5

Nathan se aferraba al volante. En el asiento del pasajero iba Xander, de brazos cruzados y con los hombros encorvados. Ninguno de los dos apartaba la vista de la carretera.

Llevaban veinte minutos en silencio, y de repente Nathan se dio cuenta de que su hijo estaba a punto de llorar. Se aguantaba las lágrimas con la fiereza propia de la adolescencia, estaba pálido y crispado por el esfuerzo de apuntalar el dique, pero el dolor se filtraba por los bordes. Nathan sabía que Xander siempre había tenido a Cameron en un pedestal. Al volante del coche, completamente vivo, sintió una breve punzada de envidia por su hermano, al que había visto debajo de una lona.

Antes de alejarse del Land Cruiser de Cameron, Ludlow había sacado de la bolsa un rollo de precinto policial y había buscado la manera de rodear el vehículo. Árboles no había, ni siquiera palos que pudiera utilizar como estacas. Al final había cortado varios trozos de cinta y los había atado a los tiradores de las puertas.

—No creo que debas preocuparte mucho por eso, tío —había dicho Nathan.

Aun así, Ludlow había cerrado la puerta del conductor con las llaves y se las había tirado a Nathan.

—¿Te importa quedártelas? Mañana, vuestro sargento querrá ver todo esto.

Nathan se las había guardado en el bolsillo. En ese momento, mientras conducía, aún notaba su presión, punzante e incómoda, en la cadera. Xander y él habían llevado al sargento de vuelta a la tumba, donde Steve, por suerte, ya había acabado con sus deberes más inmediatos. La puerta trasera de la ambulancia estaba cerrada. Nathan se había alegrado de que Cameron ya no quedara a la vista.

Steve se los había quedado mirando atentamente.

—¿Podréis volver solos?

Asintieron, a pesar de que Nathan se había dado cuenta de que tenían todos muy mal aspecto.

—¿Y si acampamos? —sugirió sin mucho entusiasmo mientras se alejaba la ambulancia—. Así nos ahorramos tener que volver mañana en coche.

—Ni hablar. Con lo de anoche tuve suficiente, gracias. —Bub ya estaba sentado al volante cuando les preguntó—: ¿Os venís a casa?

Nathan asintió con la cabeza.

—Vale. Total, mamá nos esperaba mañana. —Al ver la cara de sorpresa de Bub, añadió para explicarse—: ¿El jueves, por Navidad?

—Ah, sí, es verdad. —Bub arrancó—. Pues ahora nos vemos.

—¿Por dónde quieres ir?

—Por la carretera. Por el atajo, si nos quedamos atascados en la arena, tardaremos más. No sé tú, pero yo ya me he cansado de ir esquivando pedruscos.

Y cerró de un portazo.

En ese momento, Nathan veía el coche de Bub un poco más adelante en la carretera. Durante medio kilómetro, aproximadamente, las ruedas no levantaron polvo: la pista de tierra había dejado paso de pronto a un asfalto liso, bien mantenido y con marcas claras de pintura blanca, una pista de aterrizaje de emergencia para el servicio médico aéreo. Aquella llanura no duró ni un minuto. Una sacudida los devolvió de golpe a la gravilla.

Xander se inclinó hacia delante en el asiento del pasajero. Algo se movía a lo lejos, cosa rara. Se acercaba un coche, aunque todavía estaba a demasiada distancia para verlo bien.

—Los regalos de Navidad siguen todos en tu casa —dijo Xander, desplomándose de nuevo contra el respaldo.

—Mierda. Perdona, creía que pasaríamos antes de ir a ver a la abuela.

La intención de Nathan había sido volver a casa ese mismo día. Así se habrían deshecho del polvo de toda la semana antes de la reunión familiar de Navidad.

—Da igual —dijo Xander—. Con lo que ha ocurrido, no le importará a nadie.

«No», pensó Nathan, aun así se enfadó consigo mismo. Quería que Xander pasara unas buenas Navidades, aunque ya empezara a ser mucho pedir.

El coche que circulaba en dirección contraria aún era pequeño, pero se había hecho más visible. Nathan lo reconoció: era el de uno de los aprendices fijos de Atherton. Seguro que se dirigía al pueblo, porque no había otro sitio adonde ir. Fue acercándose con una lentitud que se les hizo eterna y que les permitió fijarse en que el vehículo llevaba el protector delantero un poco torcido, y la pintura del capó ligeramente descascarillada.

Cuando llegó a la altura de Bub, el aprendiz redujo la velocidad y levantó la mano para saludarlo. Luego, al caer en la cuenta de que el que iba detrás era Nathan, dejó de moverla. Aunque no le viera los ojos detrás del parabrisas, Nathan captó el giro de la muñeca. Con firmeza y parsimonia, el saludo se convirtió en una peineta.

Era lo que esperaba desde que había oteado el polvo a lo lejos. Miró de reojo a Xander, que no apartaba la vista de la ventanilla, como si no se hubiera dado cuenta. Siempre hacía lo mismo.

En ocasiones, Nathan pensaba que por muchas veces que viera aparecer la casa de su infancia, le seguiría sorprendiendo siempre.

Estaba un poco elevada, al final de un camino de acceso de más de veinte kilómetros, y resplandecía como un oasis, donde el desierto rojo dejaba paso a una hierba exuberante y a un jardín muy cuidado y verde gracias al agua del pozo. La vivienda en sí, con su porche corrido, parecía una estampa pintoresca de otros tiempos, cuando las casas aún eran opulentas y laberínticas. Los grandes cobertizos industriales esparcidos a su alrededor desbarataban un poco la ilusión, al igual que las cabañas para el personal. A Nathan le pareció que estaban desocupadas, aunque en el jardín había una caravana que no le sonaba de nada, aparcada al lado de un todoterreno cubierto de polvo.

Se acercó a la casa atento a cualquier señal de deterioro o dejadez, pero no vio ninguna. Al parecer se conservaba bien, como la propiedad y las reses bien alimentadas que habían visto de camino; mejor, en todo caso, que la suya, pensó mientras aparcaba al lado de Bub. El porche estaba adornado con espumillón y luces navideñas. Los habían colocado con cuidado, pero el viento caliente que los sacudía ya les daba un aspecto un poco cutre.

Harry esperaba apoyado en la baranda de madera. Se irguió cuando salieron los tres de los coches. Tenía la piel como de cuero, y una expresión tan inmutable que casi nunca te permitía adivinar lo que estaba pensando. Nacido y criado en Balamara, había empezado a trabajar como temporero a una edad en la que aún debería haber estado en la escuela. Había llegado a Burley Downs antes de que naciera Nathan, y ahí seguía, después de que se hubiera marchado.

—Me alegro de veros —dijo, estrechándole la mano a Nathan y dándole una suave palmada en el hombro a Xander.

Bub se vio inundado de cariño y babas por su perro, detrás del cual Nathan vio que la perra pastora de Cameron, Duffy, miraba el camino vacío. Le tendió una mano, y el animal se le acercó a regañadientes.

De algún sitio de la casa salían los acordes de una grabación sobre nieve y trineos. Nathan supuso que procedían de los cuartos de sus sobrinas. Hacía un año que no veía a las hijas de Cameron. Se preguntó cómo se tomarían lo de su padre. La música festiva sonaba extrañamente grotesca. Sin embargo, para consolarse pensó que las niñas sólo tenían ocho y cinco años.

Se abrió la puerta principal, y Nathan se estremeció al ver a su madre: tenía los ojos inyectados en sangre, las mejillas pálidas y hundidas, y los hombros encorvados, como si el mero hecho de estar de pie le exigiera hacer uso de todas sus fuerzas.

—Creía que estabas intentando dormir —dijo Harry.

Liz Bright no se molestó en contestar. En su lugar entornó los hinchados párpados a causa de la luz. Nathan advirtió que se le saltaban las lágrimas de nuevo al verlos a ellos. Sabía que ni él ni Bub eran el hijo al que habría querido ver. Nada más pensarlo, se sintió culpable. Liz siempre se había esforzado mucho por evitar cualquier favoritismo; sin embargo, la sonrisa fácil de Cameron, su ingenio y lo bien que llevaba la hacienda no se lo habían puesto nada sencillo. Bub, cubierto de polvo y sin afeitar, se frotaba un ojo con un dedo sucio, y Nathan era consciente de que no ofrecía un aspecto mejor.

Liz se animó un poco al ver a Xander, al que abrazó con fuerza. Cuando lo soltó, también estrechó entre sus brazos a Nathan, que la rodeó con los suyos en un movimiento algo oxidado, como por la falta de práctica.

—Contadme —les solicitó Liz después de respirar hondo.

—Quizá sería mejor que entráramos... —empezó Harry.

—No —lo interrumpió ella—. Dentro están las niñas. Contádmelo aquí fuera.

Nathan volvió a desear que Cameron estuviera allí. Él habría sabido manejar la situación. En cuclillas, susurrándole a su perro, Bub no le era de ninguna ayuda.

—Ha sido muy raro —empezó a hablar Nathan, pero se calló de repente.

Al cabo de un momento lo probó de nuevo, poniéndolo todo de su parte, mientras Liz empezaba a pasearse por el porche, aunque sin llegar muy lejos; era como si se debatiese entre las ganas de oír lo que había ocurrido y la incapacidad de soportarlo.

—No estamos seguros —añadió Nathan sin pensar—. No lo sé.

—El coche funcionaba —intervino en un momento dado Bub, lo que hizo que Liz arrastrase los pies hacia la otra punta del suelo de madera—. Lo hemos probado.

—¿No estaba atascado en la arena? —preguntó Harry, que paseó la mirada entre los hermanos—. ¿No tenía ningún pinchazo?

Uno y otro negaron con la cabeza.

—¿Tienes idea de qué hacía Cam en esa zona? —preguntó Nathan.

—No dijo nada de que tuviera que ir allí por trabajo —contestó Harry—. En la agenda dejó escrito que iba a Lehmann’s Hill.

—Bub ha dicho que últimamente parecía un poco estresado —comentó Nathan.

Captó la mirada de reojo que le lanzó Harry a Liz y se preguntó si se mostraría reacio a hablar en presencia de su madre.

—Sí, supongo que se podría decir que sí.

Harry asintió con la cabeza.

—¿Hasta qué punto?

—No sé qué decirte. —La cara de Harry se movió ligeramente, pero sin dejar de ser inescrutable—. Ahora que lo pienso, desde hace unas semanas no era el de siempre. Puede que un mes, ¿no?

Se volvió hacia Liz, que movió levemente la cabeza para asentir, con la mirada clavada en el páramo marrón que se extendía más allá del frondoso jardín.

—Aunque no parecía nada grave —añadió Harry—. Claro. Si no, habríamos hecho algo.

—¿Qué quieres decir con que no era el de siempre? —preguntó Nathan.

—Que no lo tenía todo tan controlado como de costumbre, pero, bueno, nos las arreglábamos. Comentó en un par de veces que estaba cansado, y me dio la impresión de que quizá no dormía bien.

—No, es que no dormía bien... —aclaró Liz en voz baja—. Más de una noche lo he oído despierto.

—También estaba un poco quisquilloso —añadió Harry—. Un poco brusco, a veces.

«No parecía propio de Cameron, no», pensó Nathan.

—¿Había pasado algo? —preguntó—. ¿Habéis tenido algún problema?

Harry negó con la cabeza.

—En la propiedad va todo bien. Ha sido un buen año.

—Genial, me alegro —dijo Nathan, que por enésima vez volvía a estar en números rojos.

Los adornos infantiles se movían con el viento. Pensó en sus sobrinas.

—¿Sophie y Lo ya lo saben?

—Ilse está hablando con ellas —contestó Harry.

Nathan miró automáticamente hacia la puerta. No había nadie.

—¿Perdón? —dijo; no había oído las últimas palabras de Harry.

—Que ha llamado Glenn.

—Ah.

El sargento de siempre.

—¿Ya ha vuelto al pueblo?

—Todavía no. Quiere que mañana, cuando vaya a ver el coche de Cam, alguno de nosotros esté allí.

Nathan notó las llaves de Cameron en el bolsillo.

—Ya iré yo.

—Le he dicho que iría yo —repuso Harry.

—Bueno, pues te acompaño.

—Yo también voy —dijeron casi al unísono Xander y Bub.

Liz, que se había quedado con la mirada perdida, fijó la vista y frunció el ceño.

—Bub, entra con Xander y enséñale dónde dormirá.

—Ya lo sabe, donde siempre —soltó Bub.

Liz cerró los ojos e inspiró hondo.

—Bueno, entrad de todos modos.

Cuando oyó el portazo de la mosquitera, se volvió hacia Nathan.

—¿Cómo lo lleva Xander?

—Bien, dentro de lo que cabe.

—¿Cuánto tiempo se queda contigo?

—Tiene el vuelo el veintisiete.

—Ah. —Puso cara de decepción—. ¿Y no puede coger el de la semana siguiente? ¿Este fin de año no te tocaba a ti?

—Sí, pero no.

Xander se marcharía una semana antes de la fecha dictada por los tribunales. Nathan podría haber insistido. Estaba en su derecho. Bien que pagaba por estarlo. Aun así, no había insistido.

—Quiere ir con sus amigos a una fiesta en Brisbane.

—¿Y cuánto tardará en volver?

—No lo sé.

Nathan trató de parecer animado, aunque sentía el peso de la mirada de Liz.

—Este año tiene exámenes muy importantes —añadió.

Dos años de repaso sistemático, pruebas oficiales y notas de corte para la universidad, se lo había advertido el abogado de su ex mujer. Durante esos dos años, Xander requeriría concentración y estabilidad. Necesitaría pasar tiempo en casa para estudiar. ¿Podría hacer Nathan el favor de demostrar que lo comprendía?

De hecho, sí que lo comprendía. Igual que comprendía que faltaban menos de dos años para que su hijo cumpliera dieciocho y que a partir de entonces el régimen de visitas dictado por el juez sería una de las numerosas reliquias de la infancia de Xander que quedarían atrás.

Se dio cuenta de que las canciones navideñas habían cesado. En el vacío oyó un llanto infantil y deseó que la música volviera a sonar. Liz dio media vuelta en dirección al llanto y, sin pronunciar palabra, entró en casa.

Nathan y Harry se habían quedado solos en el porche. El sol era una gran llama amarilla que descendía poco a poco por el oeste.

—Entre nosotros —dijo Nathan—, ¿tú habías visto algo parecido?

—Tonterías de turistas he visto unas cuantas —contestó Harry—, pero en cuanto me enteré, supe que a Cam no se le había atascado el coche, porque entonces aún estaría dentro, con el aire acondicionado en marcha, quejándose por la radio. Lo sabe todo el mundo. Hace unos meses, cuando se le estropeó a Ilse, ella hizo lo que hay que hacer: se quedó cuatro horas sin salir del vehículo en la carretera del norte hasta que llegó Cam.

—Es lo que le he dicho al poli de St. Helens —dijo Nathan.

—¿Y él qué piensa?

—No se entera de nada. Ni siquiera hizo la instrucción aquí.

—Pero ¿cree que Cam se alejó del coche a propósito?

—Diría que sí —respondió Nathan—, pero, bueno, tú hace menos que viste a Cam, lo sabrás mejor.

—Lo que te puedo decir es que hay maneras más fáciles de hacerlo, aunque... —Se interrumpió un momento que se les hizo eterno—: A lo largo de los años, la gente ha hecho cosas bastante raras por aquí.

—¿Tú qué harías? Pegarte un tiro y listos, ¿no?

—¿Y tú?

—Hombre, yo sí.

Pretendía ser una simple constatación, pero a Nathan le salió mal, sonó demasiado terminante, dejaba entrever que había dedicado demasiado tiempo a pensar en ello.

Harry lo miró con más atención. Permanecieron un rato callados. Dentro de la casa ya no lloraba nadie, o al menos no se oía. Tampoco habían vuelto a poner los villancicos. Las buenas nuevas brillaban por su ausencia.

—¿Tú por qué dirías que estaba preocupado Cam? —acabó preguntando Nathan.

—No lo sé. La temporada ha sido buena, ya te digo. La verdad es que me sorprendería que tuviera que ver con el trabajo. —Harry apoyó todo su peso en la baranda—. También hay que decir que este año cumplió los cuarenta.

—¿Y lo llevaba mal?

—Nunca comentó nada al respecto, pero, bueno, siempre marca un antes y un después, ¿no? Hay quien no lo lleva bien.

Nathan intentó acordarse de cuando los había cumplido él, hacía dos años. Aparte de una postal de Xander y una llamada de Liz, su «antes y después» había sido un día de lo más corriente.

Los adornos se agitaron por encima de su cabeza, dispersando polvo al viento.

—Kerry McGrath se suicidó por Navidad —advirtió Harry.

—Ya, es cierto.

Pero eso era diferente, pensó Nathan. Kerry se había tomado todas las pastillas del botiquín del servicio médico aéreo después de que lo abandonara su mujer. Había abierto los compartimentos que en principio no podían abrirse a menos que te lo indicara explícitamente el médico por teléfono y se lo había tragado todo de golpe, desde el paracetamol hasta la morfina. Por lo visto, no había sido ni rápido ni indoloro. Al menos eso le había contado Steve Fitzgerald a todo el mundo en la clínica, aunque Nathan sospechaba que era más que nada para disuadir. Se acordó de cuando se había enterado él. Había colocado su propio botiquín al fondo de un armario alto, fuera de la vista.

Carraspeó.

—El que se marchó caminando fue Bryan Taylor.

Harry emitió un sonido.

—Sí, desde el bar hasta su coche, y se ahogó borracho en el río. Por cierto, ¿ya te has aprovisionado bien en casa?

—Sí, más o menos.

—Pues asegúrate, porque me parece que el agua está al caer.

Nathan asintió. Valía la pena hacer caso a las predicciones de Harry.

—Y luego está tu padre —dijo Harry de sopetón.

Nathan lo miró con cara de sorpresa.

—Fue en esta época del año —añadió Harry.

—En febrero. Y no se suicidó.

—Ya lo sé. —Harry se quedó pensativo—. Sólo me preguntaba si a Cameron se le pasó algo por la cabeza. Mientras estaba solo por ahí. Quizá le despertó algo.

—Papá no estaba solo cuando murió.

—No, ya lo sé. Quería decir...

—¿Qué?

—Nada. Que a veces la gente hace cosas raras.

Los interrumpió el chirrido de la mosquitera. Se había asomado Xander.

—Dice la abuela que ya está la cena.

—Gracias, chico —dijo Harry mientras Xander volvía a entrar—. ¿Vamos?

—Ve tirando, yo voy enseguida.

Nathan esperó hasta oír el portazo. Una vez solo, bajó los escalones de madera hasta el mullido césped y caminó entre el aroma fuerte a cítricos que desprendían los árboles. De la cuadra grande llegaba el zumbido del generador, que giraba para mantener encendidas las luces de la propiedad. Cuando alcanzó la cerca que servía para proteger aquel césped tan lozano de las reses curiosas, sin saber muy bien por qué, pasó por encima y se quedó plantado al otro lado.

Estuvo un rato mirando. El sol daba la impresión de ponerse muy deprisa en el oeste. Al cabo de una hora, el horizonte se habría diluido en un infinito aún mayor. Oyó un aullido melancólico a lo lejos. Todavía era temprano, incluso para los dingos, pero sólo podían ser ellos. Dio unos cuantos pasos por la tierra, alejándose de la cerca, de la casa y de sus plantas cultivadas, y volvió a mirar. Era como asomarse a un precipicio. Sintió un poco de vértigo, algo raro en él.

De noche, cuando el cielo parecía aún más vasto, casi podía imaginarse que había retrocedido un millón años y que estaba caminando por el fondo del mar. Un millón de años antes de que la necesaria sucesión de un millón de acontecimientos naturales formara el paisaje que tenía delante: un sitio de crecidas sin lluvia, de conchas fosilizadas a miles de kilómetros del agua y de hombres que se apeaban del coche para dirigirse a pie, sin saber muy bien por qué, al encuentro con su muerte.

A veces casi parecía que a Nathan lo llamara el espacio, como el palpitar tenue, insistente y persuasivo de un corazón. Escuchó. Luego dio dos pasos, por probar. Pero de pronto oyó a sus espaldas el chirrido de la mosquitera, y la voz de Xander.

—¿Papá?

Nathan se detuvo y levantó la mano. Luego se volvió hacia la voz de su hijo y regresó despacio a la casa.