27

La puerta de la habitación de Xander estaba cerrada. Nathan llamó.

—¿Puedo pasar?

No hubo respuesta. Esperó, y al final abrió. Su hijo estaba leyendo en la cama y a duras penas levantó la vista.

—Has vuelto.

Nathan se sentó a los pies.

—Perdona que haya tardado tanto.

Xander siguió mirando la página sin mover los ojos, hasta que al final dejó caer el libro en el pecho.

—¿Has hecho tus comprobaciones? —preguntó en un tono no muy amigable.

—Sí.

—¿Y se veían los banderines desde la carretera?

Dos veces de tres.

—No siempre.

—¿Eso qué quiere decir?

—No lo sé.

Xander se dejó caer de nuevo en la cama y volvió a coger el libro.

—La abuela ha dicho que estabas preocupado.

No contestó.

—Lo siento, Xander, de verdad.

Xander continuó mirando la página. Nathan esperó todo lo que pudo, pero entonces fue él quien rompió el silencio.

—Yo no quería...

—No pasa nada.

Xander pasó la página.

—Sí que pasa. Si estás triste, es que pasa.

No hubo respuesta.

—Xand...

Xander emitió un sonido de contrariedad.

—¿Qué quieres que te diga? Estoy intentando leer.

—Es que quiero...

—¿Qué?

—No sé, arreglar las cosas...

Xander pasó otra página.

—No te preocupes. No sirve de nada discutir contigo. Tenía razón mamá. Siempre eres así.

—¿Cómo?

Negó con la cabeza.

—Da igual.

—Xander, conmigo puedes hablar.

—No. —El libro le tapaba ahora la cara—. Tú haz lo que quieras, que ya no me importa.

Nathan esperó. Pero los minutos se fueron alargando. Al final, Xander volvió a pasar de página, y él se levantó y salió de la habitación.

El cuatro por cuatro de Ilse estaba cubierto por la inevitable capa de polvo. Era el único vehículo que estaba aparcado en el garaje pequeño, y alguien había dejado un cargamento de cajas vacías delante. Parecía que llevaran ahí algún tiempo. ¿Desde cuándo no se usaba el coche?, se preguntó Nathan mientras sacaba las llaves del hueco para los pies.

Una vez dentro, tuvo que ajustar el asiento, y volvió a recordar el momento en el que había hecho lo mismo en el coche abandonado de Cameron. Entendiéndolo en ese instante tan poco como antes, apartó la idea de la cabeza y probó a encender el motor. Le costó un poco arrancar, por la falta de uso, pero al final se puso en marcha. Escuchó el ruido: nítido y estable.

Encendió una luz, para ver mejor en la penumbra del anochecer, y abrió el capó. Se inclinó e hizo algunas comprobaciones, comenzando por lo que solía dar problemas y siguiendo por las partes menos obvias. Una hora después, estaba tumbado de espaldas debajo del chasis, con una linterna en la mano y tan lejos de la solución como al principio.

Mientras trabajaba, iba pensando en Xander, y más en concreto en un recuerdo borroso de cuando su hijo tendría ocho años. En una de sus primeras visitas a solas, se habían ido de acampada. De madrugada, al despertarse en la parte trasera del Land Cruiser, Nathan había visto que, a su lado, el saco de dormir de Xander estaba vacío. Se quedó quieto, atento al sonido de la orina al chocar en el suelo duro de fuera o al crujido de una caja de cereales. Como no oyó ninguna de las dos cosas, ni ninguna otra, lo llamó en voz alta. Xander no contestó.

Nathan se incorporó, respirando un aire que ya era sofocante y con la ropa pegada a su cuerpo por el sudor. Cuando lo volvió a llamar, advirtió el tono de alarma de su voz. Silencio.

El miedo fue inmediato y absoluto. Se levantó, se colocó al lado del coche y empezó a mirar a su alrededor con el pulso acelerado, sin apenas ver a causa del pánico. A mediodía habría más de cuarenta grados. Un niño como Xander podía aguantar unas horas, en función del agua y la suerte que tuviera. ¿Cuánto tiempo hacía que se había marchado? A saber. Había habido casos de niños mucho más pequeños que Xander, e incluso bebés, que habían recorrido varios kilómetros. A algunos los habían encontrado a miles de metros de su casa. Unos habían tenido suerte. Para otros había sido demasiado tarde.

Se dio cuenta de lo fuerte que pegaba el sol. Una vez que estuvo seguro de que no se veía ni rastro de su hijo en ninguna dirección, tuvo que vencer el impulso casi irresistible de elegir una al azar y echar a correr. En lugar de eso se obligó a subir al coche y conducir en círculos cada vez más amplios.

Encontró a Xander al cabo de quince minutos, al otro lado de una elevación pequeña. Había seguido demasiado lejos a una vaca y su becerro, y se lo veía desconcertado. Por lo demás estaba bien, extrañado, de eso no cabía ninguna duda, de ver a su padre con aquella cara de susto. Para Nathan, sin embargo, fue el peor cuarto de hora de su vida. Abrazó a Xander con fuerza, y a continuación, temblando de alivio, le gritó como nunca le había gritado ni volvería a gritarle.

Se quedó mirando el chasis del todoterreno de Ilse. Luego frunció el ceño y apagó la linterna. Cuando ya estaba saliendo de debajo, oyó unas pisadas suaves fuera del garaje. Se incorporó y miró hacia la puerta, parpadeando. Era Harry.

—Ah, estás aquí. Te está buscando tu madre. —Harry echó un vistazo al coche, cubierto de polvo—. ¿Qué haces?

—Me ha dicho Ilse que hace cosas raras.

—¿Otra vez?

—Eso parece.

Nathan se levantó, al tiempo que se limpiaba las manos de grasa.

Harry entró hasta donde daba la luz. De la mano le colgaba un alambre con la punta ensartada en dos pieles de dingo, manchadas de sangre. Estuvo mirando tanto rato debajo del capó que Nathan se empezó a molestar. Era tarde, y comenzaba a estar cansado.

—¿Qué quiere mi madre? —preguntó.

—Saber si estás bien. —Harry se había quedado en un ángulo raro, casi como si le cerrara el paso—. ¿Todo bien para lo de mañana?

—Supongo.

Desde donde estaban no se veía la tumba recién cavada.

—¿Quién ha hecho el agujero?

—Bub y yo, sobre todo, aunque Xander y Simon también han ayudado.

A Nathan lo sacó de quicio la idea de que en esa tarea lo hubiera sustituido el mochilero.

—Debería haber estado yo para ayudar.

—Sí, la verdad es que sí.

A la escasa luz, los finos regueros de sangre de las pieles parecían negros.

—Más allá de los problemas que tuvieseis, era tu hermano.

Lo que crispó a Nathan fue el tono moralizante.

—¿Yo? ¿Y tú? Me han dicho que poco antes de que muriese estuviste discutiendo con él.

La mirada de Harry se volvió penetrante.

—¿De qué estás hablando?

—Os oyó Simon. Una noche, cuando estabais apagando el generador.

La arruga que tenía Harry entre las cejas se hizo más profunda.

—Yo no llamaría a eso «discutir». —Pasó el pulgar por la punta del gancho de alambre—. Cam y yo de vez en cuando nos decíamos de todo. Igual que tú y él. Ya lo sabes.

—¿De qué iba?

—De lo de siempre, la gestión. —Harry bajó la vista, y la oscuridad le borró las facciones—. Ya te he dicho que a Cam le pasaba algo y que empezaba a afectar a su manera de trabajar. Ya no se concentraba un carajo. Tenía que pasarme el día supervisándolo todo.

—A Simon le pareció que estabas enfadado.

—Eso es mucho decir. Era tarde, y puede que se me hincharan un poco las pelotas.

—Y que dijiste algo de que sabes muy bien lo que pasa aquí.

—Ya. —Harry sonrió, pero no parecía contento—. Hombre, en eso no me equivoco, ¿no? No creo que me lo discuta nadie.

Nathan sabía que tenía razón. Lo más seguro era que Harry conociera mejor la propiedad que sus hermanos o él, lo cual no impedía que, por buena o mala que fuera su gestión, los nombres que salían en el título fueran los de ellos tres. Ahora que lo pensaba, se daba cuenta de lo extrañamente inestable que era la vida de Harry. Aunque fuera su casa, y pudiera parecer de la familia, tenía razón el sargento Ludlow: era un empleado. Y con sólo decir una palabra, Cameron —o Ilse, ahora— podían hacer que el empleado en cuestión desapareciese.

—Harry —dijo—, ¿te amenazó Cam con despedirte?

—Qué dices, hombre.

Había sido un tiro a ciegas, pero al ver que Harry lo negaba sin inmutarse lo más mínimo, Nathan notó que se le despertaba la sombra de una duda. Pensó en Cameron, que había administrado la propiedad con tanta eficiencia... El propio Harry había dicho que «lo llevaba todo al milímetro». ¿Se habría dejado cuestionar por un empleado, aunque fuera Harry?

—¿Seguro?

—Seguro —insistió Harry—. Si tenía que recordarme quién mandaba, me lo recordaba, y prefería que no me metiera en sus asuntos, pero imagínate que Cameron empieza a distraerse y que por culpa de eso hay más trabajo. Entonces ya es asunto mío, ¿no? Me guste o no. Y no tengo más remedio que decírselo. Pues fue lo que hice.

—¿Por eso no nos contaste nada a los demás?

—No dije nada —contestó Harry— porque me sabía mal. De hecho, aún me sabe mal. Me pareció que Cam tenía que escucharme, pero no sé... Igual soy yo el que debería haber escuchado más. No sabía que la mujer esa, Jenna, hubiera intentado ponerse en contacto con él ni que estuviera tan nervioso por el maldito asunto. Ojalá me lo hubiera contado.

Nathan guardó silencio un momento.

—¿Tú por qué dirías que le preocupaba tanto lo de Jenna?

—No sé. En su momento, Cam dijo que él no había hecho nada, y yo me lo creí. —Harry miró a Nathan—. Como a ti cuando dijiste lo mismo.

—No está en Inglaterra. Lleva un par de semanas fuera, en Bali, al parecer.

Harry se quedó muy quieto.

—¿En serio?

El silencio se prolongó.

—Mira —Harry había suavizado el tono—, todo esto de Cam... parece complicado, pero yo creo que en el fondo es muy sencillo.

—¿Ah, sí?

—Sí. Mira, Cam no era feliz. En absoluto. Y empiezo a pensar que la cosa venía de muy lejos. —Suspiró—. Tenemos que quitarnos el entierro de encima. Luego lo veremos todo menos negro.

—Supongo.

—Hazme caso, que siempre es así. Te lo digo yo. —Harry observó el coche de Ilse con mala cara—. ¿Piensas quedarte mucho más? Si quieres, dejo encendido el generador.

—No, por hoy ya basta —dijo Nathan negando con la cabeza.

—¿Ya has averiguado qué le pasa?

—Qué va.

Nathan había hecho todas las comprobaciones que se le ocurrían, y parecía que al coche no le pasaba nada.

—Ya. A mí también me ha costado siempre mucho encontrar el problema. —Harry se quedó mirando de nuevo el motor—. Aunque algo se me ha ido ocurriendo.

—Soy todo oídos.

Harry titubeó; de repente oyeron unos pasos en el porche.

—¿Harry? —Era la voz de Liz.

—Bueno, da igual, ya le echaré otro vistazo. —Dio unos golpecitos en el coche—. Total, tampoco hay prisa. Ilse no lo cogerá, porque odia conducir este trasto.

—¿Harry? —Otra vez la voz de Liz.

—Le diré que estás bien.

Harry señaló con la cabeza las pieles ensangrentadas que colgaban del gancho que sujetaba en la mano.

—Y con esto también será cuestión de hacer algo —añadió.

—Al final los has pillado, ¿eh?

—Sí. Quería resolverlo antes de que llegara todo el mundo mañana. Empezaban a estar un poco demasiado cómodos.

—Creía que iba a hacerlo Bub.

Por la expresión de Harry, parecía que Bub también empezaba a estar un poco demasiado cómodo.

—He visto el momento y lo he aprovechado —dijo—. Si ya estás, apagaré el generador dentro de diez minutos. Me voy a dormir.

Balanceó con suavidad el gancho. El pelaje apelmazado y la piel de los dingos ya habían empezado a combarse por los bordes.

—Que mañana es un día importante.