39

Antes de hablar, Nathan se quedó un buen rato mirando las tumbas.

—El jueves por la mañana, el coche de Cameron no estaba entre las rocas.

Liz puso cara de sorpresa.

—¿Ya lo sabías?

—Creía que lo habían movido o que me estaba volviendo loco. Dudaba entre ambas cosas.

—Me equivoqué —afirmó Liz—. Primero lo escondí cerca de casa, fuera del camino, aunque por la noche me di cuenta de que estaba demasiado lejos. Cameron no habría podido caminar tanto, y cuando encontrasen el coche sabrían que había intervenido alguien más.

—Entonces, ¿lo moviste?

Asintió con la cabeza.

—Sí, al día siguiente. Salí temprano a montar, volví a atar las riendas del caballo al coche y fui conduciendo hasta las rocas. Me pareció que alguien como Cameron sí que podría haber recorrido tal distancia. Unos diez kilómetros.

—Bueno, en realidad son nueve.

Liz no se lo discutió.

—Lo único que quería era que no lo descubrieran demasiado pronto.

Nathan estuvo un buen rato sin hablar. Se resistía a pensar en ello.

—Con los documentos de Ilse no sabía qué hacer —dijo Liz—. Quería devolvérselos, pero no se me ocurría cómo. Las niñas siempre están por todas partes: en mi cuarto, en las cuadras... Y luego Xander también empezó a rebuscar por los cobertizos. —Negó con la cabeza—. En cambio, lo que todo el mundo sabe es que no hay que tocar el maldito cuadro.

Nathan contempló la propiedad. Miró el coche de Cameron, aparcado en el camino de entrada, y la casa donde habían crecido.

—Ya me extrañaba a mí que Cam hubiera muerto de esa manera —dijo—. Llegué a pensar que Jenna Moore había tenido algo que ver.

Se quedó callado. El sol ya estaba casi en lo más alto, y el horizonte, en la distancia, era una línea plana.

—Me gustaría saber qué quería.

Como Liz no contestaba, levantó la vista.

—¿Qué pasa?

Liz vaciló y después se metió la mano en el bolsillo.

—Ayer nos trajo cartas Caroline, la de correos. Pensó que igual tardábamos un poco en ir al pueblo.

Le tendió algo a Nathan, una carta ligeramente arrugada que hizo girar entre los dedos. En la parte delantera estaba escrito el nombre «Cameron Bright». Remite no llevaba, pero en la esquina superior derecha había un sello del Reino Unido. Estaba abierta. Sacó la hoja. La carta estaba doblada en tres, y los pliegues se notaban un poco gastados, como si la hubieran abierto varias veces para releerla. Respiró hondo y miró el texto.

«Cameron —empezaba. No reconoció la letra, pero era pulcra y firme—, por favor, lee esta carta hasta el final. Soy consciente de que quizá ni te acuerdes de mí, pero necesito decirte algo:

»Te perdono.

»Quizá no quieras ni que te perdone, o no consideras haber hecho nada que haya que perdonar, pero espero de verdad que no sea así. Independientemente de lo que puedas decirte a ti mismo, o de las amenazas que me lanzó tu padre de tu parte cuando me tuvo arrinconada a solas, sabes tan bien como yo lo que pasó la noche en que nos conocimos. Sabes lo que hiciste, y yo también.

»Antes tenía la esperanza de que estuvieras viviendo con la misma sensación de pena y vergüenza que he experimentado yo durante años, pero ahora ya no le doy importancia.

»He desperdiciado años sintiéndome culpable por algo que no fue culpa mía y he permitido que tuvieras un poder sobre mí que no mereces. Gracias a la ayuda de mi psicólogo, y al amor de mi maravillosa familia, me enorgullece decir que ya no es así.

»Me he construido una vida feliz en muchos sentidos, y a ti te deseo lo mismo, Cameron. Quienes sufren mucho hacen sufrir mucho a los demás, y espero por tu bien, y por el de quienes te rodean, que hayas encontrado un poco de paz.

»Jenna Moore.»

Nathan la leyó tres veces. Después dobló la carta y se la devolvió a Liz.

—¿Qué vas a hacer con esto? —preguntó.

—Supongo que enseñársela a Glenn.

—No te exculpa, ¿eh? —Incluso al propio Nathan le pareció que había hablado con dureza—. No mejora lo que hiciste.

—Ya lo sé.

—Yo vi cómo estaba Cameron al final, cuando Steve se lo llevó en la ambulancia. Vi los estragos. —Advirtió que Liz se estremecía al oírlo, pero continuó. Tenía que saberlo—. No tuvo una muerte fácil. Debes saberlo. Sufrió mucho.

Ella no contestó. Nathan notó que estaba llorando, pero no se movió. Al final, Liz respiró hondo.

—No te pido que me perdones...

—Mejor.

Permaneció un buen rato en silencio.

—Nathan, yo me marché de mi casa a los dieciocho —dijo finalmente—, y me prometí que todo sería distinto.

Le explicó que había viajado, primero al norte y después al oeste, a su aire, con la sensación, completamente nueva para ella, de ser libre. Sólo se había detenido en Balamara, porque tenía claro que a partir de ahí sólo había desierto. A los pocos días, ya tenía trabajo en la oficina de correos, y por una vez ganaba su propio dinero. Le gustaba trabajar allí, y los vecinos la trataban bien. Siempre con tiempo para sonreírle y darle un poco de conversación. Cuando Carl Bright, sonriéndole de oreja a oreja por encima de sus cartas, había insistido en invitarla a tomar algo, ella le había dicho que sí.

—Al principio era fantástico. Aunque no te lo creas, me hacía reír mucho, y me parecía tan guapo... Encima me trataba bien. Durante una temporada, mi vida fue distinta de verdad. —Liz se puso seria—. Luego nos casamos, y empezó a cambiar todo otra vez. Un día, de repente, me di cuenta de que mi vida ya no era tan diferente de la de antes. Tu padre me había contado que de joven también lo había pasado mal, y los dos queríamos algo mejor, aunque lo nuestro no lo era. Era igual que lo que yo había dejado atrás. Estaba tan desilusionada, Nathan, tan cansada... Venir de tan lejos sólo para acabar exactamente de la misma manera. No tenía fuerzas para resistirme. ¿De qué servía?

Negó con la cabeza.

—Pero luego me quedé embarazada, y me dije que, al margen de lo que pasara entre él y yo, no permitiría que os lo hiciera a vosotros. —Liz se enjugó las lágrimas; era incapaz de mirar a su hijo—. Me esforcé al máximo, Nathan. Créeme, por favor. Hice planes. Pensaba en ello a diario, pero tenía miedo, y me sentía tan sola, tan atrapada... Lo siento muchísimo. Sé que no lo hice lo suficientemente bien, para nada, pero lo hice lo mejor que pude.

Siguió un largo silencio.

—Luego tu padre tuvo el accidente. Y creo que eso me salvó la vida, y muy posiblemente también la de Bub.

Nathan retrocedió de golpe unos cuantos años, hasta esa noche oscura y calurosa en la que vio a Carl Bright atrapado entre metales retorcidos, aplastado entre el techo y el volante. El comentario del enfermero.

No había sido rápido.

Sentada en la parte trasera de la ambulancia, con la sangre cuajándose alrededor de la herida, Liz no movía ni un músculo de la cara. El shock, había pensado entonces Nathan, pero quizá... Por sus pensamientos se abrió paso una idea oscura: quizá fuera otra cosa. Estuvo mirando mucho rato las dos tumbas que tenía a sus pies. Tierra vieja y tierra nueva. Quizá, pensó, fuera más fácil cruzar algunas líneas por segunda vez.

—¿Cuánto tiempo...?

No acabó la pregunta. «¿Cuánto tiempo estuviste inconsciente después del accidente? ¿Cuánto esperaste para pedir ayuda?»

Quería preguntárselo, pero no pudo, porque vio en la cara de su madre que le diría la verdad.

Liz lo observaba atentamente.

—Siento muchas cosas —dijo al final—, pero no que él ya no esté.

Nathan no preguntó a quién se refería. Las hojas del eucalipto se movieron, y Nathan percibió la arena que había en el aire y en su piel. Se oyó a lo lejos el portazo de la mosquitera. Los dos se volvieron hacia la casa. Era Ilse, que se acercaba protegiéndose los ojos con la mano.

—Tienes una llamada, Nathan —dijo en voz alta.

—¿Yo? —A Nathan le salió una voz un poco rara, y carraspeó.

—Es Glenn. Dice que le has dejado un mensaje en la centralita de la policía.

—Ah, sí.

Pero siguió sin moverse. De repente fue Liz quien levantó una mano y lo atrajo hacia sí. Nathan notó la suave presión de sus manos en la espalda y reconoció el olor de su pelo. Liz tenía los ojos llorosos.

—Nunca fue mi intención hacerte pasar por todo esto —dijo en voz baja—. Hice lo que me dictó el corazón, pero tú eres buena persona, Nathan, y tienes que hacer lo que te parezca bien a ti. —Se apartó para mirarlo—. En todo caso, deberías regresar a casa.

Siguió abrazándolo un poco más, hasta que lo soltó y se volvió hacia la vivienda.

—Bub ha puesto a jugar a todo el mundo al críquet en la parte de atrás. Si os queréis apuntar... —propuso Isle.

Liz le sonrió con tristeza cuando se cruzaron.

—Gracias, creo que yo sí. Pronto estará la comida.

Después de mirar cómo se alejaba, Ilse se volvió de nuevo hacia Nathan y frunció el ceño al verle la cara.

—¿Todo bien? Glenn está esperando.

—Sí, sí.

—¿Seguro?

Nathan dio la espalda a las dos tumbas y enseguida se encontró mejor.

—Sí.

—Pues venga.

Ilse esperó a que hubiera entrado Liz para cogerle la mano. Tenía la palma caliente y seca. Caminaron juntos.

—Oye —dijo ella—, Harry estaba diciendo que igual va a tu casa y te ayuda a prepararte para la crecida, pero... —Se le atropellaron las palabras—. Yo he pensado que es mejor que se quede, para asegurarse de que aquí está todo a punto. Y que podría acercarme yo, y ayudarte un par de días. Si quieres.

Nathan se detuvo y la miró.

—No es que quiera, es que me encantaría.

—¿Seguro? Porque si de verdad necesitas que te echen una mano Harry o Bub...

—No, no, qué va.

—¿Hay mucho que hacer?

—No.

—Pero ¿voy igualmente?

—Ni lo dudes.

—Vale. —Ilse sonrió—. Perfecto. ¿El jueves y el viernes de la semana que viene, por ejemplo?

—Año Nuevo.

—Sí. —Sonrió—. Supongo que sí.

Llegaron al porche. Los dibujos de Lo aún estaban en el suelo, con las piedras encima y los bordes sacudidos por la brisa. El cuadro de Cameron seguía apoyado en la baranda, donde lo había dejado Liz.

—Dios mío... ¿Qué hace esto aquí? —preguntó Ilse al subir los escalones.

—Lo he sacado yo.

—Ah.

Lo cogió y lo levantó. Una fina capa de polvo ya amortiguaba los colores. Primero frunció el ceño. Luego, al cabo de un momento, sin pensar, se humedeció el pulgar y limpió una mancha grande que había en la esquina de arriba, y dejó un rastro húmedo. Se le curvaron un poco las comisuras de la boca hacia arriba.

—Así mejor.

Volvió a dejar el cuadro, que hizo un ruido cuando el marco de madera volvió a descansar en los tablones.

—Bueno, nos vemos fuera cuando hayas acabado de hablar por teléfono.

—Ilse...

—¿Qué?

—No, nada, que... —Nathan le cogió la mano y sintió el suave roce de las puntas de sus dedos—. ¿Estás contenta? Ahora, quiero decir.

Ilse se puso seria al pensar en ello.

—No lo sé —acabó diciendo—. Ha sido una mala semana, o mejor dicho un mal año, pero, si lo que me preguntas es si estoy mejor que la semana pasada o que el año pasado, la respuesta es sí.

Se miraron. Poco a poco, Ilse dio un paso adelante y se inclinó para besarlo. Nathan cerró los ojos, y se le extendió por todo el cuerpo un calor que no tenía nada que ver con el sol. Notó que sonreía.

—Supongo que ahora, si pienso en el futuro —dijo ella al apartarse—, me puedo imaginar siendo otra vez feliz. Y eso es algo que hace mucho tiempo no sentía. ¿Me entiendes?

—Sí —contestó él—, sí que te entiendo.

Ilse abrió la mosquitera y señaló el teléfono, que estaba descolgado.

—Ahora nos vemos.

Nathan vio que se iba por el lateral de la casa. Luego dejó que se cerrara la puerta y fue a coger el teléfono por el pasillo a oscuras.

—¿Diga?

Vio por la ventana que el partido de críquet estaba en pleno apogeo. Las niñas se turnaban para lanzar mientras Bub daba instrucciones en voz alta.

—Nathan —dijo la voz de Glenn en el auricular—, perdona, es que no me dieron tu mensaje hasta ayer a última hora, que fue cuando volví. Bueno, oye, que lo hemos investigado, y la tal Jenna lleva casi tres semanas en Bali. Coincide todo: vuelos, movimientos con el pasaporte... He llamado al retiro en el que está y he hablado un poco con ella. Dice que le sabe mal lo de Cameron. Se ve que sólo quería mandarle una carta.

Al ver a Nathan a través de la ventana, Xander lo saludó con la mano, al tiempo que Lo conseguía ganarle a Bub un lanzamiento. Bub se arrodilló, fingiéndose humillado, mientras las niñas lo celebraban entre carcajadas. Bub señaló a Nathan por el cristal y le hizo señas: «Ven a ayudarme.»

—Nathan, ¿me escuchas? —La voz de Glenn se oía muy lejos.

—Sí.

—¿Querías comentarme algo más?

—Perdona —dijo Nathan—. Es que...

Ilse se reía, mientras las niñas daban unas vueltas de honor. Nathan respiró hondo.

—¿Sabes qué te digo, tío? Que no era nada.

—¿Seguro? Porque por el mensaje parecía urgente.

La pequeña Lo había ocupado el wicket e intentaba dominar un bate que era casi tan grande como ella. Harry realizó un lanzamiento bajo. Acertó a darle. Aplaudieron todos.

—No, quería decirte... —Nathan se quedó callado—. Quería explicarte que a partir de ahora iré más a menudo al pueblo. No es mi intención crear problemas, pero sí daré la cara cuando quiera, o sea, que díselo a quien se lo tengas que decir, porque es lo que va a pasar.

—Hecho —dijo Glenn—. Personalmente, yo no calificaría eso de «muy urgente», pero no me parece mala idea, en absoluto.

—Gracias, Glenn.

—De nada, hombre. —El poli soltó una tos de cortesía—. Bueno, pues si no querías nada más...

Cuando miró por la ventana, Nathan vio que a un lado estaba Liz, un poco en la sombra, un poco desapercibida, vigilando a su familia. Parecía en paz. Harry estaba dando consejos de bateo a las niñas, y Xander se reía de algo que Bub acababa de decirle. Ilse sonreía, con el sol dándole en la cara.

—Nada más —dijo Nathan.

—Pues feliz Navidad.

—Igualmente.

Colgó.

Una luz deslumbrante lo acogió cuando abrió la puerta para ir con su familia.