38

—Intenté decírtelo.

Nathan conocía esa voz tan bien como la suya. Se volvió. A pocos pasos, en la sombra del porche, estaba su madre.

La mirada de Liz saltó del cuadro, apoyado en el suelo, al sobre de plástico que Nathan tenía en las manos. Después lo miró a él, con una firmeza que Nathan no había visto en varios días.

—Ha sido bonito. —Habló en voz baja—. Lo que les has dicho a las niñas sobre el ganadero. Te he oído desde la cocina.

Nathan tenía las manos entumecidas y sentía como si el sobre fuera a escurrírsele de los dedos.

—Es una historia real. —Se le quebró un poco la voz cuando lo dijo.

Liz miró a su hijo a los ojos.

—¿Te puedo contar yo otra?

Del pasillo llegó el sonido de un correteo infantil. Liz dio un paso inmediatamente y le quitó a Nathan el sobre de las manos.

—Aquí no. Ven conmigo.

Lo cogió con fuerza por el brazo, a la vez que apoyaba el cuadro en la casa y se metía el sobre en el bolsillo del delantal.

Cruzaron el jardín bajo el sol de mediodía, que había reducido la sombra de Liz a una mancha muy oscura alrededor de sus pies. Se dirigían al eucalipto. Se situaron debajo de las ramas, que se balanceaban con mucha suavidad. A sus pies se encontraban las tumbas, una junto a la otra.

Nathan observó el suelo, percibiendo el zumbido de su propia sangre. Tierra vieja, y al lado, otra recién removida. Tenía tantas preguntas que no encontraba una sola por la que empezar.

—Yo había salido a montar a caballo —comenzó Liz por fin—. Fue después de que Sophie se hiciera daño en el brazo y nos dijera a todos que el animal la había tirado. No podíamos permitir algo así, porque Sophie quería presentarse al concurso, de modo que quise probarlo yo misma.

De repente, Nathan no quería seguir escuchando, aunque cerró los ojos y se obligó a hacerlo. Liz le había contado que el día que Cameron no volvió a casa ella había hecho lo de siempre, montar. Era una costumbre que le venía de sus tiempos de casada. A caballo era más alta, más rápida, y nadie podía tocarla, al menos durante unas horas.

Ese día montó el caballo de Sophie porque necesitaba hacer ejercicio mientras se le curaba el brazo a la niña. Pendiente como estaba de cualquier problema que pudiera presentar el animal, alargó la sesión más que de costumbre. Fue todo de maravilla. El caballo respondía muy bien. Y pensando en Sophie, redobló sus esfuerzos para detectarle algún defecto. La idea, escurridiza, oscura, no se deslizó entre sus pensamientos hasta que vio que se había alejado más de lo que había planeado.

—Al caballo no le pasaba nada.

Por las facciones de Liz se movían las sombras de las hojas del eucalipto.

—No me lo explicaba. No le veía sentido.

Nathan pensó en el coche de Ilse, abandonado en el garaje. Tampoco eso había tenido sentido, hasta que lo tuvo.

—Total, que continué —explicó Liz.

Siguió adelante, cada vez más inquieta. Se acordaba de lo pálida que había visto a Sophie al agarrarse el brazo herido y de cómo temblaba, llorando y diciendo que tenía miedo. Aun así, quería subirse otra vez a su caballo en cuanto la dejaran. Todos la felicitaron por su valentía. Pero ella apenas había respondido a los elogios.

Cuando vio al hombre al lado de la tumba del ganadero, la sensación que Liz notaba en la boca del estómago ya había empezado a adquirir una forma conocida. Ralentizó el paso. Ya no tenía tan buena vista como antes, y tardó un minuto, que se le hizo largo bajo el sol deslumbrante, en reconocerlo.

Se detuvo y luego acercó el caballo al paso. Cuando reconoció el cuatro por cuatro que había cerca, soltó el aire. Claro que no era en quien había pensado en primer lugar. No podía serlo. Era su hijo, Cameron.

—¿Qué hacía?

Nathan había abierto los ojos y miraba el suelo.

—Cavar.

Cameron tenía una pala en la mano y se dedicaba a clavarla en el suelo blando. Liz se le acercó sin prisa. Desde hacía un tiempo, su hijo no estaba bien. Incluso entonces cavaba con un ímpetu y una agitación que a Liz le dieron grima. Desmontó y ató las riendas al retrovisor del coche.

En ese momento, Cameron se irguió con la pala en las manos. El metal brillaba bajo el sol, y a Liz volvió a recordarle a otro hombre. Fue su manera de mirarla. No estaba contento de verla.

«¿Me das un poco de agua, para el caballo?»

Liz se acercó a la parte trasera del coche, donde Cameron tenía las provisiones.

Él le hizo un gesto con la mano y se concentró de nuevo en el suelo blando que tenía a los pies, al tiempo que ella buscaba un cubo y lo llenaba de agua. Mientras el caballo bebía, Liz miró a su hijo.

«¿Qué haces?»

Él se agachó.

«Comprobar algo.»

«¿El qué?»

«Por qué mi mujer ha estado trayendo a mis hijas a este maldito sitio.»

Liz vaciló.

«Pero ¿no ibas al repetidor?»

«Sí, ahora iré.»

«Bub te estará esperando.»

«Primero tengo que hacer esto.»

Cameron volvió a clavar la pala en la tierra. Luego se detuvo y soltó un ruido gutural.

—Había encontrado algo.

La voz de Liz apenas se oía.

El ruido que había hecho Cameron no era de victoria, o al menos no del todo. Sonaba demasiado a hueco. De repente, Liz se arrepintió de no haber ido esa mañana en sentido contrario. Aliviada, vio que el caballo había dejado de beber. Guardó otra vez el cubo en la parte trasera del coche y se volvió a tiempo para ver que Cameron se agachaba y metía las manos en la tierra. Cuando se levantó, tenía en las manos un sobre de plástico, opaco por el polvo rojo.

«¿Qué es?»

La sonrisa de Cameron hizo que a Liz se le formara un nudo en el estómago.

«Un tesoro enterrado.»

—Yo ya sabía lo que era.

En aquel momento, Liz se frotó el brazo. Nathan vio la herida reciente del cáncer de piel y otra cicatriz más antigua, de la que nunca hablaban, una de tantas. Todos tenían marcas parecidas a ésa: Liz, Nathan, Bub... Cameron también. Marcas que escondían y cuya existencia no reconocían nunca.

—Enseguida supe lo que había encontrado —indicó Liz—. Yo en mi época tenía lo mismo.

En la versión de Liz adquiría la forma de una lata vieja de galletas escondida en un cubo de pienso para caballos. Al menos hasta que la había encontrado Carl. El golpe le había reventado el tímpano izquierdo. Nunca había recuperado del todo la audición, pero sí que había aprendido la lección y no había vuelto a intentarlo. Entonces, los niños todavía eran pequeños y las consecuencias le daban demasiado miedo.

Al lado de la tumba del ganadero, mirando a su hijo mediano, se preguntó si no eran mucho peores las consecuencias de no haberlo intentado.

«Sería mejor que lo dejaras donde estaba.»

Se sorprendió a sí misma hablando.

También Cameron estaba sorprendido, y se le endureció la mirada.

«Pero si no sabes ni lo que es.»

«Sí, Cameron, sí que lo sé.»

«Pues entonces también sabes que no tiene nada que ver contigo.»

Cameron se irguió en toda su estatura. Le colgaba la pala de las manos, suavemente cerradas alrededor del mango. Suelta. No la había levantado ni un poco. No la estaba amenazando, en absoluto, pero al verlo con la pala, cuya parte metálica reflejaba el sol al oscilar con suavidad, Liz supo exactamente a quién le recordaba. Ya no era su niño. Al menos ya no era sólo su niño. También era el hijo de su padre.

Y supo, como en cierto modo había sabido siempre, qué era lo que había intentado explicarle Ilse. Y qué era lo que preocupaba tanto a Harry. Y por qué eran tan tristes los dibujos de Lo. Y por qué Sophie llevaba el brazo en cabestrillo. Y por qué volvería a llevarlo, si no ocurría algo peor.

Cuando Cameron se cruzó con ella, de camino al coche, Liz se estremeció. Cameron arrojó la pala a la parte trasera, dio un portazo y lanzó el sobre a través de la ventanilla del copiloto, para dejarlo en el asiento. El caballo de Liz se encabritó y estiró de las riendas, que estaban atadas al retrovisor. Liz le susurró algo para que se tranquilizara.

«Tengo que irme. —Cameron ni la miró—. Tengo trabajo.»

«¿Vas al repetidor?»

Incluso a la propia Liz le sonó rara su voz.

Cameron regresó a la tumba y empezó a rellenar el agujero con el pie.

«Pensaba ir, pero... —Su rabia tenía un temblor parecido al del aire con el calor—. Igual me acerco primero a casa, a hablar con Ilse.»

«Cameron, por favor. —Las gotas de miedo ya formaban un torrente—. Que están las niñas...»

Él no dijo nada. Al final levantó la vista.

«¿Y qué? Igual también tienen que oírlo.»

De repente, entre el tono de Cameron y el sol que le daba en los ojos a Liz, retrocedió treinta años, y no tuvo duda alguna de lo que pasaba cuando los hombres como él volvían a casa.

Notó que levantaba la mano antes de saber con certeza qué quería coger. Había hecho el cálculo mentalmente sin darse cuenta; cálculo que años atrás se había convertido en un instinto muy arraigado. Luchar o huir. Cameron estaba a cinco o seis metros. Miraba hacia abajo, distraído, dando patadas a la arena para esconder los destrozos que había hecho.

En lo que Liz tardó en ponerse al volante, sólo tuvo tiempo de respirar una vez. Cuando respiró la segunda, ya había girado la llave en el contacto.

Cameron levantó la vista, pero para entonces ella ya tenía el pie sobre el acelerador. Liz bajó la ventanilla y desató las riendas del retrovisor. El caballo la siguió, obediente. Liz no se alejó demasiado deprisa. No hacía falta. Es más rápido un caballo a medio galope que un hombre corriendo.

—Y eso que Cameron lo intentó. —Su voz sonaba hueca, horrorizada—. Lo intentó con todas sus fuerzas.

La persiguió dando gritos, sí. Era muy consciente de la situación y de lo que implicaba. Liz tuvo que recurrir a todas sus reservas de autocontrol para no pisar a fondo y dejar atrás ese sonido horrendo. Siguió a una velocidad constante, con los oídos cerrados a cal y canto, y la vista clavada al frente. Al final, mucho después, cuando redujo la velocidad y miró por el retrovisor, no vio a nadie. Estaba sola.