5.

 

Le aconsejé a Laura que para instalar la bomba eléctrica contratara a gente especializada y me ofrecí a supervisar el trabajo. Elegí una empresa de fuera del pueblo. Había que remendar y limpiar el revestimiento del pozo; las grietas estaban llenas de musgo. Hicieron pruebas para ver si había bacterias, a pesar de que la mayoría de los lugareños veníamos bebiendo agua salida directamente del suelo desde tiempos inmemoriales. Cuando los hombres se marcharon yo mismo comprobé la turbiedad del agua, y a mi manera: poniendo un vaso lleno a la luz y bebiéndomelo después.

Cómo había cambiado la casa. Yo casi había terminado de pintar las ventanas, las tejas nuevas del tejado destacaban entre las antiguas. Esto, por alguna razón, me hacía sentir bien; imagino que era una prueba de mis afanes, la señal de que alguien volvía a cuidar de la casa. Laura lo miró, se encogió de hombros y dijo que dentro de un año nadie notaría la diferencia, y yo no discrepé, pero lo cierto es que las tejas nuevas se desgastan de otra manera; las viejas estaban hechas a mano. En algunas casas del pueblo han sustituido casi todas las tejas, y siguen destacando entre las demás incluso después de una década.

Contemplé mi trabajo desde la cuesta detrás de la casa. La luna de las ventanas reflejaba el cielo, las colinas, las ramas del árbol cercano. Pensé en el árbol seco que había junto a la carretera, en la parte de delante, y tomé nota mentalmente de que había que derribarlo. Trabajo y más trabajo. Es cierto que soy más feliz cuando tengo un proyecto, pero todo aquello significaba para mí algo más que lo que me pagaba Laura a la semana. Algo que había sido abandonado a su suerte estaba en pleno proceso de restauración; y si eso fastidiaba a alguien, si fastidiaba a Krešimir, pues bueno. Brindé otra vez, ahora por la casa, y bebí.

Aquella noche, de pie en un talud de la colina solitaria, vi los faros del coche cuando Laura llegaba a la casa azul. Se habían marchado por la mañana para ir a pasar el día en el parque nacional, donde había rápidos navegables en piragua. Era un trayecto de dos horas ida y vuelta. Vi encenderse una a una las luces según iban moviéndose ellos por el interior, e imaginé la alegría de Laura al ver que la presión del agua se había doblado. Un chotacabras empezó a cantar cerca de donde yo estaba. Frrr. Pac, pac. Frrr. Zeka y Kos se sentaron sobre sus ancas, a la espera, pero pasaban los minutos y yo no me movía. Desde donde me encontraba, y pese a que la luz se extinguía por momentos, podía verlo todo: el río y el pueblo; en primer plano, los almacenes de grano en la ribera; más allá, la torre con cubierta de cobre de la iglesia, los tejados de las casas más altas, las calles y los coches. Me gustaba estar allí, velando por la familia. Pero los perros debían de estar hambrientos y se impacientaban, hasta que Kos se irguió sobre sus cuatro patas y soltó un aullido grave y prolongado que penetró en la oscuridad y llegó hasta la casa azul.

 

El marido de Laura hubo de posponer su viaje. Ella confiaba en que apareciese aquella semana, pero por lo visto no iba a ser posible. Laura había escuchado el mensaje de camino hacia el parque nacional. Mientras me lo contaba iba pasando los dedos por la superficie de la mesa, adelante y atrás. Después se apartó el pelo de la cara y se sentó muy tiesa.

—A Grace y a Matthew —dije— les disgustará no ver a su padre.

—Él no es su padre —dijo Laura muy deprisa.

Estaba divorciada del padre de los chicos y se había vuelto a casar ocho años más tarde. Grace se llevaba bien con su actual marido, pero Matthew ya era otro cantar, sobre todo últimamente. Le daba por contestar, había disputas, las disputas terminaban con Matthew diciendo que él no tenía por qué escuchar a aquel individuo que no era su padre.

—Y lo malo es que tiene razón. Yo abandoné al padre de los chicos, y es algo que me sabe muy mal por ellos. La culpa es mía.

En vista de los enfrentamientos entre su hijo y el padrastro, Laura había tomado la decisión de asumir toda la responsabilidad en lo que a disciplina se refería. Al menos así es como ella me lo explicó. No acabé de entenderlo, pero no dije nada. Si su marido no tenía competencia para castigar a un chico que vivía bajo su techo y que dependía de él para comer, entonces tampoco la tenía yo para hacer comentarios. Cambié de tema; le hablé del árbol de la parte delantera y salimos al sol para echarle un vistazo.

—Habrá que llamar a un podador —dijo Laura—. Supongo que será bastante caro.

—Puedo hacerlo yo. Es fácil.

—No sé qué haría sin ti, Duro —dijo—. Ni siquiera sé qué tendría que hacer para conseguir un podador, y aunque lo encontrara no entendería una palabra de lo que me dijese.

—No, no me refería a buscar yo un podador, sino a que puedo talar el árbol yo mismo.

Nos quedamos allí de pie, mirando la casa desde la carretera. Grace estaba a unos pocos metros, ocupada en la excavación de la fuente. Parecía una arqueóloga, con su pañuelo rojo de lunares en la cabeza. Había terminado ya con el mosaico de la pared de la casa, el pájaro gigante alzando el vuelo detrás de ella. En el fondo de la fuente empezaba a salir un pez de un tono de tierra cocida, enredado en algas de color esmeralda.

—Duro —me llamó Grace.

—¿Sí?

Se levantó con esfuerzo, fue hacia el mosaico y yo la seguí y me detuve a su lado. Olía ligeramente a huevo crudo. Había algo en ella que suscitaba compasión y sin embargo, a pesar de ser poco agraciada, mucho menos agraciada que su madre y su hermano, era una muchacha alegre que por lo menos había encontrado una ocupación, no como su hermano el guaperas, que dormía hasta las doce del mediodía y luego vagaba por los campos con una botella de vino que le sisaba a su madre.

—Ya sabes que faltaban algunas teselas —dijo Grace—. Bueno, pues he colocado todas las que se cayeron. Aparte de eso había varios huecos más, pero he conseguido llenarlos casi todos con las que encontramos en el anexo... Las verdes y azules. Son las mismas, ¿sabes? El problema son estas de aquí.

Señaló la cola del pájaro. Faltaban varias teselas de vidrio rojo oscuro. Luego hizo que me fijara en la parte del cuerpo donde las teselas, de un rojo no tan oscuro, parecían hechas de cuarzo.

—Y estas de aquí también. He buscado por toda la casa pero no encuentro recambios. Hay otras: en la punta de las alas faltan dos o tres, pero casi no se nota. Estaba pensando si tú podrías ayudarme, si sabes dónde conseguir más.

Laura se me adelantó.

—No molestes a Duro, Grace. No tiene tiempo para ayudarte a buscar eso.

—Ah. Vale, lo siento —Grace frunció los labios y tarareó a su manera de siempre.

Laura estaba ya mirando hacia el árbol.

—Por cierto, ¿qué clase de árboles son esos? ¿Tendremos que plantar uno igual?

—Son almendros —dije—. Dentro de un mes o así darán fruto —me volví hacia Grace, que estaba de nuevo trabajando en la fuente—. Claro que te ayudaré —dije—. Sé dónde podemos encontrar algo parecido. Hay un pueblo en la costa donde venden artesanía. Hasta allí es una excursión de un par de horas, pero por mi parte no hay inconveniente.

—Demasiado lío —dijo Laura.

—Qué va —insistí—. Además, me encantaría ir. Hace mucho que no bajo a la costa. Quizá un domingo, cuando vaya más sobrado de tiempo. Tienen unos helados estupendos.

Grace sonrió.

—Sería muy guay, Duro —dijo.

—¿A ti te parece bien, Laura? —pregunté.

Laura se encogió de hombros y levantó las cejas:

—Sí, de acuerdo.

 

Aquella tarde decidí ir a tomar algo al pueblo. Entré en el Zodijak y Fabjan no se privó de hacer un comentario sobre mi nueva vida social.

—Solo busco compañía —dije, en plan simpático. Al mismo tiempo le eché un pausado vistazo a la camarera. Fabjan rezongó, dio un largo trago de su cerveza y dejó la jarra en la mesa; mirando por encima de la misma, hizo crujir los nudillos.

Opté por no sentarme con él y fui a una mesa cercana a la barandilla que separaba la terraza de la calle. Que yo supiese, en el pueblo nadie se había enterado de que yo trabajaba en la casa azul. Nadie me había visto allí, y eso incluía a los conductores de los coches que pasaban (yo casi siempre estaba subido a la escalera); Laura no habría podido contárselo a nadie aunque quisiera. Desde que se convirtió en único propietario del Zodijak, Fabjan ha estado muy ocupado metiendo el hocico en todos los asuntos del pueblo; tiene algunas fincas en alquiler y es copropietario de varias empresas. La ferretería, por ejemplo, así como una constructora también relacionada con el negocio de pozos: bombas, reacondicionamientos, cosas así. Por eso había elegido yo una empresa de fuera del pueblo para el pozo de la casa azul.

Me bebí la cerveza despacio. Fabjan había aparcado el BMW en la acera de enfrente. Decidí que después del verano, cuando hubiera conseguido dinero suficiente, me compraría un coche y le daría el pasaporte a mi viejo Volkswagen. Detrás de mí, la camarera estaba mirando la calle; sus ojos iban de acá para allá entre el movimiento sincronizado de los coches, como un perro pastor controlando al rebaño. Le pedí otra cerveza por señas. Cuando la trajo a mi mesa le pregunté cómo se llamaba y cuánto hacía que estaba en Gost. Ella a cambio me explicó que sus abuelos vivían en el pueblo, que había venido a visitarlos y que al final había acabado entrando a trabajar en el Zodijak.

—¿Y tus padres? —pregunté.

—Se marcharon cuando yo tenía cinco años.

—¿Y cuántos tienes ahora?

—Pronto cumpliré veintiuno.

—Felicidades —dije.

Ella sonrió un tanto avergonzada, ladeó la cabeza y frotó la barbilla contra el hombro. La invité a sentarse conmigo y vi que sus ojos se desviaban hacia donde estaba sentado Fabjan. Le indiqué la silla con un gesto. Ella se encogió de hombros y se disponía a retirarla para tomar asiento cuando Fabjan dijo:

—Ve a la barra a limpiar vasos.

—Están todos limpios.

—Pues ve a meter más cerveza en la nevera.

Fabjan no se molestó en volverse para mirarla; de hecho, no movió siquiera la cabeza. La camarera volvió adentro. Deduje por la escena que Fabjan se acostaba con la chica, lo cual era una lástima. Me gustaba, habría sido agradable pasar un rato con ella, tanto más siendo un ligue de Fabjan. Al final decidí no hacer el esfuerzo; que él se molestara había sido motivo suficiente de placer.

Volví a casa por las calles de Gost, sus avenidas de castaños, sus casas impecables con balconadas de madera, jardineras llenas de geranios, ventanas oscuras y deslumbrantes. Jardines delanteros repletos de rosas —muy populares ese año—, rivalizando con los lirios. Leones en los postes de las verjas, algunos pintados de amarillo con la melena marrón. Ranas de piedra pintadas de verde entre los arriates. A través de las ventanas, parpadeo y murmullo de televisores; detrás de unas cortinas, el sonido de una voz masculina. El hotel, que tenía un oso disecado en el vestíbulo y un ala nueva, abría para servir cenas. En la carta de ocho páginas se leía: Especialidades regionales y Platos internacionales, como si de un momento a otro esperaran la llegada de una numerosa delegación estadounidense. Aparcado delante del hotel, un autocar de los grandes. Los turistas pernoctan en Gost procedentes de Zagreb, camino de la costa, pero nunca más de una noche. Y, que yo sepa, jamás salen del hotel, parapetados tras un muro de adelfas blancas y rosas. Aparte de los pocos hombres de negocios que hacen escala, lo más breve posible, nadie tiene motivos para venir a Gost.

A diferencia del hotel y de las casas, los edificios municipales del centro del pueblo estaban sucios y llenos de boquetes. En un bloque abandonado en la esquina de una calle, un fanático del fútbol había escrito Volim Croatia Hajduk y pintarrajeado un corazón atravesado por una flecha. Dejé atrás la panadería. La otra, cerrada mucho tiempo ha, estaba en esa misma calle, a solo un centenar de metros. A la hora del almuerzo, por la ventana del establecimiento vendían pan de soda y devrek. Tenían una hija retrasada, mongólica, de quien los chicos —Andro, Goran y Miro— solían burlarse imitando sus vacilantes andares, su voz lerda y grave y su sonrisa estúpida. La otra hija llevaba un jersey blanco de angora y hacía de dependienta. Tenía cierta fama de chica fácil, como si acostarse con todo quisque la resarciera de tener una hermana retrasada. Yo a veces iba a casa de ellas, normalmente por algún encargo de mi padre, y aguardaba en la sala de estar, avergonzado por la presencia de la niña mongólica. Pero no cabe duda de que hacían el mejor burek de todo Gost. Yo en esa época trabajaba en el pueblo y de tanto en tanto les compraba un pastel de patata o de espinacas para almorzar. Desde que cerraron no ha habido más que una panadería en Gost. Laura tenía razón, alguien podría haber hecho dinero abriendo una panadería nueva. Aun así en todos los años transcurridos desde que la familia se había marchado del pueblo, nadie se había decidido. Tampoco Fabjan: demasiado incluso para él.

El pueblo estaba en silencio, descontando a los chicos que jugaban con sus motos en el aparcamiento del supermercado: bigotes de pelo escaso y endeble, uñas mordidas y cicatrices de acné; chicos enamorados de su polla, chicos que se creen hombres. Chicos así los ha habido siempre y en todos los pueblos y ciudades, en todas partes del mundo. Yo una vez fui como ellos, y los demás también: Andro, Goran, Miro, Krešimir. Al final uno se hace adulto, o así lo cree. Nos hicimos mayores y los chavales que nos sustituyeron rondan ahora por el Zodijak, donde Fabjan había tenido el buen olfato comercial de instalar una máquina de millón con la que sacarles los cuartos.

Me detuve al llegar al puente y contemplé el río, en cuya superficie jugueteaba el último resto de luz diurna. Seguí con la mirada el hilo de agua que serpenteaba por una ruta cinco veces más larga que la distancia real que cubría, remontando hacia Gudura Uspomena.

 

A veces Anka y yo subimos al pinar para matar pájaros los dos solos, sin Krešimir. ¿Cuándo empezó aquello? Lo he olvidado. Seguramente llegué un día a la casa y Krešimir no estaba pero sí Anka, y me pareció lo más normal invitarla a venir conmigo teniendo en cuenta cómo le había disparado al conejo aquel; además, ¿no le había comprado su padre una escopeta con una hoja de clavo grabada en la culata? Tardé poco en descubrir que prefería ir a cazar con ella.

Con Anka he abatido mi primer ciervo. Le he cogido la escopeta a mi padre sin pedir permiso. Para lucirme, claro está. Es un viejo fusil de cerrojo con mira de hierro y hacemos prácticas tirando sobre un blanco casero situado a cincuenta metros. Como el arma es mía (bueno, de mi padre), soy yo el que dispara casi siempre. De camino a casa vemos un grupo de venados solteros paciendo en la linde del bosque; van avanzando poco a poco por la ladera en dirección a nosotros y el viento que sopla colina arriba se lleva nuestro rastro hacia los pinos. Anka y yo empezamos a acecharlos, un poco en plan de broma, seguimos jugando a los cazadores. Como es lógico, la manada pronto advierte nuestra presencia y se va alejando, y nosotros, porque es el final del día y tenemos tiempo de sobra, nos tumbamos en la hierba y observamos a un cuervo que cruza el cielo en solitario.

Un macho, separado de la manada, aparece en lo alto de la loma a unos cuarenta metros de donde estamos nosotros. Es joven, lo que más le preocupa es volver con sus compañeros y no nos ha visto tumbados en una suave hondonada entre las dos posiciones. Va y viene sin parar. Anka y yo lo observamos. Dentro de nada, pienso, correrá a refugiarse en la manada, pero continúa allí. Nosotros sin movernos, compartiendo un solo pensamiento. Muy despacio, apunto con la escopeta. La brisa me da en la cara. Soy una fracción de segundo más rápido que él y la bala le alcanza de frente. La manada huye. Miramos al ciervo: cómo duda un instante, cómo se doblan sus patas traseras, la sacudida final antes de caer de bruces. Anka y yo arrastramos el cuerpo hasta mi casa. Toda la semana siguiente mi padre no hace más que abrazarme y presumir de hijo ante el primero que pasa. Da igual que le birlara el rifle, porque ese pecado ha sido redimido. Y a nadie le molesta que yo haya matado un ciervo fuera de temporada.