2.

 

La budleia había echado raíces tanto en los canalones como las juntas. Al arrancarla produjo una lluvia de polvo de mampostería. Laura, que estaba al pie de la escalera, aplaudió contenta. Tiré la budleia al suelo y bajé.

—¿Tienes algún cubo? —pregunté—. Mejor si son dos.

Laura entró en la casa y volvió a salir con un par de viejos baldes de metal. Subí de nuevo al tejado y empecé a limpiar los canalones.

Me había presentado muy temprano, listo para trabajar, pero ella había hecho café y me ofreció un pastelito. Estaba rancio.

—Es que tengo que ir al supermercado —se disculpó.

—Hay una panadería. Hacen pastas de todas clases. Te enseñaré dónde está —había terminado el café y me puse de pie—. Será mejor que empiece a trabajar.

Ahora ella estaba abajo y miraba cómo yo iba tirando hojas y ramitas podridas al cubo. Cuando tuve el primero lleno, bajé y lo cambié por el vacío. De esta manera, y con la ayuda de Laura, fui cubriendo de izquierda a derecha toda la fachada de la casa, corriendo la escalera de mano cada metro o metro y medio. En un momento dado, miré por una de las ventanas del piso de arriba; no había cortinas, y vi dormido en la cama al chico a quien había visto dos días antes. Estaba desnudo y yacía boca arriba con una mano sobre el pecho y la otra agarrándose el pene. Nada, ni el sonido de la conversación ni el ruido de la escalera raspando la pared, había enturbiado su sueño.

A eso de las once y con el trabajo hecho, Laura preparó más café. Le dije que lo siguiente sería reparar las tejas, y que como normalmente se suelen guardar en las casas unas cuantas de repuesto, iría a echar un vistazo, si a ella le parecía bien; de lo contrario, tendríamos que comprarlas. En ese momento apareció el hijo de Laura sin otra cosa encima que una toalla arrollada a la cintura, los ojos legañosos. Fue sin decir palabra hasta el fregadero y se sirvió un vaso de agua del grifo. Laura se levantó de la mesa y fue a darle un beso en la mejilla. «Buenos días, cielo.» El chico dejó el vaso en el fregadero y Laura lo cogió y lo enjuagó. Él abrió un armarito y miró dentro, y ella le preguntó si tenía hambre. Cuando vio que el chico sacaba una caja de cereales, ella fue a por un bol y una cuchara y sacó la leche de la nevera. Vi que no íbamos a seguir hablando y me puse de pie. Laura se volvió.

—Gracias, Duro —dijo—. Ya me contarás qué pasa con las tejas.

Trepé por la cuesta que hay detrás de la casa y examiné el tejado. Es de pendiente muy pronunciada; imagino que ya sabrás que es para la nieve. Desde allí pude ver bastante bien los desperfectos; peor de lo que había imaginado, aunque tampoco mucho. Las nevadas fuertes y la escarcha pasan factura, y seis meses atrás estábamos en lo más crudo del invierno. Había líquenes y musgo por todas partes. Reparar tejados es tarea de todo el año, como le había dicho yo a Laura. Un exuberante seto de espino limitaba el patio por uno de sus lados; en los otros tres estaban la casa y los anexos. Un nogal había sembrado el suelo con dos décadas de sus vástagos. La hierba había crecido y muerto durante dieciséis veranos. Un fregadero antiguo, una ratonera oxidada, una carretilla cargada de cachivaches. En un rincón, varios bancales elevados donde encontré rúcula, de flores amarillas con franjas negras. También hinojo, tan crecido que era más alto que yo. Un manojo de tallos de frambuesa. Un tiesto de perejil se había volcado y la planta medraba en un charquito de color verde subido. Puse el tiesto sobre un alféizar. Arrimada a la pared de fuera encontré una pila de ladrillos, pero ninguna teja. La puerta del segundo anexo se había atrancado y hube de abrirla de un puntapié. Tampoco había allí tejas, pero sí unas cuantas herramientas; miré a ver qué podía servir. Luego salí al sol.

La casa azul: no sé si alguien más la llamaba así. Para casi todo el mundo era la casa de los Pavic, la primera de ellas, puesto que luego se mudaron a otra en el pueblo mismo. La rodeé con mirada crítica, contando con los dedos las cosas que había que arreglar: canalones, tejado, pintura; los bastidores de las ventanas daban pena, la mampostería necesitaba un buen encalado. La estructura del edificio aguantaba razonablemente bien. El nogal seco, por supuesto, había que talar el árbol, y en el interior de la casa había mucho que hacer, empezando por la pared de la habitación de delante. Toqué con una paleta un alféizar donde la madera estaba blanda y astillada, probé en otra y vi que estaba bien. Entré de nuevo en la casa y le dije a Laura:

—Habrá que comprar unas tejas, un poco de masilla y pintura, y un soplete.

Me miró pestañeando.

—Para las ventanas —añadí—. La madera está podrida. Si esperas varios inviernos más, tendrás que cambiarlas todas —volví la cabeza para dirigirme al chico, que estaba desayunando sentado a la mesa—. Yo soy Duro. Mucho gusto.

Laura se llevó una mano a la boca.

—Perdón. Se me había olvidado presentaros.

El chico levantó la vista y me ofreció su mano al ver que yo le tendía la mía: me la estrechó sin el más mínimo entusiasmo.

—Hola —dijo, retiró la mano y bajó otra vez la vista.

Fuimos al pueblo en el coche de Laura. Había cola para entrar en la panadería, eran los rezagados que se apresuraban antes de que la tienda cerrase al mediodía.

—Para conseguir el mejor pan —le dije a Laura— tienes que venir temprano.

Ella estiró el cuello por encima de la cola de gente.

—Casi no queda pan —dijo—. Vamos a otra.

—Es la única panadería.

Me miró y se rio.

—¿En serio? Pues si alguien abre otra, seguro que se forra.

—Antes había otra.

—No me digas que cerraron por falta de clientes.

—La gente se marchó.

Me miró encogiéndose de hombros.

—Bueno, pues toca esperar. Imagino que tú tendrás cosas que hacer.

En el Zodijak me tomé un espresso. Ni rastro de Fabjan. Pasados quince minutos, volví a la panadería y encontré a Laura frente al mostrador; hablaba en voz alta y gesticulaba con las manos. La mujer que atendía la miraba muy seria, negándose de plano a jugar al lenguaje de signos. Me abrí paso entre la gente que esperaba.

—Duro, menos mal.

—¿Qué tipo de pan quieres?

—Una barra. ¿Puedes preguntarle si tienen de harina integral?

No creí que hubiera de eso, pero traduje la petición. La dependienta, que había estado casada un tiempo con un primo mío, contestó en croata: «No».

—No —repetí yo—. Solo hay pan blanco.

—¿Puedo encargar uno integral, quizá para mañana?

Traduje.

—¿Tú qué crees? —dijo la ex de mi primo, otra vez en croata, que por supuesto era el único idioma que hablaba.

—Dice que lo siente —le transmití a Laura—, pero que no aceptan pedidos especiales. Lo que hay está a la vista. Como puedes comprobar, tienen un montón de clientes.

—Está bien, entonces me llevo una de esas —Laura señaló una barra grande y la mujer la metió en una bolsa—. ¿Qué llevan esas pastas?, ¿mermelada o chocolate?

—Monedas de oro —respondió la mujer, señalando los tres tipos de pastelitos—. Esta lleva monedas de oro. La de al lado el tesoro perdido. La última es de chocolate, se nos acabó el tesoro.

Alguien de la cola sofocó una carcajada.

—Llevan crema —le dije a Laura—. No están mal. La última lleva chocolate. Son las mejores.

—Entonces tres de chocolate. ¿Tú qué quieres, Duro? Te invito.

—Gracias —hice el pedido.

—Qué suerte tienes —dijo la ex de mi primo, levantando una ceja. No hice caso.

—¿Qué le debo? —preguntó Laura, mirándonos alternativamente a mí y a la mujer.

—Ochocientas kunas.

Laura se volvió hacia mí y meneó ligeramente la cabeza.

—Perdón, ¿cuánto ha dicho?

—Ocho kunas —respondí, y le eché una mano con las monedas.

De vuelta en el coche, Laura se disculpó.

—Gracias, Duro. Me parece que la mujer no ha estado muy amable.

—Es solo su manera de ser.

—Pensaba que se había molestado por algo que he dicho.

—Siempre está de mal humor —dije—; su marido la abandonó.

—No me extraña. ¿Eso de ahí es la ferretería? —preguntó, aflojando la marcha.

—No, hay otra tienda que tiene precios más asequibles. Tuerce por la primera a la izquierda.

Entramos en la tienda y fuimos a la parte de atrás, donde guardaban las tejas. Cogí dos paquetes de diez. Los precios eran casi iguales en los dos establecimientos, pero Fabjan era copropietario de la otra ferretería y yo no tenía el menor interés en que ganara dinero a mi costa. Cogí un par de cosas que necesitaba y le pregunté a Laura qué color de pintura quería para las ventanas y la puerta. En vista de que dudaba, dije:

—¿Puedo hacer una sugerencia?

—Adelante, claro que sí.

—Lo más sencillo es elegir el mismo color. Así dará menos trabajo. Donde la madera esté bien solo tendré que lijar un poco, no hará falta levantar toda la pintura.

—De acuerdo —dijo Laura—. Es un color muy bonito. Muy parecido al de los acianos. En Inglaterra casi no se ve, supongo que porque el cielo está demasiado gris. Para que resalten esos tonos hace falta sol.

—Dicen que este color ahuyenta a los insectos, sobre todo a los mosquitos.

—Es la segunda vez que lo oigo decir. En el sur de los Estados Unidos utilizan un tono de azul cielo similar, lo llaman «azul espíritu». Se ve por todas partes, sobre todo en galerías y porches. Y dicen exactamente eso, que repele a los mosquitos. En Savannah alguien nos contó que el verdadero motivo era que ese azul ahuyentaba a los fantasmas y espíritus inquietos, una vieja superstición de los esclavos, según parece. Por eso pintan las casas de azul por fuera —se rio.

—Aquí —dije—, en muchos pueblos pequeños se celebra una fiesta donde los hombres se disfrazan con máscaras y pieles de animales para echar del bosque a los espíritus malignos. Si estás por aquí en febrero, podrás verlo.

Una vez en la casa, dediqué veinte minutos a ordenar el cobertizo de las herramientas y guardar las cosas que habíamos comprado. Cuando volví a entrar, la hija de Laura, Grace, estaba limpiando las ventanas.

Dobar dan —dije, y la chica se sobresaltó. La cabeza le dio una sacudida, me miró y apartó rápidamente la vista.

—Hola —dijo. Un gritito casi imperceptible acompañó a la palabra, y luego un leve y extraño tarareo, como el sonido de un diapasón.

Salí de la casa, coloqué la escalera de mano y subí al tejado. Para cada reparación tuve que poner en su sitio la escalera, bajar a por una teja, volver a subir y colocarla. Las tejas rotas las fui tirando abajo. Me habría venido bien tener un ayudante que me pasara las tejas, y el candidato más a mano era el hijo de Laura, pero no se le vio el pelo. A pesar del engorro de verme obligado a subir y bajar cada vez, fui adelantando el trabajo. La soledad me va bien. No soy muy dado a la típica camaradería entre albañiles, con su trasfondo violento, y donde, si uno decide trabajar en vez de hacer el vago, te acaban señalando con el dedo. Tenía la suficiente experiencia como para que eso no me molestara; me limitaba a hacer mi trabajo y sabía cuidar de mí mismo. Pero si me daban a escoger, prefería estar solo. Más de una vez he pensado que me gustaría ser escritor, trabajar a solas en una habitación, aunque para eso tendría que haber ido a la universidad. Se me daba bien la historia, los idiomas. Pero mi padre me lo quitó de la cabeza: no había expectativas de trabajo, a menos que uno perteneciera a determinadas familias, y aun así, ¿sabía yo cómo vivía la gente en las ciudades? Profesiones liberales, tres generaciones en el mismo pisito, dividiendo las habitaciones, espacios cada vez más pequeños. «Trabaja con las manos —me decía—. De ese modo serás tu propio jefe, tu destino dependerá de ti mismo y comerás todos los días». Mi padre tenía razón.

 

—¿Dónde aprendiste a hablar tan bien el inglés, Duro? —preguntó Laura mientras estábamos sentados a la mesa de la cocina. Me pasó una cerveza. A primera hora de la tarde le habían llevado una nevera, y había pasado rato suficiente como para que la cerveza estuviera fría, pero no mucho.

—Estuve un tiempo en la costa —dije.

—¿Haciendo qué?

—Un poco de todo. Trabajé de camarero, de manitas en un hotel. Pero donde más tiempo estuve fue en los barcos.

—¿Has viajado?

—No —respondí—. Entonces no era tan fácil como ahora. Además, tenía poco dinero. ¿Y tú?

—He viajado un poco, sí; sobre todo en vacaciones. Lo más lejos que he estado es en Pakistán; una vez fui a visitar a un amigo que trabajaba allí. La gente me miraba mucho. Un día fuimos a un restaurante y yo era la única mujer. Las pakistaníes no pueden salir solas, y cuando las dejan tienen que ir tapadas, quiero decir, con un velo en la cabeza. Las mujeres blancas llaman mucho la atención.

Yo no sabía nada de Pakistán.

—¿Es la primera vez que vienes a este país? —pregunté.

—Vine cuando era pequeña. A finales de los años sesenta, o primeros setenta, quizá. Con mis padres. Y me enamoré por primera vez.

Le dije a Laura que me parecía demasiado joven como para haberse enamorado hacía tanto tiempo.

Se rio, una risa franca, no la típica risita de mujer que cree que la están halagando, sino la de la propia Laura cuando se sentía incómoda.

—Era una cría —dijo—. Debía de tener cinco o seis años. Sé que parece ridículo, y por descontado que aquello no era amor, pero fue la primera vez que experimenté algo parecido, un sentimiento diferente del afecto que sentía hacia mis padres o mi hermana, algo mucho más emocionante. Recuerdo perfectamente el momento, el lugar, el entorno, el olor... Romero, lavanda, tomillo, todas esas hierbas silvestres, mezclado con olor a polvo y a salitre. Y el calor que hacía. Incluso me acuerdo del bañador que llevaba puesto, uno con un sol amarillo muy grande. Yo estaba en la playa con mi hermana; mis padres habían salido de paseo en barca. No sé cómo fue que nos separamos, el caso es que ocurrió e imagino que tampoco estaban tan lejos, pero a mí me parecía una gran distancia para cubrirla a nado. Todo el mundo me llamaba desde la barca, hasta mi hermana me animó a tirarme al agua, pero me entró el pánico y me eché a llorar. Había aprendido a nadar hacía poco y aún recurría al flotador; el problema era que mi flotador estaba en la barca y me negué a meterme en el agua sin él.

—¿Y tu padre o tu madre no te lo llevaron?

—No. El chico de la barca, que era hijo o sobrino del propietario, y que siempre venía a echarnos una mano y se movía en el mar como un pez, cogió el flotador y se lanzó al agua. Lo tuve en un altar hasta el final de las vacaciones. Nueve años o así, creo que tenía. No se me ha borrado aún la imagen del chico lanzándose desde la proa de la barca. Me hizo sentir tan especial... Fue mi héroe —Laura rio de nuevo, flojo.

 

Llevé los perros al monte cuando se estaba poniendo el sol. Las luces de Gost me separaban de una inmensa oscuridad: el mar, a dos horas en coche. Zeka olió algo y echó a correr con el hocico pegado al suelo, y Kos detrás. Los dejé un rato a su aire para ver hacia dónde iban y luego los llamé al orden, antes de que se me perdieran en la plantación de pinos. Nos adentramos juntos en la arboleda. Dentro era casi de noche. Las agujas de pino formaban una alfombra que amortiguaba las pisadas. Al otro lado de la plantación hay un claro donde suelen reunirse ciervos. Cuando estuvimos a unos cincuenta metros ordené a los perros que se echaran y esperasen allí, y ellos, obedientes, se agacharon lentamente sobre sus ancas. Fingían indiferencia, Kos y Zeka, pero yo sabía que todos sus nervios y todos sus músculos estaban en tensión. Avancé muy despacio, equilibrando el peso sobre el borde exterior de mis pies; cada diez pasos me detenía y aguzaba el oído. Contaba con que el silencio del bosque me permitiría oír a los ciervos antes de verlos, y así fue: eran nueve y estaban paciendo en la linde del claro. Una hembra de gamo, joven, alzó la cabeza. Me quedé quieto. El animal miró nervioso a su alrededor y luego bajó la cabeza de nuevo. Siete hembras, dos machos. Los machos eran más jóvenes, probablemente no llegaban al año. La hembra que había levantado la cabeza era la que estaba más cerca, tendría unos tres años. Alcé el rifle, apunté hacia ella y bajé la aleta del seguro. La hembra continuó paciendo, en diagonal respecto a mí. Yo observé, al acecho. Puede que el animal notara mi presencia, porque levantó de nuevo la testuz, miró a derecha e izquierda y luego hacia donde yo estaba. Sacudió una oreja. Quietud absoluta. La hembra se tranquilizó y bajó la cabeza; para alcanzar otro bocado de hierba cambió ligeramente de posición, ofreciéndome el flanco. Coloqué la cruz reticular justo encima de su sien, tomé aire, lo expulsé despacio, apreté el gatillo y la vi caer.

El disparo ahuyentó al resto de los ciervos. Kos y Zeka se hallaban a mi lado, listos para seguir el rastro de sangre si es que lo había. Pero no los necesité: la pieza había caído justo donde estaba paciendo. El cielo se había oscurecido y no había claridad suficiente para despellejarla allí en el bosque, de modo que me la cargué al hombro y eché a andar hacia mi casa. Desde hacía un par de días me acordaba a menudo de Krešimir y Anka; era como si me hubieran levantado en vilo y transportado a aquella época, con cuyos acontecimientos había aprendido finalmente a convivir. Qué remedio; ninguno de nosotros tuvo elección, aunque unos lo habían llevado mejor que otros. En ese momento recordé que, justo donde me encontraba, allí donde los pinos se asoman al barranco, habíamos visto nuestro primer jabalí.

Anka, que luce unos calcetines amarillos hasta la rodilla, se sube a una roca y hace equilibrismo: los brazos por encima de la cabeza, de puntillas, como una bailarina en una cajita de música. Estira una pierna hacia atrás, despacio, el brazo contrario al frente. Lleva una falda amarilla a juego con los calcetines y la brisa se la levanta; por lo demás, su inmovilidad es impresionante. Me dispongo a abrir la boca para vitorearla cuando veo que le cambia la expresión y sigo la dirección de su mirada, hacia la primera fila de pinos. En la tierra de nadie de sombras y sol, un jabalí: enorme. Levanto el arma muy despacio y apunto. Yerro el tiro, gracias a Dios, porque es una escopeta de perdigones y solo habría conseguido enfurecerlo. El proyectil rebota en un árbol. La bestia se estremece, nos mira unos instantes y se marcha. Anka salta de la roca y se arroja en mis brazos.

Volvemos exultantes a casa. Nadie se molesta en contar que le he dado a un árbol y no a un jabalí. Krešimir y yo tenemos catorce años, Anka diez. Estamos en 1975.

Inspiré el fresco aroma a pino, esa nota de fondo como a mantillo, más potente aún en la oscuridad. Cerré los ojos intentando imaginarme el año 1975, pero volví a abrirlos sin que hubiera surgido una imagen. Silbé a los perros y regresamos a casa por la carretera. Entre los postigos de la casa azul se veía luz. Me detuve y miré hacia la casa, el cadáver caliente del gamo sobre mi hombro, los perros en silencio a mi vera. Alguien (¿Laura?) pasó por delante de una ventana de la planta de arriba. Estuve allí unos minutos más hasta que Kos habló, un gemido suave, y entonces torcimos hacia mi casa.

No pude dormir pensando en el pasado, en cosas que no me venían a la cabeza desde hacía años. Oí la voz de una raposa en las cercanías, un sonido muy desagradable. Yo la había visto, algunas noches merodeaba cerca de las casas en busca de restos que llevar a sus cachorros ya crecidos, y esa noche el olor de la pieza que yo había despellejado en el patio un par de horas antes había despertado su curiosidad. Hostigó a los perros y los perros respondieron, corriendo de un lado para otro de la caseta entre ladridos y aullidos, arañando la tela metálica.

A la mañana siguiente, martes, me presenté temprano en la casa azul. Llevaba un formón en la mano. Unos años después de que la casa quedara desocupada, alguien había enyesado y encalado una parte de la fachada. Un trabajo chapucero. Comprobé que no hubiera nadie a la vista y rasqué un trozo del yeso hasta que estuvo medio suelto y luego lo arranqué con los dedos. Permanecí allí unos minutos, rascando y tirando pedazos de yeso a la hierba alta. Luego retrocedí unos pasos. Ahora se veía una parte de lo que había debajo: un entramado de teselas azules y verdes hechas de vidrio y arcilla, idénticas a las que yo había dejado sobre el alféizar de mi ventana.

Laura estaba dentro, hablando por el móvil. El día era sereno; el cielo, azul pálido. Muchas veces la sierra mermaba la cobertura de los teléfonos móviles, pero ese día el invisible campo de fuerzas que envolvía el pueblo la mayor parte del tiempo parecía brillar por su ausencia. Laura señaló el aparato que sostenía en la mano y pronunció algo formando las vocales pero sin emitir sonido, y luego indicó por señas la cafetera que había encima de la mesa, al lado de una taza sola. Se marchó arriba para terminar de hablar. No había rastro de sus hijos. Me llevé el café afuera y me puse a rascar la pintura de los alféizares.

Al cabo de una hora, Laura vino a ver cómo me iba y luego se fue al pueblo. Cuando regresó dejé las herramientas para ayudarla a entrar la compra. Más café, que volvimos a sacar fuera. Laura se puso de cara al sol, cerró los ojos unos segundos y luego los abrió para tomar un sorbo de café; vi que contemplaba la fachada de la casa. Cuando reparó en el lugar donde yo había desprendido el yeso se levantó y fue a mirar. Pasó las yemas de los dedos por las teselas. Yo esperé un poco y luego pregunté:

—¿Qué es?

—Aquí debajo hay algo —respondió—. Parece un mosaico.