No digo la verdad.
Ni ante los dioses pétreos de Micenas,
ni bajo el sacrosanto palio rojo
de aquel volcán
de las Galápagos, ni entre las dunas
incandescentes de Doñana,
ni aquí frente al Mar Latino
digo la verdad.
Nadie que escriba reencontrándose dice
la verdad, y además para qué
iba a querer decirla
si la edad finalmente ha invalidado
esos hirsutos tramos infidentes
de la historia.
¿A qué anhelar entonces,
como algunos adictos a los despilfarros
mostrencos de la realidad,
tantos infectos lauros otoñales,
tantos deleites para majaderos?
Esa afición recompensada,
¿conduce a algo distinto a la mediocridad?
Vida y literatura, ¿en qué coinciden?
Sólo lo excepcional es duradero.