no se le acerquen, pero está muy oscuro otra vez y les he perdido la pista. Así pues, disparo un tiro hacia los árboles para que sepan que sigo aquí y obligarlos a moverse.

Espero unos minutos, a la escucha. No hay más disparos, tampoco sonido de botas; al rato oigo un motor. Abandono mi puesto de observación y empiezo a desandar camino, cuesta arriba. Llamo a Kos, y unos minutos después la tengo a mi lado.

Allí está el joven muerto. Le doy la vuelta: un ojo es un agujero sanguinolento, el otro está ciego. No hay señales de Anka, que es justo lo que yo esperaba. Mi plan es seguirla y alcanzarla cuanto antes, llevarla a un lugar seguro. Pero la lluvia y el barro le han puesto las cosas difíciles a Kos. Durante la escaramuza las pistas olfativas se han enredado, ahora se entrecruzan y Kos vuelve sobre sus pasos tratando de seguir una sola pista. Nos separamos cada cual en una dirección pero al final desisto, es demasiado peligroso. El miliciano podría venir a por mí, podría traer refuerzos. Y venir a por Anka también, que al igual que yo ha sido testigo de lo ocurrido. En ese momento se me ocurre deshacerme del muerto como hice con los otros, lanzándolo desde el barranco a la poza de nadar. Lo tengo ya agarrado por las axilas pero lo dejo caer. ¿Qué más da? Decido buscar su rifle. No lo encuentro.

No vuelvo al barranco ni al bosque durante una semana o más, tal vez dos. Cuando por fin subo hasta allí otra vez, los cadáveres han sido retirados, la tierra removida. Solo fragmentos de tela tejana chamuscada.

 

—Pensé que Anka encontraría el modo de volver. A mi casa, a la de su madre. Volver con aquellos que la querían y que la protegerían. O al menos enviar un mensaje. Pero ni una cosa ni otra. Decidió contar consigo misma y con nadie más. Se fue. Hubo un momento, después de matar yo al chico; recuerdo que ella se echó hacia atrás, no gritó ni nada, solo retrocedió hacia lo oscuro, dio media vuelta y huyó. Durante mucho tiempo, esperando en vano que ella volviera, quise creer que Anka sabía que era yo quien estaba detrás de los árboles y quien había disparado. Que ella contaba con que yo acudiría. ¿Quién podía haber sido, si no?

—¿Te parece que volverá algún día?

—Tendría que haber sobrevivido. Haber huido no hacia el norte sino hacia el sur. Pero seguro que ellos intentaron darle caza. Tendría que haber vuelto sobre sus pasos, cruzar el barranco. Y eso suponiendo que nos perdone, que alguna vez nos perdone.

—¿Y qué le pasó a Javor?

—Las autoridades lo encontraron, me refiero a sus restos, mucho después de terminada la guerra, lejos de aquí. Las milicias estaban transportando gente para matarla. Luego vinieron más guerras, muchas más, se tardó años en encontrar a toda aquella gente. Nosotros solo fuimos el principio, ¿entiendes?

Grace y yo contemplamos las casas de Gost allá abajo.

—Esto no se lo cuentes a nadie —dije.

—¿Por qué no te vas a vivir a otro sitio?

—¿Y para qué? —dije, encogiéndome de hombros—. Además, ¿adónde iría? Cuando uno lo ha visto y sabe que eso no lo va a cambiar nada, acaba acostumbrándose, como al regusto de una cosa podrida. Uno se acostumbra porque no le queda más remedio. Yo soy de Gost. Vivo aquí porque es lo que quiero.

—Pero todo te recuerda lo que pasó, cada día.

—Sí —dije sin más—. Pero a mí me gusta recordar. No solo los tiempos malos, también los buenos.

—¿Y ese hombre tan horrible, Fabjan?

—Yo me ocupo de que él también se acuerde.