Capítulo 9

 

CUANDO Lenny desapareció, Evan y Meredith se miraron e intercambiaron una sonrisa triunfal.

–Ha sido increíble –dijo Evan, tomando su jarra de cerveza, que a aquellas alturas debía de estar caliente. Tomó un sorbo y volvió a dejarla en la mesa de golpe–. ¡Simular que en el último momento dudabas si contratarlo o no!

El hombre sonrió, y Meredith sintió que se le derretía el corazón… o su libido. O algo muy dentro de ella. Evan continuó:

–Eso, señorita Waters, ha sido un golpe maestro. Simplemente genial.

Ella saboreó un segundo sus elogios antes de admitir:

–Ha sido sin querer.

¿Por qué confesaba? Había impresionado a Evan, él pensaba que ella estaba haciendo un buen trabajo. ¿Por qué admitir que casi lo había arruinado todo con un paso en falso?

–Pero me alegro de que todo haya salido bien –añadió.

–Formamos un buen equipo –dijo Evan, sin dejar de sonreír.

Sus ojos se encontraron, y la sonrisa del hombre vaciló ligeramente. Más serio, añadió:

–Siempre fue así.

Hubiera sido sencillo responder con un comentario sarcástico, pero ya habían discutido bastante por el pasado; era absurdo aferrarse a algo que había sucedido hacía tanto tiempo. Meredith lo había vivido, había crecido y acabado su formación académica, había construido una vida. No había sido el fin de su existencia, y no debería actuar como si hubiera sido así. Se limitó a comentar:

–Eso es cierto, en caso de que Lenny Doss resulte ser una buena adquisición; quizás acabemos de sentenciar a muerte a Hanson Media Group.

Evan negó con la cabeza.

–Ni hablar; sabes tan bien como yo que el tipo es un fanfarrón, pero un fanfarrón con muchos seguidores. Y esta vez quiere conservar su empleo –él terminó su cerveza, y señalando el vaso medio vacío de Meredith, preguntó–: ¿quieres algo más?

–No, gracias.

Estaba claro que él estaba dando por concluido el encuentro, y Meredith se sintió extrañamente decepcionada; mientras él le hacía un gesto a la camarera y pedía la cuenta, ella se reclinó en su silla, sin estar segura de cómo debía proceder.

Una parte de ella quería estar con él unos minutos más, seguir contemplando aquel atractivo rostro masculino a la favorecedora luz del restaurante, pero la lógica prevaleció.

–Será mejor que me vaya –dijo, y se levantó mientras tomaba su bolso.

–¿Tienes una cita? –preguntó Evan, intranquilo.

Ella sonrió sin comprometerse, y contestó:

–Quiero irme a dormir, Evan.

–¿Sola?

La sonrisa titubeante del hombre hizo que Meredith se preguntara si realmente le importaba su respuesta.

–Eso no es de tu incumbencia.

–Lo tomaré como un «no».

–Tómalo como quieras –dijo ella, fracasando estrepitosamente en su intento de sonar descarada.

–¿Qué te parece si al menos te acompaño hasta tu coche? –sugirió él.

Para entonces ambos estaban ya de pie, y Evan la tomó del codo para conducirla hacia fuera. Meredith no pudo negarse; después de todo, no podía alegar que el que la acompañara iba a retrasarla para su cita imaginaria.

–Vale, gracias –contestó.

–Mira, sé que trabajar conmigo no es la situación ideal para ti –dijo Evan, mientras salían al bochorno del aire veraniego; Navy Pier bullía de actividad, y sobre sus cabezas, en el cielo despejado, las estrellas brillaban como diamantes–. Para ser sincero, nunca pensé que volvería, y mucho menos que te pediría ayuda para salvar la empresa; pero creo que esta noche hemos hecho un buen trabajo juntos, quizás Helen acertó al pedirte que trabajaras conmigo.

Meredith respiró hondo y preguntó:

–¿Crees que sabía lo nuestro?, ¿le dijiste algo?

Evan hizo un sonido burlón.

–No hablaba con mi padre desde… –dudó por un segundo, y continuó–: bueno, desde que me marché, hace ya tantos años. Y, probablemente, ni siquiera nos dirigimos la palabra durante las semanas previas a que me fuera. Nunca antes había hablado con Helen, ella apareció después de que yo saliera del país.

Aquello era cierto, las investigaciones de Meredith lo confirmaban. Evan era solo un miembro de la familia a quien habían llamado en el último momento, para intentar salvar una compañía que resultaría casi imposible mantener a flote; al menos, bajo la dirección que había en ese momento.

–¿Crees que nuestra… antigua relación la beneficia o la perjudica de algún modo? –Meredith no pudo evitar plantear la cuestión, pero sabía que debería haberlo hecho. Era algo que había aprendido años atrás: no hacer nunca una pregunta, si no se estaba preparado para oír una respuesta sincera.

Evan la miró, pensativo; sus ojos marrones eran cálidos, como chocolate deshecho, pero ella pensó que se debía a la cerveza que había tomado, no a su cercanía.

–Creo que la beneficia –dijo él finalmente–; de hecho, beneficia a toda la compañía. Creo que tú y yo compartimos una comunicación especial, que nos sirve de ayuda en situaciones como la de esta noche.

–¿Una comunicación especial? –repitió ella, aunque creía saber a qué se refería.

–Nos entendemos el uno al otro –él debió de ver cierta resistencia en ella, porque añadió–: un poquito. Al menos, un poco más que si fuéramos completos extraños.

Meredith no estaba dispuesta a admitir algo así, de modo que dejó escapar un largo suspiro.

–Quizás. Creo que, si algo funciona, no hace falta intentar justificarlo –dijo.

Evan pareció sorprendido por sus palabras, pero tras una fracción de segundo, asintió y admitió:

–Sí, lo que importa es que funcione.

Estaban fuera del restaurante, lo suficientemente cerca para oír la música del local, pero lo bastante alejados para que no les molestara la algarabía del resto de clientes. Meredith sonrió con toda la confianza que pudo, y dijo:

–Puedo ir sola hasta el coche, pero gracias por querer acompañarme, realmente lo apre…

No pudo acabar la frase, porque un hombre bajo y delgado, quizás un adolescente, pasó volando por su lado, agarró su bolso y se lo quitó de un tirón tan fuerte que la hizo caer al suelo.

–¡Meredith! –Evan estuvo a su lado en un segundo–, ¿estás bien?

Jadeando casi, la mujer contestó:

–Sí, pero… me ha quitado el bolso. Tiene mi carné, mis tarjetas de crédito… –súbitamente, se dio cuenta de algo más–: tiene mi dirección.

–Espera aquí –dijo Evan, inmediatamente alerta–. O entra en el restaurante, ahora vuelvo.

–No, Evan, no intentes atraparlo –objetó Meredith–; a lo mejor tiene amigos, cómplices…

–No me importa si me está esperando con el mismísimo Tony Soprano, no va a salirse con la suya.

Antes de que ella pudiera protestar, Evan se había marchado, adentrándose en la noche a toda velocidad, como un purasangre; Meredith lo vio solo por un segundo antes de que desapareciera literalmente en la oscuridad.

Evan Hanson le había fallado en el pasado, cuando realmente importaba, pero en ese momento en que ella se estaba debatiendo con sus recuerdos, él se comportaba como un caballero andante.

En cuanto volviera sano y salvo y ella pudiera dejar de preocuparse, tendría que decidir cómo se sentía ante aquel cambio… y si quería hacer algo al respecto.

 

 

El tipo jugó sucio.

Evan casi lo había atrapado, su mano estaba a punto de alcanzar al menos el bolso, aunque no pudiera darle su merecido al ladrón, pero al parecer este tenía un cómplice esperándolo. Corriendo hacia un callejón, el individuo gritó algo así como «¡Carmen!», y un hombre mucho más grande salió de entre las sombras y le dio un puñetazo a Evan en el pómulo.

El golpe lo aturdió, y después tendría la certeza de que por unos segundos había parecido un personaje de dibujos animados, tambaleándose de un lado para otro, completamente desorientado. Entonces el fortachón lo tomó por la camisa, que se rasgó, y le dio un cabezazo para rematar la faena.

Para cuando consiguió incorporarse, hacía bastante que los dos asaltantes se habían ido. Mientras volvía hacia donde había dejado a Meredith, Evan sentía como si su orgullo se hubiera esfumado en el bolso de ella; la mujer seguía esperándolo en el mismo sitio, retorciéndose las manos.

–Lo siento –dijo mientras se acercaba a ella–, se han escapado.

–¿Había más de uno?

Evan asintió y contestó:

–Nuestro amigo tenía a un colega esperando al lado de unos contenedores de basura detrás de un restaurante.

–Oh, Evan… –Meredith lo miró, horrorizada.

–El tipo me cazó antes de que me diera cuenta –dijo él, sacudiendo la cabeza–. Al parecer, no soy tan joven ni tan rápido como antes –la mirada conmocionada de ella incrementó su vergüenza; debería haber sido capaz de alcanzar al ladrón y recuperar el bolso–. Lo siento, Meredith.

Ella aún seguía mirándolo con los ojos abiertos de par en par.

–Tenemos que ir a curarte ahora mismo –dijo.

–No te preocupes, solo es una camisa rasgada –dijo él, quitándole hierro al asunto. Bajó la mirada, creyendo que vería un rasgón hasta el ombligo, pero se dio cuenta de que la camisa tenía una mancha roja bastante grande. Sangre.

De forma automática, Evan levantó una mano a su mejilla, y de inmediato sintió el corte abierto y la sangre caliente, resbaladiza y pegajosa que salía de la herida. Entonces empezó a doler, y Evan murmuró un juramento.

–Y que lo digas –dijo Meredith; avanzó hacia él y enlazó el bazo con el del hombre–. Mi coche está en el aparcamiento, ahí al lado; ¿crees que podrás llegar?

Evan disfrutó del contacto de la piel femenina; parte de él quería ir con ella, pero sabía que no era necesario.

–El mío está solo a un par de calles de aquí –dijo–. Puedo ir por él, no te preocupes.

–No vas a conducir –dijo Meredith con firmeza.

–Bueno, pues no pienso manchar tu coche de sangre.

–Tengo pañuelos de papel en la guantera.

Evan soltó una carcajada y comentó:

–Sí, con eso bastará.

–Bastará hasta que lleguemos al hospital –contestó Meredith, mirándolo con severidad.

–No, ni hablar. No voy a ir al hospital, esto es solo… –se tocó la mejilla de nuevo, y dio un respingo de dolor–. Solo es una herida superficial; mañana no habrá ni rastro de ella.

Meredith resopló y lo arrastró hasta su coche.

–Sí, porque seguramente tendrás encima más vendas que las que llevaba Boris Karloff en La momia.

–Ese era Brendan Fraser –bromeó Evan.

–No, me refiero al original, y de todas formas, Brendan Fraser no hacía de momia en esa película, era… –Meredith se detuvo en seco al ver la expresión de sus ojos–. Vale, me estás tomando el pelo.

–Eres demasiado fácil.

Ella se detuvo delante de un pequeño utilitario verde de marca japonesa, y dijo:

–Ya te arrepentirás cuando te limpie la herida con agua oxigenada; a lo mejor tengo que hacerlo un par de veces… solo para asegurarme, no sé si me entiendes.

Evan gimió, y ella lo metió casi a empujones en el coche.

–Te entiendo –refunfuñó él.

Meredith cerró la puerta y se apresuró a ir hacia el asiento del conductor; sus pasos rápidos revelaban lo nerviosa que se sentía por toda aquella situación. Sangre, heridas… era horrible.

–Evan, de verdad creo que tendríamos que ir a urgencias; a lo mejor necesitas unos cuantos puntos de sutura.

Él movió su dolorida cabeza y contestó:

–Ni hablar, no voy a pasar la noche esperando en una sala abarrotada para que me hagan unas curas que puedo hacer yo mismo.

Ella arrancó el coche y se dirigió a la intersección con la carretera principal.

–¿Dónde vives? –preguntó.

Evan no estaba preparado para contestar aquella pregunta.

–¿Evan? –insistió ella varios segundos después, al ver que él no respondía.

¿Cómo podía decirle que dormía en su despacho, sin parecer un perdedor patético? A él le parecía algo lógico, ya que no estaba seguro de si se quedaría demasiado tiempo, y no quería alquilar un apartamento por un año cuando quizás se hubiera marchado en un mes; sin embargo, admitir la verdad en voz alta delante de Meredith resultaba muy embarazoso.

Pero era inevitable, o parecería que no quería que ella supiera dónde vivía.

–Si me dejas en la próxima esquina, puedo tomar el metro –de acuerdo, no quería que supiera dónde vivía.

Meredith paró el coche y se volvió hacia él, con la ceja izquierda enarcada.

–Quieres que deje que te bajes, y con esas pintas –se aseguró de mirarlo bien de arriba abajo–, pretendes tomar el transporte público, asustando a pobres ancianitas y a niños pequeños, para desmayarte y pasar la noche viajando sin rumbo de estación en estación, hasta que finalmente mueras desangrado.

Él esbozó una sonrisa y admitió:

–Haces que parezca una idea bastante mala.

–Venga, Evan, déjate de tonterías; ¿cuál es la dirección?

Él se la dio tras un segundo de indecisión, y Meredith retomó la marcha. Al momento se dirigió hacia el arcén y paró el motor.

–Esa es la dirección de la oficina –dijo.

–Sí, es verdad –asintió él.

–¿Estás intentando evitar decirme dónde vives?

–No, intentaba evitar decírtelo, porque sé que suena raro, pero me has obligado a confesar.

–Vives en la oficina.

–De momento, sí.

–¿Hablas en serio?

–¿Acaso no parezco serio?

–Pareces un espanto.

–Eso sí que es serio –concedió él.

Ella se aferró al volante y miró fijamente hacia delante, completamente inmóvil; al fin, dijo:

–Voy a tener que llevarte a mi casa.

–Te estás tomando esto demasiado en serio, de verdad –rio él–. Mira, llévame de vuelta a la oficina y ya está; me asearé, me pondré una venda, y como nuevo. En serio, Mer, he estado en peores condiciones, sé de lo que estoy hablando.

Una sensación imposible de definir pasó entre ellos; Evan no estaba seguro de si era sorpresa porque él había utilizado el antiguo apodo, consternación por tener que soportar una situación tan extraña, o la simple irritación de ella al darse cuenta de todas las llamadas de teléfono que tendría que hacer para cancelar sus tarjetas de crédito y sus cheques.

Sin embargo, el sentimiento le resultaba… familiar.

–Evan –dijo Meredith–, creo que puedo ver el hueso del pómulo en ese corte.

–Venga ya.

–Sabe Dios lo que veré con una buena luz –la mujer respiró hondo, volvió a arrancar el coche y se reincorporó al tráfico–. Podemos curarte en mi casa –dijo–; si aún tiene tan mal aspecto como sospecho, voy a obligarte a ir al hospital.

Él sabía que la herida no era tan grave, así que no tuvo dificultad en acceder.

–Parece razonable.

–De acuerdo.

Meredith siguió conduciendo, y él la observó desde su posición privilegiada a su lado; ella tenía que mantener la vista en la carretera, de modo que él podía estudiar su perfil a placer, todo el tiempo que quisiera. Y eso fue lo que hizo.

–¿Qué estás mirando? –preguntó ella casi de inmediato, mirándolo de reojo.

–A ti –contestó él suavemente.

–Eso ya lo sé. ¿Por qué?

Él cambió de posición en el asiento, intentando ponerse más cómodo, y contestó:

–¿Tú qué crees? Porque conocía tu rostro mejor que el mío, y verlo de nuevo después de todos estos años es fascinante.

–El proceso de envejecimiento en acción –dijo ella, moviendo la cabeza.

–No estás envejeciendo, sino madurando…

Ella soltó un bufido burlón.

–Oye, espera un momento, no me has dejado terminar; has madurado de una chica guapa a una mujer realmente hermosa –dijo, con total franqueza.

De hecho, no tenía palabras para expresar lo sincero que era, y de pronto la comprensión de lo que se había perdido en los últimos doce años lo golpeó de lleno, como un golpe en el estómago. Él tendría que haber estado junto a Meredith mientras aquellos cambios sucedían, tendría que haber sido el hombro en el que ella llorara cuando murió su padre, tendría que haberla visto apagar las velas del pastel cuando llegó a la mayoría de edad; él tendría que haber sido el causante de aquellas suaves líneas que la risa había dibujado alrededor de sus ojos.

Tendría que haber hecho tantas cosas por ella, con ella. Tantas cosas irrecuperables…

–Eres una mujer hermosa, Meredith, increíblemente hermosa –se oyó decir–. En todos los aspectos.

Evan se dio cuenta, incluso en la oscuridad del coche, de que la tez pálida de ella se había coloreado. Meredith inclinó la cabeza hacia abajo en un gesto que el hombre había presenciado mil veces, y aquel sedoso cabello castaño escondió el rostro femenino, al menos desde donde él estaba.

–No sé qué decir, Evan.

–Es un cumplido bastante normal –dijo él–. Con «gracias» bastaría, o simplemente nada; no tienes que decir nada en absoluto.

–Gracias –dijo ella, con una ligera risita.

El hombre sonrió para sí. Varias semanas atrás, no tenía ni idea de que volvería a ver a Meredith Waters, pero cuando sucedió, él se había enfrentado a sus encuentros con temor y cierta torpeza adolescente residual.

Sin embargo, aquella noche había cambiado algo, o quizás las cosas habían encajado cada una en su lugar.

Hasta que recibió el puñetazo en la cara, había pensado que Meredith y él continuarían con aquella extraña relación de antiguos amantes medio desconocidos, que cuando él se marchara ella daría gracias a Dios.

Pero en ese momento… era difícil de describir, pero Evan sentía que algo muy dentro de sí volvía a estar completo.

Permaneció sumido en sus pensamientos mientras circulaban por las familiares y, sin embargo desconocidas, calles de su infancia. Era extraño, pero aún sabía perfectamente el recorrido: a la izquierda en Travilia Road, otra vez izquierda en Denton, derecha en Farm Ridge, y entonces giro a la izquierda en… Village Crest Avenue.

¿Acaso estaba alucinando?

–Meredith, ¿adónde vamos? –preguntó, mientras su pecho empezaba a tensarse con alarma.

–A mi casa.

Sí, por supuesto, a su casa. Claro. Había estado en aquel lugar cientos de veces, sabía la respuesta antes de preguntar; pero también sabía que ella ya no vivía allí. Meredith había crecido, se había graduado, había continuado con su vida. Estaba claro que, o ella se refería a otra cosa, o él tenía alucinaciones.

Por un instante de locura, Evan se preguntó en qué año estaban; la canción que sonaba en la radio era antigua, así que no ayudaba. Las casas… eran las mismas, de modo que tampoco le decían nada.

–¿Quién es el presidente? –preguntó como un tonto.

–¿El presidente de qué?

–Eh… ¿de los Estados Unidos?

¿Qué?

Evan tragó saliva; era una pregunta absurda, no había viajado al pasado. Meredith se dirigía a la casa de sus padres por alguna razón que quedaría aclarada en unos minutos. Quizás lo llevaba allí porque no quería que él supiera dónde vivía, o a lo mejor creía que necesitaba ayuda. Maldición, era posible que tuviera miedo de estar a solas con él; con el aspecto que tenía, no podía culparla. Pero Meredith lo contemplaba con algo más que preocupación.

–Vale, se acabó, tenemos que ir al hospital ahora mismo. Creo que tienes una conmoción cerebral.

–No, estoy bien –dijo él de inmediato, aunque no podía estar seguro de ello.

–Entonces estás loco y necesitas ayuda psiquiátrica. Evan, ¡me has preguntado quién es el presidente!

–Lo sé, estaba bromeando un poco; es que podría jurar que vamos a… –no acabó la frase, no hacía falta. Meredith acababa de detenerse justo enfrente de la casa.

La casa de sus padres, que estaba exactamente igual que la última vez que la vio, hacía doce años y medio, en la noche del baile. La noche en que había abandonado Chicago y a la chica a la que amaba, pensando que sería para siempre.