7.

 

Krešimir espera a que me aproxime, sale con sigilo por la puerta, me corta el paso a mitad de la calle y luego camina muy deprisa hasta que estamos fuera del alcance de la vista. He mencionado cómo afectaba a su figura esa rápida manera de andar: cuerpo inclinado al frente y culo hacia fuera. Esta vez me río, y, lógicamente, Krešimir se mosquea. No dice qué estamos haciendo y al principio todo me parece una broma. Es después cuando entiendo que lo que intentaba Krešimir era dejar atrás a Anka.

Volviendo de nuestra cacería, que en esta ocasión se ha saldado con éxito, él me hace una llave de cabeza mientras caminamos haciendo eses. Al pasar por delante de donde viven los Tomislav, un moderno chalé pintado de un rosa fuerte, vemos que fuera, atado a la secadora en marcha, está el perro. Es un chucho negro al que llaman Lujo y del que me hice amigo cuando los Tomislav lo compraron. Al principio, cuando Lujo era pequeño, lo dejaban suelto, pero ahora que es mayor se pasa el día atado, haga el tiempo que haga. Un sofocante día de julio me lo encontré atado a la secadora con una cuerda tan corta que el pobre no podía sentarse ni ponerse a la sombra ni llegar a donde tenía el agua. Lo desaté y me lo llevé a casa, y mi padre, cuando fue a devolverles el perro, tuvo unas palabras con Tomislav. Desde entonces nuestras familias no se hablan mucho.

—Espera —dice Krešimir. Me lanza los conejos—. Tengo que echar una meada.

Yo también. Dejo la caza en la cuneta, me vuelvo hacia el seto y me bajo la cremallera. No he terminado aún cuando oigo que Krešimir se ríe. Se ha meado en el perro, que no para de sacudirse pero moviendo al mismo tiempo la cola. Krešimir aún tiene la polla en la mano. Agarro el cuenco del perro y le tiro el agua fría por encima a Lujo, que se aparta haciendo girar la secadora sobre sí misma; ladra.

—Prefiere los meados —dice Krešimir.

Me pregunto si todo viene a que me he reído de él. Krešimir sabe lo del perro y yo, lo de Tomislav y mi padre.

Eso ocurrió unos dos meses más tarde de aquella mañana que volvimos con las manos vacías de cazar y nos sorprendió la lluvia por el camino; Krešimir andaba tan deprisa que nos fue dejando atrás. En la esquina de la panadería volví la cabeza y vi que Anka corría para alcanzar a su hermano. Él estaba molesto por la poca fortuna en la cacería, molesto por la lluvia y por los pájaros que no aparecieron, molesto conmigo, pero sobre todo molesto con Anka, a quien en parte hacía responsable.

Fue un punto de inflexión; eso lo entendí más adelante, cuando traté de recordar en qué orden había pasado todo. Incluso ahora me cuesta. ¿Cómo hace uno para remontarse al momento en que cambió un sentimiento, al punto en que una amistad de años dio un giro y se convirtió en una cosa distinta?

 

paperas

el nuevo empleo del padre

traslado a la casa de Gost

cazar pájaros con lluvia

K se mea encima del perro

 

No, me olvido de una cosa. El padre murió. Un acontecimiento. No es que se me haya olvidado, claro, hablo del orden en que ocurrió. Unos meses antes de la cacería bajo la lluvia —puede que seis, siete u ocho meses, no estoy seguro—, el padre de Krešimir y Anka murió de un aneurisma.

 

Anka llora; el dolor de Krešimir es de una textura diferente. La relación con su padre ya había cambiado; el hecho de que muriera no hizo sino refrendar ese cambio. Todo vino de una discusión entre padre y madre un año antes de que al señor Pavic se le hinchara y reventara un vaso sanguíneo del cerebro.

La discusión surgió a raíz de un corazón licitar. Recuerdo haberlo visto sobre la mesa de la cocina un día que fui a su casa. En una época anterior, Krešimir y yo considerábamos una obligación el robar y consumir tantos de esos populares regalos comestibles como fuera posible. Robábamos corazones de los escaparates, del árbol navideño comunitario que ponían delante de la iglesia de la Virgen María; también del colegio, donde todos los alumnos teníamos que llevar un licitar hecho por nosotros la última semana antes de Pascua. Los corazones eran para decorar el vestíbulo del colegio, no para comérselos, desde luego: la masa estaba dura como una piedra y el glaseado amargo por culpa del colorante. Pero, fuera cual fuese la razón, el caso es que nos los zampábamos. De ahí que ver uno de aquellos corazones en la cocina de los Pavic suscitara simultáneamente el aliciente y el fantasma de viejos pecados.

Ese día en la televisión del cuarto daban un episodio de Ckalja[5]. Según la edad que tengas, es posible que te acuerdes de Ckalja, era el programa favorito de todo el mundo. Luciendo boina y enorme corbata estampada, Ckalja estaba sentado a una mesa en compañía de un hombre de bigote hitleriano, una mujer con abrigo de pieles y otro hombre con un acordeón. Ckalja siempre llevaba gorras curiosas, era su marca de fábrica. Krešimir quería salir. Yo quería ver el programa. Me quité el anorak. Él me dijo que sus padres habían estado discutiendo por el corazón licitar, cosa que me pareció ridícula y poco creíble. Cuando fui a subir el volumen, Krešimir dijo que nos marchábamos y me hizo poner otra vez el anorak.

En fin, todo esto para decir lo siguiente: el corazón licitar lo había comprado Vinka Pavic como regalo de Navidad para el jefe del padre de Krešimir, el cual hacía un año o dos que trabajaba en aquella oficina. Habían tenido ciertas desavenencias (el jefe y el padre de Krešimir) y al señor Pavic le pareció que ese regalo era desorbitado, casi una disculpa. El corazón estuvo varios días encima de la mesa; no sé qué fue de él.

Y luego un día, muchos meses después de las navidades, estando Krešimir y yo en su cuarto oímos discutir a sus padres. Esta vez porque habían ascendido a alguien en la oficina, pero no al señor Pavic; un ascenso que la señora Pavic consideraba que le correspondía a su marido.

Vinka Pavic opinaba que él había decepcionado a la familia con su ingenuidad. No adrede, sino por culpa de un defecto, un defecto en su manera de ver las cosas. «Demasiada fe en el mundo», le dijo a Krešimir tras la muerte de su esposo. La señora Pavic era una auténtica superviviente, y sobrevivía a base de regalar llamativos y quebradizos corazones a personas que ocupaban puestos de influencia. Mantenía las apariencias gracias a su pensión de viudedad, pese a que habría sido más sensato alquilar la vivienda del pueblo y volver a la casa azul, pero Vinka Pavic no tuvo ánimos para hacerlo. Ni perseguida por jabalíes habría regresado a una casa tan humillantemente rústica.

El tiempo y la muerte no cambiaron nada, lo único que hicieron fue endurecer su opinión sobre el pobre Pavic.

Así pues, los hechos ocurrieron en este orden:

 

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corazón licitar

muerte de P padre

cazar pájaros con lluvia

K se mea encima del perro

 

Y más que iba a pasar, claro. He pensado en ello un montón de veces, todavía ahora lo hago. Seguro que he olvidado muchas cosas.

 

Estaba en el anexo echando un vistazo al Fico cuando vi pasar a Matthew por el patio: encorvado de hombros, la zancada larga. Esperé unos segundos y luego dije «¡Matthew!» en voz alta. Creo que era la primera vez que me dirigía a él directamente, y el chico se detuvo en seco y volvió a medias la cabeza, como si dudara de haber oído bien. Pronuncié su nombre por segunda vez. El chico se acercó con cautela al anexo y se asomó.

—¿Sí?

—Necesito ayuda. ¿Te importaría echarme una mano un momento?

—¿Qué pasa? —Matthew seguía atisbando en la penumbra del anexo como si yo tuviera allí algo escondido.

Señalé el coche y dije:

—El motor. Hacen falta dos personas.

—No entiendo nada de coches.

—Da igual.

—Tampoco sé conducir.

—No es necesario. Tú haz lo que yo te diga.

Nos quedamos mirándonos el uno al otro. Matthew fue el primero en bajar la vista. Luego se encogió de hombros.

—Bueno —dijo—. Vuelvo enseguida. Tengo que ir adentro a buscar una cosa.

—Puedes dejarla en ese estante.

Me volví hacia el Fico y abrí el maletero. Con el rabillo del ojo vi que Matthew dudaba; luego sacó la botella que se había metido por dentro de la camisa y la dejó sobre el estante, tratando de aparentar que no pasaba nada. Dio media vuelta, miró el coche y dijo, con cierta sorpresa:

—¿El motor está detrás?

—Entonces los hacían así. Ponte al volante. La llave está en el contacto.

—Ya te he dicho que no sé conducir.

—Tú gira la llave cuando yo te avise. Solo un segundo, ¿de acuerdo? Y luego la pones recta otra vez.

Había colocado la batería nueva y lo que hice fue conectar las pinzas.

—Ya —dije.

—¿Quieres que gire la llave?

—Sí, por favor.

Clic.

—Espera —le dije. Apreté las conexiones—. ¡Vale, otra vez!

Clic.

—Mete la cuarta —dije.

Silencio. Esperé unos segundos, levanté la vista. Matthew estaba toqueteando la palanca de cambios. Me acerqué hasta la ventanilla y puse una mano encima de la suya.

—Pisa el embrague. Así, bien. Busca la marcha, derecha y arriba. Bien. Ahora suelta el freno de mano. ¿Sabes dónde está?

—Sí.

Desde el morro, moví el coche adelante y atrás.

—Ahora vuelve a poner punto muerto y tira del freno de mano.

Eché un largo vistazo a mi alrededor. Matthew me observó, a la espera; un minuto después se levantó del asiento y preguntó:

—¿Qué buscas?

—Un martillo —dije—. O un trozo de madera.

Matthew salió del anexo y regresó.

—¿Te sirve esto?

—Gracias. Bueno, vamos a probar otra vez —di un porrazo con la madera al motor de arranque.

—¿Y para eso lo querías? —rio Matthew.

—Sí.

Esta vez el motor gimió. Matthew me miraba desde el volante con el cuerpo medio vuelto hacia atrás. Le hice señas para que probara de nuevo. El motor tosió y acabó calándose. Levanté el pulgar.

—Vale, de momento lo dejamos.

Matthew se apeó del Fico y vino a donde yo estaba.

—¿A qué venía todo esto?

—Era para ver si el motor estaba bloqueado. Por suerte, es solo el motor de arranque.

Me miró pestañeando.

—Ah, ¿y eso qué quiere decir?

Contesté lo mejor que pude y supe. Mi inglés no alcanzaba para explicaciones muy técnicas.

—Quiere decir que va a ser bastante fácil ponerlo en marcha.

—Qué bien.

Matthew asintió lentamente repetidas veces sin dejar de mirar el motor, como si por fin comprendiera algo sobre lo que hubiera estado meditando largo y tendido. Se quedó un rato por allí, observándome, sin decir apenas nada. Yo había terminado las tareas previstas para ese día. Quería limpiar todo el sistema de combustible antes de hacerlo recorrer un gran trecho y necesitaba encontrar el momento. Lo único que había hecho era determinar cuánto trabajo me iba a suponer, y ahora ya lo sabía. Cogí un trapo y me puse a limpiarme las manos; Matthew pareció interpretarlo como la señal de que podía marcharse. Levantó una mano al llegar a la puerta.

—Gracias por tu ayuda —dije.

—De nada —se quedó un momento parado como si aún tuviera algo que decir y luego dio media vuelta y salió de allí, sin atreverse a ir hasta el estante y recuperar la botella de vino.

 

La casa estaba vacía, Laura y Grace se habían marchado después de comer, Laura dijo que pensaban volver a media tarde. Me detuve en el portal, solo en la casa por primera vez. Era muy parecida a las casas antiguas de toda la zona. La planta baja consistía básicamente en un único espacio grande: zona de cocina, comedor, chimenea y sala de estar, todo en una misma estancia. Así en invierno el calor de la lumbre llegaba más lejos. Mi casa es idéntica. Las paredes de la casa azul estaban limpias y libres de telarañas, pero yo no había arreglado aún la escayola desprendida. Antes de empezar lo de dentro quería alcanzar una determinada fase en los trabajos del exterior. Las paredes que rodeaban la zona de cocina tenían paneles de pino y Laura quería quitarlos. La pared donde estaba el hogar era de piedra, como a ella le gustaba. Me preguntó si todas las paredes eran así detrás del revestimiento, o si había escayola y pintura. Le dije que la casa era de piedra, por lo tanto las paredes también. ¿Podíamos quitar todo el yeso y dejar las paredes de piedra vista? Le contesté que sí, pero que entonces la casa sería muy fría en invierno. Laura dijo que no le importaba. Era una casa de veraneo y durante el invierno no vendría nadie.

Recuerdo bien esta casa en invierno. Un diván y un sillón viejo delante del fuego; puntillas en los respaldos, y más adelante, ya en otra época, chales y una manta de ganchillo. Una cómoda alargada de madera oscura ocupaba toda la pared del fondo. Desapareció junto con los objetos que había encima. Ahora intento recuperarlos uno a uno, como el concursante al que dejan ver brevemente las cosas que puede ganar si es capaz de recordarlas una por una. Invitaciones a bautizos, bodas y funerales en la iglesia de la Anunciación. Una foto de boda de los abuelos de Krešimir y Anka; ella luce un velo largo y un tocado cuyas puntas sobresalen de su cabeza, enmarcándola. El vestido dista del suelo sus buenos quince centímetros. En los pies lleva unos zapatones planos, acordonados. Barro por todas partes. El programa de un concierto en el teatro nacional: un musical vespertino. Una vela votiva de la catedral de Zagreb. Una torre Eiffel hecha en madera y la maqueta de una iglesia, también de madera, con su cementerio y todo. Una reproducción de un cuadro que representa a una mujer con los hombros al descubierto y enormes ojos oscuros La colección de animales de Vinka Pavic, en vidrio de colores y con sus pequeñas cornamentas. Una botella de brandy Stock 84 en su caja, para la que no hubo una ocasión lo bastante especial.

Laura había comprado muebles nuevos; se quejó de los estilos. No había ningún anticuario en el pueblo y sin embargo, dijo, debía de haber montones de preciosas piezas antiguas. ¿Qué hace la gente con todo eso? Le respondí que usarlo para leña. Eso cuando se hartan de los muebles, cosa que no ocurre hasta pasado muchísimo tiempo. Laura había comprado cojines grandes para sentarse, con un estampado de volutas azules y verdes. Lo único que queda es la vieja mesa de comedor.

El suelo era de baldosas marrones con un dibujo de hojas secas. Las canicas resbalaban la mar de bien, no se detenían nunca. A Laura tampoco le gustaban las baldosas. Le dije que todo el mundo las tenía; eran fáciles de limpiar. Le sugerí que pusiera alfombras encima.

Me detuve en mitad de la estancia. El sonido de una melodía procedente del piso de arriba. Tres notas ascendentes y luego abajo, arriba, abajo. Después otra vez las tres primeras notas. Luego da, da, da-da. Pensé por un momento que Matthew habría entrado por la puerta de atrás sin que yo lo advirtiera. Yo había escuchado aquella canción hacía apenas unos días, y antes de eso un centenar de veces como mínimo, en esta misma casa. La gente decía que era una canción sobre drogas, pero John Lennon aseguraba que el título salió de la figura de una niña que su hijo pintó en el colegio. Esperé a que sonara la voz de Lennon pero no llegó. Las notas se repetían una y otra vez y al cabo de un rato comprendí que estaba escuchando el tono de llamada de un móvil.

«Lucy in the Sky with Diamonds.»

Seguí la dirección del sonido.

«Lucy in the Sky with Diamonds.»

Apoyé la mano en la barandilla y empecé a subir por la escalera, saltándome automáticamente el cuarto peldaño, el que crujía. Me detuve, volví atrás y lo probé. Aún crujía, en efecto. El mismo revestimiento de vinilo imitando la madera.

El móvil dejó de sonar.

La puerta de la habitación más próxima a la escalera, donde dormían los padres, estaba ostensiblemente cerrada. Al final del pasillo el cuarto de Krešimir, el que ocupaba ahora Matthew. Entré, la puerta estaba abierta. No había más que una cómoda nueva, de pino, y una cama también de pino. Una maleta abierta. Las cosas de Matthew esparcidas por todas partes, la cama por hacer, la ventana cerrada y un olor a ropa sucia.

Krešimir era justo lo contrario. Cada objeto tenía su sitio, establecido con milimétrica precisión. Si movías algo, se ponía hecho una fiera. Guardaba incluso los discos por orden alfabético. Como tantos de nosotros, tenía una colección de porno, aunque la suya estaba ordenada por fechas y escondida en lo alto de un armario dentro de un maletín que le había regalado su padre. Las cubiertas estaban tan inmaculadas que costaba creer que las hubiera utilizado para lo que supuestamente servían. Los demás intercambiábamos revistas, pero Krešimir jamás prestaba las suyas, como tampoco llevaba su disco de Springsteen a las fiestas; solo te lo dejaba escuchar en su habitación. ¿Sabes que en el cajón superior de la cómoda guardaba una lista de las cosas que había prestado a sus amigos? Una lista de nombres escrita con su letra apretada, muy pulcra, y sin embargo paradójicamente casi ilegible. Si alguna vez rompías algo suyo, te lo hacía pagar.

Ya no me acordaba de todos estos detalles. Por algún motivo todos se los aguantábamos, yo más que nadie, pues entonces era muy amigo de Krešimir. Supongo que nos hicimos amigos porque vivíamos cerca el uno del otro y nos iba bien, y porque cuando uno es joven no cuestiona las amistades.

El antiguo dormitorio de los Pavic olía al perfume de Laura y a la crema hidratante que utilizaba. Sobre el tocador había un jarro con flores silvestres. Le gustaban las flores. Tantos y tantos campos, me dijo un día, abandonados para que crezcan flores silvestres. «Nunca he visto nada igual.» Yo, la verdad, tampoco. Siempre había visto esos campos sembrados de tal o cual cosa. Lo de las flores era reciente, cosa de pocos años. Este tipo de detalles me cuidaba mucho de comentárselos a Laura. Pero le enseñé cuáles eran los campos por los que podía pasar y cuáles no, insinuando posibles conflictos con propietarios quisquillosos. Ella me dio las gracias, y supe que había hecho bien. Para ser alguien que pasa tanto tiempo solo, a veces sé calar a la gente. Intuí que Laura era de esas personas que prefieren la armonía de una mentira a la disonancia de la verdad.

Una silla con prendas de ropa sobre el respaldo. Un pequeño montón de ropa por lavar y un pañuelo arrugado en el suelo. Sobre la mesita de noche: un tubo de vitamina C efervescente, crema de manos (desenrosqué la tapa y probé un poco), dos revistas de diseño, una libreta de espiral. La cogí: listas de cosas que comprar para la casa y la cocina, una lista de pueblos y aldeas de la región; algunos nombres estaban subrayados. Una cinta para el pelo.

De todos modos, a Laura nunca le mentí. Simplemente le dejé creer lo que ella quería creer. He dicho que yo no me imagino llegando a Gost y viendo el pueblo y a sus habitantes por primera vez, y es cierto, no me lo imagino. Pero sabía que Laura tenía su propia historia sobre nosotros, sobre este lugar, la casa que había comprado. Era su historia, la que se había contado a sí misma mucho antes de venir. Y si su historia me proporcionaba trabajo, yo no iba a impedir que se aferrara a ella.

«Nunca hagas preguntas que no necesites hacer», me decía mi padre. A lo que bien podría haber añadido: «y nunca respondas preguntas que nadie te haya hecho».

«Lucy in the Sky with Diamonds.» Una sola vez.

El teléfono móvil de Laura parpadeó sobre la mesita de noche. Pulsé el botón. ¿Recibes mis mensajes? Era el marido. Qué ironía que haya tan mala cobertura en esta zona. El hombre que inventó las ondas de radio y la electricidad trifásica nació muy cerca de Gost. Hay un centro bastante grande con cabañas de madera donde se exponen reproducciones de todo su material y de los experimentos que llevó a cabo, aunque hay un poco de mentira en todo ello. La mayor parte de su trabajo lo hizo en Nueva York, donde finalmente moriría arruinado mientras Thomas Edison acaparaba todos los laureles.

Dicen que es por las montañas; a veces escampa y los mensajes llegan, como flechas inesperadas.

Reviso los mensajes anteriores. Conor. Conor. Conor. Lo siento, cariño. Me temo que esto va para largo. El viernes sabré más. Perdona otra vez. Tendré que aplazar el viaje. Luego te cuento. Me salté unos cuantos. Parece que estás haciendo un gran trabajo. Estoy impaciente por ver la casa. A ver si termino esto de una vez. Te echo de menos. El más reciente decía: Mirando vuelos.

Mensajes de Laura a Conor. Te echo de menos. La casa da más trabajo del que pensaba. Procura venir pronto. Varios diciendo más o menos lo mismo. Nadamos en el río. Estaba helada. De mí no decía nada, mi nombre solo salía en un mensaje. Contraté a un jornalero. Se llama Duro. Un hallazgo. Tiene respuesta para todo.

Desde la ventana vi que Matthew venía andando por la carretera. Dejé el móvil sobre la mesita, bajé por la escalera y recogí las herramientas que había depositado en el suelo. Cuando él llegó al patio, yo lo saludé subido a la escalera de mano.

 

Diecisiete años.

Un muro, cerca de la vía del tren; desde allí se pueden ver los convoyes que hacen el trayecto desde Bihac[6] hasta Split y viceversa. Seis trenes cada hora. Transportan grano y personas. Ahora hay muchos menos, Luka llevaba razón. Y fronteras donde antes no las había, así que ahora los trenes solo llevan grano. Atraviesan campos que antaño estaban arados y donde ahora reinan las flores silvestres, porque nadie se atreve a pasar por miedo a poner el pie en una mina y saltar por los aires.

Nos sentamos en el muro: Krešimir y yo, Andro, Goran y Miro. Fumamos colillas, los dedos tiesos de frío, hacemos anillas pero no nos tragamos el humo. A veces compartimos una cerveza. En los bares nos sirven sin poner pegas porque aquí a nadie le importa si eres menor de edad; nuestro problema es que no tenemos dinero. Si una chica va sola por la calle, cambia de acera cuando nos ve. A veces lanzamos algún comentario coincidiendo con el momento exacto en que nos cruzamos, de modo que si la chica en cuestión quiere replicar tenga que volverse y plantarnos cara, y casi ninguna osa hacerlo.

Como todos somos vírgenes, hablamos constantemente de sexo, disimulando nuestra ignorancia con anécdotas sobre gente a la que hemos pillado haciéndolo. Intercambiamos revistas y trofeos.

Una foto de una rubia espatarrada sobre una cama deshecha. Vello púbico entre los muslos. En una esquina del encuadre, un tendedero con prendas infantiles. Una esterilla rosa a los pies de la cama, un zapato del revés. Miro dice que la mujer es su tía, la que vive en Split. Nos horrorizan las estrías que tiene en el abdomen y bromeamos sobre follar con ella. Alguien hace un chiste. ¿Cómo se llama el chirri después de que una tía ha parido? Boca de riego. Andro le pregunta a Miro si le presta la foto, promete devolvérsela mañana.

Otro día el hermano de Miro acerca su mano derecha a la nariz de cada uno de nosotros. Olor tenue, dulzón, como a mar. «Jugo de chocho», dice. Se echa a reír y se marcha agitando la mano como los políticos.

El hermano de Miro es mayor que nosotros. Tiene coche propio, un Fico, como no podía ser menos, pero el suyo lleva unas franjas pintadas en los costados. Otro día el hermano de Miro hace un floreo de prestidigitador y saca unas bragas que afirma haber conquistado la víspera. Hunde en ellas la nariz y aspira. Andro le arrebata las bragas y se las pasa a Goran por la cara. Goran arremete contra él y el otro lo esquiva, pero aun así consigue agarrarlo por la cintura de sus tejanos y le da un sopapo en el cogote, demasiado fuerte. Goran está cabreado y le dice a Andro que se folle a su madre. Entonces Andro se enfada y echa a andar. Al llegar a la esquina da media vuelta y embiste con la cabeza gacha hacia Goran, le alcanza de lleno en la tripa. Goran se queda sin respiración; se dobla por la cintura, boquea, le dan arcadas. En ese momento pasa un coche y toca la bocina; una pareja que venía hacia nosotros cambia de acera.

Andro trae una carta de amor robada, se la ha escrito una chica de nuestra clase a un chico al que odiamos; lee una parte en voz alta y muy aguda. Vemos a la chica por la calle y corremos detrás de ella gritándole frases de la carta.

Un paquete con condones. Tres.

Un sujetador, otro día. Robado de un tendedero o tal vez de una hermana mayor.

Estupideces. Hasta el día en que Krešimir trae el diario de Anka.

Piel de imitación roja, un pequeño candado dorado, fácil de abrir. Letras pequeñas, redondas, apretadas para que quepan en el espacio asignado a cada día. Algunos días están en blanco, otros llenos. Querida Sonja: perdona que ayer no escribiera. Sonja había sido su mejor amiga en la escuela primaria; se fue a vivir a Sarajevo. Anka llamaba Sonja a su muñeca preferida, y a un gatito también. En el diario escribía a Sonja.

Querida Sonja: perdona que ayer no escribiera.

Llevamos tejanos descoloridos, anoraks, el pelo todo lo largo que nos dejan. Miro está muy ufano de su melena escalonada. Krešimir luce una cazadora de cuero que había sido de su padre. Con ella parece mayor. Nos apiñamos para escuchar.

 

Querida Sonja: perdona que ayer no escribiera. Estaba demasiado cansada cuando por fin me acosté. Tuve que ir a comprar con mi madre y después hacer los deberes. En el cole he leído algo sobre una cosa que llaman vuelo astral, que es cuando el alma abandona el cuerpo y se va a otro país. Dos personas pueden conocerse así. Voy a probarlo esta noche, a ver hasta dónde llego. Después te escribiré una carta, y si practicas un poco, quizá podríamos quedar.

 

Los chicos se desternillan. Andro apura su cerveza y manda la botella de una patada al otro lado del muro. Alentado por nuestra reacción, Krešimir continúa; nos tiene en sus manos como un artista callejero, pero de eso me daré cuenta más tarde.

Querida Sonja, querida Sonja, querida Sonja.

 

Querida Sonja: un día espantoso. En el cole todas mis amigas llevan sujetador, pero cuando he intentado hablarlo con Vinka (mi madre), se ha puesto a reír y me ha dicho que yo todavía no necesito. Pero la verdad es que el pecho me duele. ¿Tú llevas sujetador?

 

Auténtico a más no poder, un rayo de luz en medio de la oscuridad del pensamiento femenino, como mirar por debajo de la falda de una mujer dormida. Alguien intenta cogerle el diario a Krešimir, pero este pone el brazo en alto para impedirlo. Entonces Andro, si no recuerdo mal, trepa al muro y se lo arrebata por detrás. Se lo van pasando de uno a otro durante diez minutos, leyendo fragmentos en voz alta. Andro le tira el diario a Goran, Goran se lo lanza a Miro, que no alcanza a cogerlo. Goran se hace con él otra vez. Una página se despega y vuela.

Krešimir contempla la escena. Contempla la escena y sonríe.

El diario queda finalmente tirado en la calzada al borde de un charco, boca abajo, como un pájaro abatido. Lo recojo.

—¿Qué harás con el diario? —le pregunto a Krešimir. Estoy furioso, demasiado tarde. Él lo sabe. Siento vergüenza y eso lo sabe también.

—Devolverlo, claro.

—¿Me lo juras?

—Sí. Venga, no seas burro. Dámelo antes de que llegue alguien a casa.

Y se lo doy. Tengo que ir a casa de mi tío a recoger unos cables de arranque.

No lo pienso hasta después, en mitad de la noche: Anka se habría encontrado el diario hecho una pena. Y supuse que no saber lo que había pasado, devanarse los sesos por esa razón, sería lo peor de todo. Ojalá lo hubiera yo destruido.

 

paperas

el nuevo empleo del padre

traslado a la casa de Gost

corazón licitar

muerte de P padre

cazar pájaros con lluvia

K se mea encima del perro

diario

 

¿De dónde surgió el odio? Me pasé años analizando las posibilidades, todo lo que ocurrió, la secuencia de acontecimientos, examinando cada cosa en busca de pistas e intentando encontrar alguna respuesta también en la personalidad de Krešimir y la de Vinka Pavic. ¿Necesitaba Krešimir una válvula de escape para su frustración personal? ¿Qué decir de Vinka? Pero se me antojaba insuficiente. Tal vez nace ya con uno mismo, esa clase de odio, o tal vez remite a algún lugar más oscuro y más lejano.

En un pasado remoto había lobos en las montañas del nordeste; hay quien dice que han vuelto. La lluvia ácida ha estropeado las hojas y matado los árboles de la región septentrional, obligando a los lobos a ir hacia el sur. Ver para creer. Los ciervos han hecho otro tanto, y los lobos detrás.

Una vez fuimos de excursión con el colegio a un santuario de lobos. Era en pleno verano y los lobos estaban de muda: madejas de pelo apelmazado les colgaban de las ancas. Me llevé una decepción: aquellos animales flacos y furtivos distaban mucho de ser los majestuosos cazadores que yo había imaginado, los que salían en mis cuentos de cazadores y tramperos. Al vernos, se alzaron y empezaron a alejarse, salvo uno, que echó a correr en dirección contraria, más hacia nosotros que al revés. Al cruzarse con una hembra grande, esta giró el cuello y le lanzó una dentellada que pudo oírse en el aire. El lobo solitario hizo un amago y siguió adelante. Uno. Dos. Tres. Cuatro. Un lomo erizado, una dentellada perezosa; todos los lobos hicieron lo mismo, como si le estuvieran diciendo: «Lárgate, no te queremos».

El omega sufría lo peor de la agresividad y frustración de la jauría; el omega no estaba autorizado a comer hasta que los demás hubieran terminado, de ahí que fuese a mendigar comida a los visitantes.

Y porque ella era la pequeña, porque era una niña, porque su hermano siempre había sido el preferido de su madre. O porque tenía el mismo carácter tranquilo del padre y el padre había muerto. O simplemente porque estaba allí y no había nadie más, en la mesa de su madre Anka acabó siendo la que comía la última.