Se habían alejado tres kilómetros de la carretera. Las ruedas del coche de Nathan saltaban por los baches.
—Espero que no se haya soltado —dijo Ilse cuando a lo lejos apareció el corral.
—Ya.
Nathan también lo esperaba. Una cosa era un ternero enredado en los alambres de la cerca, y otra que se hubiese soltado, con el alambre enredado, y tener que atraparlo. Eso era un verdadero incordio.
—Ya lo veo.
Ilse señaló a través del polvo del parabrisas.
Era lo primero que se decían en el último cuarto de hora.
En el asiento de en medio estaba abierta la tarjeta de Cameron: «Perdóname.»
Nathan examinó el rebaño. Al oír el motor del coche, las vacas se alborotaron y empezaron a caminar casi como si fueran una sola, en una ola de movimiento. Sólo una se había quedado apartada, mirando cómo su ternero luchaba con el alambre que le inmovilizaba una de las patas traseras.
—Lo he visto cuando he pasado por aquí a caballo —le había dicho Ilse a Nathan en el pasillo—, pero no llevaba nada para soltarlo.
—Vale —había contestado él.
De hecho, solía ser mejor hacerlo entre dos.
—Ahora voy. Quedamos en tu coche.
Un leve titubeo.
—Es que el mío no funciona. ¿Vamos en el tuyo?
—Ningún problema. Las llaves están en el asiento.
Al ver que se iba, Nathan se había preguntado: «¿Dónde está el cuatro por cuatro de Ilse, por cierto?» No lo había visto desde que había llegado.
Después de apuntar adónde iban en la agenda de al lado del teléfono, había arrancado una página en blanco para escribir a toda prisa un mensaje para Xander. Luego había mirado a Simon, que seguía sin marcharse.
—¿Estás seguro de que eso fue lo que oíste que Cam y Harry decían? ¿No te lo estás inventando para meter cizaña?
—No. ¡No! ¿Por qué iba a querer meter cizaña?
—¿Se lo has contado a alguien más? ¿A Bub, por ejemplo?
—No.
—¿Por qué?
—Bub y Harry dan la impresión de que se llevan muy bien.
—Aquí no hay nadie que no se lleve bien con Harry.
—Tú no tanto. Eres como... —Simon se había encogido de hombros—. Bueno, el caso es que yo a Cameron no lo conocía mucho, pero nos trataba bien, y me gusta pensar que soy buen tío. Supongo que me la estoy jugando a que tú también lo eres.
Nathan no había sabido qué responder. Al final se había vuelto para salir con Ilse, mientras Simon se lo quedaba mirando.
Ilse ya estaba en el asiento del pasajero, con el motor en marcha. Cuando Nathan subió, sentir el aire acondicionado fue un alivio. Enfilaron el largo camino de entrada y no abrieron la boca hasta que hubieron dejado la casa muy atrás.
—Ilse, he encontrado algo de Cam...
—¿Qué pasa con Simon?
Habían hablado al mismo tiempo. Ilse frunció el ceño.
—¿Qué has dicho? —preguntó—. ¿Algo de Cameron?
Nathan se sacó la tarjeta del bolsillo trasero. Ilse prácticamente se la arrancó de las manos. Sin apartar la vista de la carretera, Nathan le contó dónde la habían encontrado Xander y él: con el dibujo enmarcado de la familia. Pasaron varios minutos sin que Ilse cambiara de postura, con la mirada fija, la cabeza inclinada y el pelo delante de los ojos.
—Ilse... —dijo Nathan al final.
Ella carraspeó y dejó caer la tarjeta en el asiento como si de pronto se le hiciera insoportable tocarla.
—No pasa nada. Estoy bien. No sé qué decirte. Cada día... —Negó con la cabeza, de repente se había puesto tensa—. Cada día que pasa tengo la sensación de que entiendo aún menos a mi marido.
No se dijeron nada más hasta que alcanzaron el rebaño.
Nathan detuvo el coche bastante lejos, para no estresar más de lo necesario al ternero y a su madre. Salieron. Nathan abrió la puerta trasera y se puso a buscar en la bolsa de herramientas. Cuando encontró un par de cortaalambres de distintas medidas, se volvió y vio que Ilse se había alejado un poco y estaba mirando algo. Por su manera de apartar la vista, se dio cuenta de que no lo miraba a él, sino algo que tenía detrás: la parte trasera del cuatro por cuatro, donde habían estado juntos hacía un millón de años. Nathan dio un portazo y fue hacia el ternero, que los vio acercarse con recelo. La madre se puso tensa y agitó la cola. El resto del rebaño los observaba.
—Me habían dicho que es como murió el ganadero —dijo Ilse en voz baja—, arrollado en una estampida.
—¿Ah, sí? Pues no... —empezó a decir Nathan, pero se interrumpió cuando el ternero empezó a mugir.
La madre meneaba la cola, con palpitaciones en los músculos.
—Vigílala, que esto no le va a gustar —le pidió Nathan mientras le daba el cortaalambres.
—¿Te ves capaz de hacerlo?
—No es la primera vez. Tú dime cuándo.
Nathan se acercó despacio, dejando que los animales lo mirasen bien, aunque en realidad no servía de gran cosa. El ganado iba tan a su aire que era casi salvaje. Nunca se acostumbraban a las personas. Cuando Nathan se acercó al ternero, la madre lo miró. Vio que el alambre no le apretaba mucho la pata. Quizá no hubiera tardado en soltarse solo, aunque de momento seguía enganchado. Oyó que la madre resoplaba a su espalda.
—¡¿Todo bien, detrás?! —preguntó, alzando la voz.
—Sí —respondió Ilse—. La madre aún guarda las distancias.
A pocos metros, en el polvo, Nathan distinguió el rastro inconfundible de una serpiente. Casi seguro que ya estaba lejos, pero, aun así, dedicó un buen rato a mirar a su alrededor. El antídoto era caro y, como caducaba pronto, el centro médico del pueblo no tenía reservas.
«¿Y qué pasa si te muerde una?», había oído preguntar con incredulidad a más de un mochilero.
La respuesta era que nada bueno, y menos con el tipo de serpientes que había en la región. A Nathan le gustaba partir de la premisa de que si lo mordía una se moriría, y punto. Se dio por satisfecho —dentro de lo que cabía— con esa idea y se acercó al ternero.
—Voy a por él.
—Vale. Avisa cuando estés preparado.
De un solo movimiento, Nathan pasó los brazos por debajo del ternero y lo levantó. Antes de que el animal se diera cuenta de lo que ocurría, Nathan ya lo tenía de costado en el suelo, inmovilizado con todo su peso. El ternero se quedó aturdido. Luego abrió la boca y le soltó un mugido de indignación en la cara, mientras se retorcía y daba coces. Nathan se apoyó en su cuerpo, apuntalando rodillas y muñecas para que apenas pudiera moverse.
—Ya lo tengo —gruñó.
Pero Ilse ya estaba a su lado, de cuclillas junto a las patas traseras, con el cortaalambres en la mano.
Nathan notaba el calor que desprendía el ternero, y las palpitaciones de su corazón en la caja torácica. El animal se resistía coceando.
—Mierda —soltó Ilse.
—¿Te ha dado?
Nathan apoyó de nuevo todo su peso en el animal, hasta que volvió a dominarlo.
—No, estoy bien...
Oyó que Ilse se movía.
—Voy a probar con los alicates más pequeños. No quiero pillarle la piel...
A Nathan le costaba un poco mantener sujeto al animal. Sólo tenía un par de meses, pero era fuerte. Seguro que pesaba más que Ilse. Calculó que no debía de llevarle más de unos veinte kilos de ventaja, pero daba igual: era más fuerte, y con eso bastaba para imponerle su voluntad. El ternero se había quedado quieto. Nathan oyó latir su corazón de miedo y, de repente, sin poder evitarlo, pensó en Cameron.
—¿Ilse?
—¿Qué?
Ilse volvía a estar al lado de las patas traseras.
—Intenté llamar a Jenna Moore, en Inglaterra.
Pese a que no la veía, notó que se ponía tensa.
—¿Y?
Nathan negó todo lo que pudo con la cabeza.
—No estaba.
—¿Ah, no? ¿Y dónde está?
También percibió la tensión en su voz, por encima de una sucesión de chasquidos suaves.
—Según su compañera, en Bali.
El ternero se resistía, poniendo los ojos en blanco. Después de mirar a la madre, para comprobar que aún guardaba las distancias, Nathan volvió a presionarlo con todo su peso.
—En cualquier caso, parece que no tiene cobertura.
Durante un momento, ninguno de los dos dijo nada. Clic, clic.
—¿Por qué la llamaste?
Nathan seguía sin ver a Ilse, aunque tuvo la impresión de que estaba más cerca. Intentó girar la cabeza, algo de lo que trató de aprovecharse el ternero, pero Nathan lo sujetó con más fuerza todavía.
—No lo sé —gruñó.
—¿Te lo estás replanteando? ¿Lo que dijo sobre Cam?
—No —respondió demasiado rápido—, no es eso.
—Ya he acabado.
Nathan se apartó del animal, que se incorporó enseguida y se plantó con cuatro saltos al lado de su madre. Ésta, nada contenta a juzgar por su mirada, bufó a Nathan con ingratitud y se marchó corriendo con su hijo sin volverse ni una vez, contentos ambos de haber recuperado la libertad.
Nathan se sentó en el suelo, jadeando. Le dolían los músculos por el esfuerzo. Por encima de él, Ilse apretaba los trozos de alambre con los ojos llorosos.
—Mierda. Ilse... —Nathan se levantó—. No sé por qué la llamé. Tenía curiosidad por saber qué diría.
Ilse retorcía los alambres.
—Bali.
—Es lo que me dijo.
Después de un buen rato sin hablar, Ilse miró hacia el horizonte y dijo:
—Hay muchos vuelos entre Bali y Brisbane.
Nathan no contestó. Se dirigió a su Land Cruiser, a por el alambre para reparar la cerca.
—En principio dirías que desde aquí se ve a cualquiera —dijo Ilse, ya con los ojos secos cuando él regresó—, pero no siempre se puede, ¿verdad? Si alguien está quieto o ha aparcado muy lejos... Sólo te das cuenta de que hay alguien cuando empieza a moverse.
Nathan pensó en Lehmann’s Hill.
—Es más o menos lo que me dijo Bub el otro día.
Ilse asintió con la cabeza.
—Sí, ya se lo he oído decir alguna vez: lo de si uno puede percibir que hay alguien.
—Eso.
Nathan se puso en cuclillas y usó unos alicates para juntar las puntas cortadas con el nuevo alambre y retorcerlo.
—Supongo que tiene razón.
—¿Ah, sí? —Ilse parecía sorprendida—. Pues a Cameron siempre le pareció una ridiculez.
—Vaya.
—¿Tú lo notas?
—No sé —dijo Nathan—. A veces. Puede. Es como...
No sabía explicarlo del todo. Era como una palpitación en el paisaje vacío. Un peso extraño que indicaba que estabas compartiendo el aire con otra persona. Puestos a ser realistas, sabía que tenía que haber alguna explicación, el reconocimiento subconsciente de que había algo raro en el paisaje. No pasaba de ser eso, y de hecho ni siquiera era muy preciso. Últimamente, en su propiedad, había percibido más de un falso positivo. Por otra parte, en todos esos años podría haber habido alguien cientos de veces en el horizonte y no se habría dado cuenta.
—Nada, que lo más seguro es que tuviera razón Cam —dijo al fin.
Ilse se quedó muy quieta. Sólo movía los ojos, atentos al paisaje.
—¿Y ahora?
—¿Que si me parece que ahora hay alguien más?
—Sí.
Estaba seria.
—Ilse, que no es nada científico. De hecho, no es nada.
—Ya lo sé, pero ¿notas a alguien?
Nathan alzó la vista hacia ella. La oía respirar, y veía que el viento le agitaba las puntas del pelo. Lo que no oía eran los latidos de su corazón, pero sí los de él.
—No, sólo a nosotros dos —respondió con sinceridad, antes de concentrarse de nuevo en el alambre.
Se dio cuenta de que Ilse lo miraba, pero él no la miró. Siguió pendiente de su trabajo, hasta que al cabo de un rato habló de nuevo.
—Oye, es imposible que Jenna esté aquí —dijo—. Si hubiera pasado por el pueblo, nos habríamos enterado.
—A menos que no hubiera pasado por el pueblo.
—No le habría quedado más remedio, ya lo sabes. Del todo desapercibida no habría podido pasar. Para eso, necesitaría contar con todas las provisiones y permanecer alejada de la carretera en todo momento.
—Ya, pero se puede hacer. Tú lo haces. Bub también. Y Cameron.
—¿Y cuántos turistas han muerto en sus coches intentando coger un atajo?
Nathan retorció el último trozo de alambre y comprobó la tensión. Tras constatar que estaba bien, se levantó, pero volvió a detenerse al ver la expresión de Ilse.
—¿Qué ocurre? ¿A qué viene esa fijación?
—Cameron también intentó llamarla —afirmó Ilse—. Tres veces.
Nathan se la quedó mirando.
—¿Cuándo?
—La primera hace dos semanas, y las otras dos, días antes de morir. Usó la línea del despacho, no la de la casa. Vi el número en la factura online. Es florista en Inglaterra, ¿verdad? Lo busqué.
Nathan asintió con la cabeza.
—Creo que no llegó a hablar con ella —dijo Ilse—. Todas las llamadas son muy cortas, de menos de treinta segundos.
—¿Por qué esperó tanto a llamarla? Hacía semanas que sabía que estaba intentando contactar con él.
—Igual es lo que tardó Jenna en encontrarlo —aventuró Ilse—. Puede ser que recibiera un correo electrónico o algo, no sé. No tengo su contraseña. —Se quedó callada—. O quizá no se puso en contacto, y a él lo sacó de quicio tener que esperar tanto. Ahora que lo pienso, Cameron empezó a parecer preocupado cuando se enteró de que Jenna había llamado a comisaría, pero luego aquello fue empeorando. Ah, y la última semana también hizo otras llamadas.
—¿A quién?
—A St. Helens. Para empezar, al centro médico.
—¿Se encontraba mal?
—No, o al menos no nos lo dijo. Y tampoco lo atendieron. A mí, en todo caso, me dijeron que no. Claro que a Cameron no le gustaba ir a ver a Steve a la clínica, o sea que a saber... También llamó a uno de los hoteles.
—¿A cuál?
En St. Helens había exactamente tres opciones de alojamiento.
—Al barato.
—¿Hizo una reserva?
—A su nombre al menos no. —La expresión de Ilse se había endurecido—. Al de Jenna tampoco tenían nada reservado. Y los demás hoteles, tampoco.
Nathan sintió que lo invadía una sensación desagradable. Tuvo el impulso repentino de mirar por encima del hombro. Pero sólo vio ganado, hierbajos y el horizonte. Estaba todo en silencio. Ilse lo miraba atentamente.
—¿Seguro que no crees que Cameron tuviera que preocuparse por esa mujer? —preguntó.
Nathan vaciló, aunque en esta ocasión de verdad; un silencio largo y desleal que se alargó de forma muy significativa.
Ilse asintió con la cabeza.
—Porque, por la actitud de Cameron, parecía que sí.