Una luz amarilla. Una subida de energía y el sabor de la electricidad. Ese día el viento soplaba del sur y llegó a media tarde. Repentino traqueteo de postigos y a continuación la lluvia. Yo llevaba toda la mañana observando el cielo mientras hacía los preparativos para encalar las paredes de fuera. Grace estaba ocupada en la fuente, Laura había ido al supermercado y Matthew se hallaba en la cocina comiendo lo que para él era el desayuno. Grace y yo entramos.
Pasaron los minutos.
—Qué aburrimiento, ¿no? —dijo Grace.
—Dímelo a mí —murmuró su hermano.
—No durará más de quince minutos —dije yo—. Quizá si vais a mirar por la ventana veréis alguna cosa.
Grace se levantó y cruzó la cocina. Tras unos segundos pegada a la ventana, dijo:
—¿Cómo sabías que iba a pasar eso?
Yo solo sabía lo que sabe todo el mundo por estos pagos, cuándo va a llover, cuándo cambiará el viento, cuándo caerá una nevada y qué meses de invierno son mejores para coger setas rujnika en el pinar. El viento de poniente es ligero y no da problemas. El del norte y el del sur sí los dan. La bura es el viento más veloz del mundo, y tan frío que en Karlobag el mar se congela: los caballos blancos se vuelven de hielo, inmovilizados en escorzo como personajes de cuento; los postes indicadores de las calles se parten como pajitas. Este viento estival procedente del sur llega, como de costumbre, con la fanfarria de una caravana de gitanos que viniera al pueblo para presentar un nuevo espectáculo. Primero un escenario vacío. El viento cesa, el cielo está despejado. Al otro lado del escenario el trueno persigue al relámpago. Se encienden las luces y llegan los efectos especiales: un sol radiante y cortinas transparentes de lluvia. El titiritero gitano hace un floreo con su capa.
—¿Qué es? —preguntó Matthew.
—Un arcoíris doble —dijo Grace—. Ven a ver.
Matthew se limitó a gruñir. En ese momento apareció Laura, la ropa y el pelo mojados; había corrido desde el coche. Grace señaló hacia los arcoíris. Laura se apartó el pelo mojado de la cara y estiró el cuello para mirar.
—Mattie —dijo—, ¿has visto?
—Estoy bien aquí, gracias.
Laura insistió:
—Ven, rápido, antes de que se borren.
—He dicho que paso.
Laura se acercó a Matthew por detrás, le puso una mano en el hombro y se inclinó para plantarle un beso en la coronilla. Matthew le apartó la mano.
—¿Qué te pasa, cielo? —preguntó ella.
—¿A mí? Nada.
—¿Por qué no quieres ver el arcoíris?
—Porque no, y punto. No insistas más. He dicho que estoy bien.
—Venga, Mattie...
—¡Que lo dejes ya, joder!
Laura dio un respingo pero no se arredró.
—No pienso dejarlo mientras no me digas qué es lo que te pasa.
—Uf. Muy bien. Veamos, ¿por dónde empiezo? No hay tele, los teléfonos no pitan, tampoco hay Internet. No se puede hacer nada, cada día lo mismo. Que esto es aburrido de cojones, ya ves lo que pasa.
—Date un poco de tiempo...
—Eso te funcionará a ti, a nosotros no. Y que te haya dado por vivir en el quinto coño no significa que a los demás tenga que gustarnos.
El ambiente se ha enrarecido. El cielo se oscurece y los arcoíris se esfuman. Las nubes se imponen, de repente hace fresco y vuelve a llover, esta vez con saña. La caravana cierra, los lugareños se dispersan.
Una vez Matthew hubo abandonado la cocina, Laura alzó la cabeza y sorbió brevemente por la nariz, queriendo poner de manifiesto su coraje. Grace, que no se había apartado de la ventana, dijo:
—Uau, qué mal rollo.
—Estoy segura de que no lo ha dicho en serio.
—Voy a buscarlo —dije yo—. Matthew no tiene derecho a hablarte de esa manera.
—Déjalo, Duro. Son cosas de la edad, ya madurará.
No abrí la boca.
—Tú no tienes hijos, Duro; si no, lo comprenderías. Después hablaré con él.
Tomé aire.
—Aquí no hay ningún canal de televisión en inglés —dije—, pero te puedes conectar a Internet en la biblioteca, y hay un bar que se llama Zodijak donde también tienen conexión —y como necesitaba salir de allí cuanto antes, fui a buscar las bolsas del supermercado al coche. Laura me dijo que esperase a que dejara de llover; hice como que no la oía.
Poco rato después fui al anexo donde estaba el Fico. Retiré la funda y me puse a inspeccionar el vehículo, algo que había ido postergando por falta de tiempo. La carrocería estaba en bastante buen estado, un poco de óxido aquí y allá, alrededor de una de las ventanillas. Pese al aguacero de ese día, aquí el clima es seco, como ya sabes. El coche no estaba cerrado con llave; abrí la puerta del conductor. Uno de los asientos aparecía rajado y asomaba la espuma de dentro, pero el interior del coche había resistido bien al tiempo y a las ratas. Cogí una linterna y me metí debajo del vehículo para mirar el chasis; supuse que estaría bien y así era.
Había dejado de llover. En la casa solo estaba Grace, que comía galletas de un paquete acompañadas de un vaso de leche; me miró con una sonrisa. Fui a buscar la batería de coche y el aceite de motor que había traído el día anterior, regresé al anexo y dejé las cosas al lado del coche. Sacudí y volví a colocar la funda. De pared a pared había un estante donde antes almacenaban las botellas de rakija. Pasé la mano por la cara inferior; un dedo se me enganchó en la madera astillada. Seguí buscando hasta que palpé lo que esperaba encontrar: una hilera de llaves colgadas de ganchos. Alumbré con la linterna y las inspeccioné una por una hasta dar con la llave de contacto del Fico.
Laura elogió mis manos. Se había sentado delante de mí mientras yo intentaba sacarme la astilla del dedo gordo con el alfiler que me había dado ella, y cuando se ofreció a ayudarme le tendí la mano. Una vez retirada la astilla, Laura no me soltó los dedos, sino que acercó la palma de mi mano a la luz para verla mejor. Dijo que tenía manos de pianista.
Manos de pianista. Me gustaron las cosas que Laura había dicho. Es cierto que me cuido las manos; las cuido no a pesar del trabajo que hago sino precisamente por ello mismo. Llevo las uñas cortadas a una longitud de un milímetro, y al lado de la bañera tengo siempre una piedra pómez de Lipari. La primera manicura me la hizo mi hermana Daniela, que entonces estudiaba para esteticista. Les había hecho las manos a mi madre y a mi hermana Danica, y le pedí por favor que me las hiciera a mí también. Primero tuve que meter los dedos en un bol con agua jabonosa; luego me dio un masaje en la mano y me aplicó la crema de rosas que usaba mi madre; me pintó las uñas con un barniz transparente, y cuando se me quitó le pedí que me lo hiciera otra vez, porque me gustaba mucho cómo quedaban las uñas. Daniela me dio una cerilla envuelta en un trocito de gamuza y me enseñó a pulir las uñas.
Laura tenía las manos finas y afiladas, las uñas bien pintadas y con forma de almendra. En la mano izquierda, junto a la alianza de boda, llevaba un anillo de oro engastado con diamantes, y en la otra mano una pequeña sortija de plata con forma de corazón.
—Eres de pocas palabras, ¿no? —dijo Laura.
—¿De qué quieres que hable? —le pregunté.
Laura había comprado queso de Pag porque había leído algo en un libro y quería probarlo. Yo le recomendé un sitio; aunque el queso procede de la isla, en realidad se puede comprar en cualquier parte. Laura había ido al mercado de Gost y estaba decepcionada. Sé lo que ella quería: queso, carnes curadas, aceitunas sumergidas en aceite y tomates en rama, igual que en Italia. Pero lo que encontró fueron cazadoras de cuero de imitación, fundas para teléfono móvil y encurtidos de verduras. Le expliqué que el mercado de Gost siempre ha sido así. En tiempos pasados los agricultores de la zona enviaban sus productos a un distribuidor central; lo que no, se lo quedaban para ellos. Laura me invitó a probar el queso para saber mi opinión y yo le dije que estaba bien, aunque en realidad era pasable y nada más. Matthew puso los ojos en blanco cuando su madre empezó a cantar las alabanzas del queso. Laura siempre quería que todo fuera especial: el queso, el mejor queso del mundo; la casa que ella había encontrado, la mejor casa en el mejor de los pueblos. Que no hubiera ningún otro inglés en la zona era un placer añadido.
Estábamos solos en la casa, sentados a la mesa con el queso entre los dos.
—Háblame de tu familia —dijo.
—Nací y crecí aquí en Gost.
Laura esperó un poco.
—¿Y?
—¿Y...?
—Pues que me cuentes algo más.
—Éramos muy felices.
Eso la hizo reír a carcajadas.
—¿Dónde está la gracia? —dije.
—Perdona, Duro, es que... eres la primera persona que conozco que dice venir de una familia feliz.
—No te miento. Éramos felices.
—¿Qué hacía tu padre?
—Trabajaba en correos.
—¿De cartero?
—No, de cartero no. Era el encargado de la oficina de clasificación. Mi madre tuvo diferentes empleos. Primero trabajó en la cocina del colegio; yo la veía a diario a la hora del almuerzo. De pequeño eso me gustaba mucho, pero luego de mayor me daba vergüenza, no sé por qué. Quizá porque mis amigos también la veían y me preocupaba que pudieran hacerla objeto de sus burlas, como a otros empleados del colegio. Después entró a trabajar en la fábrica de fertilizantes. Éramos cinco: mi padre, mi madre, dos hermanas y yo.
—¿Siguen viviendo todos en Gost?
—Una de mis hermanas y mi madre se fueron a vivir a otra parte. Mi padre y mi otra hermana murieron.
La sonrisa de Laura se esfumó.
—Oh —dijo, apartando la vista—. Lo siento.
Vi que era cosa mía enderezar la conversación, hacer que Laura se sintiera otra vez cómoda; es algo que aprenden a hacer las personas que han perdido a algún ser querido.
—Fue un accidente —dije—. En cualquier caso, ya no están con nosotros. Mi otra hermana vive con su marido en la capital, allí es más fácil encontrar trabajo, mientras que aquí hay pocas posibilidades. Mi madre quería estar cerca para cuando nacieran sus nietos. Es lo que hay.
—Sí —dijo Laura—, es lo que hay.
Tenía aún el hueso de la aceituna en la boca, y lo chupaba y se lo cambiaba de carrillo sin dejar de mirarme. Esto y el hecho de haberme visto obligado a hablar de mí mismo me hicieron sentir incómodo. Estaba a punto de inventar una excusa para volver al trabajo cuando pasó un coche. Laura lo siguió con la mirada.
—Debe de haber una fiesta.
—¿Por qué lo dices?
—Casi nunca pasa nadie por esta carretera.
Se había corrido la voz: había gente en la casa azul.
—Una de las carreteras está cerrada —dije—. Creo que están arreglando cañerías.
—Espero que no nos corten el agua.
Le recordé a Laura que disponía de un pozo.
Me gusta dejar el trabajo en un punto donde pueda retomarlo con facilidad. Cuando empieza la jornada me pongo un objetivo y no paro hasta alcanzarlo. Es mi manera de ser. Me gusta trabajar con ganas, irme a dormir cansado y al día siguiente asignarme nuevas tareas en el orden correcto y terminarlas todas dentro del plazo previsto. Me disgustaba ser interrumpido o molestado, incluso de niño cuando hacía los deberes en la mesa de la cocina. Si alguien me los tocaba, me ponía hecho una furia. Mi madre le decía a mi padre que yo era muy testarudo. Testarudo no, sino resuelto como él, insistía mi padre. Dos hombres en una casa de mujeres: mi padre siempre hablaba como si fuéramos dos contra veinte, en vez de dos contra tres. Tal vez porque yo era el más pequeño, el niño mimado de mis hermanas y de mi padre también, y de tan buena pasta; supongo que no habíamos conseguido imprimir en la familia el sello de nuestra masculinidad.
Disparar era una de las pocas cosas que compartíamos él y yo. Las primeras lecciones me las dio mi padre; yo era apenas más alto que la escopeta, todavía veía dibujos animados —Professor Balthazar— al volver del cole. Un día mi padre entró en casa con un rifle en la mano y dijo: «Vamos, jefe». Balthazar estaba de vacaciones en Suiza, practicando el esquí y viajando en tren de acá para allá. Apagué el televisor, me bajé de la silla y salí con mi padre.
Aprender a disparar es como aprender a tocar un instrumento musical. Con el tiempo llegué a conocer mi arma como el violinista conoce su violín, cada curva y cada línea de la culata y del cañón, el recorrido del cerrojo, el tacto del gatillo al apretarlo. De todas aquellas horas pasadas con mi padre saqué una única lección. Paciencia, concentración, control: en todas las cosas, pero sobre todo al disparar. Con diez años perdí un concurso de tiro. Fue en la feria del pueblo; estaba demasiado nervioso. Mi padre apoyó una mano en mis costillas y me dijo que debía aprender a apaciguar los latidos. De quinceañero ganaba ya todos los concursos a los que me presentaba, y entonces comprendí lo que mi padre había querido decir: penetrar dentro de uno mismo, sentir cómo se estremece el corazón al hacer una pausa, para seguir latiendo solo después de efectuado el disparo.
Cuando quedé satisfecho con las paredes exteriores, fui al patio, limpié las brochas una por una bajo el grifo, las coloqué sobre una hoja de papel de periódico y me aseguré de que la tapa del bote de pintura quedase bien encajada. Luego me lavé las manos y me remojé un poco la cara. Al abrir los ojos, tenía a Laura delante de mí.
—Duro, Grace y yo estábamos hablando de si querrías quedarte a cenar.
—Gracias, encantado —me sequé la cara en la manga de la camiseta.
—Estupendo, confiábamos en que dijeras que sí.
—Primero necesito lavarme y cambiarme de ropa.
—Solo es una cena en plan familiar.
—Y he de dar de comer a Kos y Zeka.
—Pues tráetelos cuando vuelvas.
—Gracias.
Hacía tiempo que no dejaba solos a los perros tantas horas. Estaban visiblemente abatidos y así me lo hicieron saber. Dediqué unos minutos a rascarles el pelaje con las yemas de los dedos, buscando garrapatas, algo que a ellos les encantaba. Encontré una en el lomo de Zeka, hinchada ya de sangre. El perro se quedó muy quieto mientras se la quemaba, solo que el maldito bicho reventó y dejó aquello hecho una pena. Habría tenido que arrancar la cabeza con un alfiler, pero iba escaso de tiempo. Les di de comer y dejé que entraran en la casa. Al salir de la ducha, sequé el espejo y decidí afeitarme. Mientras me enjabonaba la cara procedí a inspeccionarme como no lo hacía en mucho tiempo. Cuando uno vive solo se olvida de que los demás lo miran. En conjunto no quedé insatisfecho. Los años me habían tratado bien, al menos en comparación con Fabjan y Krešimir. Seguía pesando lo mismo que a los veinte años y conservaba todo el pelo y la dentadura. Cada mañana hacía la misma rutina gimnástica. Sentadillas, dominadas, abdominales, flexiones: veinticinco de cada. Fui hasta la puerta y me icé a pulso, subí y bajé media docena de veces, conté hasta cien y luego me solté. Después de afeitarme cogí unas tijeras de la cocina y recorté unos pelos rebeldes que asomaban de mis cejas.
En la alcoba elegí una camisa limpia, me vestí aprisa y salí de casa con Kos y Zeka detrás. Aún hacía calor, una grulla pasó volando y seguimos su trayectoria rumbo a la casa azul. Intenté recordar cuándo había comido con alguien por última vez. La última cena familiar, si la memoria no me fallaba, había sido cuando Danica se marchó de Gost. Luka, su marido, trabajaba en la compañía ferroviaria y dijo que la línea que pasaba por Gost ya no era importante porque ahora la mayoría de los trenes solo hacían el trayecto de Osijek a Zagreb y de Zagreb a Rijeka: esa iba a ser la ruta principal. Y si no, al tiempo. En Zagreb, dijo, había pisos abandonados, los alquilaban a bajo precio. Danica y Luka habían conseguido entrar en una lista del gobierno; todo inquilino de una vivienda social que se marchara y dejase de pagar el alquiler durante seis meses perdería el piso, y el piso sería adjudicado a alguien de la lista. Tal cual. Los había a centenares. Para conseguir uno de los buenos tenías que moverte. Había gente que se instalaba sin más en un piso y luego decía que llevaba viviendo allí varios años; a veces funcionaba.
—¿Y si vuelven los inquilinos?
—Pues mala suerte —y se encogió de hombros.
Luka era un tipo muy seguro de sí mismo. Asó un cordero; había pastel de nueces. Cerveza. Mi madre bebió Coca-Cola con vino tinto, su muy querido bambus. Una cena de despedida, aunque nadie pronunció esa palabra. Luka se fue el primero, después Danica, mi madre la última. Supongo que habrá habido otras cenas después de aquella, pero las he olvidado. Cuando se marcharon no sentí ninguna pena especial: en esa época casi todo me resbalaba. Más tarde sí la sentí. Y, más tarde aún, me acostumbré a la soledad.
Por Navidad Danica siempre llama para desearme unas felices fiestas y le pasa el teléfono a mi madre. A las primeras de cambio ya me está diciendo que quedan pisos vacíos en el edificio. El de ellas tiene vistas al Sava. Me enviaron una foto tomada desde la orilla opuesta del río: seis o siete bloques de muchas plantas, uno al lado del otro, su imagen reflejada en un agua gris metálico. Las riberas son rectas, de una tierra blanda y negra; a cada lado hay lo que parece una franja de tierra de nadie, aunque mi madre insiste en que es un parque. Me dijo que había una pista de atletismo, como si estuviera pensando en dedicarse al deporte. Los primeros años fueron difíciles. Danica no encontraba trabajo. A mi madre no le gustaba salir del piso. Una vez vio cómo talaban los árboles de la plaza Tomislav, varios de los cuales tenían cien años. La gente se congregó delante de la estación de tren, y cada vez que caía uno aplaudía entusiasmada, pese a que los árboles estaban perfectamente sanos. En su lugar plantaron unos plátanos jóvenes. Ahora Danica trabaja de guía y le ha enseñado la ciudad a mi madre como hace con los turistas. Por el cumpleaños de mamá fueron de visita al zoo; mi madre se encariñó del hipopótamo enano. Después tomaron algo en la plaza de la República, quiero decir la plaza Jalacic[4], y finalmente fueron a cenar al hotel Dubrovnic, en la terraza. A mi madre le encantaron las tiendas de regalos que hay en el vestíbulo, el restaurante con sus sillas rojas y el suelo embaldosado en blanco y negro, los manteles blancos del bufé: para ella el glamour es eso. Ahora está a un tiempo intimidada por la ciudad y enamorada de ella. Sube a los tranvías. En Gost todo es pequeño, todo queda a mano, no hay tranvías. Nunca me pregunta por sus conocidos de antaño.
En la casa azul Grace estaba poniendo la mesa, doblando servilletas. Laura entró con un manojo de girasoles, la corola un poco cabizbaja ya al extremo de los finos tallos. Se puso a buscar un jarrón adecuado, descartando los demasiado pequeños para flores tan gigantescas. Al final agarró un bote de los que había en el alféizar y lo llenó de agua. Al coger las flores soltó una exclamación y las dejó caer. Yo las recogí del suelo. Un ejército de relucientes escarabajos negros había invadido los estambres.
—¡Qué asco! —dijo Grace.
—Gorgojos —les informé.
Llevé las flores a la puerta, las sacudí y sumergí las corolas en un cubo de agua hasta que los insectos que quedaban aparecieron en la superficie. Le pasé las flores a Laura y ella me dio las gracias y me dijo (otra vez) que no sabía qué haría sin mí. De Matthew no había ni rastro.
—Estará arriba —dijo Laura—. Ya bajará.
—Está en su cuarto. Lleva ahí metido todo el día —dijo Grace—. De morros.
—¡Grace!
—Pero si no he dicho nada malo —Grace miró a su madre con los ojos muy abiertos y luego se volvió hacia mí—. Desde que llegamos ha estado de mal humor. Este sitio le parece poco guay. Ah, y no hay Internet, claro.
—Qué tonterías dices. Matt está disfrutando de las vacaciones.
—Matt es demasiado guay para disfrutar de nada —dijo Grace—. Según él, eso de disfrutar es para imbéciles. O sea, que somos todos imbéciles.
—¡Ya basta, Grace!
Grace dio un respingo pero no protestó. Retorció el paño de cocina para secar el interior de una copa, dejó esta sobre la mesa y tarareó una sola nota.
Comimos: pasta, tomates, jamón curado del pueblo, buen vino tinto en copas de cristal bueno. Laura envió a Grace arriba en busca de Matthew, pero la chica bajó diciendo que su hermano no tenía hambre. Mientras estaba arriba, Laura había retocado la disposición de los cubiertos, en concreto la posición de las cucharas. También desdobló y volvió a doblar dos de las servilletas. Había una botella de boca ancha con agua, pero no del pozo sino con burbujas, agua embotellada. Mantelitos individuales nuevos. Exiliados ahora en el alféizar, los girasoles; en su lugar, velas en el centro de la mesa. La casa tenía puestas cortinas, con sus lazos para sujetarlas, aun cuando yo no había remendado todavía el yeso de la pared. No estábamos siguiendo un orden. Entonces Laura me dijo que iba a venir su marido.
—Confío en que le guste cómo ha quedado —dije.
—Seguro que le gustará. Para serte franca, cuando llegué y vi la casa me entraron serias dudas. Es que Conor la compró sin estar yo, ¿sabes?
Lo que Laura me contó a continuación me causó una gran sorpresa. Dijo que había encontrado la casa mirando en Internet y que su marido había venido a verla desde Italia, donde estaba por un asunto de negocios. ¿Krešimir capaz de apañárselas con Internet? Seguro que se buscó a alguien que le ayudara. ¿Tal vez esa chica, su mujer? No, Krešimir nunca dejaría que alguien metiera las narices en sus asuntos monetarios, y menos tratándose de algo así.
—¿Cómo es que os decidisteis por esta casa? —le pregunté a Laura. Seguro que no era por el pueblo, por Gost. Me pregunté qué visión tenía ella de las iglesias y la escuela, de las colinas y la poza de nadar, de la gente de aquí. Intenté imaginarme cómo sería ver esto por primera vez, sin saber nada de nada.
—Aquí un terreno o una casa sale más barato que en el resto de Europa. Conor supuso que en la costa los precios estarían rozando su punto máximo y que era preferible mirar en el interior, un poco lejos de la ruta turística. Yo creo que saldrá bien. La gente volverá a invertir en el campo, ¿no?, a ver si la economía remonta un poco. Yo estaba buscando algo en lo que ocuparme, ahora que los chicos empiezan a ser más o menos independientes. Si la cosa funciona, seguiremos adelante.
—¿Qué quieres decir con eso?
—Pues que compraremos otra y la arreglaremos.
—¿Estás diciendo que pensáis vender esta casa?
—Esa es la idea, sí. He explorado un poco el terreno y desde luego no escasean las casas vacías, aunque algunas están en un estado lamentable y nadie parece interesado en restaurarlas.
—La gente de aquí es de campo —dije—. Entienden la propiedad de una manera diferente, no le ven un valor a la finca y por eso no las cuidan.
—Lo raro es que no parece haber ninguna agencia inmobiliaria.
—La mayoría de las casas de por aquí son propiedad de familias. Si muere alguien, siempre hay un pariente que se las queda.
Laura se quedó pensando.
—Ah, entonces ¿cómo hay que hacer para comprar una?
—Por venta privada. Como tú compraste esta.
—Ya son casi adultos —dijo Laura mirando hacia Grace, que tenía la cabeza de Zeka apoyada en el regazo y estaba haciéndole mimos. Se quedó un rato callada, bebió más vino. Luego dijo—: La compramos hace cinco años, pero hasta ahora no he tenido valor para lanzarme y adecentarla un poco. Mattie entrará en la universidad el año que viene, Grace sabe cuidarse sola, en realidad no me necesita —hablaba como si su hija no pudiera oírla.
¿Cinco años? Me quedé mirando la mesa y solo reaccioné al oír la voz de Grace.
—Creo que Zeka tiene una herida.
Miré. El pelo se le había quedado apelmazado allí donde la garrapata había dejado su sangre al reventar.
—No es nada —dije—. Una garrapata.
—Ah, bueno. ¿Puedo sacarlos un rato?
—Sí.
—¿Vendrán conmigo? —Grace se levantó y fue hacia la puerta.
—¡Kos! ¡Zeka! —hice un gesto con la mano y los perros se alzaron y fueron hacia donde estaba Grace.
—No se perderán, ¿verdad?
—Son perros cazadores. Conocen la zona y harán lo que tú les digas.
Di las gracias a Laura por la cena; de repente tenía ganas de irme a casa, de estar solo. De pensar. La noticia me tenía la cabeza muy ocupada. Pero ella trajo una ensaladera a la mesa, volcó la pasta que había quedado en un plato limpio y lo puso en una bandeja junto con cubiertos y un vaso de agua.
—Voy a subirle esto al pobre Matt —dijo—. Debe de estar muerto de hambre.
La visión de Laura subiéndole la cena a su hijo, pisando con cuidado los escalones. Una vez yo subí esa misma escalera con una bandeja en las manos. Fue el año antes de que la familia se mudara a la casa de Gost, después de que al padre de Krešimir lo ascendieran a un empleo en las oficinas administrativas del ayuntamiento. Un empleo importante, más que el de mi padre, lo cual ensanchó todavía más la brecha entre Krešimir y yo. Pero eso estaba por venir. En aquel entonces los Pavic vivían aún en la casa azul. Yo había subido y bajado corriendo aquellas escaleras un montón de veces. Desde la ventana de la habitación de Krešimir disparábamos a las palomas torcaces con nuestros primeros rifles de aire comprimido. Un año, el señor Pavic le regaló a Krešimir una pequeña mesa de billar y nos pasamos meses echando partidas mano a mano. Le debo a Krešimir el no haber tenido que pagar nunca una copa en un local donde haya mesa de billar.
He ido a casa de los Pavic, como hago tan a menudo. La puerta está abierta, pero no hay nadie en el salón ni en la cocina. Como es después de las clases, confío en que al menos encontraré a Krešimir, y a esta hora del día la señora Pavic suele estar en casa. Es un día despejado de otoño; la calefacción no está puesta y dentro hace frío. Por el aspecto de la cocina se diría que han salido dejándolo todo en orden: el fregadero limpio y seco, los paños en sus ganchos correspondientes, una cafetera sobre el fogón. La cocina huele a cebolla.
Ruido en el piso de arriba: una tos, la cadena del váter, un rumor de pasos y un crujido. Allí está Anka, en lo alto de la escalera, vestida con un camisón de nailon. Tiene el pelo húmedo, se le pega a la frente en puntiagudos triángulos; por detrás le forma una especie de halo enmarañado. La parte inferior de su cara está tremendamente hinchada y Anka se tambalea de tal forma que extiendo los brazos por miedo a que caiga escaleras abajo. Ella da media vuelta y se aleja trastabillando. Cuando llego a la puerta de su habitación veo que se ha metido otra vez en la cama.
En el cuarto detecto un olor dulzón, a rancio. Cuando estoy enfermo, mi madre me prepara una infusión de escaramujo y un caldo; pero como no sé por dónde empezar, hiervo leche y vierto un poco del café que hay encima del fogón. Luego frío un huevo y lo llevo todo arriba en una bandeja. Le arreglo la cama a Anka haciendo ruiditos con la boca al estilo de mi madre. Anka toma unos sorbos del café con leche, la piel se le adhiere al labio inferior. Dice que le duele la garganta al tragar.
Tiene paperas. ¿Dónde están todos? Le miento y digo que me han pedido que le haga compañía. Me quedo toda la tarde y la miro dormir. Soy demasiado pequeño para entender la atrocidad de la situación, pero noto un nudo en la garganta. Han ido al pueblo a comprar cordones nuevos para las botas de fútbol de Krešimir, nada menos. Dejar sola a una hija enferma por semejante nadería.
A oscuras sin poder dormir esa noche después de la cena con Laura. La noticia de que Krešimir había vendido la casa cinco años atrás me estaba royendo por dentro. Cerré los puños bajo la sábana. Todo este tiempo guardando mezquinamente el secreto, burlándose de nosotros. La cantidad de veces que me había cruzado con él por la calle y Krešimir sabiendo que nos estaba marcando un gol. ¡Que te den por culo, hijo de la gran puta! No tenías ningún derecho a vender la casa azul.
Hay cosas en la vida que uno no se propone hacer. La llegada de Laura, Grace y Matthew no tuvo nada que ver conmigo. Krešimir vendió la casa al marido de Laura. De eso hacía cinco años, según acababa de enterarme. Yo me presenté allí porque necesitaba trabajo. Hice lo que hice porque no tenía alternativa. Conocía la casa mejor que nadie y era lógico que si alguien iba a encargarse de restaurarla, ese alguien fuera yo. Despisté a Laura con el mosaico a fin de evitar que ella se ocupara de cosas que podía hacer yo cobrando.
¿Que a Krešimir le molestaba ver la casa como estuvo en otro tiempo? Muy bien. ¿Qué esperaba? A mí me daba gusto sacudir los barrotes de esa jaula que Krešimir tenía por corazón. La verdad es que lo odiaba, lo detestaba, y los años de odio hacia Krešimir superaban con creces los de nuestra amistad.