Gost está asentado en un poljé de esa roca caliza que llaman karst. Millares de años de sedimento habían favorecido los cultivos, y es gracias al suelo que Gost dispuso de grano en abundancia durante tantos años. Dicen que hay ríos ocultos, cuevas de caliza y dolinas. Yo eso no lo sé; lo único que puedo decir es que si uno se planta en medio de Gost mirando al norte y levanta la cabeza para otear las colinas, observará que el río se inclina más de un lado que del otro. El río nace como manantial a las afueras de una aldea situada a unos pocos kilómetros del pueblo y luego discurre hacia el norte, alejándose del mar, atraviesa Gost dejando atrás los viejos molinos, se mete entre las colinas y finalmente desemboca en un gran lago varios centenares de kilómetros al noroeste de aquí. Desde Gost puede verse una cicatriz de roca gris que serpentea entre el verde antes de que el río se divida en afluentes un poco más arriba de la poza donde la gente va a nadar: eso es el barranco Gudura Uspomena.
Gudura Uspomena es mi lugar preferido y el de Krešimir. Es un barranco muy profundo, nos aventuramos a descender allí donde los costados se empinan. Una roca sobresale de las demás; nos acercamos al borde, nos tumbamos boca abajo y desde allí contemplamos el vertiginoso precipicio, pugnando por contrarrestar el fuerte tirón del abismo. A veces bajamos por la cuesta y nos quedamos horas y horas en el barranco, un lugar donde nadie puede encontrarnos. En verano nos bañamos en la poza, dejamos la ropa amontonada y saltamos por las rocas, flacos y pálidos, para zambullirnos en el agua, que todo el año está helada y corta la respiración. Nos secamos al sol y después nos tiramos otra vez al agua. Solemos bajar más tarde hasta la cascada que hay al pie de la poza, y sosteniendo nuestros lampiños penes bajo el agua impetuosa aguardamos hasta que se nos estremece el estómago con un nuevo y extraño placer.
Otras veces montamos campamento bajo el perpetuo crepúsculo del bosque de pinos; nos atiborramos de comida robada, fumamos cigarrillos y después bebemos por turnos de una botella de rakija, entre muecas y toses. En un momento dado nos da por la alquimia y elaboramos nuestro propio aguardiente: grappa barata a la que añadimos hinojo, tomillo y unas bayas desconocidas que encontramos en el barranco y que podrían ser venenosas o no. Enterramos las botellas y las desenterramos demasiado pronto y nos pasamos la noche devolviendo.
Un día, ebrios los dos, reto a Krešimir. Desnudos y a la de tres, empezamos a correr entre los árboles. Entiéndase que somos cazadores fascinados por la visión nocturna, a la que concedemos gran importancia y, por consiguiente, hombría. La carrera en cueros es para determinar quién de los dos tiene mejor visión nocturna; no gana el más veloz —si bien se trata de correr lo más rápido posible—, sino aquel que sale mejor parado de arañazos, cortes y moratones; en otras palabras, el que choca con el menor número de árboles.
En otras ocasiones trepamos por la ladera para ir a jugar al viejo búnker, donde terminan los pinos. Se supone que no deberíamos hacerlo, claro; los búnkeres son por si atacan los soviéticos. El nuestro está agrietado y cubierto de musgo, y el interior es oscuro y húmedo, el techo gotea, huele a meados y a podredumbre, aunque solo Dios sabe quién puede haber subido hasta aquí para vaciar la vejiga.
Tenemos doce años, quizá once. Una noche de verano convencemos a nuestros padres para que nos dejen dormir en el bosque. Mi padre opina que los chicos tienen que hacerse duros, sobre todo yo, con dos hermanas mayores y un poco bajo para mi edad. El padre de Krešimir vive todavía y dice que bueno. Pero el pinar hierve de actividad durante toda la noche y no son los gritos de los animales lo que nos asusta, sino el ruido de unos coches, el brillo de los faros, el murmullo de pisadas y de voces.
Al día siguiente, mi padre, al ver la cara que ponemos, me dice que probablemente se trata de estraperlistas, gente que hace contrabando. Me pregunta si alguno de los hombres nos vio. Respondo que no. «Bien», dice él, y me da unas palmaditas en la cabeza. Krešimir y yo añadimos nuestra escaramuza con los contrabandistas al repertorio de acontecimientos gracias a los cuales nos haremos hombres algún día. En el mercado reparo por primera vez en grupitos de individuos con chaqueta de cuero que están como esperando algo. Encienden pitillos y expulsan humo y vapores helados y después tiran las colillas al suelo. «No te metas donde no te llaman, jefe», me dice mi padre (en aquella época siempre me llamaba «jefe»). Me da un empujón. «Que no se te olvide, jefe. Nunca hagas preguntas que no debas hacer; vivirás más años.»
Charlie, Revlon, cazadoras de cuero, vídeos, vaqueros de segunda mano, tabaco norteamericano, aftershave Pino Silvestre venido de Italia, casetes de música pop pirateados, chicle y támpax. Más adelante: porno asiático, pañales desechables y, cuando las cosas van muy mal, papel higiénico. Algunos días mi padre trae regalos para mi madre y mis hermanas: desodorante roll-on marca Eve, uno para mi madre y otro para que lo compartan mis hermanas; un tarrito de crema de noche con tapa roja y la inscripción Elizabeth Arden para mamá. Mi madre guarda el tarro junto con las otras cosas que nunca abre. Mis hermanas sonríen y le dan un beso. Mi padre se sonroja y rápidamente se escabulle poniéndose los chanclos y diciendo que tiene cosas que hacer; va al cobertizo que está al final del jardín y allí, yo lo sé, lee el periódico y fuma. Otro día mi padre y yo compartimos unos plátanos. Cuando le pregunto de dónde salen me pellizca la nariz y guiña un ojo.
Laura se afanó en recuperar el mosaico. A veces trabajábamos codo con codo, yo en las ventanas, ella en el mosaico. Fue al pueblo a comprar un pincel y herramientas más apropiadas: le intrigaba lo que había debajo de la capa de yeso. En la casa había mucho que hacer, pero ahora me tenía a mí. Pasábamos bastantes horas en compañía el uno del otro, a menudo en silencio, aunque de tanto en tanto Laura me hacía alguna pregunta.
—¿Estás casado?
—No.
—Uy, perdona.
Le pregunté a qué venía pedir perdón. Me dijo que no había querido ser indiscreta. Le respondí que eso no era indiscreción. Y ella preguntó:
—¿Te has casado alguna vez?
—No.
—Imagino que te gusta la libertad.
No dije nada porque no supe qué más decir. Mi padre y una de mis hermanas habían muerto. Mi madre y mi hermana la mayor vivían a doscientos kilómetros de Gost, nunca venían al pueblo y estaban empeñadas en que me fuera a vivir con ellas. Aquí solo tenía a Zeka y Kos, a nadie más. Pensé si sería esa la libertad a la que Laura se refería. Se disculpó otra vez.
—No te molesta que haya dicho eso, ¿verdad?
—No pasa nada.
—Solo me lo preguntaba —Laura, que habla en inglés a desconocidos en un país extranjero pero detesta que la malinterpreten...
En otra ocasión preguntó:
—¿No piensas casarte nunca?
—Nunca he tenido la oportunidad.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que las cosas no han ido por ese camino, pero sí, ¿por qué no?
Laura me explicó que su marido seguía en Inglaterra por cosas del negocio y porque a veces tenía que asistir a reuniones en otros países, pero que de lo contrario habría venido también. Ella se había adelantado con los hijos para ir poniendo la casa en orden. Su marido llegaría al cabo de ocho o diez días. Nos quedamos en silencio un rato y entonces Laura dijo:
—Creo que es una mano.
Se apartó un metro de la pared, ladeando la cabeza, un brazo alrededor de la cintura y la mano abocinada sobre el codo del brazo contrario. Sostenía el pincel con el pulgar y el índice de la otra mano, apoyada esta en la mejilla. Bajé de la escalera. El mosaico había empezado a aflorar. Contra un fondo de un blanco terroso podía verse lo que parecían tres dedos. Estaban hechos con teselas verdes. Más arriba de la mano —si es que era tal—, una hilera de formas puntiagudas, estas de baldosa azul oscuro.
—Podría ser una mano —dije—. No sé.
—Solo hay una forma de averiguarlo —dijo ella.
En ese momento apareció el hijo de Laura. Digo hijo, pero tenía nombre: Matthew. Laura lo llamaba Matt o bien Mattie. Por lo visto, Matthew se pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo o escuchando su música con los ojos cerrados. Laura agitó un brazo.
—Matt, ven a ver esto —dijo.
El chico se acercó sin ninguna prisa, siempre con los auriculares puestos, echó una ojeada al hallazgo y levantó un pulgar, diciendo:
—Mola.
Lo miré alejarse. Caminaba con las manos hundidas en los bolsillos, larguirucho y desmadejado, rizos en la nuca y en torno a las orejas, ojos azul claro de párpados caídos que acentuaban el aire general de apatía. Laura lo miró también, con un asomo de sonrisa y una expresión como de anhelo (si no suena muy extraño), como si deseara ir corriendo a tocarlo. Luego se volvió hacia mí soltando un suspiro.
—¿Tu hijo no podría ayudar un poco? —le pregunté.
Laura arrugó la nariz y meneó la cabeza.
—Ya conoces a los chicos. No lo convencería ni a tiros, pero a Grace sí. ¡Grace! —Grace apareció unos segundos después y Laura le dijo—: ¿Quieres venir a echarnos una mano?
Grace se encogió de hombros.
—Bueno.
Laura se metió en la casa y dejó a Grace con las herramientas y el pincel. La chica empezó a rascar el yeso. Bajé de la escalera de mano.
—Trae —dije. Le enseñé a romper el yeso con el martillo pequeño y arrancar los trozos con la piqueta.
—Gracias —dijo Grace, desde su flequillo, acompañando la palabra de aquel extraño hábito suyo: un curioso y aparentemente involuntario tarareo.
Volví a subir a la escalera.
—¿Te gusta este sitio? —pregunté.
Grace se encogió de hombros, tarareó, parpadeó y luego asintió con la cabeza.
—Acabamos de llegar. Supongo que no está mal —tarareó—. No hay gran cosa que hacer.
—Se puede hacer de todo —dije—, una vez que te has familiarizado —los chavales de ciudad como su hermano no sabían entretenerse a menos que hubiera pilas de por medio.
—En el pueblo ni siquiera tienen cine; y aunque lo hubiera no me enteraría de nada.
—Es verdad, no hay ningún cine. Pero en las colinas hay una cascada y una poza para nadar.
—¿En serio? —se sorprendió tanto que incluso me miró a los ojos.
—Sí. Cualquier día te llevo —dije—. Tendrás la poza para ti sola. Nunca va nadie.
—¿Dónde es?
—Allá arriba —señalé—. Podemos ir este fin de semana, si te apetece.
—Tendré que preguntarle a mamá —dijo—. Pero sería muy guay —y de repente la timidez se apoderó de ella como una reacción alérgica; emitió una serie de minúsculos estornudos de lirón y reanudó su tarea, colorada hasta las orejas.
A primera hora de la tarde un coche aminoró la marcha al pasar por delante de la casa. La persona que conducía adelantó la cabeza y miró a través del parabrisas. Desde lo alto de la escalera vi que era una mujer que trabajaba en el supermercado del pueblo.
Más tarde, ese mismo día, fuimos a los anexos con la idea de ver qué se podía salvar y qué tendríamos que tirar a la basura.
—Pero ¿y todos estos trastos? —dijo Laura, mirando a su alrededor.
—Cosas que no sirven —dijo Grace, inclinada sobre una caja con libros. Sacó un ejemplar de bolsillo y lo sacudió en medio de un torbellino de polvo; lo hojeó y luego miró la cubierta por delante y por detrás—. Parece que es de Anne Rice. ¿Aquí qué pone, Duro?
—La reina de los condenados —dije.
Grace empezó a sacar libros de la caja.
—¡Qué pasada! Esta debe de ser La hora de las brujas, la cubierta es igual. Lástima que no entiendo nada, porque necesito algo para leer. ¡Mirad la tapa de este casete! ¡Fijaos qué ropa llevan!
Laura estaba en la otra punta de la estancia, frente a la pared.
—¿Qué es esto? —dijo—. Parece un horno de pan.
—Es un kiln —respondí. Me acerqué a ella y abrí la puerta de la cámara. Era muy pesada y al principio me costó: por dentro el kiln estaba vacío.
Arrimados a la pared había como una docena de tarros y varias cajas apiladas. Dentro de una caja Laura encontró teselas de diversas formas y colores, muchas de ellas como las del mosaico de fuera. Les quitó el polvo soplando encima, volvió a guardarlas y llevó las cajas hasta la puerta para transportarlas después a la casa. Los tarros le gustaron. De uno en uno los fue mirando a la luz.
El tiempo y las ratas habían dado cuenta de la mayor parte de las cosas. Sacamos fuera lo que pudimos e hicimos una pila en el patio: varias maletas viejas, una palangana grande, una vieja tienda de campaña de lona, un tendedero, cestos (el mimbre roído aquí y allá), una mesita de café con la superficie de cristal ahumado, mantas (deformadas y tiesas), colchas (recubiertas de moho), un estuche de cubiertos con mango de plástico, una bolsa llena de sobres sin abrir, revistas de coches (alabeadas y con las páginas adheridas por la humedad), bolsas de plástico con ropa. Varios rollos de panel aislante de fibra de vidrio. Un recipiente con gasolina, medio lleno. A Laura le hizo gracia la vieja prensa para manzanas, pero luego vimos que no tenía sentido guardarla. Un surtido de tarros de conservas vacíos y unos cuantos, no muchos, con fruta embotellada, ciruelas. Y la rakija. Además de una silla de madera, Laura decidió conservar la jofaina; para plantar unas hierbas, dijo.
Una vez limpio —o, cuando menos, ordenado— el anexo, llevamos la fruta y la rakija adentro.
—No sé qué pensar —dijo Laura sosteniendo un bote de conservas a la luz.
—Seguro que está bien.
Ella arrugó la nariz.
—Pruébala tú primero.
—Si no la quieres, me la llevo.
—Para ti: como muestra de agradecimiento. Y lo otro también, la rak...
—Rakija. Vale, pero antes tienes que probarla.
Cogí una de las botellas y le quité el tapón. Laura fue a por un par de vasos. Serví un poco en cada uno. Ella olisqueó el suyo e hizo girar el líquido en el fondo, mientras lo miraba muy seria y desconfiando.
—Vamos a sentarnos fuera —propuse yo.
Le cogí el vaso y bajé los escalones de la entrada. El sol estaba poniéndose. En días así era difícil creer que existiera el invierno, cuando la nieve endurecida cubre campos y colinas y por las carreteras no pasa nadie salvo algún campesino con su tractor. En invierno pongo trampas y de vez en cuando salgo de caza. A veces pasan días sin que vea a nadie. En invierno Gost es como un animal hibernando: respira pero no se mueve. La gente se queda en sus madrigueras, nadie se lava, y al cabo vuelven a salir, pálidos y gordos, y la luz les hace guiñar los ojos. Después el animal despierta y se despereza. Llegada la primavera, se sacude y se pone cómodo. Luego, el verano.
Era la hora azul. Nubes como franjas en un cielo de lapislázuli. Las colinas, tres tonos de morado: el más oscuro, casi negro, en la parte delantera, y el más pálido, casi lila, al fondo con la última luz detrás. La pintura azul de la casa brillaba como lo hacían las teselas azules del mosaico parcialmente descubierto, dos manos azules elevándose al cielo. En la hora azul pasan cosas. Unos animales se aprestan a dormir, otros se despiertan. En la poza de nadar, a esta hora los aviones comunes se precipitan desde lo alto para remojarse el pecho en el agua. Los murciélagos empiezan a abandonar las colinas. Por entre los árboles apenas podían verse las casas de Gost, ninguna luz encendida durante al menos una hora; mucha gente mayor se había criado sin luz eléctrica y la consideraba innecesaria mientras quedara un atisbo de claridad. En cuanto a los demás habitantes de Gost, todavía no habrían llegado a sus casas. Los hombres habrían hecho una parada en el Zodijak o en algún otro bar; los jóvenes se reunían en el aparcamiento del supermercado, donde después del trabajo y hasta la hora de irse a dormir trajinaban con los motores de sus motocicletas en actitud de perpetua fascinación.
Levanté el vaso brindando por Laura y bebí.
Ella hizo lo mismo, pero tosió y puso mala cara. A todo el mundo le pasaba igual, había que acostumbrarse al sabor, le dije. Laura tomó otro sorbo y meneó la cabeza.
—Creo que prefiero el vino.
Me dio todas las ciruelas y la rakija, tal como había prometido. Yo le dejé la botella que habíamos abierto. Eran demasiadas cosas para acarrearlas de una sola vez, tuve que hacer dos viajes. En el segundo me detuve un momento ante la pila que habíamos hecho en el patio y cogí varios casetes. En el último instante decidí coger también la bolsa con la correspondencia.
Ya en casa, hundí un tenedor en el tarro de ciruelas y las fui pinchando y comiendo de una en una hasta terminarlas. Sabían a los inviernos en que comíamos alimentos encurtidos y conservados en aquellos meses de calor que ya quedaron atrás y que a esas alturas nadie podía recordar ni imaginar. Después del primer tarro, abrí un segundo. Bebí la rakija a morro. Kos, que estaba fuera, ladró. Fui hasta la caseta, descorrí el pestillo y los dejé entrar conmigo. Rápidamente buscaron un sitio cómodo donde echarse, por si yo cambiaba de opinión.
La verdad es que, al igual que los viejos de Gost, tampoco soy muy dado a encender la luz. Aquellas carreras contra Krešimir solía ganarlas yo; me siento perfectamente a gusto en la oscuridad.
Eché un vistazo a las cintas. Beatles, Sergeant Pepper’s. Rubber Soul. Supertramp, Breakfast in America. Electric Light Orchestra. Otra de una banda local. Yo conservaba un magnetofón para todos los casetes que aún tenía y que nunca había sustituido por cedés. Puse la cinta, subí el volumen y me acomodé en la silla.
La música era espantosa. Se trataba de un grupo de rock de la costa, duraron unos tres años y luego se separaron. No era mi onda. Yo prefiero Roy Orbison, Johnny Cash. Al cabo de quince años, dos de los miembros decidieron reagruparse con la esperanza de sacar partido a sus viejos éxitos, pero muchas cosas habían cambiado en ese tiempo, incluidos sus fans de antaño, y nadie quiso saber nada. La nostalgia no interesaba, como no fuese a los más jóvenes. El grupo sacó otro disco, creo, y luego nunca más se supo.
Pulsé el botón para sacar el casete y puse uno de los Beatles. «Lucy in the Sky with Diamonds.» Mi corazón se aceleró, se consumió al escuchar aquellas vibrantes notas de órgano. Rebobiné la cinta y escuché la canción tres veces más, subiendo poco a poco el volumen; ojalá puedan oírlo en Gost, pensé.
A las dos de la mañana estaba más borracho que nunca. Me acordé de Krešimir y de sus bolsas de la compra y de la lluvia rebotando en su cabeza y me pareció gracioso. Imagino que reí fuerte porque los perros vinieron a acariciarme con sus hocicos. Les hice unos mimos y Kos, la perra, volvió a su sitio, pero Zeka se echó a mi lado porque es más inquieto y más desconfiado. Cuando desperté habían pasado varias horas, estaba amaneciendo y yo me encontraba en el suelo hecho un ovillo, la cara pegada al pelo de Zeka. Kos estaba junto a la puerta esperando a que la dejasen salir. La habitación olía a aguardiente, y cuando me puse de pie vi la botella de rakija rota en un rincón. Debía de haberla tirado; no lo recordaba en absoluto.
Tiestos del cobertizo lavados y dispuestos en hilera sobre un alféizar. Laura, que venía de la otra dirección con un manojo de flores silvestres en la mano, me dijo con voz tensa:
—Ayer te echamos de menos.
—Tenía que solucionar un asunto.
Pasó por mi lado y se metió en la casa sin mirarme a los ojos. Comprendí que había trastocado el equilibrio de las cosas. Que yo estuviera a sueldo y que ella fuese quien me pagaba le permitía aceptar relajadamente mi presencia en la casa. Un error, tomarme el día libre sin dar explicaciones: ahora Laura no tenía tan claro que fuese la jefa. Entré detrás de ella y miré cómo metía las flores en un jarrón y las ponía sobre la mesa de la cocina. Yo dejé en el suelo las cosas que llevaba: una batería de coche y una lata de aceite de motor.
—¿Para qué es eso?
—Para el coche. Me gustaría ver si consigo que arranque. Si te parece bien.
Me puse a trabajar en la parte de atrás de la casa, a quitar la pintura de las ventanas. Hacía un calor asfixiante, el aire olía a alquitrán derritiéndose. Me quité la camisa y noté el sol en la espalda. El trabajo y el calor me devolvieron a una sensación de bienestar, a la época en que trabajaba en la costa, en los barcos para turistas; los mejores meses de mi vida, o casi. A veces no hacía otra cosa que llevar a gente de la playa a los islotes y viceversa. Un verano trabajé a bordo de un queche. Cargábamos por la mañana, navegábamos una hora y luego echábamos el ancla en una calita, repartíamos gafas y tubos de bucear y sacábamos a los veraneantes de la sombra del toldo y los mandábamos al mar. El truco era echar a todo el mundo del barco y así poder relajarnos a gusto. Para algunos se convirtió en un juego y a veces hacían apuestas. Daba igual si eran turistas jóvenes o viejos, todos tenían que lanzarse al agua. En una ocasión había un banco de medusas allí mismo; en otra, la hija de un viejales con bastón fue a decirle al capitán que su padre no quería nadar. Pero al final, protestando y todo, al agua que fue. Me acuerdo del bultito que tenía en el pecho, del marcapasos. Solo hacíamos excepciones con las chicas guapas.
Mientras ellos se entretenían, yo me lanzaba al agua desde el otro lado del barco y nadaba hasta una roca plana donde daba el sol a mediodía. Para llegar a ella tenía que trepar a otras rocas y luego me quedaba tumbado casi una hora, simplemente contemplando el horizonte, que rielaba y se estremecía como si fuera una maroma tensada entre el cielo y la tierra. La roca estaba caliente, a la temperatura de la sangre, como si durante el día chupara vida del sol. Tenía incluso un olor primitivo, animal, una mezcla de sal, pescado y algas secas. Cincuenta y cinco minutos más tarde, ni uno más ni uno menos, regresaba al barco nadando bajo el agua —los turistas ni se enteraban— y trepaba por la cuerda del ancla.
Vi que Laura estaba al pie de la escalera. Quizás me había llamado y yo no la había oído; aún seguía en las islas.
—Nos vamos a explorar un poco —dijo—. Volveremos dentro de unas horas.
—Tened cuidado —dije.
Laura levantó las cejas y soltó una risita.
—¿Con qué? —preguntó.
Había hablado sin pensar lo que decía, instalado aún en el pasado. Le sonreí al tiempo que bajaba por la escalera.
—Con las carreteras —dije—. Es época de vacaciones y hay verdaderos locos al volante.
Le aconsejé una ruta que tenía vistas muy bonitas y pasaba por un par de pueblos pequeños. Cuarenta minutos más tarde, estaba yo subido a la escalera cuando Matthew salió por la parte de atrás y atravesó el patio en dirección al campo. Sus andares, los hombros encorvados, los pantalones caídos a media cadera, el pulgar de la mano izquierda remetido en el bolsillo delantero y la manera como el cráneo parecía mecerse levemente hacia atrás sobre el colchón de las vértebras cervicales, todo ello pregonaba el más absoluto tedio. Yo no sabía adónde iba, pero sí lo que iba a hacer, porque en la mano derecha llevaba una botella de vino.
Al atardecer freí salchichas, pelé y herví unas patatas y corté unas acelgas que había arrancado del descuidado huerto de la casa azul. Me serví un vaso de vino (¡no más rakija!), llevé el plato con la comida a la habitación grande y lo dejé sobre la mesa. Luego fui a buscar la bolsa de la correspondencia que había cogido del cobertizo y me puse a mirar los sobres mientras comía.
Facturas. Abrí una al azar. Reclamación del pago de varios cientos de dinares a cuenta de la luz y aviso de las consecuencias por impago. La siguiente factura, con fecha de unos meses más tarde, había sido rectificada con el añadido de varios ceros. La inflación en aquella época estaba desbocada. Una carta del director de la revista de coches lamentando la no renovación de una suscripción. Varios ejemplares de esa misma revista dentro de sus envoltorios de plástico. No había cartas ni postales, ningún sobre lleno de fotos viejas, ni siquiera una lista de la compra o un talonario con resguardos garabateados a mano, tampoco una nota para el fontanero ni un papel suelto con una dirección, con instrucciones para algo. Nada salvo circulares y cartas oficiales. Como si alguien hubiera revisado aquello antes que yo y hubiese retirado las cosas de carácter personal. Volví a meterlo todo en la bolsa y la tiré a un lado. Pensé: «¿Es esto todo lo que queda?». Cuando rememoro aquella noche me doy cuenta de que la idea de escribir germinó entonces. ¿Me llevaría todo aquello conmigo? ¿Quién contaría mi historia? Tantos se han marchado de Gost... No como en los viejos tiempos, cuando la gente se ausentaba durante unos años y luego volvía con ropa de diseño italiana y una nevera alemana. Ahora no vuelve nadie. De la antigua peña solo quedamos tres: Krešimir, Fabjan y yo.
Llegó Laura, ocupó la casa azul y las cosas empezaron a cambiar. Casi de un día para otro la gente se olvidó de lo acordado hacía mucho tiempo, o puede que pensaran que eso ya no valía —o no para ellos—, que el pacto al que nos aferramos durante dieciséis años había vencido, por decirlo así.
A veces me preguntaba qué sería de mi casa cuando yo faltara. Llevaba viviendo en ella dieciocho años; con un poco de suerte quizá viviré aún el doble de eso. Lo más probable es que me muera solo, tal como vivo ahora, y como no tengo albacea nombrarán a alguien para que se ocupe de mis propiedades y clasifique mis pertenencias, lo que haya que tirar o haya que vender. Mirarán mis papeles, y entonces encontrarán esto.
Puede que esa persona seas tú. Cuando menos, esta historia tengo que contarla y contársela a alguien, así que tal vez seas tú, que has venido a hacer inventario. Eres joven y no sabes o no recuerdas las cosas que pasaron. Nadie parece acordarse, ni siquiera los que tienen edad para ello, los que estuvieron presentes. Pero yo lo recuerdo muy bien, me acuerdo de todos los minutos, horas y días escalofriantes, de cómo sucedieron las cosas.
No es una historia que nos deje muy bien parados. Ojalá fuera de otro modo, pero... Esta no es una historia del pasado en su conjunto, sino la historia de un solo verano.
Repito: alguien debe custodiar el pasado.
Y en Gost esa persona soy yo.
La única persona de quien puedo fiarme.
Me imagino a mí mismo con cuerpo de pájaro, un cuervo. Alas extendidas y cuello estirado, rígido el pico y brillantes los ojos, sobrevuelo el barranco y me cierno sobre el pueblo. Girando la cabeza a un lado y a otro, sigo el dibujo que hacen las calles, hacia la izquierda y hacia la derecha hasta que doy con la casa. Me cuelo por una ventana, sombra oscura que sube escaleras arriba y entra en el dormitorio, donde una pareja duerme sin tocarse. La mujer abre los ojos y me mira, pero solo ve una sombra con forma de cruz. Un aleteo silencioso. En la habitación contigua una anciana pestilente respira una y otra vez el mismo aire nauseabundo. Fuera de nuevo, sobrevolando las calles. Una segunda casa con la ventana abierta, pues la noche es muy calurosa. Un hombre, una mujer, dos muchachos recios. De casa en casa. De habitación en habitación. Noche tras noche.