Acota la ventana un tramo del paisaje
que me redime cada día.
Pasa la vida
con un cierto tesón de acudidero
de pájaros nocturnos, mientras
surgen luces fantasmas, valvas
fosforescentes de moluscos,
galopes y galopes de caballos,
la plata circular de la laguna.
Desde el brumoso fondo de la dársena
el mar olvidadizo viene
lamiendo los vallados de arizónicas
y un polvo discontinuo cruza
las franjas de la luz y hay un color
de albérchigo tiñendo
los infalibles muros de la casa.
Aquí vuelvo otra vez, incauto
vínculo entre la historia de ahora mismo
y los pecios de antaño, edades
desplomadas, hojas truncas,
gozos intempestivos,
aquí oigo
los solemnes trasiegos de los barcos,
el jadear de la madera, el brusco
frotamiento de unas horas con otras, prueba
de que aún sobrevivo a los embates
aborrecibles de los virtuosos.
La ventana da un mundo de dioses preteridos.
Alrededor no hay nadie, sólo la multitud.