Nathan Bright no veía nada, hasta que de repente lo vio todo.
Había subido la pendiente con las manos aferradas al volante para que el abrupto terreno no le arrebatara el control del coche y, de pronto, lo tuvo todo ante sus ojos. Visible, pero a varios kilómetros todavía, que le dieron demasiados minutos para asimilar la imagen que se iba ensanchando en su campo visual. Miró de reojo el asiento del copiloto.
Estuvo tentado de decir «No mires», pero no se molestó. No tenía sentido. Era imposible no fijarse.
Aun así, detuvo el coche más lejos de la cerca de lo estrictamente necesario. Echó el freno de mano, sin apagar el motor, para no desconectar el aire acondicionado. Uno y otro protestaban con chirridos discordantes contra el calor de Queensland en diciembre.
—Quédate en el coche —dijo.
—Pero...
Dio un portazo sin escuchar el resto. Cuando llegó a la cerca, separó los alambres de arriba y pasó de su lado al de sus hermanos.
Junto a la tumba del ganadero había otro cuatro por cuatro, también en punto muerto, y seguro que con el aire acondicionado también a tope. Justo cuando Nathan franqueaba la cerca, se abrió la puerta del conductor y salió su hermano pequeño.
—Buenas —dijo Bub una vez que Nathan se hubo acercado lo suficiente para oírlo.
—Buenas.
Se reunieron al lado de la lápida. Nathan sabía que en algún momento tendría que bajar la vista, pero habló para retrasarlo.
—¿Cuánto llevas...?
Oyó movimiento a su espalda.
—¡Eh, que te quedes en el puñetero coche! —dijo, señalando con el dedo.
La distancia lo obligó a gritar con una brusquedad involuntaria. Hizo otro intento:
—Quédate en el coche.
No sonó mucho mejor, pero al menos su hijo le hizo caso.
—No me acordaba de que estabas con Xander —dijo Bub.
—Sí.
Nathan esperó hasta que oyó el chasquido de la puerta del coche al cerrarse. Detrás del parabrisas, la silueta de Xander, con dieciséis años cumplidos, ya era más de hombre que de niño. Se volvió de nuevo hacia su hermano. Hacia el que tenía delante, para ser exactos. Al tercero, el mediano, Cameron Bright, lo tenían a sus pies, junto a la lápida. Por suerte lo habían tapado con una lona descolorida.
Nathan hizo otro intento.
—¿Cuánto llevas aquí?
Como de costumbre, Bub pensó un momento antes de contestar. Debajo del ala del sombrero tenía los párpados ligeramente contraídos, y las palabras le salieron algo más despacio de lo normal.
—Desde ayer, justo antes de que se hiciera de noche.
—¿No viene el tío Harry?
Otra pausa, seguida de una negación con la cabeza.
—¿Dónde está? ¿En casa, con mamá?
—Y con Ilse y las niñas —dijo Bub—. Se ofreció, pero le dije que ya estabas de camino.
—Supongo que es mejor que haya alguien con mamá. ¿Has tenido algún problema?
Por fin Nathan miró el bulto a sus pies. Algo así atraía a los carroñeros.
—¿Te refieres a los dingos?
—Sí, tío.
¿A qué si no? Tampoco había muchas más opciones.
—He tenido que pegar un par de tiros.
Bub se rascó la clavícula, y Nathan vio el borde de la estrella del oeste de su tatuaje de la Cruz del Sur.
—Pero no ha sido nada.
—Vale. Bien.
Nathan reconoció la frustración que solía sentir al hablar con Bub. Lástima que no estuviera Cameron para suavizar las cosas. Al darse cuenta de por qué no estaba, notó una fuerte punzada debajo de las costillas. Se obligó a respirar hondo, llenándose la garganta y los pulmones de aire caliente. Aquello era difícil para todos.
Bub iba sin afeitar, tenía los ojos rojos y la cara desencajada, la misma que debía de tener él, supuso Nathan. Se parecían un poco, aunque no mucho. El parentesco resultaba más evidente con Cameron en medio, haciendo de puente en más de un sentido. Bub parecía cansado y, como siempre últimamente, mayor de lo que recordaba Nathan. Se llevaban doce años, y aún se sorprendía un poco de ver a su hermano rozando los treinta en lugar de en pañales.
Se puso en cuclillas al lado de la lona, ajada por la intemperie y remetida por los bordes, como una sábana.
—¿Has mirado?
—No, me dijeron que no tocase nada.
Nathan no se lo creyó. Fue por el tono, o quizá por la disposición de la parte superior de la lona. Acercó una mano y, como cabía esperar, Bub carraspeó.
—No lo hagas, Nate. Es terrible.
A Bub nunca se le había dado bien mentir. Nathan retiró la mano y se levantó.
—¿Qué le ha pasado?
—Ni idea. Sólo sé lo que dijeron por la radio.
—Ah, sí, lo oí a medias.
Nathan evitó un poco la mirada de Bub, que cambió de postura.
—Tío, creí que le habías prometido a mamá que la mantendrías encendida.
Nathan no contestó. Bub tampoco quiso insistir. Nathan se volvió hacia sus propias tierras, al otro lado de la cerca. Vio a Xander en el coche, inquieto en el asiento del pasajero. Llevaban una semana de viaje por el límite sur de la propiedad, trabajando de día y acampando de noche. La noche anterior se disponían a recoger las herramientas cuando pasó un helicóptero en vuelo rasante, haciendo vibrar el aire, un pájaro negro contra los últimos estertores índigo del día.
—¿Qué hace volando tan tarde? —había preguntado Xander, con los ojos entornados hacia el cielo.
Nathan no había contestado. Volar de noche era una elección peligrosa y mala señal. Algo pasaba. Encendieron la radio, pero para entonces ya era demasiado tarde.
Nathan miró a Bub.
—No, oí bastante, pero de ahí a entenderlo...
A Bub le tembló el mentón sin afeitar. «Bienvenido al club.»
—No sé qué ha pasado, tío —repitió.
—Vale, tranquilo, cuéntame lo que sepas.
Nathan intentó disimular su impaciencia. La noche anterior, mientras oscurecía, había hablado por la radio con Bub para decirle que se acercaría a primera hora. Tenía mil preguntas más, pero no le había hecho ninguna. Hablaban en una frecuencia abierta que podía sintonizar cualquiera que quisiera escuchar.
—¿Cuándo salió Cam de casa? —dijo al ver que Bub no sabía por dónde empezar.
—Anteayer por la mañana, según Harry. Sobre las ocho.
—O sea, el miércoles.
—Sí, supongo que sí, aunque yo no lo vi, porque salí el martes.
—¿Adónde?
—A echar un vistazo a un par de pozos del prado norte. Pensaba acampar y al día siguiente, el miércoles, reunirme con Cam en Lehmann’s Hill.
—¿Para qué?
—Para arreglar el repetidor.
«Más bien para que lo arreglase Cam», pensó Nathan. A lo sumo, Bub le habría acercado la llave inglesa. También era por seguridad. Lehmann’s Hill quedaba en el límite oeste de la propiedad, a cuatro horas en coche de la casa. Si el repetidor no funcionaba, tampoco habría contacto radiofónico de largo alcance.
—¿Y qué pasó? —preguntó Nathan.
Bub no apartaba la vista de la lona.
—Que llegué tarde. Habíamos quedado sobre la una, pero se me atascó el coche y no llegué a Lehmann’s hasta un par de horas después.
Nathan dejó que continuara.
—Cam no estaba —prosiguió Bub—. Me planteé que se hubiera marchado, pero al ver que el repetidor seguía estropeado di por hecho que no. Probé a llamarlo por la radio, pero como no contestaba esperé un poco y me fui hacia la pista, pensando que nos encontraríamos.
—Pero no.
—Qué va. Seguí probando con la radio, pero nada, ni rastro. —Bub frunció el ceño—. Estuve conduciendo una hora, más o menos, pero al final tuve que parar, porque aún no había llegado a la pista y estaba a punto de hacerse de noche.
Los ojos de Bub buscaron un gesto tranquilizador por debajo del ala del sombrero. Nathan asintió con la cabeza.
—Poco más podías hacer.
Era verdad. En Lehmann’s Hill, la noche era un manto negro sin resquicios. Conduciendo a oscuras, la única duda era si el coche se estamparía contra una roca o una vaca, o se saldría de la carretera dando vueltas de campana. En ese caso, Nathan habría tenido a dos hermanos debajo de la lona.
—Pero ¿estabas preocupado? —preguntó, aunque adivinaba la respuesta.
Bub se encogió de hombros.
—Sí y no, ya me entiendes.
—Ya.
Nathan lo entendía, sí. Vivían en una tierra de extremos, y en más de un sentido. La gente estaba o muy bien o fatal. Apenas había término medio. Además, Cam no era un turista. Sabía defenderse, lo cual significaba que podía haberlo pillado la noche a media hora de carretera, sin cobertura, pero igual estaba tan a gusto en su saco de dormir, disfrutando de una cerveza recién sacada de la nevera que llevaba en el maletero. O no.
—Nadie contestaba a la radio —decía Bub—. Es que en esta época del año no hay nadie allí arriba, y con el condenado repetidor estropeado...
Gruñó de frustración.
—Entonces, ¿qué hiciste?
—Me puse en camino al amanecer, pero pasaron siglos hasta que alguien contestó.
—¿Cuánto?
—No sé. —Bub titubeó—. Calculo que una media hora para llegar a la pista, y luego otra hora. Encima no eran más que dos de esos aprendices idiotas que tienen en Atherton. Tardaron la vida en pasarme al condenado capataz.
—En Atherton sólo contratan a inútiles —dijo Nathan, pensando en la propiedad que lindaba al noreste con la suya y cuya superficie venía a ser del tamaño de Sídney.
Lo dicho, la llevaban unos inútiles, pero no dejaba de ser la mejor opción para contactar con alguien en la zona.
—¿Y dieron ellos la alarma?
—Sí, aunque para entonces...
Bub enmudeció.
Para entonces hacía alrededor de veinticuatro horas, según los cálculos de Nathan, que nadie había visto ni tenido noticias de su hermano. La búsqueda había entrado en fase de emergencia antes de empezar siquiera. El protocolo dictaba informar a todas las propiedades de la zona, así que todos arrimaron el hombro, aunque para lo que servía... Con esas distancias estaban muy lejos los unos de los otros y podían tardar mucho en sumar su hombro al del resto.
—¿Lo vio el piloto?
—Sí —contestó Bub—, al final, sí.
—¿Lo conoces?
—Qué va, trabaja por su cuenta cerca de Adelaida. Esta temporada ha estado trabajando en Atherton. Lo localizó un poli por la frecuencia de vuelo y le dijo que hiciera una pasada para comprobar las carreteras.
—¿Glenn?
—No. Otro. De la centralita de la policía o algo así.
—Vale —dijo Nathan.
Había sido una suerte que el piloto lo hubiera visto, porque la tumba del ganadero quedaba a doscientos kilómetros de Lehmann’s Hill y de la zona principal de búsqueda.
—¿Cuándo dio el aviso?
—A media tarde. Vaya, que la mayoría ni siquiera habían llegado a Lehmann’s Hill. Por la zona sólo andábamos Harry y yo, pero como yo estaba una hora más cerca, más o menos, dije que ya me acercaría.
—¿Y seguro que Cam estaba muerto?
—Eso dijo el piloto. Por lo que contó, debía de llevar unas horas muerto, aunque un poli le pidió por la radio que realizara todas las comprobaciones. —Bub hizo una mueca—. Cuando llegué casi se había puesto el sol. El del helicóptero había tapado a Cam, como le habían pedido, pero estaba deseando irse. No quería quedarse sin luz y tener que pasar aquí la noche.
«Normal», pensó Nathan. Él tampoco habría querido quedarse. Se sintió mal porque le hubiera tocado a Bub.
—Pero ¿qué hacía Cam aquí si habíais quedado en Lehmann’s Hill?
—No lo sé. Harry dijo que había dejado anotado en la agenda que iba a Lehmann’s.
—¿Nada más?
—No que Harry me comentara.
Nathan pensó en la agenda en cuestión. Sabía dónde estaba, al lado del teléfono, junto a la puerta trasera de la casa que había pertenecido a su padre y después había pasado a ser de Cameron. Nathan se había criado allí, de modo que la había usado muchas veces, tantas como había dejado de usarla, por olvido o pereza, o porque no quería que nadie supiera adónde iba o porque no encontraba un bolígrafo.
Sintiendo todo el peso del calor en la nuca, miró su reloj. Una fina capa de polvo rojo cubría la esfera digital. Pasó el pulgar.
—¿A qué hora está previsto que lleguen?
Se refería a la policía y a los servicios médicos. A dos personas para ser más exactos, uno de cada profesión. Equipos no había, no en esa zona.
—No estoy seguro, pero vienen de camino.
Lo cual tampoco significaba que estuviesen al caer. Nathan volvió a mirar la lona y las marcas en el polvo.
—¿Parecía herido?
—Creo que no. Al menos no me dio esa impresión. Sólo parecía cosa del calor y la sed.
Con la cabeza gacha, Bub tocó el borde del círculo de polvo con la punta de la bota. Ninguno de los dos hermanos lo mencionó. Sabían lo que significaba. Habían visto trazos parecidos hechos por animales moribundos. De repente, Nathan pensó algo que hizo que mirara a su alrededor.
—¿Dónde están todas sus cosas?
—El sombrero, debajo de la lona. No llevaba nada más.
—¿Cómo que nada?
—Según el piloto, no. Le pidieron que se fijase bien y que hiciera fotos, pero no vio nada más.
—Pero... —Nathan volvió a inspeccionar el suelo—. ¿Nada de nada? ¿Ni una botella de agua vacía?
—Creo que no.
—¿Has mirado bien?
—Mira tú, tío, que para algo tienes ojos.
—Pero...
—No lo sé, ¿vale? No tengo respuestas. Para de hacerme preguntas.
—Bueno, vale. —Nathan respiró hondo—. Pero el coche sí que lo encontró, ¿verdad? El piloto, digo.
—Sí.
—¿Y dónde está?
Ya no se molestó en disimular su frustración. Como decía su padre: «Sacarás más lógica de las vacas que del puñetero Bub.»
—Cerca de la carretera.
Nathan se lo quedó mirando.
—¿Qué carretera?
—¿Cuántas hay? La nuestra. De este lado del límite, un poco más al norte de tu reja para el ganado. Tío, que lo dijeron todo por la radio.
—No puede ser. Eso está a diez kilómetros.
—Yo diría que ocho, pero sí.
Se produjo un largo silencio. El sol ya estaba muy alto, y el recuadro de sombra de la lápida se había reducido a la mínima expresión.
—O sea, que Cam salió del coche.
A los pies de Nathan, la Tierra osciló muy levemente sobre su eje. Negó con la cabeza al ver la cara que ponía su hermano pequeño.
—Perdona, ya lo sé, no lo sabes, es sólo que...
Miró detrás de Bub, al horizonte, lejano y estático. El único movimiento que veía era el del pecho de su hermano, que subía y bajaba con la respiración.
—¿Te has acercado a verlo? —preguntó finalmente.
—No.
Le pareció que esa vez decía la verdad. Echó un vistazo por encima del hombro. Xander era un bulto negro encorvado en su asiento.
—Vamos.