MEREDITH se puso el teléfono en la otra oreja y bajó disimuladamente el volumen de voz del móvil.
–No tengo la información conmigo, pero puedo ir a casa a buscarla si la necesitas.
–¿No estás sola?
–Eh… no.
–Necesito hablar contigo; ¿puedes llamarme en cuanto puedas, en privado?
Aunque no quería hacerlo, Meredith sabía que no tenía elección, y contestó:
–Está todo en casa, mamá –no le gustaba nada tener que rebajarse a fingir que era su madre, pero continuó–: ¿no puedes esperar hasta mañana?
–Lo siento, pero tiene que ser ahora.
–De acuerdo, te llamaré dentro de… –echó una ojeada a su reloj, y dijo–: unos cuarenta y cinco minutos. ¿Te parece bien?
–De acuerdo, pero cuanto antes, mejor. Intenta apresurarte, Meredith, ¿vale?
–Perfecto –miró a Evan con expresión exasperada mientras cerraba el teléfono y volvía a meterlo en su bolso–. Lo siento, tengo que ir a mi casa a buscar unos documentos para mi madre; es algo relacionado con su nueva casa, tiene que demostrar que vendió los activos.
–Te llevaré –dijo Evan.
A Meredith no le gustó la idea; con todo lo que ella estaba haciendo, no quería que además él sintiera que tenía que cancelar sus planes por su culpa.
–No, sé que tenías muchas ganas de comer aquí, tomaré un taxi hasta la oficina y desde allí conduciré hasta casa, no pasa nada; incluso iría andando si tuviera tiempo.
–Meredith, no voy a permitir que vayas en taxi solo para poder comer souvlaki. Yo te llevaré.
–No tienes que…
–No seas tonta –la interrumpió él, mientras arrancaba el coche–; no es nada del otro mundo.
–Bueno, pues gracias.
–¿Está bien tu madre? –preguntó al salir del aparcamiento.
–¿Qué? Oh, sí, perfectamente bien, es solo que… –se tuvo que decir a sí misma que estaba hablando realmente de su madre, que era un asunto personal rutinario que no tenía nada que ver con Evan o con la familia Hanson–; siempre necesita algún documento de la casa, se dejó un montón de cosas aquí –al menos, aquello era cierto.
–Tu madre tiene mucha suerte de tenerte –comentó Evan mientras conducía–; después de perder a tu padre, debió de sentirse muy perdida.
–Sí, así fue –asintió ella.
–Recuerdo lo unidos que estaban –continuó él, sonriendo más para sí mismo que para Meredith–; a la hora de la cena eran peor que unos adolescentes, riendo y acabando el uno las frases del otro.
Ella sonrió, recordando aquellos momentos, y empezó a decir:
–Siempre pensé que esa era la definición…
–… del amor verdadero –asintió Evan.
No pareció darse cuenta de que él mismo había acabado la frase de Meredith, pero ella sí lo advirtió. Él continuó diciendo:
–Cuando dos personas se conocen tan bien, y están de acuerdo de forma tan absoluta, que pueden acabar las frases del otro, se demuestra la comodidad que existe entre ellos; la verdad es que es algo envidiable.
–Sí –dijo ella mientras lo observaba en la oscuridad; solo las farolas que iban dejando atrás lo iluminaban momentáneamente–. Creo que tienes razón.
–Es probable que tenga mucho que ver con la mujer en que te has convertido.
–¿Qué quieres decir?
–Siempre te has sentido segura de ti misma, Meredith; hay quien diría que eres incluso un poco terca… –Evan le dirigió una breve sonrisa, y continuó–: pero está claro que sabes muy bien quién eres y en lo que crees. Pienso que eso se debe a que creciste en un hogar donde todo el mundo era amado y aceptado tal y como era.
–¿Al contrario que tú? –preguntó ella, sin pensar.
–Desde luego –contestó él sin un instante de duda–; antes de empezar a hablar, ya sabía que tenía que tener cuidado con lo que decía delante de mi padre. Seguramente, lo mucho que mi madre tuvo que esforzarse en mantenernos callados y obedientes por él tuvo mucho que ver con su enfermedad.
«Y con su muerte», pensó Meredith, aunque no lo dijo; no tenía que hacerlo, sabía que ambos lo tenían en la mente.
–Debes de tener algún recuerdo agradable de tu familia –sugirió–; no eras un chico desdichado.
–Cuando estaba contigo, no –Evan mantuvo los ojos en la carretera y las manos en el volante–; quizás lo que recibiste en tu educación se filtraba hacia mí cuando estábamos juntos. En aquel entonces, solo me sentía bien cuando estaba a tu lado.
Aquello la conmovió, aunque encendió todas las señales de alarma dentro de ella.
–Es obvio que yo no significaba tanto para ti –dijo–; no te resultó demasiado difícil abandonarme.
Él se detuvo en un semáforo y la miró; la luz roja iluminaba su mejilla izquierda, creando sombras que hacían que pareciera mayor.
–Eso no es verdad –dijo.
De nuevo, Meredith deseó que él se explicara, aunque en el fondo no quería que lo hiciera.
–¿No? Entonces, ¿cómo fue? Evan, jamás volviste la vista atrás; no llamaste ni enviaste ninguna carta, ni siquiera mandaste un mensaje en una botella.
–Era mejor para ti si no volvías a saber de mí.
–¿Mejor para mí? –dijo ella con tono burlón–; ¿a quién crees que estás engañando?
–Es cierto –insistió él; el claxon del coche de detrás hizo que Evan se diera cuenta de que el semáforo estaba en verde, y retomó la marcha mientras decía–: tendrás que creer en mi palabra.
–Evan, somos adultos, y todo esto sucedió hace más de una década; me gustaría saber lo que pasó. El rollo enigmático de «era lo mejor para ti» no me sirve, así que me cuentas la verdad, o no volvemos a hablar del pasado.
–Tienes razón, no deberíamos volver a hablar de ello.
–Limítate a decirme la verdad –suspiró Meredith.
–De acuerdo –cedió él–. Es muy simple: mi padre quería utilizar nuestra relación para perjudicar al tuyo; quería que yo recabara información sobre los redactores de vuestro periódico, sobre las historias en las que trabajaban. Quería que lo ayudara a encontrar la mejor forma de infiltrarse en la empresa y manipular los datos para que se cuestionara la credibilidad de tu padre.
Meredith sintió que palidecía y preguntó:
–¿Quería que espiaras para él?
–En resumen, sí. Aunque esa es una palabra un poco exagerada –dejó escapar un largo suspiro–; de cualquier forma, el resultado habría sido el mismo: yo te habría utilizado, o lo habría parecido.
El siguiente semáforo que encontraron se puso en ámbar, y Evan redujo la velocidad de nuevo.
–¿Por qué no me lo contaste?
Evan la miró.
–Porque tenía dieciocho años, y no sabía cómo traicionar a mi padre.
–Pero pudiste traicionarme a mí.
–No te traicioné, me fui del país; me alejé de la situación, para no tener que herir a nadie.
Para ella, aquello había sido una traición de primer orden; él le había hecho mucho daño, y aún no parecía darse cuenta.
–Fue condenadamente fácil para ti –dijo; no le gustó nada el matiz de amargura en su propia voz, pero fue incapaz de suavizarlo.
Él negó con la cabeza y exclamó:
–¡Fue lo más difícil que he hecho en toda mi vida!
–¿Pero…?
La mirada del hombre se centró completamente en ella.
–Pero lo hice. Era lo mejor para todo el mundo.
Aquello no iba a solucionar nada, y Meredith sabía que debería haber controlado el impulso de hablar con él sobre el tema; hacía que volviera a sentirse como una adolescente enfadada y confundida, y hasta que Evan había vuelto a aparecer en su vida, ella había conseguido dejar el pasado muy atrás. No quería volver a ser aquella muchacha.
–De acuerdo, de acuerdo, me rindo –dijo, aliviada al ver que se acercaban a la entrada del garaje del edificio donde trabajaban–. Esta conversación no nos conduce a nada.
–Estoy de acuerdo.
–Así que vamos a dejarla.
–Dala por terminada –asintió él.
Entraron en el garaje gris en completo silencio; la débil iluminación de los fluorescentes eran el complemento perfecto para el descontento de Meredith.
–Ya puedes parar –ella señaló su pequeño coche azul, y dijo–: es ese de ahí.
–Sí, lo recuerdo –Evan detuvo el coche detrás del de ella y se volvió hacia la mujer–. Bueno, ya estamos aquí.
–Gracias –Meredith empezó a salir del coche, pero se detuvo y se giró hacia él–. Siento haber tenido que cancelar la cena, espero que no estés hambriento.
–Sobreviviré –contestó él, y sonrió–; iré a comprar una hamburguesa a algún sitio.
–Buenas noches, Evan –dijo ella.
Él la miró con calma; su expresión era inescrutable.
–Buenas noches –contestó.
Meredith bajó del coche, y sintió la mirada del hombre sobre ella mientras desbloqueaba las puertas de su vehículo, entraba y encendía el motor. Evan movió su coche, y ella lo siguió hasta que salieron del garaje; él giró hacia la izquierda, y se fue en la dirección opuesta.
De pronto, Meredith recordó que él no tardaría en regresar a aquel mismo edificio, para pasar la noche en su despacho; era un sitio muy agradable, claro, un alojamiento de lujo bajo cualquier punto de vista, pero la entristecía saber que él dormía allí porque no planeaba quedarse demasiado tiempo en Chicago. Iba a marcharse de nuevo.
En cuanto las luces traseras del coche de Evan desaparecieron de su vista, Meredith apagó el motor y se cubrió la cabeza con las manos; aquello era mucho más duro de lo que había imaginado. Sus nervios no eran tan resistentes como solían ser… y, al parecer, tampoco lo era su fuerza de voluntad.
Era una auténtica tonta por seguir albergando aquellos sentimientos hacia Evan Hanson; por el amor de Dios, él se había ido, la había abandonado. Le había hecho promesas que estaba claro que no pensaba cumplir, y cuando había tenido que elegir entre mantenerse firme y enfrentarse a su padre, o salir corriendo, él había optado por la segunda opción.
Meredith tenía claro que el pasado había quedado atrás, y que en ese momento las circunstancias eran diferentes, pero Evan siempre había sido bastante rebelde; era como si fuera incapaz de acatar las normas. Ella se había dado cuenta en el instituto, y más tarde, cuando él había incumplido sus promesas de compromiso. Los hombres… no, las personas así no cambiaban.
Y si estar junto a Evan iba a provocar aquellas ansias en ella, tendría que evitar verlo, por muy difícil que fuera.
Meredith condujo hasta su casa en silencio; no se atrevió a encender la radio, por temor a escuchar alguna vieja canción romántica que la hiciera sentirse aún más melancólica. ¿Qué le pasaba?, ¿por qué volvía a sentirse de repente tan atraída hacia Evan Hanson?
Además, no quería al chico de años atrás, sino al hombre que era en ese momento; por lo tanto, estaba claro que el principal obstáculo era el antiguo Evan. No podía confiar en el hombre que era por lo que le había hecho en el pasado, y parecía que nunca iba a poder conseguir cerrar de forma satisfactoria aquel capítulo de su vida.
Y, la verdad, se sentía como una tonta por intentarlo siquiera.
Meredith llegó a su casa y entró; de inmediato se sintió incómoda con lo vacía que parecía, por la forma en que resonaba el eco de sus pasos. En el pasado había avanzado de puntillas, sigilosamente, por aquel mismo suelo en medio de la noche, intentando evitar las tablas que crujían más para no despertar a sus padres.
Sin embargo, en ese momento podía saltar y cantar a gritos el himno nacional si quería, y no aparecería nadie. Se sentía muy sola, y no lo había notado hasta la llegada de Evan; odiaba lo mucho que le gustaba estar con él, pero odiaba aún más lo sola que se sentía cada vez que él se marchaba.
Estaba impaciente por acabar aquel trabajo, para poder seguir con su vida; el hecho de que él estuviera durmiendo en la oficina porque iba a marcharse pronto, debería hacer que ella se sintiera mejor.
Meredith tomó una llave y fue al cuarto de atrás de la casa, donde había guardado sus archivos confidenciales del trabajo; tras encontrar lo que buscaba, llevó las carpetas a la cocina y desplegó los documentos sobre el mostrador. Entonces descolgó el teléfono y marcó el número.
–Estoy en casa –dijo cuando descolgaron al otro lado de la línea–; y tengo la información que necesitas. ¿Podemos empezar?