28

Nathan se despertó con un dolor palpitante en las sienes debido a la deshidratación. Entornó los párpados, por los que se filtró la luz de la mañana, y cogió el vaso de agua que tenía al lado del sofá. Estaba vacío. Debía de habérselo bebido por la noche, aunque no se acordaba. La sensación era como de resaca, pero sin la parte divertida. Intentó recordar cuánta agua había bebido el día anterior. Estaba claro que no la suficiente.

Se levantó demasiado rápido, y tuvo que apoyarse un poco en la pared. Parpadeó lentamente hasta que dejó de darle vueltas la cabeza, y entonces miró a su alrededor.

Frunció el ceño. Se le habían vuelto a ir los ojos hacia el cuadro de Cameron. Lo tenía colgado delante, igual que siempre. Bueno, igual igual no. Se acercó, sintiendo todavía el dolor martilleante. Colores, formas... todo estaba como de costumbre. Ante sus ojos flotaban la tumba oscura y el cielo luminoso. La mancha traslúcida seguía en su sitio, tan borrosa como siempre. ¿Cuál era la diferencia? ¿Que el horizonte estaba un poco torcido? Dudaba. Acercó la mano, pero sólo sirvió para empeorar las cosas: había decantado demasiado el cuadro hacia el otro lado, en un ángulo alarmante. Se apresuró a corregirlo, intentando juzgar si estaba recto a simple vista.

—Ten cuidado.

En la puerta vio a Liz, toda de negro, a excepción de los ojos, que los tenía inyectados en sangre.

—Cameron le tenía mucho cariño.

—¿Y si lo descolgamos, sólo hoy? Podría ponerlo en otro sitio.

—¿Qué? No, ¿para qué?

Liz se acercó a él y enderezó con suavidad el cuadro.

Nathan se dio cuenta enseguida de que así estaba mucho mejor.

—Para que no se estropee.

—Pero si querrá verlo todo el mundo... Su sitio es éste, esta pared. Es lo que habría querido Cameron.

—Supongo. No sé, es que he pensado que el tema...

—Sigue siendo una pintura muy bonita.

Liz se enjugó una mejilla con el dorso de la mano. Nathan no se había dado cuenta de que estaba llorando.

—Más allá de lo que le pasara a Cameron, siempre fue muy buen pintor. Me recuerda lo mejor de él, y eso no quiero esconderlo.

—Claro, claro. —Nathan se encogió de hombros—. Sólo era una idea.

Liz lo miró.

—¿Cómo lo lleva Xander?

—No hemos vuelto a hablar desde anoche. Sigue cabreado conmigo por lo tarde que volví.

—¿Y te sorprende?

Nathan reflexionó. Un poco, sí, la verdad. Xander no era rencoroso. De hecho, ni siquiera era muy propenso a cabrearse.

—No debería haberse preocupado tanto. Cuando estoy en mi casa me paso casi todo el día fuera.

—Claro, es que una parte del problema es ése, Nathan. —Liz se volvió hacia él—. ¿Sabes qué quiero? Que hables hoy mismo con Steve. Pídele hora en la clínica.

—¿Por qué? ¿Para qué?

—Para ver si puede darte algo que te arregle la cabeza.

—Yo no necesito...

—Sí que lo necesitas. Si te parece normal desaparecer así, es que algo grave te pasa. Incluso a tu hijo le da miedo pensar en lo que podrías estar haciendo... —Liz levantó la cabeza para mirarlo a los ojos—. Por favor, Nathan. Ya tengo bastante con haber perdido a uno de los tres. Hoy será el peor día de mi vida. No puedo pasar dos veces por lo mismo.

—Vale. —Nathan asintió, incapaz de soportar su mirada.

Se oyó ruido en el pasillo. Al volverse vieron a Bub en la puerta. Parecía algo inestable, lo cual hizo sospechar a Nathan que ya había empezado a beber, eso si había parado la noche anterior.

—¿Qué, qué hacéis? —Bub se sujetó con una mano en el marco—. ¿Admirar la obra maestra de Cam?

El sarcasmo hizo que Liz se estremeciera. «Sí, está claro que ha bebido», pensó Nathan.

—Estábamos hablando de si lo descolgamos —dijo.

—Pero ¡qué dices, hombre! Mucho ojo con el cuadro de Cam, que igual vuelve su espíritu y te persigue. —Bub estuvo a punto de reírse.

Nathan notó que Liz se ponía tensa.

—¿Qué quieres, Bub? —preguntó.

—Ah, sí. Acaba de llamar el de la funeraria.

—¿Y?

—Pues que ya está el cuerpo de camino.

Nathan tuvo que ponerse el traje de su padre. Liz lo había sacado de alguna parte y se lo había dado sin decirle nada. Era un traje de hacía veinticinco años, pero tenía la rigidez propia de la tela que se ha usado poco. Era negro y le sentaba bien. Cuando introdujo la mano en el bolsillo de la chaqueta encontró una lista de provisiones escrita con la letra de su padre, ahora ya descolorida. La arrugó sin leerla y tuvo que aguantarse las ganas de arrancarse la chaqueta.

En ese momento entró Bub en el salón, y al ver a Nathan se le cayó la cerveza de la mano.

—Mierda. Durante unos segundos he pensado...

Dio un paso atrás. Cuando se recompuso se agachó, recogió el botellín y pasó un pañuelo de papel sucio por el suelo, evitando la mirada de su hermano.

—Pero, tío, ¿tú te has visto? Sois clavados.

Nathan dio media vuelta y contempló su reflejo oscuro y distorsionado en el televisor. No se reconocía. De pronto, la chaqueta de Carl Bright le quedaba pequeña y le impedía respirar bien. Se la quitó y la metió con el pie debajo del sofá.

El siguiente en llegar fue Xander, con el único traje que tenía Cameron. Se detuvo en la puerta, y Nathan y Bub se lo quedaron mirando. Le iba como hecho a medida. Nathan nunca lo había visto tan alto, ancho de hombros y mayor.

—Me ha dicho la abuela que me lo pusiera —dijo Xander, bajando la vista—, pero igual...

—No, tranquilo —dijo Nathan—. Te queda muy bien.

Xander ayudó a Bub a hacerse bien el nudo de la corbata, y luego a Nathan, que se quedó plantado en el suelo, con su hijo delante, mirando cómo daba vueltas a la tira de tela al tiempo que oía su respiración. Vio que se le habían olvidado unos pelitos al afeitarse. También vio la pequeña cicatriz en el arranque del pelo que le había quedado de una caída del caballo que había sufrido a los cinco años. Observó la ligera contracción de sus párpados, delante de unos ojos que de recién nacido habían sido azules como los de Jacqui, pero que al cabo de un año se habían vuelto castaños como los de Nathan. De repente tuvo ganas de que volviera a ser lo bastante pequeño para poder cogerlo en brazos, pero no; se quedó quieto, incómodo en su traje prestado.

—Oye, Xander, que ayer...

—Ya está. Así mejor.

Xander le ajustó la corbata y se apartó para mirar a Bub, que contemplaba fijamente el cuadro de Cameron.

—Eh, ¿no os parece que el cuadro hoy podría poner nerviosa a la gente? Con la historia esa de que el ganadero se perdió en el desierto...

—Esa chorrada no se la cree nadie —dijo Bub, volviéndose. Tras darle un trago a la cerveza, señaló la tumba con el cuello de la botella y añadió—: Violó a una aborigen y se lo hicieron pagar con la vida. Lo sabe todo el mundo. No entiendo que le den tanto bombo.

—¿Eso es verdad? —preguntó Xander, mirando a Nathan, que negó con la cabeza.

Era verdad que muchos blancos lo habían hecho, incluso cosas peores, pero no en ese caso. Justo cuando estaba abriendo la boca, se oyó algo fuera que lo interrumpió.

Bub se apartó de la ventana.

—Ya está aquí.

Nathan y Xander se colocaron a su lado delante del cristal. El cuatro por cuatro negro del director de la funeraria estaba frenando en el camino de entrada. Lo habían modificado para poder cargar objetos de dos metros en la parte trasera. Seguro que había salido de St. Helens como una patena, pero llegaba con el sello del viaje: el mismo polvo y la misma suciedad que se depositaban en todo. Desde la valla de la casa lo observaba Ilse, en medio de las siluetas menudas de sus hijas. Juntas, tan de negro y con los bordes de las faldas movidas por el viento como plumas, parecían una bandada de pájaros.

Detrás de ellas, a lo lejos, Nathan vio una columna de polvo. Estaban llegando los vecinos.

La ceremonia fue breve y sin florituras. La ofició un capellán de St. Helens que como mínimo dio muestras de entender que, por mucho que se echara de menos a Cameron, el sol brillaba con la fuerza de siempre. La tierra recién cavada alrededor de la tumba ya se había quedado seca y suelta, y a los asistentes, que sudaban la gota gorda dentro de unos trajes que sólo se ponían una vez al año, la sombra del eucalipto no les bastaba. Nathan, en mangas de camisa y con un elegante nudo de corbata, los miraba a todos con una extraña mezcla de interés y desapego.

Contó unos cuarenta, todos a disgusto en su ropa de gala y sus mejores sombreros. Buena asistencia. Excelente, en realidad. A la mayoría hacía años que no los veía, pero reconoció aproximadamente a dos de cada tres. Tom padre, Tom hijo; Kylie, la de la gasolinera —con dos hijos a cuestas ya—, y Geoff, su novio de entonces, que tenía toda la pinta de haberse convertido en su marido... El inútil del ingeniero que llevaba años trabajando en Atherton. Nathan no se acordaba del nombre. Había tantos inútiles en Atherton... Steve, por supuesto, el de la clínica. El que no estaba era Glenn, pero no le extrañó.

Por la mañana había llamado a comisaría y habían vuelto a derivarlo a otro teléfono. El sargento McKenna seguía en el norte, acabando de arreglar lo del autocar turístico. ¿Quería dejarle otro mensaje?

—No, sólo que me llame —dijo finalmente, y colgó.

Al capellán era la primera vez que lo veía. Y a juzgar por las frases genéricas a las que estaba recurriendo, Cameron también. Desconectó de la ceremonia y empezó a escudriñar sin disimulo a sus vecinos, fijándose en las canas y en los kilos de más. La mayoría le sostuvieron la mirada con una curiosidad teñida de desconcierto, como si casi ya no se acordaran de que existía.

Liz aguantó prácticamente hasta el final. Cuando el capellán iba concluyendo, de su garganta empezaron a salir unos lamentos atroces, que en el momento en el que Sophie y Lo fueron invitadas a plantar un arbolillo en la cabecera de la tumba ya eran un crescendo fantasmal. Le temblaban los hombros. Su llanto se oía amortiguado, porque había hundido la cara en una manga. Harry le dijo algo en voz baja e intentó llevársela del brazo, pero ella se lo quitó de encima de malas maneras.

Con los ojos muy abiertos, y una pala en la mano, temblorosa, Lo miró una sola vez y también se echó a llorar, seguida de inmediato por Sophie. Ilse dio un paso rápido hacia delante y se llevó a las niñas a la casa, apretándolas contra su cuerpo.

—Pero ¿y el árbol? —llegó flotando la aguda voz de Lo, entre dos sollozos—. Teníamos que plantar un árbol...

Liz recogió la pala del suelo y se puso de rodillas. Luego, sin decir nada, empezó a cavar con movimientos rápidos y enérgicos, clavando la pala en la tierra suelta y levantando una nube de polvo que se le pegó a la tela oscura del vestido. Su pena era una pena en bruto, sin decoro. Nathan se dio cuenta de que más de uno apartaba la vista, incómodo. Al final ya no lo pudo soportar y fue a por la otra pala para cavar con su madre. En cuanto el agujero fue lo bastante grande, Liz cogió el arbolillo, lo encajó sin ceremonias y lo tapó sin compactar los grumos. Nathan pensó que no sobreviviría —por falta de profundidad—, pero al menos estaba plantado. Se incorporó y ayudó a Liz a ir hasta la casa, ignorando a los vecinos, que los miraban con la boca abierta.