—No me sale.
—Se hace así.
Nathan volvió a colocar los dedos de Sophie en el mástil de la guitarra y le puso uno encima de una cuerda. Ella lo intentó de nuevo. Sonó un acorde, disonante pero menos. El cabestrillo de Sophie descansaba a su lado, en el escalón del porche. Según ella, Steve le había dado permiso para quitárselo un par de horas al día, y las aprovechaba al máximo. Nathan, a quien el sol de media mañana daba de pleno en la espalda, cambió de postura y volvió a colocar la mano de Sophie sobre las cuerdas.
—Prueba otra vez. Sí, así mejor.
Vio que Lo esbozaba una mueca al oírlo, pero estaba tan concentrada en pintar que no hizo ningún comentario. A juzgar por el aroma que llegaba desde la cocina, los preparativos del almuerzo iban por buen camino. Nathan oía trajinar a Liz con sus cazuelas y sartenes. Bub y él habían ido a ayudar, pero su madre los había echado a los veinte minutos, exasperada por que no fueran más que un estorbo. Bub estaba encantado. Le habían regalado un bate de críquet nuevo para Navidad y había convencido a Harry para que le lanzase la pelota cerca de la casa. Desde donde estaba, Nathan no los veía, pero de vez en cuando oía un golpe seco y gritos victoriosos.
La mosquitera se cerró de golpe. Era Xander, con un papel doblado. Se sentó al lado de Nathan.
—Suena bien, Sophie.
—Gracias.
La niña sonrió, concentrada en las cuerdas. No era tan sólo que se hubiera quitado el cabestrillo. Era como si después del entierro la nube que la seguía a todas partes se hubiera despejado.
—Toma. —Xander le dio el papel a Nathan—. No es exactamente un regalo de Navidad, pero te lo quería dar.
—¿Qué es?
Nathan lo desdobló. En él había una lista de fechas escritas a mano.
—Son las fechas de principio y fin de curso, y de las semanas de exámenes de este año. —Señaló con el dedo—. Esto de aquí y de aquí son las vacaciones que podría hacer. Y lo de aquí también. Para que así podamos ir planeando algo.
—Ah. —La letra se volvió un poco borrosa mientras la miraba—. Gracias, hijo, pero si tienes que quedarte en Brisbane y centrarte en estudiar, mejor que lo hagas, de verdad. —Sonrió—. A saber. Si sacas bastante buena nota, igual puedes seguir el ejemplo de Martin en el mundo de los edificios deslumbrantes de metal.
—No, no pienso hacer eso. —Xander también sonrió—. Lo que sí es muy posible es que tenga que quedarme casi todo el tiempo en Brisbane. Por eso tendrías que venir tú a visitarme.
Nathan vaciló.
—Ha sido idea de mamá —dijo Xander, leyéndole el pensamiento.
—¿En serio?
—Sí. Tal vez le podría preguntar si podrías quedarte con nosotros. Martin ha construido una casita de invitados en el jardín.
—¿En serio?
—Bueno, él diseñó los planos. Luego le pagó a alguien para que se la construyera. —Xander se rió—. Lo práctico no se le da tan bien como a ti. Pues eso, que deberías venir. A mí me encantaría.
—Ah, pues gracias. A mí también me encantaría.
—Perfecto. —Xander se levantó—. Si necesitas que te ayude a meter las maletas en el coche, pégame un grito.
—Qué prisas. No salimos hasta mañana.
—Ya lo sé. —Xander sonrió—. Es que no quiero perder el vuelo. La verdad es que la Nochevieja en Brisbane tiene más alicientes que aquí.
Nathan entrevió a Ilse pasando por detrás de la ventana de su despacho y vio que lo saludaba levemente con la mano.
—No sé si creérmelo.
—Pues créetelo —dijo Xander.
Nathan vio cerrarse la mosquitera a su paso.
Se volvió de nuevo hacia las niñas, mientras llegaba a sus oídos el impacto de la pelota de críquet. Sophie continuaba toqueteando las cuerdas. Y Lo tenía la cabeza inclinada hacia su última obra de arte.
—¿Quieres probar con la guitarra, Lo? —preguntó Nathan.
—Estoy haciendo esto.
Nathan se acercó a mirar sus dibujos. Estaban repartidos por el porche, sujetos con piedras para que no salieran volando. Vio que había pintado varias veces lo mismo. Todo eran variaciones sobre el cuadro de su padre.
—¿Estás intentando pintar la tumba? —preguntó.
—No me sale.
—Pues a mí me parece que está muy bien.
La mirada de Lo insinuaba que no daba gran valor a su criterio artístico. Aun así, Nathan vio que estaba contenta. De hecho, no lo había dicho por decir. Todas las imágenes eran imitaciones del paisaje de Cameron y tenían un carácter infantil inevitable, pero también una expresividad extraña. A diferencia de su hermano, que había cargado demasiado las tintas al pintar la sombra, Lo había conseguido plasmar rincones de luz.
—¿Echas de menos a papá? —preguntó.
Lo y su hermana se miraron.
—¿Tú crees que tuvo miedo, solo al lado la tumba? —preguntó finalmente Lo.
—No —mintió Nathan, y pensó un momento antes de continuar—: Le gustaba recorrer las tierras. —Eso ya se acercaba más a la verdad—. Aunque creo que algunos aspectos de su vida se le hacían muy difíciles.
Las niñas pensaron en lo que acababa de decir.
—A mí no me gusta la tumba del ganadero —afirmó finalmente Sophie—. Da miedo.
Nathan negó con la cabeza.
—Pues no tiene por qué dártelo. Se cuentan muchas tonterías sobre el ganadero, y ninguna es verdad.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque una vez fui a la Biblioteca del Estado y lo busqué.
Había pasado unas horas en la de Brisbane, cuando Xander aún era pequeño y a él se le hacía especialmente duro dejarlo en brazos de Jacqui. En esa ocasión, el cambio de manos fue difícil, y Nathan perdió el vuelo de regreso. Como no tenía nada que hacer, deambuló sin rumbo por la ciudad hasta que acabó delante de la biblioteca, y de pronto sintió el impulso de informarse sobre la única persona que parecía estar más sola que él. Un bibliotecario lo ayudó en la búsqueda. Hacía mucho que Nathan no se sentía tan en paz como leyendo aquel viejo artículo, envuelto por la frescura del aire acondicionado y el rumor discreto de otras personas.
—Entonces, ¿qué le pasó? —dijo Sophie.
—Se llamaba William Carlisle, y la verdad es que vivía con su mujer y sus hijos en su propiedad. Eran dos niños, de unos siete y diez años, me parece.
—¿Vivían en esta casa? —dijo Lo.
—No, por entonces ésta aún no la habían construido. Vivían más cerca de donde está la tumba. El caso es que un día salieron juntos a montar a caballo. Desmontaron, no sé si para comer, y de pronto vieron que se acercaba una tormenta de arena.
—Oh, no —dijo Sophie—. Las odio.
—Yo también —contestó Nathan.
La imagen del cielo enrojecido por la llegada de una pared de polvo altísima. Eran tormentas que lo sumergían todo a su paso, absorbían todo el oxígeno y llenaban el aire de misiles. Hacían salir al ganado en estampida y reducían la visibilidad a cero.
—Ya sabéis lo rápidas que son —dijo—. Por eso el ganadero hizo montar a su mujer y a su hijo pequeño, y les dijo que volvieran a casa. El mayor se había ido a explorar, al otro lado de la cresta o algo así; en cualquier caso, no se lo veía por ninguna parte. El ganadero fue a buscarlo. Supongo que iba gritando su nombre mientras se acercaba la tormenta.
Nathan pensó un momento. Se acordó de cuando se había puesto a dar vueltas en redondo con el coche, buscando desesperadamente a Xander, de ocho años; de cómo le latía el corazón en las sienes y del miedo que corría por sus venas, un miedo frío, crudo. «Que esté bien, por favor.» A caballo, sin ninguna compañía y con una pesadilla de la naturaleza a punto de caer sobre él, el ganadero debía de haberlo pasado aún peor.
—¿Y encontró a su hijo? —preguntó Sophie.
—Sí, al final sí. —Nathan vaciló—. Al caballo le había dado un ataque de pánico y había tirado al niño. Él estaba bien, pero el caballo había huido.
—Y, entonces, ¿qué hizo?
—Debió de decidir que con un solo caballo no podrían ser más rápidos que la tormenta, y le dio el suyo a su hijo.
Nathan se lo imaginó diciéndole, o mejor dicho ordenándole, que se marchara sin él. Prometiéndole que encontraría a su caballo y que no tardaría nada en marcharse él también. A sabiendas de que no era cierto.
—¿El niño llegó a casa sano y salvo? —preguntó Sophie.
—Sí.
—Pero el ganadero no, ¿verdad?
—No. Y seguro que el propio ganadero lo supo en su momento.
—Qué triste.
—Sí, aunque... —Nathan hizo entonces una pausa— a mí me gusta pensar que puede que al final tampoco estuviera tan triste, porque sabía que al menos sus hijos se habían salvado.
—Lo hizo para salvar a su familia —dijo Sophie.
—Exacto. —Nathan se volvió hacia Lo—. Total, que entiendo que pueda dar un poco de miedo, pero no hay motivo en realidad para que te asuste.
La pequeña se quedó pensando y al final se inclinó hacia él. Nathan sintió su aliento en la cara y vio las manchas de pintura en su piel.
—No me daba miedo el ganadero —susurró la niña—. Me daba miedo papá.
—Ah...
Nathan le cogió la mano.
—Pero él no va a volver, ¿verdad?
—No, Lo, no va a volver.
Le tendió los brazos. Y la pequeña se abrazó a él, menuda y calentita.
—Todo irá bien. Aquí estás segura, y te queremos todos. —Nathan señaló sus pinturas—. Además, ¿sabes qué? Que creo que pintas mejor que él.
Había conseguido arrancarle una media sonrisa.
—No —repuso ella, con algo sospechosamente parecido a la falsa modestia—. El cuadro de papá ganó un premio.
—Eso no quiere decir nada. Los tuyos son igual de buenos.
—Mentira. No digas tonterías.
—Es verdad. —Nathan se levantó—. Espera un momento.
Cuando entró en la casa, sus ojos tardaron un poco en adaptarse al cambio de luz. Pasó al lado de la cocina. La comida olía muy bien. Vio por la ventana del pasillo a Bub y a Harry en el césped. Entonces era Bub el que lanzaba, dejando que Harry probara el bate. La puerta del despacho de Ilse estaba entreabierta. Nathan se planteó entrar a verla. Saludarla. Decirle que la había echado de menos. Pero dudó, y al final pasó de largo. Las niñas estaban esperando.
Entró en la sala de estar y se acercó al cuadro de Cameron. Levantó las manos, lo descolgó de la pared y sintió la emoción del forajido. Le sorprendió que, con todo el sitio que ocupaba en la casa, pesara tan poco. Esperó un momento, pero no pasó nada. El espíritu de Cameron no despertó de su sueño de ultratumba para avisar de los peligros de manchar las pinceladas con los dedos.
Sonriendo para sus adentros, salió al pasillo y, cuando se fijó en los colores de la tierra, del cielo y de la tumba se dio cuenta de que lo que le había dicho a Lo era la pura verdad: el cuadro no tenía nada especial. Por no tener, no tenía ni vida. Era la obra plana y sin inspiración de un hombre que estaba demasiado ciego para ver todo lo bueno que tenía.
Salió al porche, dando un portazo con la mosquitera, y lo recibió un silencio atónito. Lo se quedó boquiabierta. Durante un buen rato, nadie dijo nada. Nathan percibió vagamente que ya no se oían ni los golpes del bate de críquet contra la pelota.
—¡Dios mío! —exclamó Sophie sin aliento—. ¿Qué has hecho?
Más allá del susto, sin embargo, le brillaban los ojos por lo escandaloso que era lo que estaba viendo.
—Pues sí. —Nathan asintió con la cabeza—. He tocado el cuadro.
—Se va a armar la gorda —musitó ella.
Lo se aguantaba una risita con las manos en la boca.
—No, Sophie, porque sólo es un cuadro. Nada más. Bastante bueno, no lo voy a negar, pero ahora mismo mi pregunta es la siguiente: ¿es mejor que los de Lo?
La pequeña daba saltos con un pie y con el otro, tan entusiasmada como horrorizada.
—Venga, vamos a ver —dijo Nathan—. Lo, enséñanos tu mejor dibujo y comparamos.
La niña eligió uno con una gran sonrisa.
—Tú harás de juez, Sophie. ¿Cuál es mejor?
Nathan giró el cuadro y lo sostuvo delante de su cara. De repente, el mundo dio un vuelco. Oyó la risa de Sophie amortiguada por la intensidad con que sentía el pulso en los oídos.
—Mi veredicto es que el de Lo es mejor —dijo Sophie—. Diez de diez.
Oía su voz como si estuviera muy lejos. Cuando Lo gritó de alegría, fue como si lo hiciera debajo del agua. Nathan intentó asentir, pero se notaba la cabeza pesada, desequilibrada. Se dio cuenta de que las niñas se lo habían quedado mirando.
—Estoy de acuerdo —dijo con la boca pastosa.
Vio sonreír a Lo, pero sólo con su visión periférica. Sus ojos enfocaban el dorso del cuadro, y más concretamente algo que había pegado en él con cinta adhesiva; algo gastado, opaco, con un fino rastro de polvo rojo en las arrugas del plástico que lo envolvía. Notó como si el suelo oscilara levemente.
—Aquí fuera hace mucho calor, niñas —consiguió decir—. Entrad a beber un poco de agua.
—Vale.
Oyó sus pasos y el ruido de la puerta al cerrarse.
Cuando dejó el cuadro en el porche, boca abajo, le temblaban las manos. El sobre de plástico estaba enganchado de forma cuidadosa en el centro del marco. Introdujo la mano, sin importarle que la parte de la pintura pudiera sufrir algún daño, y lo arrancó. Luego se levantó.
Detrás del polvo advirtió los bordes de colores de unos billetes de banco, las letras grabadas de la cubierta de un pasaporte y varios certificados de aspecto oficial doblados. Notó que el corazón le daba un vuelco, como si de repente se le hubiera formado un hueco en el pecho. En ese momento se dio cuenta de que en realidad no esperaba encontrarlo. En el fondo, no.
«No toques el cuadro.»
Echó un vistazo al jardín, donde no había nadie. Al otro lado de la casa ya no se oían ni la pelota ni el bate. Tampoco los gritos triunfales de Bub.
«Pero ¡qué dices, hombre! Mucho ojo con el cuadro de Cam.»
La cabaña de Harry se recortaba oscura y solitaria en la distancia, con la puerta bien cerrada.
«Ni se te ocurra tocarlo. Ya has destrozado bastante.»
La casa se cernía sobre Nathan como si contuviera la respiración. No oyó pasos, ni de Liz ni de Ilse. En las ventanas de la cocina y del despacho no se movía nada.
«Su sitio es éste, esta pared.»
A su espalda, sin saber exactamente dónde, percibió, más que oírlo, el crujido de unas pisadas sobre los tablones del pasillo. Poco después rechinó la mosquitera con la suavidad de siempre. Nathan no se movió. Fue incapaz de darse la vuelta.
«Es una de las grandes reglas de la casa.»
¿Quién se lo había advertido?
«No toques el cuadro.»
Todo el mundo. Todos.
Los pasos ya estaban cerca.
—Intenté decírtelo —dijo una voz—, pero nunca escuchas, Nathan.
Se volvió.