En el puerto de Andraitx
había un bar de putas donde Carla
Almagesta viajaba consecuentemente
por un pasado hirsuto y contrahecho,
por una despiadada sucesión
de veredas, hoteles, zaguanes, descampados,
y ni siquiera la celebración
de la mañana, los licores acérrimos, los barcos,
la hacían congraciarse con la vida.
¿Qué habrá sido de ella, la tan cándida
sacerdotisa de los varaderos, mensajera
de nadie? ¿Por qué me acuerdo de improviso
de esa muchacha apenas conocible en torvos días
por las trastiendas lívidas del muelle?
¿Acaso es que ha llegado finalmente el día
en que todo recuerdo es como un falso
balance de increencias en la felicidad?