En la capilla napolitana de Paolo di Sangro,
príncipe de Sansevero, hay
una mujer yacente de alabastro
que dialoga en secreto con quienes la visitan
en las furtivas tardes del otoño.
Una túnica hermosa de pétreos pliegues albos
la acaricia suavísima. Ella apenas se mueve.
Es una dama estática, ha sufrido
privaciones, desdenes, cautiverios,
pero a nadie rehúsa,
ni siquiera a quienes la atormentan
con variadas especies de lascivias
mientras el vigilante se adormece.
Su condición de estatua
la hace insensible al roce de los cuerpos,
mas su lustre de diosa, la irisación carnal
de su desnudo, el ascua de los ojos,
la acercan al deleite
de una alcoba prohibida a tientas transitada.
Aún comparto con ella la ansiedad que he perdido.