1.

 

Septiembre de 2007

 

En el momento de escribir esto tengo cuarenta y seis años. Me llamo Duro Kolak.

 

Laura apareció en Gost la última semana de julio. Yo fui el primero en verla cuando llegó al pueblo en coche una mañana. Desde la colina se veía bien la carretera, una de las tres que comunican con el pueblo: la primera viene directa desde el norte, la segunda y la tercera del sudeste y el sudoeste, respectivamente. El coche iba por la carretera del sudoeste, es decir, la que viene de la costa. El primer sol había dado cuenta de casi toda la niebla, y como en días así es probable que los ciervos se animen a abandonar el bosque y bajen por la colina, entré a buscar el rifle pese a que no era temporada de caza.

Había elegido un sitio y sacado el desayuno. En la rama de un árbol una tórtola descansaba fuera del alcance de la vista de un halcón que sobrevolaba la zona. Estaba yo siguiendo perezosamente la rapaz a través de la mira de mi rifle cuando reparé en el coche. Era un todoterreno grande, bastante nuevo, y avanzaba muy despacio por la carretera desierta, como si su conductor estuviese buscando una entrada secreta. Bajé el arma de forma que el automóvil quedara en el centro de la mira, pero el ángulo y el reflejo del sol me impidieron ver quién iba al volante.

Una hora más tarde regresaba a casa por la calzada con el rifle y una bolsa vacía. En vez de atajar por el campo seguí la carretera hasta la altura de la casa azul. En el arcén de la parte de delante había una hilera de árboles. Yo había visto cómo tres de ellos superaban con los años la altura del tejado; el cuarto había acabado muriéndose tiempo atrás. Como nadie lo talaba, seguía en pie junto a sus compañeros vivos, exhibiendo unas ramas como huesos calcinados. La cornisa del tejado dejaba en densa sombra las paredes de la casa; por el encalado bajaban manchas desde las repisas de las ventanas; de un canalón brotaba una budleia: decadencia en pequeñas dosis. Nadie tenía un motivo para ir allí, ni siquiera los niños, que andaban sobrados de casas vacías, y en cualquier caso esta quedaba a las afueras del pueblo, demasiado lejos.

La puerta de la casa descansaba sobre sus goznes, los postigos estaban abiertos y una de las ventanas (su luna sucia de mugre surcada por franjas grisáceas), abierta también. El mismo todoterreno de antes, aparcado con dos ruedas encima de la hierba. Voces dentro de la casa. Una era de muchacha: joven, aguda, indecisa; la otra, de persona mayor. Hablaban en inglés (o eso me pareció; hacía mucho tiempo que no oía hablar en inglés) sobre algo que habían perdido. Estaba escuchando a una madre y su hija. La hija, entonces, dijo que iba a mirar en el coche.

Me aparté hacia el costado del edificio donde estaba colgada la vieja escalera de mano. Esperé pegado a la pared, oí sus pasos, el sonido de la puerta del coche. Fue en ese momento cuando advertí que no me encontraba solo: en la otra esquina de la casa había un chico de dieciséis o diecisiete años. Llevaba una camisa a cuadros, unos tejanos, zapatos blancos y negros de béisbol; estaba allí de pie con los ojos cerrados y la cara vuelta hacia el sol. Escuchaba música por unos auriculares, las manos abocinadas sobre ellos, y no reparó en mi presencia. Retrocedí con sigilo hacia la carretera.

Una vez en casa, medité sobre los posibles significados de lo que había visto, mientras hacía mis ejercicios gimnásticos: veinticinco dominadas en la barra que tenía sobre la puerta. Veinticinco sentadillas. Veinticinco abdominales. Hice flexiones hasta que me ardieron los músculos de los brazos y luego fui a preparar café. Solo había tomado una taza antes de salir de casa, pero cambié de idea y dejé otra vez la cafetera sobre el fogón. Decidí ir al pueblo y tomar café en el Zodijak.

 

Habían sacado ya las sillas y las mesas a la terraza. Saludé a un par de tipos. Uno de ellos trabajaba en el taller de al lado. Fabjan había contratado a una chica nueva, para el verano, y la chica sonreía a todo el mundo, algo que aquí es tan desconcertante como ir cantando por la calle. Me dijo que Fabjan estaba al llegar. Pedí un café. Alguien alzó la voz para pedir una Karlovacko[1]. Nos quedamos en silencio, viendo pasar a los transeúntes.

Eran casi las nueve cuando apareció el BMW de Fabjan. Se lo hizo pintar a pedido; eso quiere decir que nadie más conduce uno del mismo color, así se evita tener que cerrarlo con llave. Llevaba puesta una cazadora de ante nueva, color mantequilla, y unos vaqueros recién lavados, de un azul descolorido y marcando paquete. Fabjan ha engordado un poco con los años, la cintura del pantalón se le clavaba en la tripa. Siempre estaba moreno y empezaba a lucir papada.

Se sentó a mi lado. No tenía muchas alternativas; yo había cogido su mesa, algo que suelo hacer para fastidiarle: pequeños placeres típicos de un pueblo tranquilo. Dejó las llaves del coche y un paquete de Marlboro Light encima de la mesa, pidió una Karlovacko y hurgó en el bolsillo. Últimamente venía quejándose de que le dolía un diente, pero como odia a los dentistas se tomó dos comprimidos con el primer trago de cerveza. Las encías se le retiran a la misma velocidad que el pelo, tiene un diente incisivo partido. Yo sabía cuándo y cómo se lo había roto; en todos esos años no se lo había hecho arreglar. La única prueba de su paso por el dentista era un brillo de oro en una muela del fondo. Me pregunté si Fabjan se acostaba con la chica nueva.

—Qué tal —dije.

Fabjan se encogió de hombros y echó un trago.

Seguimos allí sentados. Me terminé el café y pedí otro. En estas llegó el cartero, se bajó de la bici y la dejó apoyada en la baranda de enfrente del bar.

Dobar dan —dijo.

Saludamos con un gesto de cabeza. Yo dije hola. Mi padre había trabajado en la estafeta de correos y yo conocía a varios colegas de este cartero, a pesar de que él mismo hacía solo diez años o menos que estaba en el pueblo y para entonces mi padre ya había muerto. La chica salió del interior para recoger la correspondencia y le sonrió. El cartero se marchó en bici. Pasaron los minutos; yo, como soy paciente, pedí un tercer café. Finalmente habló alguien, y fue sobre lo que a mí me interesaba saber.

—Hay gente nueva en la antigua casa de los Pavic[2] —era el tipo que estaba con el del taller. Además de gordo, era orejudo.

Fabjan rezongó algo, carraspeó y se sorbió los dientes. Nadie hizo comentarios.

Al cabo de un minuto o dos el mismo hombre volvió a abrir la boca.

—Ingleses. Ingleses —y, viendo que había despertado nuestra curiosidad, añadió—: No son turistas. La han comprado.

Trabajaba en el ayuntamiento. Yo había tratado varias veces con él al ir a recoger licencias de obras. Fabjan miró hacia la calle e hizo crujir los nudillos como si la noticia careciera del menor interés para él. Llamó a la chica para que le llevase las cartas y se dedicó a abrirlas ostensiblemente. Esperé a ver si el del ayuntamiento decía algo más y, en vista de que no, pagué la cuenta y me fui a casa.

 

Al día siguiente me desperté antes de que saliera el sol. Hice mi gimnasia, y como todavía era pronto tomé un café y esperé. A las ocho y media salí de casa. Abrí la caseta de los perros para que pudieran acompañarme. Echaron los dos a correr, el hocico pegado al suelo. Tomamos la dirección de la casa azul.

En la carretera había una mujer. Llevaba una falda tejana y alpargatas, y su cara quedaba oculta por los cabellos que le caían sueltos a ambos lados. Estaba doblada por la cintura e inspeccionaba algo en la cuneta. Silbé a los perros para que volvieran conmigo, y al oír el silbido ella se enderezó e hizo visera con una mano. Me miró a la cara y su sonrisa fue tan acogedora que por un momento pensé que me confundía con otro. Vi que lo que había estado mirando antes era un sumidero.

—Hola —dijo.

Le devolví el saludo.

Ella se apartó el pelo hacia atrás y bajó la mano. Los perros avanzaron rápidamente. Yo les silbé, pero la chica dijo «No pasa nada» y adelantó una mano para que la olieran, y una vez estuvieron satisfechos les acarició la cabeza y el hocico.

—Son preciosos —dijo—. ¿Cómo se llaman?

—Kos. Zeka.

Repitió sus nombres mientras les daba besos.

—¿Cuál es cuál?

—Zeka —señalé—. Es el más joven. Ella es Kos —indiqué la perra sobre cuya cabeza tenía ella la mano.

—Zeka —repitió la mujer—. ¿Quiere decir algo? —era mayor de lo que aparentaba de lejos. Y atractiva.

—Conejo.

—¿Y Kos?

—Mirlo.

La mujer se rio. Como yo no sabía qué le hacía tanta gracia, aparté la vista y miré hacia la zanja. Ella siguió mi mirada y volvió a reír (por lo visto, tenía sentido del humor), al tiempo que se encogía de hombros.

—Estoy buscando la llave de paso del agua.

—Esto es un desagüe —le expliqué—, para cuando llueve.

—Ya. Quiero decir, me he dado cuenta ahora. Pensaba que podía ser una boca de alcantarilla. En Inglaterra es corriente que la llave de paso esté enfrente de la casa, junto a la acera.

Debo aclarar que ella me había saludado en inglés y que estábamos hablando en ese idioma. Mi inglés no es perfecto, ha pasado mucho tiempo. Ella debía de sentirse muy segura de sí misma, pensé, para dirigirse en su propia lengua a un desconocido en un país extranjero y esperar que este la entendiera. Las personas ingenuas suelen tener suerte.

—Venga —le dije. Fui hacia la parte de atrás de la casa. Al llegar al pozo, señalé con el dedo. Ella miró el pozo, luego a mí, frunció el entrecejo.

—¿No hay agua corriente?

Negué con la cabeza.

—Esto queda un poco lejos del pueblo.

Le enseñé el funcionamiento de la bomba; sí, a pesar de los años transcurridos, todavía funcionaba. Bombeé unas cuantas veces para asegurarme.

—Entonces ¿tendré que hacer esto cada día?

Señalé hacia el tejado.

—Hay un tanque. Y en cuanto le instalen una bomba eléctrica, será pan comido —me dirigí hacia la puerta y me disponía ya a entrar cuando caí en la cuenta—. ¿Puedo? —la mujer asintió. Dije a los perros que esperaran, entré, fui hasta el fregadero y abrí el grifo—. ¿Lo ve? —puse los dedos debajo del agua, salía transparente y estaba buena. Ella hizo lo mismo y pareció entusiasmada. Luego se sacudió las gotas y me tendió la mano.

—Laura.

—Yo, Duro —dije, tomándole la mano. Dedos finos. Alianza de boda.

—No sabes cuánto te lo agradezco. Ayer y esta mañana hemos tenido que utilizar el agua de lluvia del barril. Qué bien que pasaras en el momento oportuno. Habrás pensado que soy una tonta, seguro. ¿Te apetece una taza de café? Iba a poner una cafetera. Así me cuentas cosas del lugar.

—¿De qué lugar?

Laura se rio.

—Pues de este —dijo—. Gost, el pueblo, la comarca.

—¿De Gost?

—Sí.

—No hay nada que contar.

Laura se llevó las manos a las caderas y ladeó la cabeza. Sin dejar de sonreír, preguntó:

—¿Has vivido aquí siempre?

—Sí —o casi.

—Ya, y todo te parece tan normal —se acercó a la ventana y empujó el postigo que la brisa había cerrado—. Pues te diré que es uno de los sitios más bonitos que he visto nunca. Tú ya ni lo notas, pero no sabes lo afortunado que eres.

Me acerqué hasta la ventana y saqué medio torso fuera para asegurar el postigo a su pestillo. Unos papamoscas se balanceaban en un cable alto. El campo que había estado un tiempo en barbecho se veía ahora cubierto de hierba alta y aster morado, además de unas flores amarillas, hierba de burro, creo que se llaman. Mi padre sabía bastante de plantas y flores. La hierba de burro crece por todas partes, sobre todo en los vertederos y las cunetas. Lo cual quería decir que la tierra de ese campo probablemente no era muy buena.

Laura se puso a hacer café y yo a curiosear un poco. Me había equivocado al pensar que nadie iba por allí: alguien se había ocupado de barrerlo todo y de dar una mano de pintura a las paredes. Me extrañó, porque yo siempre había prestado atención a la casa; no estoy diciendo que hiciera reparaciones —como la casa no era mía, no me incumbía a mí hacerlas—, sino que había sido testigo de su deterioro. Los cambios llegaron poco a poco, como la vejez a una mujer: otra arruga, patas de gallo que se ensanchan, manchas de la edad que van saliendo a la superficie. Hasta que un día los estragos consiguen desfigurar ese rostro que nos es tan conocido.

Debía de haber filtraciones en el tejado porque vi una mancha en una esquina del techo. El yeso se había desprendido y asomaba un trozo de listón. Al lado de la puerta, una caja con trastos para sacar a la calle: loza, un escurreplatos viejo, botellas vacías. En la parrilla del hogar, pavesas de un fuego antiguo, duras y salpicadas de excrementos caídos desde lo alto de la chimenea. Aunque habían adecentado las paredes, la pintura azul de las ventanas estaba descascarillada. Un zarcillo de enredadera reptaba pegado al marco. Pasé las yemas de los dedos por la superficie de la mesa junto a la que estaba, palpando los nudos, el alabeo de la madera. Laura trajo el café. Una niña se asomó a la puerta de atrás.

—Ahí fuera hay dos perros —dijo.

—Son de Duro —dijo Laura—. Ven a saludarlo. Duro, te presento a mi hija Grace.

—Hola, Grace.

La niña me miró de arriba abajo y no pareció ver nada interesante.

—Hola —dijo.

—Siéntate con nosotros.

—No, gracias.

—Duro me ha ayudado con el agua.

—Guay. Entonces ¿puedo darme un baño?

—Tendrás que esperar a que se caliente el agua. ¿Qué plan tienes?

—Pensaba ir a dar una vuelta. ¿No pasa nada con esos dos? Parecen bastante fieros.

Le dije a Grace que eran buenos perros. La muchacha tenía quince años, era rolliza y un poco fea; el vello claro que adornaba su labio superior parecía un permanente bigote de beber leche. No le inquietaban los perros, sino que llamaba o desviaba la atención como tarde o temprano aprenden a hacer las quinceañeras.

Laura sirvió el café una vez se hubo marchado su hija.

—Hay una gotera —dije.

—Sí, ya me había fijado. Tendré que buscar a alguien que la arregle.

—Si quieres, puedo echar un vistazo. Quizá es problema de una teja, o quizá hay que limpiar el canalón.

—¿En serio? Pues me harías un gran favor.

—Por mí no hay inconveniente.

Laura se toqueteó el anillo de casada.

—Mi marido tuvo que quedarse en casa, tiene mucho trabajo. Vendrá más adelante. Mi hijo duerme todavía, ¿qué te parece? Me imagino que tú serás muy mañanero.

Asentí con la cabeza. Sus ojos eran menudos, ligeramente rasgados hacia arriba, sobre todo cuando sonreía. La frente ancha: un lunar más arriba de la ceja izquierda.

—¿Londres? —le pregunté.

Parpadeó un poco antes de caer en la cuenta.

—No —dijo, meneando la cabeza.

—¿Manchester?

—No, tampoco. ¿Por qué Manchester, precisamente?

—Es la ciudad más importante de Inglaterra.

—¿De veras?

—Claro —dije—. Man U. Manchester United. El mejor equipo del mundo.

Ella se rio y cuando dejó de reír y cerró la boca, el labio se le enganchó en un colmillo y eso hizo que quisiera mirarla todavía más.

—No. Vivimos cerca de Bristol, en un sitio que se llama Bath. ¿Te suena?

Orgullo y prejuicio. Sentido y sensibilidad —dije yo, para que se riera otra vez.

—¡Exacto!

Me la quedé mirando:

—Deja que suba a ver el tejado y así sabré qué herramientas he de traer mañana. ¿Tienes una escalera?

Miró a su alrededor como buscando una escalera que tal vez no hubiese descubierto antes.

—¿A lo mejor en el anexo? —sugerí.

—No me he atrevido todavía a mirar ahí dentro.

Las palomas habían sembrado el suelo de inmundicia desde las vigas, y lo primero que hice fue pisar un pájaro muerto; oí crujir los huesos y aparté el cadáver de un puntapié. Rollos de alambre oxidado, una carretilla, una prensa para manzanas medio desmoronada y rota, botes de pintura apilados. En el rincón, la forma de un coche tapado con una funda de plástico.

—No sé qué será eso —dijo Laura señalando unas botellas que criaban polvo sobre un estante.

Rakija —respondí.

—¿Qué?

—Una especie de brandy, aguardiente casero.

Había una bolsa de la compra repleta de papeles. Dos cajas llenas de libros de bolsillo, los lomos desgarrados y las páginas separadas o bien pegadas entre sí formando una ola rígida. Casetes. Una caja con adornos para la casa, un viejo reloj de cocina. Un cuenco de cristal azul. Lo cogí y se me partió por la mitad.

—Qué pena —dijo Laura—. Es bastante bonito.

Tendió la mano para que le pasara los trozos, pero yo los tiré a un lado. Levanté una esquina de la funda del coche. Laura se acercó.

—Es un viejo Cinquecento —dijo—. Hace muchos años tuve uno. Lo vendí y todavía lo añoro. Qué gracia, encontrar uno igual aquí dentro. El mío era blanco, pero en realidad siempre quise tener uno rojo como este.

—Es un poco diferente del Cinquecento —le expliqué—. Carrocería más pequeña, motor más grande. Se parece al Fiat 600, pero este lleva un motor de 750. Los fabricaban aquí bajo licencia. Durante muchos años fue el único coche que la gente podía comprar por estas tierras. Lo llamábamos Fico[3] por el personaje de un tebeo, que conducía uno.

Todos los años veías a familias enteras irse de vacaciones en aquellos coches, las maletas aseguradas en el techo, camino de la costa. Le expliqué a Laura que esos coches eran capaces de arrastrar una caravana, siempre que fuese pequeña. Aquí, en esta zona, la gente los utilizaba para acarrear material agrícola; más de una vez había visto dos de ellos juntos por la carretera, tirando de una excavadora o algo por el estilo, como dos caballos uncidos. La fábrica dejó de hacer Ficos y durante mucho tiempo nadie quiso saber nada de aquellos coches; representaban la vergüenza del pasado, olían a pobreza. Todo el mundo quería un Golf o un BMW. Pero he oído decir que ahora los jóvenes de las ciudades se pirran por el Fico, son chicos con dinero y sin recuerdos.

—Leí en el periódico que vuelven a tener demanda —le comenté a Laura al tiempo que retiraba del todo la cubierta. El coche estaba intacto aunque con los neumáticos deshinchados, lógicamente, y el caucho agrietado. Abrí el maletero para echar un vistazo al motor.

—Había olvidado que el motor estaba detrás —dijo Laura.

Desenrosqué el tapón del radiador. Aún había líquido dentro.

—A lo mejor hasta funciona —dijo Laura, mirando por encima de mi hombro.

—Quizá —dije. Enrosqué el tapón y volví a poner la funda—. Aquí no hay ninguna escalera.

Empujé la pesada puerta de madera hasta atrancarla de nuevo y corrí el cerrojo. Rodeamos la casa para ir hacia la parte de delante. Al pasar junto a la escalera de mano dije: «Oh», y la levanté para sacarla de los ganchos incrustados en la pared.

Los canalones estaban llenos de hojas putrefactas, abono donde la budleia había echado raíces. Algunas tejas estaban sueltas o rotas, doce, si las conté bien. Era un trabajo sencillo. Tras el boom de la construcción diez años atrás, el empleo había empezado a escasear. Algunas casas habían sido reparadas a tiempo, pero otras, abandonadas y a merced de los elementos, estaban mucho peor que la casa azul. La gente robaba tejas. Bajé por la escalera y le dije a Laura que volvería al día siguiente. Ella estaba tan agradecida que ni se le ocurrió hablar de precio. Ya en la puerta, me agaché para coger la caja de trastos.

—¿Quieres que me deshaga de esto? —pregunté.

—Sí, gracias. Tendrás que enseñarme dónde se tira la basura.

—Descuida.

—Bueno, hasta mañana —dijo ella.

—Sí.

Llamé a Kos y Zeka y echamos a andar. Laura se quedó en la puerta, observándonos. Lo supe sin necesidad de volverme, como supe también en qué momento se metió dentro otra vez.

Cuando llegué a casa me puse a inspeccionar lo que había en la caja: casi todo eran trastos, en efecto. Las botellas y los tarros siempre se podían usar. Los enjuagué para guardarlos. En el fondo de la caja encontré unas pocas teselas azules y verdes. Las examiné una a una, recreándome en las distintas texturas: los cantos ásperos de la arcilla, el tacto resbaladizo del vidrio. Las coloqué en fila sobre el alféizar de mi ventana.

 

Aquella tarde fui al pueblo a tomar una copa, pensando en la buena perspectiva de varias semanas de trabajo remunerado. El aire era denso, hacía el calor típico que precede a una tormenta. Zeka y Kos me acompañaron. Pedí un vaso de vino en la barra, pagué y me lo llevé a la terraza. Aunque era domingo, las calles estaban más o menos desiertas. Se había perdido el hábito de salir de paseo a esa hora, de cotillear un rato, los hombres para codiciar a las esposas guapas de los vecinos, las mujeres para hacer el vacío a esas mismas esposas guapas. La gente se queda en casa, por lo visto ocurre en todas partes. Una nube de estorninos de moteadas formas poblaba el cielo. Seguro que había cerca un halcón o un cernícalo, y cómo no, mientras estaba yo mirando apareció uno y se lanzó sobre la bandada. Parecía imposible que fallara, y sin embargo los estorninos —que se contaban por millares— se las apañaron para esquivarlo sin demasiado esfuerzo y seguir con sus evoluciones.

Me dediqué a mirar los pájaros un par de minutos y cuando bajé la vista a la calle allí estaba Krešimir. Es bastante solitario, igual que yo; quizá hacía meses que no lo veía. Gost no es un pueblo tan grande ni tampoco tan pequeño como para que su presencia fuese algo chocante; quiero decir que uno puede ver a la misma persona dos veces en un solo día y luego no verle el pelo en todo un año. Esto no es la metrópolis, sino una pequeña población rural. Pero, bueno, de todos modos fue una coincidencia. Me fijé en que Krešimir caminaba un poco encorvado; era como si estuviese buscando monedas en el suelo. Ambos conservamos el pelo, solo que él lo lleva peinado hacia atrás; le cubre el cuello de la camisa y está entreverado de gris. Yo lo tengo negro y corto. Krešimir llevaba la camisa abotonada hasta arriba, y también los puños. Cuidaba mucho su atuendo; por ejemplo, jamás se ponía una prenda que estuviera mínimamente gastada, manchada o deshilachada. Era meticuloso en el vestir, y su familia tenía bastante más dinero que la mía. No miró a derecha ni a izquierda, simplemente siguió andando por la calle, ahora un poco más despacio que antaño. A mí no me vio. Mientras lo observaba tuve una sensación de déjà vu, de haber estado en ese sitio exacto en otra ocasión, con estorninos en el cielo y Krešimir, mi antiguo adversario, pasando frente a mi campo visual.

En otro tiempo solíamos ir juntos a cazar pájaros; de eso hace ya muchos, muchos años.

Krešimir, Anka y yo: cazando pichones por ahí antes de ir al colegio. De vuelta a casa, Krešimir inexplicablemente furioso, como le ocurría con frecuencia. Llueve y aún es casi de noche. Volvemos de los campos y ni un solo pájaro a la vista. Después de cuarenta minutos regresamos a casa.

Krešimir se enfada cuando las cosas salen mal. Tiene muy mal genio y cuando le da el pronto camina muy deprisa, con el culo salido, y a mí se me escapa a veces la risa, lo cual le enfurece todavía más. Pero esta vez Anka y yo no nos reímos; aunque caminamos a buen ritmo, hemos renunciado a mantenernos a su altura, y eso no le gusta a Krešimir. Andar deprisa es su manera de humillarnos porque yo soy mucho más bajo que él y Anka es chica y más joven. Krešimir, con sus andares y sus veloces e inesperados movimientos, nos demuestra su superioridad física. Yo no sé por qué se ha enfadado tanto esta mañana, a fin de cuentas no es la primera vez que volvemos de vacío. Siempre disfrutamos de ir a cazar por la cosa en sí, pero hoy no. Ha habido algo en esta batida que ha puesto furioso a Krešimir.

Me separo al llegar a la panadería para ir a casa, quitarme la ropa mojada y cambiarme antes de ir al colegio. En la esquina me vuelvo con la intención de decir adiós, pero ellos no están mirando. Anka se apresura para alcanzar a Krešimir, sin dejar de pasarse la mano por la cara para apartar la lluvia y los cabellos mojados. El viento transporta su voz, aguda y alegre, cuando llama a su hermano, pero este se hace el sueco.

Fue por el alcohol y los estorninos, por ver a Krešimir que ya no puede andar tan deprisa, por el cielo encapotado y ese frío de las cosas dejadas a medias, que me vino ese recuerdo a la cabeza. Sin pensarlo dos veces, me puse de pie y lo llamé; él se volvió pausadamente, con deliberada ausencia de sorpresa. A Krešimir no le gusta que lo sorprendan y ha aprendido a reaccionar en consecuencia. Le dije en voz alta que viniera a tomar un trago, aunque ni por un momento pensé que diría que sí, pero el caso es que se acercó a la mesa, describiendo una semicircunferencia para esquivar a los perros. Kos lo olió y levantó el labio superior.

—Solo te está sonriendo —le dije. Krešimir era poco amante de los perros, por no decir de todos los animales en general; era una de las razones por las que cazaba.

Aceptó un vaso de vino sin darme las gracias y se quedó allí sentado, escrutando la calle con la mirada. Cogió el vaso, bebió la mitad de un trago y volvió a dejarlo sobre la mesa. No dijo nada. Krešimir jamás invitaba a una ronda y mostraba desdén ante la hospitalidad de los demás. Hizo como si fuera él quien estaba haciéndome un favor a mí. Sentí deseos de tomarle el pelo, tanto más cuanto que sabía que eso le fastidiaba.

—Bueno, ¿qué te cuentas? —dije.

Krešimir no me miró siquiera.

—Nada nuevo.

—¿Crees que lloverá?

Krešimir miró hacia el barranco; una masa de nubes se agolpaba tras las colinas.

—Puede —dijo—. Quizá esta noche. O mañana.

Hice señas a la camarera para que nos trajese dos vasos más. Una gota de lluvia cayó delante de mí, encima de la mesa.

—Tengo que irme —dijo Krešimir.

—Bueno —le dije a la camarera que pusiera el vino en la mesa. A diferencia de, por ejemplo, Fabjan, o incluso de mí mismo, Krešimir aguantaba mal la bebida—. Han comprado la casa vieja.

—¿Quién te lo ha dicho?

Respondí que había oído comentarios en el Zodijak.

Resopló ligeramente y luego dijo:

—La gente habla demasiado.

—Entonces ¿es verdad?

—Iba a echarse a perder —respondió Krešimir, quitándole importancia con un gesto de la mano.

Luego esbozó una sonrisa funesta y me preguntó cómo iba de trabajo. Sin él saberlo, no se apartaba del tema. Por estos pagos se considera que Krešimir tiene un buen empleo porque trabaja de comercial en las oficinas de la fábrica de fertilizantes, aquí en Gost. Yo, en cambio, soy albañil, trabajo con las manos y me busco la vida, y no siempre resulta fácil. Krešimir tiene estudios universitarios, mientras que yo no terminé la formación profesional. Él se recreaba en la ventaja que eso le daba sobre mí.

Le dije que el trabajo iba bien. La lluvia arreció pero me quedé donde estaba, mirando cómo las gotas caían sobre la cabeza de Krešimir. Como he dicho antes, conserva una buena mata de pelo, que, sin embargo, canas aparte, ha retrocedido considerablemente en la parte de las sienes. Para compensarlo, Krešimir lo llevaba últimamente un poco más largo; así la gente, asombrada ante el milagro que suponía el resto de su cabeza, no se fijaba en la calvicie incipiente.

—Y ahora, ¿qué vas a hacer? —pregunté.

—¿A qué te refieres?

—Después de vender la casa.

—¿Tengo que hacer algo?

—Es lo que suele hacer la gente: algo.

—No me digas.

—Te digo.

—Bueno, pues ya que lo preguntas, estoy pensando en marcharme.

—¿De Gost?

—Sí.

—¿Y adónde irías?

—No sé, puede que a la costa. A las islas. Dicen que allí se vive bien. La gente se está largando, Duro. Quizá deberías marcharte tú también. Hay turistas otra vez. Bueno, me voy, tengo cosas que hacer —se puso de pie y apuró el vaso.

—Buena suerte —le dije.

—¿Con qué?

—Con el cambio de residencia.

—Gracias.

Krešimir cogió sus bolsas de la compra. Se había casado tarde. Su mujer, que al principio era una rubia muy guapa y llena de ideas (aunque no especialmente buenas), apenas si salía ya salvo para ir a ver a sus parientes, en cuyas casas se quedaba varios meses seguidos, pues no osaba enfrentarse a su marido o abandonarlo. Quizá ahora estaba de visita, aunque podía ser que Krešimir hubiera decidido hacer él mismo la compra. Tal vez su mujer había comprado demasiadas veces la marca que no tocaba, o se había pasado del presupuesto. Krešimir era bastante tacaño, no sé si lo he comentado antes. Dio un rodeo para evitar a los perros y se alejó.

Yo me quedé un rato más, terminé el vino, llamé a Kos y Zeka y me fui a casa. Llovía a cántaros: un chaparrón de verano. No duraría ni el tiempo de llegar yo al final del pueblo. Pensé en la casa azul y en sus nuevos propietarios. Pensé en la gotera del tejado. El día siguiente era lunes, día laborable. Me presentaría allí a primera hora y me pondría a trabajar. Levanté la vista: los estorninos ya no estaban.

Mientras caminaba, pensé: «O sea, que Krešimir se marcha de Gost».