4.

 

Al día siguiente me presenté en la casa azul vestido con un mono que guardaba de cuando había trabajado en el almacén de maderas. Me habían contratado como jornalero, y aunque el empleo duró solo unos meses nos dejaron quedarnos el mono. Mi indumentaria cuadraba más con mi condición de trabajador a sueldo, y de hecho Laura recuperó pronto el aire de informalidad que había sido la tónica entre nosotros hasta unos días atrás.

A todo esto, iba apareciendo más mosaico. Grace había aportado a la labor una combinación de celo y paciencia. Cuando yo elogiaba su trabajo, sonreía y enseguida bajaba la vista, como si le sorprendiera ver que tenía pies.

Una mano verde, los dedos extendidos hacia arriba. Dos hileras de teselas amarillas a cada lado de una única hilera de rojas: un rojo oscuro, fuerte. Esas teselas eran de vidrio. En la parte derecha del mosaico empezaba a aparecer el pulgar y el índice de otra mano, aparentemente la gemela del lado izquierdo: dos manos con los dedos extendidos hacia lo alto. Las tres formas azules señalando hacia abajo seguían igual. Todo el conjunto sobre un fondo blanco. Las teselas se acoplaban unas a otras en función de sus diferentes formas y tamaños. Algunas habían saltado —varias de ellas durante el proceso de descubrir el mosaico— y habían dejado un hueco. Grace las había ido guardando en un bol.

—Y tenemos las que encontramos en el anexo —dijo—. Voy a ponerlas otra vez. O sea, a restaurarlo.

—Buena idea —dije.

—Oye, Duro, ¿puedo enseñarte una cosa?

Me llevó unos metros más allá, hasta un pequeño surco en el suelo, sin duda el contorno de un estanque de poca profundidad, hasta ese momento oculto bajo la hierba crecida. Un reborde de cemento, los costados y la base forrados de teselas: otro mosaico. Grace se puso en cuclillas y arrancó un poco de hierba.

—Yo creo que es una fuente antigua.

Me agaché a su lado y busqué con la mano la cañería original.

—Tienes razón —dije.

—¿Me ayudarías a hacerla funcionar otra vez? Bueno, primero la limpiaré.

—Pues claro. No creo que sea difícil.

—Qué bien —dijo Grace. Se mordió el labio inferior como si quisiera añadir algo. Al final fue esto lo que dijo—: ¿Crees que podríamos ir a ese sitio que me dijiste, la poza de nadar?

—Eso está hecho. ¿Cuándo quieres que vayamos?

Sus ojos se agrandaron ligeramente al oírme decirlo.

—Pues, no sé, ¿este fin de semana?

—De acuerdo.

—Me encantaría.

 

Mi vida ha sido una sucesión de empleos temporales y siempre he disfrutado de la sensación de independencia que eso trae consigo. Por estos pagos cada vez hay menos trabajo, pero Laura se sentía agradecida y se mostró generosa: acordamos una cantidad semanal. ¿Qué haría con el dinero? Mi casa no necesitaba apaños porque yo siempre estaba allí para hacer las reparaciones necesarias. No me apetecía viajar. Si nunca había necesitado gran cosa, ahora todavía menos. Quizá haría una escapada de fin de semana y conocería a una chica en un bar, una chica que quisiera pasar la noche conmigo. ¿Cuánto hacía que no me acostaba con una mujer? Aquí en Gost no había nadie, era una población demasiado pequeña. En alguno de los pueblos más grandes podías ir a bares, yo antes visitaba alguno de cuando en cuando. Pero ni siquiera así había pasado la noche entera; al alba, y normalmente mientras ella seguía dormida, me escabullía de la cama, me ponía los pantalones y salía sin hacer ruido. Algunas veces me habría gustado despertarme al lado de un cuerpo tibio, en una cama que oliera a sexo, follar otra vez y luego salir pitando a la calle en busca de desayuno. Pero ahora esas cosas funcionaban de otra manera. Las mujeres se aferraban a ti y lloraban en sueños; algunas, por la mañana, te miraban mal. Por eso no me quedaba.

Una noche me ligué a una profesional; yo en ese momento no lo sabía. Las putas nunca duermen, tienen un ojo clavado en el reloj y el otro bien abierto por si el cliente es un mal bicho. Estaba ya en la puerta cuando se me echó encima y me escupió. Le expliqué mi error, que yo no sabía que se dedicara a eso. Me ofrecí de inmediato a pagarle. Ella suavizó el gesto, soltó un suspiro, cogió mi dinero y después de contarlo estampó un beso en un billete de cien kunas y me lo devolvió. Después dijo que el lunes era su día libre. Eché a andar por las calles desiertas. Los taberneros estaban limpiando la acera a manguerazos. Gatos por todas partes, ojos como puntos de luz observando a los taberneros, observándome a mí, a la espera de que desapareciésemos para reivindicar su dominio de la noche. Y yo todo el rato pensando en si debería o no dar media vuelta.

Di las primeras capas de pintura a los alféizares; volver a poner la casa en funcionamiento me hacía sentir bien. Con estos edificios viejos todo esmero está justificado: pocos constructores suelen estar a la altura. Los propietarios prefieren derribarlos y utilizar las subvenciones del gobierno para levantar chalés modernos; ahora los hay por todas partes, en su mayoría no tienen ni diez años. La moda es fachada de estuco pintada de amarillo y balaustradas de madera. Parecen edificios de una estación de esquí. En algunos países la gente ama el pasado. Supongo que era el caso de Laura, primero porque compró esta casa y segundo porque nadie ama tanto el pasado como los ingleses. Para la mentalidad de Laura, el pasado es un lugar de dicha, un lugar seguro donde reina el orden, donde un incendio, una inundación o una guerra son solo retos que se le ponen al espíritu humano. Allí el sol luce cuando tiene que lucir, los campos rebosan trigo, en invierno hay nevadas. Lo sé por los turistas que se hospedaban en el hotel donde trabajé una vez; a algunos les daba por hablarme mientras les arreglaba la ducha o la cisterna, y yo aprovechaba para preguntarles de dónde eran y ellos me contaban cosas de su país, de cómo era antes y cómo era ahora. Para los ingleses el pasado siempre era mejor que el presente. Pero en este país amamos poco el pasado, a no ser que se trate de tiempos muy remotos, es decir, de un pasado que nadie que siga con vida pueda rememorar, un pasado transformado en canción o en poema. El presente lo toleramos, pero lo que amamos de verdad es el futuro, que está tan lejos del pasado como es posible estarlo.

Hacia el mediodía Grace había sacado a la luz casi todo el mosaico. Me mostró su trabajo y yo, a cambio, fingí sentirme muy impresionado.

—Es un pájaro —dijo Grace; no hacía ninguna falta.

El pájaro alzaba el vuelo estirando el pescuezo y luciendo una cola de plumas rojas y amarillas. El cuerpo era rojo; las extendidas alas, azules, de un azul casi idéntico al de la pintura de la casa, salvo en los extremos, que eran de un tono como el del cielo la tarde anterior. El pájaro llevaba una corona de oro, y de su pico levantado salían volutas de hálito dorado. Se elevaba en vertical hacia un cielo blanco, las pequeñas teselas dispuestas en espiral para sugerir nubes. Debajo del pájaro, dos manos extendidas. Podían estar tratando inútilmente de tocar la hermosa ave, o podían ser las de la persona que acababa de soltarla.

—A mí me parece muy bonito —dijo Grace.

—Lo es —dije yo.

—Qué raro que quisieran taparlo.

—Igual querían vender la casa y pensaron que no a todo el mundo le gustaría.

—En la fuente hay más.

Acababa yo de volver a la parte de atrás para reanudar mi trabajo cuando vi pasar un coche. Era un camino vecinal que solo llevaba a unas construcciones agrícolas a unos quinientos metros y que servía también de atajo para ir a una aldea situada a cuatro o cinco kilómetros, pero nada más. ¿Lo he mencionado antes? Me parece que no. El caso es que apenas si había tráfico y que los pocos coches que pasaban solían hacerlo deprisa. Este, un Vauxhall antiguo, lo hizo tan despacio como el día anterior el coche de la mujer que trabajaba en el supermercado.

 

Terminé la faena, guardé las brochas y miré la pila de trastos que habíamos sacado al patio. Esta vez cogí un par de libros de bolsillo. Suelo comer temprano, y después de cocinar fui a sentarme con el resto de la botella de vino. Siempre me ha gustado mucho leer, pero a las pocas páginas noté que el viento cambiaba y fui a cerrar los postigos; estaba empezando a llover. Llovió fuerte durante unos veinte minutos y luego paró, y el día recuperó parte de la luz que tenía antes. Mi estado de ánimo se había visto afectado: me sentía inquieto. Fui a por la escopeta, llamé a los perros y partimos hacia el monte en busca de conejos.

Siempre que pienso en aquella época recuerdo el sabor de la carne de conejo. Anka debía de tener unos ocho años cuando empezó a venir con nosotros. Ya desde el principio nos impresionó por carecer tanto de la mojigatería —fingida o real— de las chicas de nuestra propia edad, como de la fascinación por la muerte que Krešimir y yo compartíamos. Regresábamos una y otra vez al lugar donde habíamos visto un cadáver de animal y observábamos las distintas fases, desde el rígor mortis hasta que solo quedaban los huesos pelados, el hedor dulzón de lo putrefacto. Recuerdo que a un granjero del pueblo le nacieron lechones deformes: eran gemelos siameses y murieron pronto, pero nosotros salíamos corriendo del cole cada día para ir a verlos. Estaban unidos por el abdomen y el pecho, parecía que bailaran agarrados. Cuando se movían, el más fuerte de los dos no podía ponerse derecho por culpa del hermano más débil. A veces el granjero les ayudaba a buscar la teta, empujándolos con un palo; no tenía ninguna intención de conservarlos con vida, pero mientras tanto se divertía con ellos. Recuerdo perfectamente la sensación que experimentaba yo al verlos: los huevos se me ponían prietos.

Anka tenía diez años entonces y la tolerábamos en nuestras correrías a sabiendas de que solo así podía burlar la vigilancia de su madre, una guapísima fumadora empedernida que había quedado viuda y que consideraba a Anka, más que una niña, una versión en pequeño de sí misma: una versión en pequeño y más torpe y más imbécil.

A Anka le gustaba llevar la escopeta de Krešimir. Por lo general Krešimir no quería que nadie más se la tocara (como tampoco nada que le perteneciese), pero la veneración de Anka le hacía sentir bien. Cuando estaba listo, estiraba un brazo hacia atrás, chasqueaba los dedos y Anka corría a ponerle la escopeta en la palma de la mano.

Veinte minutos hacía que habíamos salido, subiendo la cuesta hasta donde terminaban los árboles, al pie del viejo búnker, que era donde ese año nos había ido mejor. Un conejo se puso al descubierto unos cincuenta metros más adelante. Anka, que llevaba la escopeta de Krešimir, se la echó al hombro y disparó. El conejo dio dos vueltas de campana y quedó inmóvil. Krešimir y yo callamos a media frase y nos quedamos con la boca abierta. La bala nos había pasado rozando el pelo. Krešimir estaba orgulloso de ella, se le notaba en la cara. El padre de Anka, pese a las objeciones de su mujer, le compró una escopeta a su hija: una 410 con una hoja de clavo grabada en la culata.

Ese año yo tenía catorce y había aprendido yo solo a curar pieles de conejo. En el desván de casa tenía ocho o diez pieles; les había quitado la grasa y las había tensado sobre unos armazones de madera. Cuando las pieles estuvieron listas hice gorros como los que llevaban los tramperos canadienses. Eso me reportó un dinero. El primer conejo que abatió Anka lo convertí en gorro y se lo regalé a ella; aquel invierno se lo puso cada día a pesar de que Krešimir le decía que cogería pulgas.

 

—Parecía muy nervioso —me dijo Laura—. Al principio yo no sabía quién era, pero luego lo he reconocido. Es el hombre que nos entregó las llaves el día que llegamos aquí. Ha dejado el coche al otro lado de la calzada y dice Grace que le ha dado un susto de muerte al acercarse por detrás. Parece ser que decía algo sobre el mosaico. Grace iba a avisarme, pero ese individuo ya estaba aporreando la puerta, así que le he invitado a tomar café. Supuse que había venido a ver qué tal nos iba, pero de repente miro y ya no está. Había salido y estaba plantado delante del mosaico, gesticulando con los brazos. Yo no entendía ni una palabra de lo que decía. He estado a punto de enviar a Grace a buscarte —me la imaginé dedicando a Krešimir una sonrisa llena de calidez, como si esperara, con paciencia de santa, a que él aprendiese a hablar inglés—. He intentado explicarle lo contentas que nos habíamos puesto al descubrirlo, el mosaico es muy bonito. Y de pronto el hombre se tranquiliza, nos damos la mano, vuelve al coche y adiós. ¿Tú tienes alguna idea de qué es lo que pasa?

—No —respondí—. Quizá es un mosaico muy valioso y él no estaba al corriente y ahora quiere recuperar la casa.

Grace resopló. Laura se rio, mirándome con cara de asombro.

—Querido Duro, estoy convencida de que es la primera vez que te oigo contar un chiste.

Después de aquello Laura pareció olvidarse de Krešimir. Su visita había tenido lugar un viernes por la tarde. Yo no tenía que ir a trabajar el sábado en la casa, pero había prometido a Grace llevarla a la poza. Laura se apuntó a la excursión y me dijo que seguro que Matthew querría venir también. Llevé a Kos y Zeka porque adoran el agua y no les había hecho mucho caso en toda la semana.

—¿Y tendremos la poza para nosotros solos? —preguntó Grace.

—Sí.

—¿Cómo es eso?

—La mayoría de la gente no sabe que allí hay una poza. Y los que la conocen se han olvidado.

—¿Por qué se han olvidado?

—Perdona, mi inglés es muy malo. Quería decir que íbamos allí de niños. Han pasado muchos años. Los niños de Gost ya no van a la poza. Han cambiado los tiempos y hasta allí hay un buen trecho, como media hora andando.

 

Que al final fue casi una hora. Había calculado el tiempo en función de mi propio ritmo. Laura trajo unas toallas, una nevera portátil con bebidas y un cesto lleno de revistas y cremas para el sol. Seguimos el rastro que un tractor había dejado en la hierba —terrones de tierra endurecida por el sol—, y cuando las huellas terminaron nos abrimos en abanico, levantando pequeñas nubes de mariposas que estaban posadas en las flores. Teníamos delante una hilera de árboles, centinelas de los montes; detrás de los árboles una colina se adelantaba a las demás, sus empinadas laderas densamente arboladas y de una simetría casi perfecta, lo que sumado al hecho de que estuviera allí en medio, separada de las otras, le daba un aire casi artificial. Llegamos a la colina veinte minutos después, rodeamos su base y nos adentramos en el bosque ya al inicio del ascenso. Laura y Grace llevaban casi todo el peso de la conversación, aunque los silencios fueron imponiéndose con las cuestas. Matthew había venido también pero caminaba un poco aparte de nosotros, siempre a su bola. Zeka y Kos iban en cabeza, corriendo de acá para allá en busca de presas pero haciendo ruido, sin la menor convicción, pues nunca cazábamos a esa hora del día.

Siguiendo aquella ruta alcanzaríamos el barranco en un punto un poco más arriba del mismo y luego tendríamos que bajar; la otra manera —no había más— era seguir el curso del río desde Gost. Al poco rato tomamos el camino de tierra que llevaba a un lugar de reciente promoción turística: una zona de aparcamiento y un banco de madera. Que yo supiese, allí no iban más que jóvenes del pueblo que se reunían en el aparcamiento y montaban carreras de motos en la pista de tierra: prueba de ello eran las colillas y las latas de cerveza aplastadas. Este punto era el final del barranco, todo se extendía ante nosotros.

Las paredes se elevaban empinadas a ambos lados. Zeka y Kos volvieron a mí. Yo conocía bien este paisaje, cada roca, cada árbol, cada arbusto; nada me resultaba nuevo, pero por primera vez en muchos años, en décadas, me vi a mismo allí metido, como cuando era niño y venir a este lugar y hacer las cosas que hacíamos era toda una aventura. Supongo que fue porque había otras personas y estaba pendiente de cómo reaccionarían al entorno.

El sol apretaba de firme y en el fondo del barranco no había sombra. Llegamos a la cascada unos veinte minutos después.

—¿Podemos bañarnos aquí? —Grace estaba colorada y respiraba por la boca.

—Un poco más adelante.

—O sea, que todavía no hemos llegado... —Matthew dejó la cesta que llevaba, se quitó la gorra de béisbol y se secó la frente.

—Un cuarto de hora y estaremos allí —les aseguré.

—Pero esto es muy hermoso —dijo Laura.

Les expliqué que apenas había profundidad, salvo allí donde caía el agua, y que no servía para nadar. El sitio al que los conducía, les prometí, les iba a encantar. Seguimos adelante, y yo pensando si estaría en lo cierto. Habían pasado muchos años. A juzgar por el estado del camino, nadie había puesto el pie allí en mucho tiempo. Lo peor que podía ocurrir era que la maleza se hubiera adueñado del agua. La poza estaba más arriba y había que subir un trecho bastante empinado, pero luego el barranco se abría a una pequeña zona de hierba y flores silvestres, y allí estaba la poza: un agua de color turquesa, las formas sueltas de las rocas visibles en el fondo; sobre la superficie que brillaba, un ir y venir de caballitos del diablo morados y negros.

—La hostia —dijo Matthew.

De repente me entró prisa por meterme en el agua. Mascullando una disculpa, me despojé de la camiseta y los vaqueros, cubrí las tres o cuatro zancadas hasta la poza y me lancé de cabeza. La impresión de la zambullida, después del calor acumulado, me hizo sentir mejor que nunca. Abrí los ojos debajo del agua y nadé hacia la pared de roca del otro lado, aguantando la respiración hasta que empezó el mareo. Justo cuando sacaba la cabeza, oí un chapoteo y vi que Grace se metía en el agua; Matthew ya estaba nadando. Laura fue pisando con cuidado de roca en roca hasta situarse al borde de la poza sobre la más alta de todas, desde donde había un camino seguro hasta el agua.

—Ánimo —le grité.

—Parece que está muy fría.

—Está de fábula —dijo Grace.

Laura seguía avanzando poco a poco, indecisa, haciendo equilibrios sobre la roca. Finalmente Matthew le gritó:

—¡Pero tírate de una vez, mamá!

A renglón seguido, como obedeciendo la orden de su hijo, Laura se pellizcó la nariz con el pulgar y el índice y saltó para emerger un momento después, sacudiendo la cabeza, y de sus cabellos salieron arcos plateados de agua. Soltó un chillido, boqueó y, como una niña pequeña, fue nadando hacia su hijo.

Veinte minutos más tarde Laura y yo estábamos tumbados en el otro lado de la poza, en cuya orilla, cuando el verano estaba en su punto álgido y el agua en su punto mínimo, se formaba una pequeña playa pedregosa. Desde allí miramos cómo Matthew se lanzaba desde la roca alta. Antes de cada zambullida colocaba los pies sobre la piedra, con el sol dándole en la espalda. Casi no tenía pelo en el pecho, sus miembros eran largos y de una palidez luminosa, delgados casi hasta la flacura: no era ni chico ni hombre, una cosa intermedia. Laura aplaudía cada salto. Grace estaba aún en el agua, dibujando círculos con un palo en la mano, azuzando a los perros para que fueran a por él. Observando a Matthew y a Laura me sentí como un intruso que hubiera abierto una puerta y pillado a dos personas separándose en ese momento. El brillo de los ojos de Laura al mirar a Matthew: todo lo que un hombre podía desear. Me pregunté qué le estaría pasando por la cabeza, qué pensamientos no madurados, no expresados, puede que no expresables. «Matthew es perfecto —estaría pensando tal vez—. Yo lo parí y es perfecto». O quizá: «Es perfecto porque yo lo parí». Cuando Laura miraba a Matthew, ¿se veía a sí misma en un cuerpo masculino? Ya he mencionado que tenía un canino ligeramente adelantado en un lado de la boca, a veces se le enganchaba allí el labio superior. Por primera vez reparé en que Matthew tenía uno igual.

Dejé a Laura y fui hacia donde crecía la hierba, pie de lobo e hinojo silvestre. Arranqué un poco de hinojo, lo sacudí para desprender la tierra y se lo llevé a ella. El hinojo crece en todas partes, en las cunetas de la carretera que pasa por delante de la casa azul, a escasos metros de la puerta misma. Pero Laura no lo sabía. Me preguntó si podía usarlo para cocinar y le dije que sí. Cogí unas hojas de ajo silvestre, las partí, las froté entre mis dedos y luego acerqué los dedos a su nariz. Le enseñé una oruga que estaba pegada al envés de una hoja. Le expliqué que en verano, durante unas pocas horas, las cachipollas se aparean en la superficie de la poza y que los aviones zapadores enloquecen, venga a lanzarse en picado para alimentar a sus crías, todo un festín a costa de esos insectos que, saciados y torpes, mueren en plena cópula. Cualquier cosa con tal de que ella no mirase a Matthew; el chico ejecutó sus dos últimos saltos sin que nadie le hiciera caso y fue a sentarse al sol en su toalla.

Yo tenía unos tíos que vivían en la costa. Hace muchos años íbamos a verlos con mis padres durante las vacaciones. Mi tío llevaba a turistas a pescar en su barca y solía animarme a acompañarlo; le venía bien tener alguien joven a mano por si el ancla se quedaba enganchada. Aprendí solo a nadar bajo el agua con los ojos abiertos. Una vez, siguiendo la soga de la cadena de un ancla, vi un caballito de mar; nos quedamos flotando el uno frente al otro. Mi madre y mi tío discutieron por el asunto de la herencia de mi abuelo y no volvimos nunca más. Pasaron muchos años hasta que fui a verlos por iniciativa propia. Yo podría haber sido el chico de la barca del que me había hablado Laura, aunque si efectivamente lo fui, no lo recuerdo en absoluto.